La catedral del mar (68 page)

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Authors: Ildefonso Falcones

Tags: #Histórico

BOOK: La catedral del mar
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Aledis alzó las cejas al mirar a Teresa.

—Ingenua —le dijo sonriendo—. Lo único que tenéis que conseguir es que beban. El vino hará el resto. Mientras permanezcáis con ellos no desistirán. Os lo aseguro. Por otra parte, tened en cuenta que Francesca ha sido detenida por la Iglesia, no por orden del veguer o del baile. Dirigid vuestra conversación hacia temas religiosos…

Las dos la miraron con sorpresa.

—¿Religiosos? —exclamaron al unísono.

—Entiendo que no sepáis mucho de eso —asumió Aledis—. Echadle imaginación. Creo que tiene algo que ver con la brujería… Cuando me expulsaron del palacio lo hicieron al grito de bruja.

Al cabo de unas horas, los soldados que vigilaban la puerta de Trentaclaus franquearon el acceso a la ciudad a una mujer vestida de negro, con el cabello recogido en un moño, y a sus dos hijas casi de blanco, con el pelo recatadamente recogido, calzadas con vulgares esparteñas, sin afeites y sin perfumes, y que andaban cabizbajas detrás de la de negro, con la vista fija en sus talones, como les había ordenado Aledis.

49

La puerta de la mazmorra se abrió de repente. No era la hora habitual; el sol todavía no había bajado lo suficiente y la luz pugnaba por colarse a través de la pequeña ventana enrejada, pero la miseria que flotaba en el ambiente parecía dispuesta a impedírselo, y la luz se amalgamaba con el polvo y los efluvios de los presos. No era la hora habitual y todas las sombras se movieron. Arnau oyó el ruido de las cadenas, que cesó tan pronto como el alguacil entró con un nuevo preso; no venían en busca de ninguno de ellos. Otro… otra más, se corrigió Arnau a la vista del perfil de una anciana en el umbral de la puerta. ¿Qué pecado habría cometido aquella pobre mujer?

El alguacil empujó a la nueva víctima al interior de la mazmorra. La mujer cayó al suelo.

—¡Levanta, bruja! —resonó en la mazmorra.

Pero la bruja no se movió. El alguacil propinó dos patadas al bulto que yacía a sus pies. El eco de aquellos dos golpes sordos vibró durante unos segundos eternos.

—¡He dicho que te levantes!

Arnau notó cómo las sombras intentaban fundirse con las paredes que las retenían. Eran los mismos gritos, el mismo tono imperativo, la misma voz. En los días que llevaba encarcelado había oído varias veces esa voz, atronando desde el otro lado de la puerta de la mazmorra, después de que un preso fuera desencadenado. También entonces había visto cómo las sombras se encogían y vomitaban el miedo a la tortura. Primero era la voz, el grito, y tras unos instantes el desgarrador aullido de un cuerpo mutilado.

—¡Levanta, vieja puta!

El alguacil volvió a patearla, pero la anciana siguió sin moverse. Al final se agachó resoplando, la agarró de un brazo y la arrastró hasta donde le habían ordenado que la encadenara: lejos del cambista. El sonido de las llaves y los grilletes sentenció a la anciana. Antes de salir, el alguacil cruzó la mazmorra hasta donde se encontraba Arnau.

—¿Por qué? —preguntó tras recibir la orden de encadenar a la bruja lejos de Arnau.

—Esta bruja es la madre del cambista —le contestó el oficial de la Inquisición: así se lo había contado el oficial del noble de Bellera.

—No creas —dijo el alguacil cuando estuvo al lado de Arnau— que por el mismo precio conseguirás que tu madre coma mejor. Por mucho que sea tu madre, una bruja cuesta dinero, Arnau Estanyol.

No había cambiado nada: la masía, con su torre de vigilancia adosada, seguía dominando la pequeña loma. Joan miró hacia arriba y volvió a su mente el sonido de la host, de los hombres nerviosos, de las espadas y de los gritos de alegría cuando él mismo, exactamente allí, logró convencer a Arnau para que entregara a Mar en matrimonio. Nunca se llevó bien con la muchacha, ¿qué iba a decirle ahora?

Joan alzó la mirada al cielo y luego, encorvado, cabizbajo, arrastrando el hábito, inició el ascenso de la suave ladera.

Los alrededores de la masía aparecían desiertos. Sólo el pajear de los animales estabulados en la planta baja rompía el silencio.

—¿Hay alguien? —gritó Joan.

Iba a gritar de nuevo cuando un movimiento llamó su atención. Asomado a una de las esquinas de la masía, un niño lo miraba con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Ven aquí, chico —le ordenó Joan.

El niño titubeó.

—Ven aquí…

—¿Qué ocurre?

Joan se volvió hacia la escalera exterior que llevaba al piso superior. En lo alto de ella, Mar lo interrogaba con la mirada.

Los dos permanecieron un largo rato sin moverse ni decir nada. Joan intentó encontrar en aquella mujer la imagen de la muchacha cuya vida ofreció al caballero de Ponts, pero la figura desprendía una severidad que poco tenía que ver con la explosión de sentimientos que hacía cinco años vivieron en el interior de aquella misma masía. El tiempo pasaba, y Joan se sentía cada vez más cohibido. Mar lo atravesaba con la mirada, quieta, sin pestañear.

—¿Qué buscas, fraile? —le preguntó al fin.

—He venido a hablar contigo —Joan tuvo que levantar la voz.

—No me interesa nada de lo que tengas que decirme.

Mar hizo ademán de dar media vuelta pero Joan se apresuró a intervenir.

—Le he prometido a Arnau que hablaría contigo.

En contra de lo que Joan esperaba, Mar no pareció inmutarse ante la mención de Arnau; sin embargo, tampoco se fue.

—Escúchame, no soy yo quien quiere hablar contigo —Joan dejó pasar unos instantes—. ¿Puedo subir?

Mar le dio la espalda y entró en la masía. Joan se dirigió hasta la escalera y antes de subir miró de nuevo al cielo. ¿De verdad era ésta la penitencia que merecía?

Carraspeó para llamar su atención. Mar continuó de cara al hogar, ocupada en una olla que colgaba de un llar que a su vez pendía del techo.

—Habla —se limitó a decirle.

Joan la observó de espaldas, inclinada sobre el fuego. El cabello le caía por la espalda hasta casi rozar unas nalgas que aparecían firmes, perfectamente delineadas bajo la camisa. Se había convertido en una mujer… atractiva.

—¿No vas a decir nada? —le preguntó Mar volviendo la cabeza unos instantes.

¿Cómo…?

—Arnau ha sido encarcelado por la Inquisición —soltó el dominico de sopetón.

Mar dejó de remover el contenido de la olla. Joan guardó silencio.

La voz pareció partir de las mismas llamas, temblorosa, estremecida:

—Otras llevamos encarceladas mucho tiempo.

Mar continuó de espaldas a Joan, erguida, con los brazos caídos a los costados y la vista fija en la campana del hogar.

—No fue Arnau quien te encarceló.

Mar se volvió con brusquedad.

—¿Acaso no fue él quien me entregó al señor de Ponts? —gritó—. ¿Acaso no fue él quien consintió mi matrimonio? ¿Acaso no fue él quien decidió no vengar mi deshonra? ¡Me forzó! Me secuestró y me forzó.

Había escupido cada palabra. Temblaba. Toda ella temblaba; desde el labio superior hasta las manos, que ahora intentaba agarrarse por delante del pecho. Joan no pudo soportar aquellos ojos inyectados en sangre.

—No fue Arnau —repitió el fraile con voz trémula—. Fui…, ¡fui yo! —gritó—. ¿Entiendes, mujer? Fui yo. Fui yo quien lo convenció de que debía entregarte en matrimonio. ¿Qué habría sido de una muchacha forzada? ¿Qué habría sido de ti cuando toda Barcelona conociera tu desgracia? Fui yo quien, convencido por Elionor, preparó el secuestro y consintió en tu deshonra para poder convencer a Arnau de que te entregase en matrimonio. Fui yo el culpable de todo. Arnau nunca te hubiera entregado.

Los dos se miraron. Joan sintió que el peso del hábito se aligeraba. Mar dejó de temblar y las lágrimas asomaron a sus ojos.

—Te amaba —añadió Joan—. Te amaba entonces y te ama ahora. Te necesita…

Mar se llevó las manos al rostro. Dobló las dos rodillas hacia un lado y su cuerpo se fue encogiendo hasta quedar postrado delante del fraile.

Ya estaba. Ya lo había hecho. Ahora Mar llegaría a Barcelona, se lo contaría a Arnau y… Con tales pensamientos Joan se agachó para ayudar a Mar a levantarse…

—¡No me toques!

Joan saltó hacia atrás.

—¿Sucede algo, señora?

El fraile se volvió hacia la puerta. En el umbral, un hombre hercúleo, armado con una guadaña, lo miraba amenazadoramente; por detrás de una de sus piernas asomaba la cabeza del niño. Joan estaba a menos de dos palmos del recién llegado, que le sacaba casi dos cabezas.

—No sucede nada —contestó Joan, pero el hombre se adelantó hacia Mar empujándolo como si no existiera—. Ya te he dicho que no sucede nada —insistió Joan—; ve a ocuparte de tus labores.

El niño buscó refugio tras el marco exterior de la puerta y volvió a asomar la cabeza por ella. Joan dejó de observarlo y cuando se volvió hacia el interior vio que el hombre de la guadaña estaba arrodillado junto a Mar, sin tocarla.

—¿No me has oído? —le preguntó Joan. El hombre no contestó—. Obedece y ve a ocuparte de tus labores.

En esta ocasión el hombre se volvió hacia Joan.

—Sólo obedezco a mi señora.

¿Cuántos como aquél, grandes, fuertes y orgullosos, se habían postrado ante él? ¿A cuántos había visto llorar y suplicar antes de dictar sentencia? Joan entrecerró los ojos, apretó los puños y dio dos pasos hacia el criado.

—¿Te atreves a desobedecer a la Inquisición? —gritó.

No había terminado la frase cuando Mar ya se había levantado. Temblaba de nuevo. El de la guadaña también se levantó, más lentamente.

—¿Cómo te atreves tú, fraile, a venir a mi casa y amenazar a mi criado? ¿Inquisidor? ¡Ja! No eres más que un diablo disfrazado de fraile. ¡Tú me forzaste! —Joan vio cómo el criado apretaba los puños sobre el mango de la guadaña—. ¡Lo has reconocido!

—Yo… —vaciló Joan.

El criado se acercó a él y le puso el borde romo de la guadaña en el estómago.

—Nadie se enteraría, señora. Ha venido solo.

Joan miró a Mar. No había temor en sus ojos, ni siquiera compasión, sólo…; se volvió tan rápido como pudo para alcanzar la puerta, pero el niño la cerró violentamente y se encaró a él.

Desde atrás, el criado alargó la guadaña y rodeó el cuello de Joan. En esta ocasión el afilado borde del apero presionó la nuez del fraile. Joan se quedó quieto. El niño ya no lo miraba con temor. Su rostro reflejaba los sentimientos de quienes se hallaban a sus espaldas.

—¿Qué…, qué vas a hacer, Mar? —Al hablar, la guadaña le produjo un rasguño en el cuello.

Mar permaneció unos momentos en silencio. Joan podía oír su respiración.

—Enciérralo en la torre —ordenó.

Mar no había vuelto a entrar en ella desde el día en que vio cómo la host de Barcelona se preparaba primero para el asalto y después estallaba en vítores. Cuando su esposo cayó en Calatayud, la cerró.

50

La viuda y sus dos hijas cruzaron la plaza de la Llana hasta el hostal del Estanyer, un edificio de piedra, de dos pisos, que en sus bajos alojaba el hogar y el comedor de los huéspedes y en el primero las habitaciones. Las recibió el hostalero junto al mozo. Aledis guiñó un ojo al muchacho al ver que la miraba embobado. «¿Qué miras?», le gritó el hostalero antes de propinarle un pescozón. El joven salió corriendo hacia la parte trasera del local. Teresa y Eulália se percataron del guiño y sonrieron al alimón.

—El pescozón os lo voy a tener que dar a vosotras —les susurró Aledis aprovechando que el hostalero se había dado la vuelta por un momento—. ¿Queréis andar correctamente y dejar de rascaros? A la próxima que se vuelva a rascar…

—No se puede andar con estas tiras de esparto…

—Silencio —ordenó Aledis cuando el hostalero volvió a prestarles atención.

Disponía de una habitación en la que podrían dormir las tres, aunque sólo había dos jergones.

—No se preocupe, buen hombre —le dijo Aledis—. Mis hijas están acostumbradas a compartir el lecho.

—¿Os habéis fijado en cómo nos ha mirado el dueño cuando le has dicho que dormíamos juntas? —preguntó Teresa cuando ya se encontraban en la habitación.

Dos jergones de paja y un pequeño arcón sobre el que descansaba una lámpara de aceite ejercían a duras penas de mobiliario.

—Se veía metido entre las dos —apuntó Eulália riendo.

—Y eso que no mostráis vuestros encantos. Ya os lo dije —intervino Aledis.

—Podríamos trabajar así. Visto el resultado…

—Sólo funciona una vez —afirmó Aledis—, unas cuantas a lo sumo. Les gusta la inocencia, la virginidad. En el momento que la consiguen… Tendríamos que ir de lugar en lugar, engañando a la gente, y no podríamos cobrar.

—No habría oro suficiente en Cataluña para hacerme ir con estas esparteñas y estas… —Teresa empezó a rascarse desde los muslos hasta los pechos.

—¡No te rasques!

—Ahora no nos ve nadie —se defendió la muchacha.

—Pero cuanto más te rasques más te picará.

—¿Y el guiño al mozo? —preguntó Eulália.

Aledis las miró.

—No es asunto vuestro.

—¿Le cobras? —intervino Teresa.

Aledis recordó la expresión del muchacho cuando ni siquiera tuvo tiempo de quitarse los calzones, y después, la torpe violencia con que montó sobre ella. Les gustaba la inocencia, la virginidad…

—Algo he conseguido —contestó sonriendo.

Esperaron en la habitación hasta la hora de la cena. Entonces, bajaron y tomaron asiento alrededor de una tosca mesa de madera sin pulir. Al poco aparecieron Jaume de Bellera y Genis Puig. Desde que se sentaron a su mesa, en el otro extremo de la estancia, no apartaron la mirada de las chicas. No había nadie más en el comedor del hostal. Aledis llamó la atención de las muchachas y las dos se santiguaron antes de empezar a dar cuenta de las escudillas de sopa que les sirvió el hostalero.

—¿Vino? Sólo para mí —le dijo Aledis—. Mis hijas no beben.

—Otra jarra de vino y otra más… Desde que murió nuestro padre… —la excusó Teresa dirigiéndose al hostelero.

—Para reponerse del dolor… —apuntó Eulália.

—Escuchad, chicas —les susurró Aledis—, son tres jarras de vino… y lo cierto es que me han hecho efecto. Bien, dentro de un momento dejaré caer la cabeza sobre la mesa y empezaré a roncar. A partir de entonces ya sabéis qué tenéis que hacer. Debemos saber por qué han detenido a Francesca y qué es lo que pretenden hacer con ella.

Tras desplomarse sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, Aledis se dispuso a escuchar.

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