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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (2 page)

BOOK: La chica mecánica
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Ante la llegada de Anderson, Lao Gu emerge de la sombra de una destartalada torre de oficinas, pellizcando con cuidado la punta de un cigarro para apagarlo. Más solanáceas. Están en todas partes. En el resto del mundo brillan por su ausencia, pero aquí su abundancia es inconmensurable. Lao Gu guarda el resto del tabaco en un bolsillo de su camisa raída mientras se adelanta a Anderson, trotando camino de su rickshaw de pedales.

El anciano chino no es más que un espantapájaros cubierto de harapos, pero aun así puede considerarse afortunado. Sigue con vida, cuando la mayoría de su pueblo está muerto. Tiene un empleo, mientras que otros camaradas malayos, refugiados igual que él, se hacinan como pollos de sacrificio en las sofocantes torres de la Expansión. El esqueleto de Lao Gu está recubierto de músculos fibrosos y su dinero le permite fumar cigarrillos Singha. Para el resto de los expatriados tarjetas amarillas, es afortunado como un rey.

Lao Gu monta a horcajadas en el sillín y espera pacientemente mientras Anderson trepa hasta el asiento del pasajero a su espalda.

—Al despacho —dice Anderson—.
Bai khap
. —Y en chino, a continuación—:
Zou ba
.

El anciano se pone de pie en los pedales, y se sumergen en el tráfico. A su alrededor, los timbres de las bicicletas suenan como alarmas de cibiscosis, irritados por la obstrucción. Lao Gu hace oídos sordos y se adentra más aún en la marea de tráfico.

Anderson hace ademán de coger otro
ngaw
, pero se contiene. Debería dosificarlos. Son demasiado valiosos para engullirlos como un chiquillo glotón. Los thais han descubierto otra manera de desenterrar el pasado, y a él solo se le ocurre ponerse a devorar las pruebas. Tamborilea con los dedos en la bolsa de fruta, esforzándose por controlar el impulso.

Con ánimo de distraerse, saca su cajetilla de tabaco y enciende un cigarro. Da una chupada y paladea la tibieza del humo mientras rememora la sorpresa que lo asaltó al enterarse por primera vez del éxito cosechado por el reino de Tailandia, de lo extendidas que estaban las solanáceas. Fumar hace que se acuerde también de Yates, y de la desilusión pintada en su rostro mientras una nube de historia resucitada enturbiaba la distancia que los separaba.

—Solanáceas.

La cerilla llameó en la penumbra de las oficinas de SpringLife, tiñendo de rojo los rasgos de Yates mientras este acercaba el fuego a un cigarrillo y aspiraba con fuerza. El papel de arroz crepitó. La punta refulgió y Yates exhaló una estela de humo hacia el techo, donde los ventiladores de manivela jadeaban en su batalla contra el calor que convertía el despacho en una sauna.

—Berenjenas. Tomates. Pimientos. Patatas. Jazmines. Nicocianas. —Levantó el esbelto cilindro y enarcó una ceja—. Tabaco.

Con los párpados entornados frente al resplandor del cigarrillo, inhaló de nuevo. A su alrededor, las mesas en sombra y los ordenadores a pedales de la empresa guardaban silencio. Por la noche, cuando la fábrica cerraba sus puertas, cabía al menos la posibilidad de tomar los escritorios desiertos por algo más que la topografía de un fracaso. Los obreros podrían haber vuelto a sus hogares para recuperar fuerzas con las que afrontar otra jornada de intenso trabajo. Las sillas cubiertas de polvo y los ordenadores a pedales desmentían esa teoría, pero en la penumbra, con el mobiliario envuelto en sombras y la luz de la luna filtrándose con delicadeza entre los postigos de caoba, aún cabía imaginar lo que podría haber sido.

Los ventiladores de manivela seguían girando despacio sobre sus cabezas; las correas laosianas engranadas en el techo emitían chirridos acompasados mientras extraían un reguero constante de energía cinética de los muelles percutores centrales de la fábrica.

—Los thais han tenido suerte en los laboratorios —dijo Yates—, y ahora tú. Si fuera supersticioso, pensaría que te conjuraron con sus tomates. Según tengo entendido, todos los organismos necesitan un depredador.

—Deberías haber informado de los avances que estaban haciendo —dijo Anderson—. Esta fábrica no era tu única responsabilidad.

Yates hizo una mueca. Su rostro era un muestrario de los estragos del trópico. Los vasos capilares rotos dibujaban un mapa de afluentes rosados en las mejillas y surcaban la nariz de patata. Sin apartarse de Anderson, los acuosos ojos azules pestañearon, tan empañados como el aire cargado de estiércol de la ciudad.

—Sabía que terminarías robándome el puesto.

—No es nada personal.

—No, tan solo el trabajo de toda una vida. —Se echó a reír con un cascabeleo seco que recordaba los primeros síntomas de la cibiscosis. Aquel sonido habría bastado para que Anderson buscara cualquier excusa para salir de la habitación si no hubiese sabido que Yates, como todos los empleados de AgriGen, estaba vacunado contra las nuevas variedades—. Construir esto me ha llevado años —dijo Yates—, y tú me vienes con que no es nada personal.

Indicó las ventanas de observación del despacho, que daban a la planta de manufacturación.

—Puedo enseñarte muelles percutores del tamaño de un puño que contienen un gigajulio de energía. La relación entre el peso y la capacidad es cuatro veces superior a la de cualquier otro muelle del mercado. Estoy a punto de revolucionar el concepto de almacenamiento de energía, y tú quieres tirarlo todo a la basura. —Se inclinó hacia delante—. Es la forma de energía más portátil desde la gasolina.

—Pero solo si puedes producirla.

—Estamos muy cerca —insistió Yates—. Los tanques de algas, nada más. Esa es la única pega.

El silencio de Anderson animó a Yates a continuar:

—El concepto básico es sólido. Cuando los tanques empiecen a producir en cantidades suficientes...

—Deberías habernos informado en cuanto viste las primeras solanáceas en el mercado. Los thais llevan al menos cinco temporadas cultivando patatas con éxito. Es evidente que disponen de un banco de semillas, y sin embargo no nos dijiste nada.

—No compete a mi departamento. Me encargo del almacenamiento de energía, no de la producción.

Anderson resopló.

—¿De dónde piensas sacar las calorías necesarias para activar tus cacareados muelles percutores si se malogra una cosecha? La roya ha empezado a mutar cada tres temporadas. Los piratas genéticos se divierten accediendo a nuestros diseños para TotalNutrient Wheat y SoyPRO. Solo el sesenta por ciento de la última variedad de HiGro Corn que produjimos ha sobrevivido al gorgojo, y ahora resulta que estás sentado encima del equivalente genético a una mina de oro. La gente se muere de hambre...

Yates se echó a reír.

—No me hables de salvar vidas, que ya vi lo que pasó con el banco de semillas en Finlandia.

—No fuimos los únicos que volamos las cámaras acorazadas. Nadie se imaginaba que los fineses pudieran ser tan fanáticos.

—Cualquier memo a pie de calle podría haberlo previsto. La fama de las fábricas de calorías las precede.

—No era mi operación.

Yates volvió a carcajearse.

—Qué excusa más socorrida, ¿verdad? La empresa se mete donde le da la gana y todos nos quedamos al margen, nos lavamos las manos y hacemos como si no fuéramos responsables de nada. La empresa saca SoyPRO del mercado birmano y todos miramos para otro lado, alegando que dirimir disputas derivadas de la propiedad intelectual no es competencia de nuestro departamento. —Dio una calada al cigarrillo, expulsó el humo—. La verdad, no me explico cómo los tipos como tú conseguís dormir por las noches.

—Muy sencillo. Antes de acostarme rezo a Noé y a san Francisco de Asís, y doy gracias a Dios por seguir estando un paso por delante de la roya.

—Bueno, entonces, ¿qué? ¿Vais a cerrar la fábrica?

—No. Claro que no. La producción de muelles percutores está asegurada.

—¿Sí? —Yates se inclinó hacia delante, esperanzado.

Anderson se encogió de hombros.

—Como cortina de humo no tiene precio.

La brasa del cigarrillo llega a los dedos de Anderson, que deja caer la colilla en medio del tráfico y frota el pulgar chamuscado contra el dedo índice mientras Lao Gu sigue pedaleando por las calles congestionadas. Bangkok, la Ciudad de los Seres Divinos, fluye por su lado.

Los monjes se defienden del sol con paraguas negros mientras pasean sus hábitos azafranados por las aceras. Por todas partes revolotean enjambres de niños que se empujan, ríen y gritan camino de los colegios religiosos. Los vendedores ambulantes extienden los brazos cargados de las guirnaldas de damasquinas que constituyen la ofrenda de moda en los templos, y las manos llenas de amuletos tan rutilantes como venerables son los monjes que los han bendecido, talismanes cuyo efecto protector abarca desde la infecundidad hasta el hongo sarnoso. Los puestos de comida humean y sisean envueltos en los vapores del aceite de freír y el pescado fermentado, mientras los cheshires enmadejan sus siluetas titilantes alrededor de los tobillos de los clientes y maúllan con la esperanza de que les caiga algún despojo.

En lo alto se ciernen las torres de la antigua Expansión de Bangkok, embozadas en mantos de hiedra y moho, con las ventanas rotas por las explosiones tiempo ha, roídos a conciencia sus gigantescos esqueletos. Sin aire acondicionado ni ascensores que las vuelvan habitables, se yerguen ampollándose al sol. Por sus poros escapan las características humaredas negras que produce el fuego alimentado con estiércol ilegal, delatando el emplazamiento de refugiados malayos que se apresuran a escaldar los
chapatis
y hervir el
kopi
antes de que los camisas blancas tengan ocasión de irrumpir en las sofocantes alturas y los vapuleen como castigo por la infracción.

Los refugiados de la guerra del carbón, llegados del norte, se postran con las manos elevadas al cielo en medio del tráfico y proclaman con asombrosa elegancia la necesidad que los acucia. La marea de bicicletas, rickshaws y megodontes se abre a su alrededor como el agua en torno a las piedras de un río. El
fa’ gan
ha dejado la boca y la nariz de los mendigos infestadas de pústulas como cabezas de coliflor. La nuez de areca les tiñe los dientes de negro. Anderson mete una mano en el bolsillo, arroja un puñado de monedas a sus pies y acepta los correspondientes
wais
de gratitud con un delicado ademán mientras pasa por su lado sin detenerse.

Poco después divisa las paredes y las callejuelas encaladas del polígono industrial
farang
. Los almacenes y las fábricas se agolpan como el olor a salitre y pescado podrido. A lo largo de los callejones se distribuye una costra de vendedores ambulantes con jirones de lonas y mantas extendidos sobre las cabezas para resguardarse del abrasador asalto del sol. Tras ellos se yergue el sistema de diques y compuertas del rompeolas del rey Rama XII, encargado de contener las embestidas del océano azul.

Es difícil no tener presente en todo momento la presencia de esas altas paredes y la presión del agua que acecha al otro lado. Tanto como imaginar que la Ciudad de los Seres Divinos pueda ser algo más que una catástrofe capaz de desatarse de un momento a otro. Pero los thais son obstinados y siempre han luchado por impedir que la reverenciada ciudad de Krung Thep sea pasto de las olas. Las bombas de carbón, los diques y la confianza ciega que profesan al visionario liderazgo de la dinastía Chakri les han ayudado a mantener a raya hasta la fecha lo que ya ha devorado Nueva York y Rangún, Bombay y Nueva Orleans.

Lao Gu se adentra en una callejuela sin aminorar la marcha y toca el timbre con impaciencia para ahuyentar a los culis que obstruyen la arteria. Sobre sus espaldas marrones se mecen cajas de WeatherAll. El rítmico vaivén de los logotipos de muelles percutores chinos de Chaozhou, mangos antibacterianos de Matsushita y filtros de cerámica para el agua de Bo Lok compone una melodía hipnótica. Las imágenes de las enseñanzas de Buda y los retratos de la venerada Reina Niña conviven en las paredes de las fábricas con carteles pintados a mano en los que se anuncian combates de
muay thai
ya librados.

El edificio de SpringLife se zafa de la presa del tráfico para elevarse como una fortaleza de altas murallas salpimentadas de gigantescas aspas que giran con parsimonia en los conductos de ventilación de la planta alta. Una fábrica de bicicletas de Chaozhou la imita al otro lado del
soi
, y entre ambas, tan apretada como una acreción de percebes, se extiende la inevitable aglomeración de tenderetes que no puede faltar a la entrada de ninguna fábrica, donde los trabajadores del interior se dan cita para picar entre horas o durante el almuerzo.

Lao Gu frena en el patio de SpringLife y deposita a Anderson ante las puertas de la entrada principal. Anderson se apea del rickshaw, coge su saco de
ngaw
y se queda quieto un momento, con la mirada fija en las puertas de ocho metros de ancho que facilitan el acceso de los megodontes. La fábrica tendría que haberse llamado la Locura de Yates. Aquel hombre era un optimista incorregible. Anderson todavía puede oírle defendiendo las bondades de las algas pirateadas, escarbando en los cajones de su escritorio en busca de gráficos y apuntes garabateados mientras protesta:

«Que el proyecto Tesoro Sumergido fuera un fracaso no les da ningún derecho a prejuzgar mi trabajo. Las algas, debidamente curadas, proporcionan un aumento exponencial en la absorción del momento de torsión. Olvídate de su potencial calórico. Concéntrate en las aplicaciones industriales. Si me das un poco más de tiempo, puedo ofrecerte el mercado de almacenamiento de energía en bandeja. Prueba al menos uno de los muelles de muestra antes de tomar ninguna decisión...»

El clamor de los distintos procesos de producción envuelve a Anderson cuando entra en la fábrica y ahoga los desesperados estertores del optimismo de Yates.

Los megodontes empujan las ruedas de transmisión entre gruñidos de esfuerzo, con las enormes cabezas agachadas, puliendo el suelo con sus trompas prensiles mientras trazan lentos círculos alrededor de los tambores de bobinado. Los animales modificados constituyen el corazón del sistema motriz de la fábrica y proporcionan energía a las cintas transportadoras, los ventiladores y la maquinaria de producción. Sus arneses emiten un tintineo rítmico al compás de cada trabajoso paso adelante. Los cuidadores sindicales caminan junto a las bestias vestidos de rojo y dorado, dándoles órdenes, relevándolas de vez en cuando, animando a los animales derivados del elefante para que persistan en su empeño.

BOOK: La chica mecánica
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