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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, otros

La caza del carnero salvaje (35 page)

BOOK: La caza del carnero salvaje
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—¡Buenos días! —grité—. ¿Hay alguien aquí?

Naturalmente, estaban de más los gritos. Era obvio que no había nadie. Sólo un reloj de pesas, situado junto a la chimenea, desmenuzaba el tiempo con su tictac.

Por unos pocos segundos, la cabeza me dio vueltas. Allí, en la penumbra, el tiempo pareció correr a la inversa, y muchos recuerdos se agolparon en mi mente. Recuerdos de sensaciones penosas que se desmoronaron como arena reseca. Sin embargo, fue cosa de un momento. Cuando abrí los ojos, las cosas habían vuelto a su sitio. Ante mí se extendía un monótono espacio gris, eso era todo.

—¿Te encuentras bien? —me preguntó mi amiga, preocupada.

—No es nada —le dije—. Entremos.

Mientras ella buscaba el interruptor de la luz, traté de examinar en la penumbra el reloj. Tenía tres pesas pendientes de cadenas, que había que subir para darle cuerda. Aunque las tres pesas ya habían tocado fondo, el reloj marchaba aún, apurando sus postreros impulsos. A juzgar por la longitud de las cadenas, el tiempo que tardarían las pesas en bajar del todo debía de ser una semana. Así pues, alguien habían estado allí hacía una semana, alguien que dio cuerda al reloj. Era evidente.

Subí las tres pesas hasta arriba. Luego, me senté en el sofá y estiré las piernas. Era un viejo sofá que parecía datar de antes de la guerra, pero aún resultaba cómodo. Ni demasiado blando, ni demasiado duro; justo lo que pedía el cuerpo. Despedía un leve olor corporal a ser humano.

Tras unos momentos, se oyó un tenue clic y se encendió la luz. Entró mi amiga, procedente de la cocina. Tras escudriñar todos los rincones del salón con curiosidad, se sentó junto a mí y encendió un cigarrillo mentolado. Yo me fumé otro. Desde que empecé a salir con ella, le había ido cogiendo el gusto al tabaco mentolado.

—Tu amigo, por lo que se ve, tenía intención de pasarse aquí el invierno. He echado un vistazo a la cocina, y cuenta con una provisión de combustible y alimentos más que suficiente para sobrevivir un invierno. Un supermercado, ni más ni menos.

—Sí, pero falta él.

—Busquemos en el piso de arriba.

Subimos por una escalera contigua a la cocina. A medio camino, se doblaba en un ángulo extraño. Una vez arriba, la atmósfera parecía completamente distinta de la del salón.

—Me siento un poco mareada —dijo mi amiga.

—¿Te encuentras mal?

—¡Bah! No es nada. No te preocupes. Me pasa a veces.

Había tres dormitorios en el piso alto. A la izquierda del pasillo había una habitación grande, y a la izquierda, dos más pequeñas. Fui abriendo por orden las puertas. Las tres habitaciones contenían muy poco mobiliario y estaban desiertas y penumbrosas. En la habitación grande había dos camas gemelas y un tocador. Los lechos carecían de colchones y ropa. Allí el tiempo parecía haber muerto hacía mucho.

Sólo en la habitación pequeña quedaba alguna presencia humana. La cama estaba hecha y a punto; la almohada mostraba una leve depresión en el centro, y junto a ella reposaba un pijama de color azul cuidadosamente doblado. En la mesilla de noche había una lámpara antigua y un libro. Era una novela de Joseph Conrad.

Junto a la cama había una sólida cómoda de roble, que guardaba prendas de vestir masculinas: jerséis, camisas, pantalones, calcetines, ropa interior… todo muy bien ordenado. Los jerséis y camisas eran viejos, y estaban rozados y deshilachados, pero eran de buena calidad. Recordé haber visto algunas de aquellas prendas. Eran del Ratón, desde luego. Su talla de camisas y de pantalones coincidía: 37 las camisas, 40 los pantalones. No cabía duda alguna.

Junto a la ventana había una mesa y una silla de diseño sencillo y antiguo, muebles que no se fabricaban desde hacía mucho tiempo. En el primer cajón encontré una estilográfica barata junto a tres cajas de cartuchos de tinta, así como papel de cartas. El papel de cartas estaba por estrenar. En el segundo cajón había un bote de pastillas contra la tos, lleno hasta la mitad, y varias zarandajas. El tercer cajón estaba vacío. No había ni un diario, ni un cuaderno, ni un bloc de notas: nada. Por lo visto, se había desechado toda la morralla para dejar sólo lo indispensable. Era la máxima «Un sitio para cada cosa, y cada cosa en su sitio», llevada hasta sus últimas consecuencias. Al pasar el dedo por lo alto de la mesa, la yema me quedó blanca de polvo. Nada del otro mundo, ciertamente. El polvo de una semana.

Haciendo un poco de fuerza, abrí la doble ventana, que daba a la pradera, y abrí luego las contraventanas. El viento soplaba con fuerza agitando el prado, y las negras nubes volaban más bajas. El pastizal se revolvía en surcos zigzagueantes a merced del viento, como un animal inquieto. Más allá, el bosque de abedules blancos; y aún más allá, las montañas. El mismo paisaje de la fotografía excepto por un detalle. Faltaban los carneros.

Volvimos a la planta baja y nos sentamos de nuevo en el sofá. El reloj de pesas dejó sonar unas campanadas de aviso y dio las doce. Permanecimos en silencio hasta que el último eco de las campanas se extinguió en el aire.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó mi amiga.

—Parece que no queda otro remedio que esperar —le respondí—. Hasta hace una semana, el Ratón estuvo aquí. No se ha llevado su equipaje. Por lo tanto, piensa volver.

—Pero si caen grandes nevadas antes de que vuelva, tendremos que pasar aquí el invierno, y tu plazo de un mes expirará sin remedio.

Efectivamente, así era.

—¿No captan tus orejas nada especial?

—No. Cuando las alzo, me duele la cabeza.

—Bueno, pues ¡a esperar tranquilamente la vuelta del Ratón! —exclamé.

Y es que no teníamos otra solución.

Mientras mi amiga hacía café en la cocina, me dediqué a recorrer el amplio salón, sin dejar rincón alguno por examinar. En medio de una de las paredes había una amplia chimenea, y aunque, por las trazas, no se había usado recientemente, estaba a punto para ser encendida. Varias hojas de roble se habían colado chimenea abajo. En previsión de días no tan fríos como para quemar leña, había también una gran estufa de petróleo. La aguja indicadora mostraba que el depósito estaba lleno.

Junto a la estufa había una librería empotrada, con puertas de cristal, atestada de libros viejos. Pasé revista a los títulos y hojeé unos cuantos volúmenes; todos eran libros de antes de la guerra, sin interés alguno en su gran mayoría. Geografía, ciencias, historia, ensayo…, bastantes libros de política. Aquello no servía para nada, excepto, tal vez, para investigar el bagaje cultural de una persona instruida de hacía cuarenta años. Por lo que respecta a libros publicados en la posguerra, había algunos, pero en cuanto a interés, estaban al mismo nivel que los otros. Sólo las
Vidas paralelas
de Plutarco, una antología de teatro clásico griego y algunos pocos libros más, sobre todo novelas, habían sobrevivido al paso del tiempo. Tener aquella biblioteca a mano, a pesar de su evidente mediocridad, no vendría nada mal para pasar el invierno. Aunque, para ser sincero, nunca había visto reunido tal conjunto de mamotretos sin valor.

Al lado de la librería había una vitrina, también empotrada, que contenía uno de esos equipos musicales característicos de mediados de los años sesenta: tocadiscos, amplificador y altavoces. También había unos doscientos discos, los cuales, aunque viejos y rayados, no carecían de valor. La música no sufre la erosión del tiempo tanto como las ideas. Accioné el interruptor del amplificador de válvulas y, eligiendo al tuntún un disco, lo puse en el plato del tocadiscos y posé sobre él la aguja. Era Nat King Cole cantando «South of the Border». Parecía que el ambiente de la habitación hubiera regresado a la década de los años cincuenta.

En la pared de enfrente había cuatro ventanas dobles de casi dos metros de altas, repartidas a intervalos regulares. Desde las ventanas se podía ver la lluvia cenicienta cayendo sobre la pradera. Los chaparrones eran cada vez más intensos y la cadena de montañas del fondo se había diluido en la oscuridad.

El suelo de la habitación era de madera, y en su zona central estaba cubierto por una alfombra de unos tres metros de ancho por cuatro de largo. Sobre la alfombra había un tresillo y una lámpara de pie. Una sólida mesa de comedor, a la que rodeaban media docena de sillas, se alzaba en un rincón de la habitación; el polvo la había cubierto de una pátina blanca.

Era, verdaderamente, una estancia desierta.

En una de sus paredes había una puerta semioculta, la cual daba paso a un cuarto trastero casi tan grande como la alfombra. Almacenaba muebles sobrantes, alfombras, vajillas, un juego de palos de golf, adornos, una guitarra, colchones, abrigos, botas de montaña, revistas viejas…, estaba abarrotado hasta el techo. Había incluso libros de texto para preparar exámenes de grado medio, y un avión guiado por radio. La mayoría de los objetos habían sido fabricados desde mediados de los años cincuenta hasta mediados de los sesenta.

En el interior de aquella casa, el tiempo fluía de un modo extraño. Hasta cierto punto, era lo mismo que ocurría con el viejo reloj de pesas del salón. La gente que visitaba la casa le daba cuerda. Mientras las pesas estaban altas, el tiempo transcurría al compás de su tictac. Sin embargo, cuando la gente se iba y las pesas acababan su recorrido, el tiempo se detenía. Y entonces los posos de un tiempo inmóvil se iban sedimentando sobre el suelo en sucesivos estratos de vida descolorida.

Cogí unas cuantas revistas viejas de cine y volví al salón, donde las fui hojeando. Una de ellas ofrecía un reportaje sobre la película
El Álamo.
Con ella se estrenó John Wayne como director, bajo la supervisión del mismísimo John Ford, según decía la revista. John Wayne manifestaba su deseo de hacer una espléndida película que quedara para siempre en el corazón del pueblo americano. No obstante, el gorro de piel de castor que usaba John Wayne en el filme le sentaba como un tiro.

Entró mi amiga con el café, que nos bebimos el uno al lado del otro.

Las gotas de lluvia golpeaban sin tregua las ventanas. El tiempo era cada vez más desapacible, y, mezclándose con la fría penumbra, permeaba la habitación. La luz amarilla de la lámpara se cernía por el aire, como polen.

—¿Estás cansado? —me preguntó.

—Sí y no, ¿sabes? —le respondí distraído, mientras contemplaba el paisaje del exterior—. Hemos buscado sin parar, y de repente hacemos un alto. Y me cuesta adaptarme, la verdad. Además, después de todo lo que hemos pasado para dar con el paisaje de la foto, ni está el Ratón, ni están los carneros.

—Duerme un rato. Entretanto, prepararé la cena.

Trajo una manta del piso alto y me la echó por encima. Acto seguido, puso a punto la estufa de petróleo, me colocó un cigarrillo entre los labios, y me lo encendió.

—Ánimo. Seguro que todo saldrá bien.

—Gracias —le dije.

Mi amiga se fue a la cocina.

Al quedarme solo, sentí una súbita lasitud por todo el cuerpo. Tras dar dos chupadas al cigarrillo, lo apagué. Me arrebujé en la manta hasta el cuello y cerré los ojos. Pocos segundos transcurrieron antes de que me durmiera.

5. Mi amiga abandona la montaña
y el hambre se hace sentir

Cuando el reloj dio las seis, me desperté en el sofá. La lámpara estaba apagada, y densas tinieblas envolvían la habitación. Me sentía embotado, desde la médula hasta la punta de los dedos. Era una sensación indefinible de que las negras tinieblas vespertinas empapaban mi piel y se apoderaban de todo mi cuerpo.

La lluvia había escampado, al parecer, pues a través de los cristales se oían los cantos de los pájaros nocturnos. Sólo la llama de la estufa de petróleo configuraba sobre la blanca pared de la habitación pálidas sombras espectrales. Me levanté del sofá, encendí la lámpara de pie, entré en la cocina y me bebí un par de vasos de agua fría. Sobre el hornillo de la cocina había una olla con un guiso cremoso. La olla todavía conservaba el calor. En el cenicero vi las colillas de dos cigarrillos mentolados de mi amiga, que había apagado aplastándolos allí.

Me di cuenta, instintivamente, de que mi amiga se había ido de la casa.

«Ella ya no está aquí», decía mi cerebro.

Me aferré con ambas manos a la mesa de la cocina para tratar de poner orden en mis ideas.

«Ella ya no está aquí», eso era seguro. No se trataba de elucubraciones ni hipótesis, sino de que «ella realmente no estaba». El aire desierto de la casa me lo decía. Aquel aire tan odioso que ya había saboreado en los dos meses largos transcurridos desde que mi mujer abandonó nuestro apartamento hasta que conocí a mi amiga.

Para asegurarme, subí al piso de arriba, donde examiné por orden las tres habitaciones, e incluso abrí los armarios. Ni sombra de mi amiga. Igualmente habían desaparecido su chaquetón y su mochila. Sus botas de montaña, que había dejado en el vestíbulo al entrar, tampoco estaban. Sin lugar a dudas, había cogido el portante y se había marchado. Fui recorriendo uno por uno los sitios donde podía haberme dejado una nota de despedida, pero no la encontré. Dado el tiempo que había pasado, podía estar ya al pie de la montaña.

El hecho de que mi amiga hubiera desaparecido fue para mí un trago muy amargo. Como me había levantado de la siesta hacía un momento, mi cabeza aún no estaba clara, pero incluso suponiendo que funcionara normalmente, me habría resultado imposible tratar de comprender el significado de todos y cada uno de los acontecimientos en que me había visto envuelto últimamente. No me quedaba otra opción, en resumidas cuentas, que dejar que las cosas siguieran su curso.

Sentado como ausente en el sofá del salón, caí de pronto en la cuenta de que tenía un hambre atroz. Sentía un tremendo vacío en el estómago.

Bajé por la escalera que, desde la cocina, conducía a una despensa subterránea, donde descorché una aceptable botella de vino tinto para catarlo. Un punto demasiado frío, pero se dejaba beber muy bien. De vuelta ante la mesa de la cocina, corté unas rebanadas de pan y mondé una manzana. Mientras se calentaba la olla, me bebí tres vasitos de vino.

Una vez caliente el guiso, me lo llevé, junto con el vino, a la mesa de comedor del salón, donde me puse a cenar mientras escuchaba la interpretación que hacía la orquesta de Percy Faith de «Perfidia». Después de cenar me bebí el café que había sobrado y, con una baraja de cartas que encontré en la repisa de la chimenea, me puse a hacer solitarios. Probé suerte con una variedad de este juego que había estado en boga durante cierto tiempo en la Inglaterra decimonónica, pero que cayó en el olvido a causa de su excesiva dificultad. Según cálculos efectuados por un matemático de la época, las posibilidades de éxito parecían ser de una contra de doscientas cincuenta mil. Probé suerte tres veces, pero, naturalmente, perdí. Después de recoger la baraja y los platos, me bebí lo que quedaba de la botella de vino.

BOOK: La caza del carnero salvaje
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