—Se me mete la lana en los ojos —dijo.
No supe qué responderle, de modo que permanecí callado.
—Conque llegasteis ayer, antes del mediodía, ¿eh? —dijo, frotándose los ojos—. Lo he visto todo.
El hombre carnero echó más whisky sobre su hielo semiderretido y, sin agitar el vaso, bebió un buen trago.
—Y por la tarde, la mujer se fue sola.
—¿También has visto eso?
—No es que lo viera. Es que yo mismo le dije que se fuera.
—¿Qué? ¿Tú le dijiste…?
—Ajajá. Asomando el morro por la puerta de la cocina, le soplé: «Más te vale coger el portante.»
—Pero ¿por qué?
El hombre carnero se quedó silencioso, con aire ceñudo. Eso de preguntar «por qué» no era, por lo visto, el modo adecuado de dirigírsele. Pero mientras yo meditaba una pregunta mejor, en sus ojos empezó a brillar una luz distinta.
—La mujer se volvió al Hotel del Delfín —dijo el hombre carnero.
—¿Te lo dijo ella?
—Ella no dijo nada. Simplemente se volvió al Hotel del Delfín.
—¿Y cómo lo sabes?
El hombre carnero se calló. Se puso las manos sobre las rodillas y se quedó mirando el vaso que reposaba en la mesa.
—Así que se volvió al Hotel del Delfín, ¿verdad? —inquirí.
—Ajá. El Hotel del Delfín es un buen hotel. Huele a carnero —dijo mi interlocutor.
Nos quedamos otra vez callados. Al mirarlo con atención, observé que la piel que el hombre carnero llevaba puesta estaba horriblemente sucia, llena de grasa.
—Cuando mi amiga se fue, ¿no te dio ningún encargo, como un mensaje o algo así?
—¡Qué va! —negó el hombre carnero, sacudiendo la cabeza—. La mujer no abrió los labios, y yo tampoco le pregunté.
—¿Quieres decir que, cuando le aconsejaste que se marchara, se fue sin rechistar?
—Eso es. Como estaba deseando irse, le aconsejé que se fuera.
—Vino aquí porque quiso.
—¡Qué sabes tú! —chilló el hombre carnero—. Tu amiga quería irse, pero no acababa de decidirse. Por eso le dije que se fuera. ¡Y es que tú la ofuscaste! —El hombre carnero se incorporó y golpeó la mesa con la palma de su mano derecha. El vaso de whisky dio un salto como de cinco centímetros—.
El hombre carnero se mantuvo brevemente en esa postura erguida, hasta que, de pronto, se atenuó el brillo de su mirada y se sentó en el sofá, como desinflado.
—Tú la ofuscaste —dijo, más tranquilo esta vez, el hombre carnero—. Y eso no se hace. No entiendes nada de nada. Vas a la tuya, y punto.
—¿Me estás diciendo que ella no tenía que haber venido?
—Eso mismo. No tenía que haber venido. Sólo piensas en ti.
Hundido en el sofá, bebí un sorbo del whisky.
—Pero bueno, a lo hecho, pecho. Aunque ella se ha acabado para ti, para siempre —sentenció el hombre carnero.
—¿Acabado?
—No volverás a verla.
—¿Por pensar sólo en mí?
—Justo. Por no haber pensado más que en ti. El que la hace, la paga.
El hombre carnero se levantó, se dirigió a la ventana y, con una mano, abrió la pesada hoja. Inhaló el aire del exterior. Andaba más que sobrado de fuerzas.
—¿Qué es eso de tener las ventanas cerradas en un día tan claro? —dijo.
El hombre carnero recorrió media habitación, se paró ante la librería y se puso a contemplar los lomos de los libros, con los brazos cruzados. En el trasero de su indumentaria ovina había incluso una pequeña cola. Visto así, de espaldas, parecía realmente un carnero alzado de manos.
—Estoy buscando a un amigo —le dije.
—¡Vaya! —exclamó el hombre carnero, que siguió dándome la espalda y no mostró el menor interés.
—Ha estado viviendo aquí hasta hace muy poco tiempo, menos de una semana.
—No sé nada de eso.
El hombre carnero, de pie ante la chimenea, se puso a juguetear con la baraja que había sobre la repisa.
—También ando buscando a un carnero que lleva la marca de una estrella en el lomo —le dije.
—No lo he visto en mi vida —manifestó el hombre carnero.
Era evidente, con todo, que sabía algo del Ratón y del carnero. Su indiferencia era demasiado estudiada. El tiempo que se tomaba para responder era más breve de lo que parecía adecuado, y su voz sonaba artificial.
Cambiando de estrategia, fingí haber perdido todo interés en mi interlocutor: bostecé y, tomando un libro de encima de la mesa, me dediqué a hojearlo. El hombre carnero volvió al sofá, un tanto picado, al parecer. Por unos momentos se quedó mirándome sin decir nada.
—¿Te lo pasas bien con ese ladrillo en las manos? —me preguntó al fin.
—¡Claro! —asentí, con aire indiferente.
El hombre carnero, ante esto, mostró cierto desconcierto. Seguí enfrascado en el libro, como si tal cosa.
—Hice mal en gritarte hace un momento —dijo el hombre carnero en voz baja—. A veces ocurre que mi parte ovina y mi parte humana andan a la greña, y me pongo como me pongo. Pero no es que esté de malas, entiéndeme. Y si encima vienes tú echándome la culpa…
—Dejémoslo estar —le dije.
—Incluso me da lástima que no vuelvas a ver a esa mujer. Pero no soy yo quien ha tenido la culpa.
—Ya.
Saqué de la mochila las tres cajetillas de Lark que me quedaban, y se las di al hombre carnero. Éste pareció sorprendido.
—Gracias. Nunca había fumado este tabaco. Pero ¿no te harán falta?
—He dejado de fumar —le respondí.
—¡Hum! Haces bien —asintió el hombre carnero con gesto grave—. Desde luego, fumar es pernicioso.
El hombre carnero se guardó ceremoniosamente el tabaco en un bolsillo adosado al brazo. Su piel lanuda se hinchó rectangularmente en aquel lugar.
—Tengo que dar con mi amigo, sea como sea. Con ese propósito he venido desde muy lejos…, lejísimos.
El hombre carnero asintió.
—Y lo que digo de mi amigo, vale igual para el carnero.
Asintió de nuevo.
—¿Seguro que no sabes nada de ellos? —insistí.
El hombre carnero movió tristemente la cabeza a un lado y a otro. Sus orejas artificiales se agitaron, distendidas. Sin embargo, ahora no negaba con tanta energía como antes.
—Buen sitio, ¿eh? —dijo de repente cambiando de conversación—; bonito paisaje, aire sano… Te encontrarás a gusto, si no me equivoco.
—Sí, es buen sitio —dije.
—En pleno invierno, todavía es mejor. No hay más que nieve y hielo. Los animales se echan a dormir, y no viene ningún hombre.
—¿Vives aquí siempre?
—Ajá.
Decidí no hacerle más preguntas. El hombre carnero era como todos los animales: si te acercabas, te rehuía, pero si le rehuías, se te acercaba. Si andaba por los alrededores, tampoco había prisa. Disponía de tiempo para ir sonsacándole información.
El hombre carnero empezó a quitarse con la mano izquierda el guante de la derecha, tirando ordenadamente de sus puntas a partir del dedo pulgar. Tras unos cuantos tirones sucesivos, el guante le salió del todo, dejando al descubierto una mano negruzca y áspera. Una mano pequeña, pero carnosa; desde la raíz del dedo pulgar hasta mediado el dorso se extendía la cicatriz de una antigua quemadura.
El hombre carnero contempló fijamente el dorso de su mano, y luego, volviéndola, miró la palma. Se trataba de un ademán característico del Ratón. Pero era imposible que fueran una misma persona: que el Ratón estuviera actuando como hombre carnero. Había una diferencia de estatura superior a los veinte centímetros.
—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo? —me preguntó el hombre carnero.
—No. Si encuentro a mi amigo o bien al carnero, a cualquiera de los dos, me iré. Porque para eso he venido, ¿sabes?
—Aquí en invierno se está muy bien —insistió el hombre carnero—, todo es blanco y resplandeciente. Entonces todo se hiela.
El hombre carnero se rió entre dientes para sí, lo que hizo dilatarse las grandes aletas de su nariz. Al abrir la boca, le asomaban unos dientes sucios. Le faltaban dos incisivos. El ritmo del pensamiento del hombre carnero tenía la curiosa propiedad de hacerse patente dilatando y contrayendo la atmósfera del salón.
—Bueno, tengo que irme —dijo de pronto el hombre carnero—. Muchas gracias por el tabaco.
Le contesté moviendo afirmativamente la cabeza.
—Ojalá encuentres pronto a tu amigo y a ese carnero.
—Gracias —respondí—. Y si te enteras de algo relacionado con ellos, no dejes de decírmelo.
—Ajá. Vale. Te lo diré —me contestó el hombre carnero con expresión dubitativa, como si se encontrara incómodo.
Capté lo ridículo de la situación, aunque me aguanté la risa. El hombre carnero no podía dárselas, desde luego, de hábil embustero.
El hombre carnero se puso el guante, y se incorporó.
—Volveré por aquí —dijo—. No sé cuándo, pero volveré. —Y su mirada se ensombreció mientras añadía—: Si no es molestia.
—Nada de eso —dije, sacudiendo la cabeza en gesto de asentimiento—. Serás bien recibido.
—Bueno, ya vendré —concluyó el hombre carnero.
Se marchó y cerró la puerta de golpe. No se cogió la cola de milagro.
Me puse a mirar por las rendijas de las contraventanas, y pude ver que, al igual que cuando llegó, se detenía ante el buzón y se quedaba mirando aquella caja blanquecina, despintada. Luego hizo unas cuantas contorsiones para adaptarse mejor la indumentaria al cuerpo. Sus orejas, que se proyectaban horizontalmente a ambos lados, se le movían como trampolines de piscina. A medida que el hombre carnero se alejaba, se iba convirtiendo en un vago punto blanco; terminó perdiéndose entre los troncos de los abedules, de igual coloración que él.
Durante mucho rato después de desaparecer de mi vista el hombre carnero, no quité el ojo de la pradera y del bosque de abedules blancos. Y cuanto más miraba, menos seguro estaba de haber hablado con él hacía unos momentos en aquella habitación.
No obstante, sobre la mesa quedaban la botella de whisky y las colillas de Seven Stars. Y enfrente, en el sofá, unas hilachas de lana se habían adherido a la tapicería. Las comparé con las que había encontrado en el asiento trasero del todoterreno. Eran idénticas.
Después que el hombre carnero se fue, y como ejercicio mental encaminado a poner en orden mis ideas, me dirigí a la cocina para prepararme una hamburguesa. Corté por menudo una cebolla y la sofreí en la sartén. En tanto se hacía, convertí en picadillo una chuleta de ternera previamente descongelada.
La cocina era sencilla, pero estaba equipada con toda clase de utensilios y condimentos. Sólo con que asfaltaran debidamente la carretera, se podría montar con aquélla un restaurante al estilo de los refugios de montaña. No estaría nada mal sentarse aquí a comer y, por las ventanas abiertas, contemplar los rebaños de carneros y el cielo azul. Las familias visitantes podrían dejar que sus niños jugaran en el prado con los carneros, mientras que los enamorados podrían darse achuchones por el bosque de abedules blancos. Seguro que se ponía de moda.
El Ratón llevaría la administración y yo haría de cocinero. También el hombre carnero tendría su papel. Tratándose de un restaurante de montaña, su excéntrica indumentaria gozaría de gran aceptación. Asimismo, y en calidad de pastor, podíamos contar con la colaboración de aquel hombre práctico que se encargaba del rebaño municipal. Nunca está de más la presencia de un hombre práctico. Y el perro, que no falte. Incluso el profesor Ovino se dejaría caer, sin duda, por allí para recordar viejos tiempos.
Mientras sofreía las cebollas, iba pensando en estas cosas.
De repente, recordé, como si me hubieran dado un mazazo, que tal vez había perdido para siempre a mi amiga la de las maravillosas orejas. Tal vez el hombre carnero tuviera razón. Quizá debí venir solo. Quizá yo… Sacudí la cabeza. Me puse a pensar en lo del restaurante.
¿Y qué tal Yei? Si él accediera a venir…, un montón de cosas nos saldrían a pedir de boca. Todo giraría en torno a él; sería la figura central. Central para la tolerancia, para la ternura, para la acogida…
Mientras se enfriaban las cebollas, me senté junto a la ventana y volví a mirar la pradera.
Pasaron luego tres días anodinos. No ocurrió nada. El hombre carnero no se dejó ver. Preparaba la comida, me la tomaba, leía libros, al anochecer me bebía un whisky y me iba a la cama. Por la mañana me levantaba a las seis, daba una carrera por el prado describiendo una media luna, y luego me duchaba y me afeitaba.
El aire matinal de la pradera era más fresco cada día. El follaje vivamente enrojecido de los abedules se hacía más y más escaso, a medida que los primeros vendavales del invierno se metían entre las ramas secas y barrían la meseta hacia el sudeste. En medio de mi carrerita, me paraba hacia el centro del prado y creía percibir con toda claridad lo que proclamaban aquellos vientos: «No hay vuelta atrás.» El breve otoño se había ido para no volver.
Por la falta de ejercicio y la abstinencia del tabaco, engordé dos kilos en los tres primeros días, aunque luego con las carreras matinales perdí un kilo. No poder fumar representaba cierto sacrificio, pero al no haber un mal estanco en treinta kilómetros a la redonda, no me quedaba más remedio que aguantarme. Cada vez que me entraban ganas de fumar, me ponía a pensar en mi amiga y en sus orejas. En comparación con aquella pérdida, no poder fumar era algo insignificante. Y verdaderamente, era la mejor manera de tomárselo.
Teniendo a mi disposición tanto tiempo libre, probé a cocinar gran variedad de cosas. Incluso, valiéndome del horno, me hice un asado de buey. Descongelé un salmón y, una vez reblandecido, me lo preparé en adobo. Como escaseaban las verduras, busqué en el prado hierbas de aspecto comestible y las cocí con ralladuras de bonito seco. Hice, por probar algo fácil, calabaza en escabeche. También preparé varias clases de aperitivos para cuando el hombre carnero viniera a echar un trago. Sin embargo, mi insólito vecino no se dejó ver.
Me pasaba la mayoría de las tardes contemplando la pradera. Después de contemplarla durante largo rato, no era raro que tuviera la alucinación de que alguien asomaba de pronto entre los abedules blancos del bosque y, sin vacilar, atravesaba la pradera para venir hacia mí. Ese alguien solía ser el hombre carnero, aunque otras veces era el Ratón, y otras, mi amiga. Incluso en algunas ocasiones era el carnero de la estrella en el lomo.
Sin embargo, a la hora de la verdad, no había nadie. Sólo el viento atravesaba el prado con su soplo. Aquel lugar venía a ser algo así como el camino del viento, que, como si llevara a cabo una misión trascendental, cruzaba corriendo la pradera, sin mirar atrás, como diciendo: «Lo mío es volar siempre adelante.»