La casa de los amores imposibles (21 page)

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Authors: Cristina López Barrio

Tags: #Drama

BOOK: La casa de los amores imposibles
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Aunque el pueblo lo intentó, nunca acabó de acostumbrarse a los estertores que producía la vida del padre Rafael.

—Ya viene el gigante —decían las ancianas sentadas en las callejuelas, y los pocos dientes que les quedaban se les columpiaban de las encías.

—Ya viene —decían las que se refugiaban en esos tiempos dentro de sus casas, y corrían a sujetar los pucheros de loza en las alacenas.

Cuando se tuvo la certeza de que el pulpito resistiría el peso del cura, y de que no sacudiría al pueblo un terremoto, los feligreses comenzaron a echar de menos los sermones vivientes del padre Imperio, sobre todo aquellos que llevaban muchos años escuchándolos, y se descoyuntaban a cabezadas con los del padre Rafael, demasiado tranquilos y de significado diáfano.

El alboroto que acompañaba al padre Rafael contrastaba con su trato afable. Era un hombre lento y práctico que amaba la ciencia y aborrecía toda actividad física. Jamás se aventuró por los montes montado en la mula del padre Imperio, que no habría aguantado semejante carga, para dar la extremaunción a los pastores o a los feligreses que vivían alejados del pueblo. Y cuando llegó el otoño y con él la niebla de espíritus, el Tolón tocó las ánimas a la hora exacta, y los portones de la iglesia permanecieron cerrados. El cura se tomó la leyenda como un fenómeno atmosférico, y el muchacho con el tenderete del estraperlo, las viejas del intercambio de lentejas y los fugitivos de los besos y abrazos tuvieron que buscarse otros sitios para esconderse tras la marcha de las almas de los caballeros.

El día en que el padre Rafael se presentó en el cementerio pasadas las seis, sus pasos se convirtieron en ondas sísmicas que removieron las tumbas, y los huesos de los muertos comenzaron a chocar unos contra otros en los ataúdes y en el osario, emitiendo un cloqueo tenebroso que enturbió el atardecer. Margarita Laguna, que jugaba con la tierra bajo la que se deshacía su padre, se puso a llorar desconsoladamente. Cimbreaban los cipreses, revoloteaban desorientadas las urracas, temblaban las lápidas. Olvido reconoció en aquel estruendo la llegada del padre Rafael, tomó a la niña en brazos y corrió a esconderse en la cripta. Pero en un par de zancadas, guiado por el llanto de la pequeña, el cura se presentó ante ellas.

—El cementerio está cerrado, señorita —le dijo sin inmutarse.

—Vinimos a traer flores a un pariente y se me pasó la hora, menos mal que nos ha encontrado usted.

—Tocar las tumbas se llama profanación, joven, y es una cosa muy fea. —El cura había visto las uñas de Olvido manchadas de tierra.

—Aquí reposa lo que queda de su padre —respondió ella acariciando el cabello de la niña.

Margarita había dejado de llorar y sus ojos, húmedos y espantados, recorrían la estatura del padre Rafael.

—Lo que queda de su padre ya pertenece a Dios y a la tierra. No quiero verte más por aquí a deshoras o tendré que llamar a los guardias.

Las acompañó hasta las verjas de salida, y volvió a internarse en el cementerio para comprobar el derrumbamiento que las últimas lluvias habían causado en los techos de algunos panteones, sin darse cuenta de que su presencia podía llegar a ser incluso más devastadora.

Tras la advertencia del padre Rafael, Olvido estuvo un tiempo sin ir por el cementerio una vez que el enterrador cerraba las verjas. Pero la necesidad de sentirse cerca de Esteban la hizo volver, aunque temía que los guardias la llevaran presa y su hija quedara al cuidado de Manuela Laguna. Aquella idea la horrorizaba tanto que limitó las visitas furtivas a una al mes. Conforme crecía Margarita, crecía también el odio de Manuela por la niña. Cuando ésta cumplió seis años, Olvido, vencida por el insomnio y la angustia, decidió alejarla del pueblo. Además, ya tenía edad de ir a la escuela y le preocupaba que los niños le hicieran sufrir tanto como a ella. No importaba que la escuela nueva se hubiera construido con una donación de su madre, seguían estando malditas, seguían dejando tras de sí el hálito de la deshonra. Para llevar a cabo sus planes, pidió ayuda al abogado que gestionaba el patrimonio de la familia. En esa época se paseaba por el pueblo y sus alrededores en un auto gris plata último modelo, con una bocina que asustaba a los burros y producía diarreas a las gallinas. Olvido lo vio a solas por primera vez cuando Margarita acababa de nacer. Se presentó de improviso en la casona roja para tratar con Manuela un negocio urgente. Le abrió la puerta envuelta en una bata de flores por la que se le escapaban los senos llenos de leche, la melena suelta lamiéndole los hombros y los ojos como dos tormentos azules. A partir de ese instante, el abogado se dedicó a asediarla con infinidad de cartas donde le declaraba su admiración y sus deseos de celebrar una cita secreta. También le enviaba regalos —ramos de margaritas y rosas, collarcitos de coral, dedales de plata— y se presentaba en la casona roja con cualquier excusa para deleitarse de nuevo con los atributos de diosa que lo habían hechizado. Ella nunca respondió a las cartas, le devolvió los regalos durante las visitas y en éstas lo trató con frialdad. Sin embargo, el día del sexto cumpleaños de su hija, se sentó en el escritorio y, mientras suplicaba a Dios que lloviera, que inundara el mundo, le escribió la siguiente carta:

Muy señor mío:

Ruego le comunique a mi madre que voy enviar a mi hija, Margarita Laguna, a un internado de la capital, donde permanecerá todo el año menos las vacaciones de Navidad y verano. Le ruego también me ayude a elegir un colegio para que mi hija pueda tener una buena educación.

Le quedo muy agradecida,

O
LVIDO
L
AGUNA

Unos días después el abogado, que se había convertido en un sesentón giboso, recibió la carta a primera hora de la mañana. Su sirvienta la depositó en la bandeja de plata donde le servía el desayuno. Tras devorarse una tostada con aceite y ajo, leyó distraídamente el remite y, arrastrado por sus instintos, se llevó la mano a la entrepierna. Manchó de grasa el batín de seda, resopló furioso y se ahogó en el aliento de ajo.

—¡Ven a retirarme esta porquería de pueblo y tráeme unas tostadas con mantequilla y mermelada de limón! —chilló a la sirvienta.

Regresó, embelesado, a la caligrafía esbelta que mostraba la carta; pensó en el color azul, en las caderas como un arroyo de montaña, en los pechos como higos gigantes, maduros… Su mano retornó a la entrepierna y se manchó de nuevo el batín de seda.

Al cabo de unas horas y vestido con un traje de alpaca, escribió una nota a Olvido comunicándole que aceptaba con sumo gusto el encargo para el que le había requerido, suyo afectísimo, muy honrado y a sus pies, el que arriba suscribe —en membrete de oro—.

El internado que eligió aquel hombre para la más pequeña de las Laguna fue uno de monjas agustinas situado a las afueras de Madrid. Comunicó la noticia a Manuela durante una de las reuniones de los jueves. Ella se frotó los guantes blancos sonriendo; perder de vista las pupilas grises de la nieta y alejar de Olvido la vergüenza de ser una madre soltera era lo que más deseaba a esas alturas de la vida. No había perdido la esperanza de recuperar el dominio sobre su hija, y aquélla parecía una oportunidad única.

—Me complace que apruebe las gestiones que he realizado.

Él también celebraba la marcha de Margarita. Se imaginaba a la joven madre desnuda sobre sus sábanas de raso derrochando agradecimiento y tiempo libre.

A partir de aquel encargo y al cumplirlo con tanta diligencia y premura, cada vez que Manuela y Olvido tenían que decirse algo importante lo hacían a través del abogado. El leía a su socia las cartas de la hija, y cuando ésta escupía una respuesta, rogaba a Olvido que se acercara a su despacho en el gabinete de la calle principal —siempre a la caída de la tarde y por la puerta trasera— para experimentar el placer, distinguida amiga, de comunicarle en persona la voluntad de su progenitora, suyo siempre, afectuosamente gustoso de servirla, el que arriba suscribe —en membrete de oro—. Post scriptum: la adoro diligentemente…

Tras una mesa de caoba, ahorcado con una camisa blanca y una corbata italiana, recitaba a Olvido las decisiones de Manuela como si éstas fuesen versos de Don Juan Tenorio; la calva y las aletas de la nariz sudaban por la condensación del deseo.

—Queridísima Olvido de mis recuerdos —abría un cajón—, tened a bien aceptar este humilde obsequio que os ofrezco. —Un estuche de piel aparecía sobre la mesa.

—Amigo mío, me basta con los favores que me habéis hecho. —Los ojos de Olvido se oscurecían.

El abogado se levantaba de un butacón estilo español para depositar la mano blanda, llena de manchas, sobre un antebrazo exquisito.

—Pedidme algo más, querida, pedidme. Deseo tanto complaceros en todo… —musitaba.

—Si fueseis tan galante de desviar parte del dinero de mi madre a una cuenta a mi nombre os lo agradecería eternamente, ya soy mayor de edad. —Los labios de Olvido le masturbaban la oreja.

—Pero, querida, debéis comprender que…

Ella continuaba pidiéndoselo con aquel bisbiseo ardiente.

—Sí, Olvido mía, no puedo negarme más, os ayudaré. Sí, nada le faltará a su hija. Sí, sabrá agradecérmelo. —Se le cayeron unas gotas de baba en la solapa de su chaqueta y escuchó, como si saliese de una caverna, la voz de su mujer reclamándolo para la cena.

El internado de las monjas agustinas era un palacete con fachadas de piedra y ventanas ojivales que había pertenecido a un secretario de Felipe II. Se alzaba solitario sobre una loma a las afueras de Madrid, y desde la carretera que conducía hasta él, su silueta recordaba a la de una abadía medieval. Lo rodeaban unos muros donde crecían matas de margaritas, cardos borriqueros y macizos de lilas, y donde tenían la costumbre de ir a aullar y a fornicar los perros de la vecindad en cuanto caía la noche. La puerta de entrada —que cerraban las monjas desde media tarde hasta finalizados los maitines— lucía unos clavos gruesos con cabezas rectangulares como si se tratara de una máquina de tortura. El jardín que se hallaba tras los muros era amplio y muy soleado. Tenía una rosaleda y una huerta en la parte trasera con tomates, lechugas y cebolletas enanas. También una pradera con sauces llorones en la que jugaban las niñas a la comba o cosían sus labores bajo la melancolía de aquellos árboles, y un campo de tierra para echar campeonatos de rayuela o carreras de relevos.

Desde el momento en que llegó al colegio, el jardín fue el lugar preferido de Margarita Laguna. A la hora del recreo solía pasear por él para respirar las fragancias que la transportaban a la casona roja. Pero cuando cayó el otoño sobre la ciudad, el jardín enmudeció sin flores y la niña sintió por primera vez lo que era la tristeza. Tuvo que esperar la llegada de la primavera —entre tardes lluviosas y cartillas de palotes— para oler de nuevo sus recuerdos.

En el mes de abril celebró el retorno de las amapolas, los geranios y las hortensias quitándose la falda gris y el jersey azul marino del uniforme del colegio y tumbándose desnuda en la pradera de los sauces. Antes de que sus compañeras la descubrieran y se rieran de ella, antes de que una monja —con una toca alada— se abalanzara sobre su cuerpo para cubrirlo con la manta áspera donde se afilaba las uñas el gato de la sacristía, Margarita Laguna se había sentido en la casona roja —los ojos cerrados y el sol balanceándose en la piel—. La monja de la toca alada la condujo hasta el despacho de la directora a través de un pasillo de carcajadas e insultos. Había cometido una falta disciplinaria muy grave con aquella conducta impúdica; si volvía a repetirla la expulsarían del internado.

A la mañana siguiente, cuando sintió la caricia del sol y del perfume de las flores tuvo que reprimir los deseos de desnudarse sobre la tierra húmeda. Pasó todo el día rascándose el cuerpo, que se ahogaba dentro de la ropa, y al llegar la noche se le ocurrió una idea. Las monjas le habían prohibido quitarse el uniforme, pero no le habían prohibido quitarse la ropa interior. A partir de ese momento, Margarita Laguna tomó la decisión de no volver a usar braguitas de algodón o de perlé con lazos. Su pubis pudo crecer en libertad a merced de los vientos y de los rayos solares que escalaban hasta él burlando el uniforme.

Con las vacaciones de verano Margarita regresó a la casona roja. Olvido fue a esperarla a la estación de ferrocarril situada a unos kilómetros del pueblo. El abogado había elegido una señora educada y decente para que acompañara a la niña durante el viaje. Cuando bajó del vagón de primera clase, corrió por el andén hasta los brazos de su madre. Llevaba recogida en dos trenzas la melena castaña que había heredado de Clara Laguna y los ojos grises le brillaban ante la cercanía de la tierra donde fermentaba su padre. La locomotora lanzó unas bocanadas de humo y, de entre ellas, surgió el paño verde de los guardias civiles que registraban cuanta cesta o maleta les pareciera sospechosa en busca de víveres de estraperlo.

—Cuánto te he echado de menos. —Olvido lloraba.

La mujer educada y decente descendió del vagón cargando la maleta de la niña, que no levantó sospechas entre los guardias, relató a Olvido los pormenores del viaje y se sentó en un banco a esperar el tren de regreso a la ciudad.

—Mamá, mamá, ¿podré desnudarme este año en el jardín para tomar el sol?

—En el claro de madreselvas, como a ti te gusta.

—¡Bien! —aplaudió—. En el colegio no me dejan quitarme el uniforme para tumbarme al sol.

—En el colegio no debes quitártelo nunca, sólo en casa.

—Ya lo sé. Al principio me puse triste, pero después se me ocurrió que podría ir sin braguitas y nadie se enteró —repuso levantándose un poco la falda del uniforme. Una nalga prieta y rosa destelló en el andén.

—Eres una niña rebelde —le dijo Olvido sonriendo. —Te pareces a tu padre. Ella le dijo no vuelvas, pero él volvió.

—¿Adónde volvió, mami? ¿Y quién se lo dijo?

—Son historias del pasado.

—Si no quieres no me las cuentes.

La niña caminaba por el andén agarrada de la mano de su madre.

—¿Y cómo está la abuela?

—Cada día más enferma. Padece una artritis horrible.

—Ar-tri-tis. Qué difícil es eso que tiene la abuela. ¿Tú crees que me hablará este año?

Abandonaron la estación de ferrocarril. Cruzó el cielo una bandada de golondrinas. La vieja carreta las esperaba con el caballo tordo que había sustituido al negro, muerto de viejo.

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