La caza del carnero salvaje (34 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

BOOK: La caza del carnero salvaje
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Dejamos las mochilas en el suelo y, en silencio, contemplamos el paisaje En el fondo del valle que dominaba nuestra vista, un río describía suaves curvas, como una delgada cinta de plata, entre dos riberas cubiertas por el denso verdor de los bosques. Frente al valle, en la lejanía, serpenteaba una cadena de colinas, que mostraba todos los colores del otoño. Y más allá de sus cimas se dejaba ver borrosamente una remota planicie. Varias columnillas de humo se elevaban desde allí; estaban quemando la paja tras cosechar el arroz. El panorama era soberbio, pero, por mucho que lo mirara, no conseguía sentirme a gusto. Todo me resultaba allí frío y ajeno, en cierto modo, como si no perteneciera a mi mundo.

El cielo estaba tapado hasta el horizonte por cenicientas nubes, grávidas de agua, que formaban como un velo inconsútil. Bajo este velo se deslizaban, a escasa altura, grumos de nubes negras. Daba la impresión de que, con sólo alargar el brazo, hubiéramos podido tocarlas con la punta de los dedos. Las nubes se precipitaban hacia el este a una velocidad increíble. Procedentes del continente, sobrevolaban el mar del Japón, atravesaban la isla de Hokkaidô y se perdían volando hacia el mar de Ojotsk. Mientras contemplaba inmóvil aquella masa de nubes que iba y venía sin parar, se me hizo evidente lo arriesgado de la situación en que nos encontrábamos. Bastaría con un soplo caprichoso de los elementos para que aquella frágil cornisa pegada al paredón —y nosotros con ella, por supuesto— se precipitara en el vacío del valle que yacía a nuestros pies.

—¡Andando! —dije, y me eché a la espalda la pesada mochila.

Era conveniente salir de aquellos parajes antes de que nos sorprendiera la lluvia o el aguanieve, y, por otra parte, deseaba encontrarme lo más cerca posible de un lugar techado. No resulta agradable quedar empapado en un ambiente tan frío. Con paso rápido, dejamos atrás la siniestra curva. Tal como nos había dicho el pastor, aquella curva tenía algo que daba mal agüero. Mi cuerpo lo advirtió al principio vagamente, pero esa sensación ominosa acabó por repiquetear en algún lugar de mi cerebro como una señal de aviso. Una sensación semejante a la que se siente cuando, al vadear un río, se mete la pierna en un lugar donde el agua tiene una temperatura distinta de la del resto.

Mientras recorríamos aquel medio kilómetro aproximado de curvas, el ruido de nuestras pisadas sobre la tierra despertó muy diversos ecos. Varios regatos de bullente agua fresca cortaron culebreando nuestro camino.

Después de pasada la curva continuamos avanzando a paso rápido, con el fin de distanciarnos todo lo posible de aquel lugar. Por fin, tras una media hora de marcha, la verticalidad de la pared rocosa se fue suavizando, y empezaron a verse algunos árboles. Respiramos aliviados y sentimos relajarse la tensión acumulada en nuestros cuerpos.

Lo más duro había pasado. El camino era cada vez más llano, la aspereza que antes nos rodeaba se fue suavizando y poco a poco nos adentramos en un típico paisaje de meseta. Los pájaros comenzaron a dejarse ver.

Después de otra media hora de marcha, perdimos de vista el extraño monte de figura cónica y nos internamos en una vasta llanura, monótona como una mesa. La llanura estaba rodeada por una cadena montañosa que cortaba el horizonte. Daba la impresión de que la cima de un volcán se hubiera hundido enteramente en el cráter, calmándolo. Un mar de abedules blancos, dorados por el otoño, se extendía sin fin. Entre los abedules crecían arbustos de vivos colores, así como finas hierbas en el sotobosque. De vez en cuando encontrábamos un abedul derribado por el viento, que al pudrirse iba tomando el color de la tierra.

Ahora que habíamos dejado atrás aquella curva ominosa, las cosas parecían tomar mucho mejor cariz.

Un solo camino cruzaba el mar de abedules blancos. Era un camino por el que el jeep hubiera podido circular sin dificultad, y de un trazado tan recto, que llegaba a marear. Sin curvas, sin pendientes abruptas. Al mirar hacia adelante todo confluía en un punto de fuga. Negros nubarrones surcaban el espacio sobre ese punto.

Reinaba un profundo silencio. Incluso el rumor del viento era absorbido por el inmenso interior del bosque. De vez en cuando aparecía un pájaro negro, rechoncho, que sacaba su roja lengua mientras rasgaba el aire con un grito agudo; pero así que el pájaro se ocultaba, el silencio restañaba la herida. Las hojas caídas que sepultaban el camino estaban empapadas de humedad por la lluvia de la víspera. Aparte de los pájaros, nada quebraba el silencio. El bosque de abedules parecía no tener fin, y tampoco parecía tenerlo el rectilíneo camino que lo atravesaba. Incluso aquellas nubes bajas que momentos antes nos habían oprimido tanto, vistas a través del ramaje parecían irreales.

Al cabo de quince minutos de marcha dimos con un riachuelo de agua muy clara, sobre el cual habían tendido un sólido puente ensamblando troncos de abedules blancos; incluso tenía barandas. Al final del puente había un claro en el bosque, y decidimos tomarnos un descanso. Nos quitamos las mochilas y descendimos hasta el riachuelo para beber. Nunca había bebido antes agua tan deliciosa; de sabor un poco dulzón, despedía un agradable olor a tierra y estaba fresquísima, tanto, que nuestras manos enrojecieron al tocarla.

Las nubes seguían pasando imperturbables; sin embargo, no parecía que fuera a llover. Mi amiga rehizo los lazos de los cordones de sus botas de montaña. Sentado en la baranda del puente, me fumé un cigarrillo. Del curso inferior del río nos llegaba el sonido de una cascada. Una caprichosa ráfaga de brisa, procedente del flanco izquierdo del camino, hizo ondular aquel mar de hojas caídas y se desvaneció por el lado derecho. Cuando, fumado ya mi cigarrillo, lo tiré al suelo para apagarlo de un pisotón, vi otra colilla al lado de la mía. La cogí entre mis dedos y la examiné despacio. Era de un Seven Stars. Como estaba seca, deduje que la había fumado después de la lluvia, probablemente aquel mismo día.

Traté de recordar la marca de cigarrillos que fumaba el Ratón. Pero fue en vano. Ni siquiera estaba seguro de que fumara. Como no saqué nada en claro, tiré la colilla al río. Sus aguas la hicieron desaparecer corriente abajo en un santiamén.

—¿Qué era eso? —me preguntó mi amiga.

—Encontré una colilla reciente —le contesté—. Así que, hace muy poco tiempo, alguien estuvo sentado aquí fumándose un cigarrillo, como yo.

—¿Tu amigo, tal vez?

—¿Quién sabe?

Se sentó a mi lado y se recogió el pelo con ambas manos; hacía mucho tiempo que no me había enseñado las orejas. El murmullo de la cascada se amortiguó en mi conciencia, y después regresó con más fuerza.

—¿Todavía te gustan mis orejas? —me preguntó.

Sonreí, mientras alargaba levemente la mano, y le toqué el lóbulo con la punta de los dedos.

—Sabes muy bien que sí —le contesté.

Al cabo de quince minutos más de marcha, el camino terminaba bruscamente. El mar de abedules, igual que si lo hubieran cortado de un tajo, también se acababa allí. Ante nosotros se extendía una pradera, vasta como un lago.

Alrededor de la pradera habían hincado estacas cada cinco metros, las cuales sustentaban un cercado de alambre. Era una alambrada vieja y mohosa. Al parecer, habíamos llegado por fin a la finca. Empujé la barrera de madera, muy desgastada, que cerraba el recinto, la abrí y entramos. La hierba se veía tierna, y la tierra estaba ennegrecida por la humedad.

Sobre la pradera, surcaban el cielo nubes negras. En la dirección a la que apuntaba el curso de las nubes se alzaba una alta línea de montañas, de perfil dentado. Aunque el ángulo de visión no era el mismo, se trataba sin lugar a dudas de las montañas que mostraba la fotografía del Ratón. Ni siquiera tuve que mirarla para asegurarme.

Sin embargo, resulta la mar de sorprendente eso de tener ante los ojos un paisaje que has visto mil veces en fotografía. La perspectiva en profundidad me pareció francamente artificial. Mi impresión fue que aquel paisaje no acababa de ser real, que alguien lo había montado aprisa y corriendo para que estuviera de acuerdo con la fotografía.

Me apoyé sobre la barrera y suspiré. Al fin y al cabo, habíamos dado con lo que buscábamos. Dejando aparte la cuestión de las consecuencias que pudiera tener aquel hallazgo, el hecho en sí no tenía vuelta de hoja.

—¡Hemos llegado! —exclamó mi amiga, apretándome el brazo.

—¡Sí, hemos llegado! —exclamé yo. Cualquier otro comentario estaba fuera de lugar.

Enfrente de nosotros, al otro extremo de la pradera, vimos una vieja casa de madera de dos plantas, al estilo de las casas rurales americanas. Un edificio construido cuarenta años antes por el profesor Ovino, que había comprado luego el padre del Ratón. Al no tener a mano un punto de comparación, el tamaño de la casa, vista de lejos, no podía calcularse con exactitud, aunque era ciertamente una construcción achaparrada e inexpresiva. La pintura blanca de su fachada, bajo aquel cielo nublado, tenía un brillo mate y siniestro. Del centro de la techumbre abuhardillada, de un color mostaza casi herrumbroso, arrancaba una chimenea cuadrada de ladrillo que apuntaba al cielo. La casa no estaba vallada; en cambio, la circundaban numerosos árboles de hoja perenne que extendían su ramaje para protegerla de lluvias racheadas y de ventiscas. La casa daba la sensación, sorprendente hasta cierto punto, de no estar habitada. Una casa extraña, desde todos los puntos de vista. Tal sensación no se debía a que la casa fuera inhóspita o fría, ni a que su arquitectura se saliera de lo común, ni a que estuviera a punto de hundirse. Era, sin más, una casa extraña. Parecía un enorme ser vivo que hubiese envejecido sin poder expresar sus emociones. No porque no supiera cómo expresarse, sino porque no tuviera nada que decir.

El aire olía a lluvia. Parecía prudente darse prisa. Atravesamos el prado en línea recta hacia la casa. Desde el oeste se nos acercaban gruesas nubes cargadas de lluvia, que ya no tenían nada que ver con los jirones desflecados de unos momentos antes.

La pradera era tan amplia, que llegaba a cansar. Por mucho que apresuráramos el paso, no parecía que avanzáramos lo más mínimo. Se diría que habíamos perdido el sentido de la distancia.

Se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que atravesaba a pie una llanura tan extensa. Incluso el ulular del viento en la lejanía parecía estar al alcance de mi mano. Una bandada de pájaros, cruzándose con el flujo de las nubes, cortó el aire sobre nuestras cabezas en dirección al norte.

Cuando, al cabo de un buen rato, llegamos a la casa, ya había empezado a llover. El edificio parecía mucho mayor que visto de lejos, y mucho más viejo. La pintura blanca había saltado en muchos lugares, provocando desconchones, y las porciones desconchadas desde tiempo atrás se habían ido ennegreciendo a causa de la lluvia y la humedad. Tal como estaba aquella casa, para volver a pintarla sería necesario rascar primero la pintura vieja y tapar los desconchones. Sólo de pensar en la magnitud de aquella reparación —y eso que no era asunto mío—, me sentí anonadado. Una casa deshabitada tiende indefectiblemente a desmoronarse. Y la casa de campo que teníamos delante parecía haber rebasado el punto en que hubiera sido posible restaurarla.

En contraste con el envejecimiento de la casa, los árboles que la circundaban se habían desarrollado a placer, y, como ocurría con la cabaña de troncos descrita en
Los Robinsones suizos,
la envolvían por completo. Debido a la prolongada ausencia de poda, las ramas de los árboles crecían sin orden ni concierto.

Considerando lo escarpado y tortuoso de aquella carretera de montaña, no pude por menos que pensar cómo se las arregló el profesor Ovino, hacía ya la friolera de cuarenta años, para transportar hasta aquel lugar los materiales que requería la construcción de semejante casa. No creo errado suponer que allí enterró, literalmente, el resto de sus energías y su fortuna. El recuerdo del profesor Ovino, a quien habíamos visto recluido en aquella oscura habitación de la segunda planta del hotel, en Sapporo, me oprimía el corazón. Si tuviera que proponer un ejemplo de vida humana no recompensada como se merecía, propondría la del profesor Ovino. Alcé los ojos para contemplar el edificio, a pesar de la fría lluvia.

De cerca, al igual que cuando la veíamos de lejos, aquella casa daba la impresión de estar deshabitada. En las contraventanas que protegían las amplias ventanas dobles se habían acumulado sucesivas capas de tierra. La lluvia había dado a ese polvillo formas caprichosas, sobre las cuales se habían adherido nuevas capas de tierra, que a su vez se habían consolidado por obra de lluvias más recientes, en un proceso siempre renovado.

En la puerta de entrada, y a la altura de la vista, había un ventanillo cuadrado de unos diez centímetros, con un cristal. Por dentro pendía una cortina, que impedía ver el interior de la casa. En los resquicios del pomo también se había acumulado tierra en abundancia, que se desmoronaba y caía al contacto de mi mano. El pomo bailaba como una muela a punto de ser arrancada, pero la puerta no se abría. Aquella vieja puerta, formada por tres gruesos tablones de roble ensamblados, era bastante más resistente de lo que a primera vista se hubiera pensado. A modo de prueba, la aporreé reiteradamente con los puños, pero no obtuve respuesta. Lo único que conseguí fue hacerme daño en las manos. Las ramas de un gigantesco roble se balanceaban agitadas por el viento por encima de nuestras cabezas, y hacían el mismo estruendo que una duna al derrumbarse.

Tanteé la parte baja del buzón, tal como me dijo el pastor. La llave descansaba en un saliente metálico. Era una llave antigua de latón, muy desgastada por el uso.

—¡Qué falta de precaución! ¡Mira que dejar la llave en un sitio así! —exclamó mi amiga.

—Muy tonto sería el ladrón que se perdiera por aquí —le contesté.

La llave entró en el ojo de la cerradura sin dificultad. Giró, accionada por mi mano, con un grato ruido metálico, y la puerta se abrió.

Como las contraventanas estaban cerradas, en el interior de la casa reinaba una suave penumbra, un tanto inquietante. Hasta que nuestros ojos se habituaron a ella, transcurrió un buen rato. La penumbra desdibujaba los contornos del salón.

Era un salón amplio: espacioso, tranquilo, con el olor de un viejo granero. Un olor que recordaba de mi infancia. El olor exhalado por muebles viejos u olvidadas esteras. Un olor de viejos tiempos. Cerré la puerta tras de mí, y el ruido del viento se extinguió al punto.

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