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Authors: Paolo Bacigalupi

La chica mecánica (3 page)

BOOK: La chica mecánica
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En la otra punta de la fábrica, la cadena de producción excreta muelles percutores recién empaquetados, que envía primero a Control de Calidad y después a Embalaje, donde se montan en palés en previsión del hipotético momento en que estarán listos para ser exportados. Ante la aparición de Anderson en la planta, los trabajadores interrumpen la actividad y se deshacen en
wais
, juntando las palmas de las manos y llevándoselas a la frente en una oleada de deferencia que se propaga por toda la línea.

Banyat, el encargado de Control de Calidad, se acerca corriendo y ensaya una reverencia.

Anderson le corresponde con un
wai
sucinto.

—¿Qué tal es la calidad?

Banyat sonríe.


Dee khap
. Buena. Mejor. Venga, mire. —Hace un gesto y Num, el capataz de día, toca la campana de advertencia que anuncia el alto de toda la cadena. Por señas, Banyat le indica a Anderson que lo siga—. Algo interesante. Le gustará.

Anderson esboza una sonrisa forzada, dudando que Banyat tenga algo realmente agradable que contarle. Saca un
ngaw
de la bolsa y se lo ofrece al encargado de Control de Calidad.

—¿Progresos? ¿En serio?

Banyat asiente con la cabeza mientras acepta la fruta. Le echa un somero vistazo y empieza a pelarla. Se mete el corazón translúcido en la boca. No da muestras de sorpresa. No reacciona de forma especial. Se limita a comerse la condenada cosa sin darle mayor importancia. Anderson tuerce el gesto. Los
farang
siempre son los últimos en enterarse de cualquier novedad que se produzca en el país, circunstancia en la que a Hock Seng le gusta hacer hincapié cuando su mente paranoica comienza a sospechar que Anderson se propone despedirlo. Lo más probable es que Hock Seng también esté ya al corriente de la existencia de esta fruta, o fingirá estarlo cuando le pregunte.

Banyat tira el carozo a un bidón lleno de comida para megodontes y guía a Anderson cadena abajo.

—Arreglamos un problema con la troqueladora —informa.

Num vuelve a tocar la campana de advertencia y los trabajadores regresan a sus puestos. Al tercer tañido, el
mahout
del sindicato golpea a los animales que están a su cuidado con un látigo de fibras de bambú y los megodontes aminoran el paso hasta detenerse pesadamente. La cadena de producción se ralentiza. En la otra punta de la fábrica, los tambores de los muelles percutores industriales chasquean y chirrían cuando los volantes de inercia de la fábrica vierten en su interior la energía almacenada, la sustancia que reactivará la cadena cuando Anderson haya terminado la inspección.

Banyat conduce a Anderson por la línea silenciada, pasa junto a más trabajadores uniformados de verde y blanco, que le dedican más
wais
, y aparta las cortinas de polímero de aceite de palma que señalan la entrada de la sala de refinado. Aquí, el hallazgo industrial de Yates es rociado con glorioso abandono para cubrir los muelles percutores con el residuo de serendipia genética. Las mujeres y los niños allí presentes, con el rostro cubierto por mascarillas de triple filtro, levantan la cabeza y se quitan la protección respiratoria para saludar con profundos
wais
al hombre que les da de comer. Regueros de sudor y polvillo blanco surcan sus caras. Tan solo la piel alrededor de la boca y la nariz permanece oscura, allí donde los filtros la han resguardado.

Banyat y él cruzan el extremo más alejado y se adentran en el infierno sofocante de las salas de troquelado. Las lámparas térmicas resplandecen de energía y el hedor a marisma de las algas de cría impregna el aire. Hileras de paneles de secado se extienden hasta el techo, embadurnadas de ristras de algas modificadas que gotean, se marchitan y se convierten en una pasta negruzca con el calor. Los sudorosos técnicos de la cadena han reducido su atuendo a lo más imprescindible: pantalón corto, camiseta de tirantes y casco de protección. Es un auténtico horno, pese al silbido de los ventiladores de manivela y los generosos sistemas de ventilación. El cuello de Anderson se cubre de regueros de sudor. Su camisa queda empapada al instante.

Banyat señala.

—Ahí. Mire. —Pasa el dedo por una barra de corte desmontada y tendida junto a la cadena principal. Anderson se arrodilla para examinar la superficie—. Óxido —murmura Banyat.

—Creía que eso ya lo habíamos comprobado.

—Agua salada. —La sonrisa de Banyat es incómoda—. El océano está cerca.

Anderson contempla con una mueca las hileras de algas que gotean sobre su cabeza.

—Los tanques de algas y las gradas de secado no ayudan. El que tuvo la idea de usar calor residual para curar esas cosas era un imbécil. «Ahorro de energía», y un cuerno.

Banyat vuelve a sonreír con expresión azorada, pero guarda silencio.

—¿Habéis reemplazado las herramientas de corte?

—Ahora la fiabilidad es del veinticinco por ciento.

—¿Tanto? —Anderson asiente con desgana. Apunta con el dedo al encargado de la maquinaria y este llama a gritos a Num, que está al otro lado de la sala de refinado.

La campana de advertencia suena otra vez, y las prensas y las lámparas térmicas empiezan a refulgir cuando la electricidad irrumpe en el sistema. Anderson se aparta del repentino aumento de calor. Las prensas y las lámparas térmicas consumen carbono por valor de quince mil baht cada vez que se encienden, una parte del presupuesto de carbono total del reino que a este no le importa compartir con SpringLife por un nada módico precio. La manipulación del sistema por parte de Yates fue ingeniosa y permite que la fábrica emplee la cantidad de carbono asignada al país, pero el gasto que representan los inevitables sobornos sigue siendo exorbitante.

Los volantes de inercia principales comienzan a girar y la fábrica se estremece cuando los engranajes subterráneos entran en acción. Las tablas del suelo vibran. La energía cinética se propaga por todo el sistema como una inyección de adrenalina, un cosquilleo que anticipa la electricidad que está a punto de verterse en la cadena de producción. Un megodonte da barritos en señal de protesta y es obligado a callar a latigazos. El chirrido de los volantes de inercia se convierte en aullido antes de cesar de golpe cuando los julios irrumpen en tromba en el sistema motriz.

La campana del encargado de la línea vuelve a tañer. Los trabajadores dan un paso al frente para alinear las herramientas de corte. Están produciendo muelles percutores de dos gigajulios, y lo reducido de su tamaño requiere manipular las máquinas con más cuidado de lo habitual. Cadena abajo se inicia el proceso de bobinado, y la troqueladora, con sus hojas de precisión recién reparadas, sisea al elevarse sobre los pistones hidráulicos.


Khun
, por favor. —Banyat le indica a Anderson que se sitúe detrás de una reja de protección.

La campana de Num suena por última vez. Los engranajes de la cadena se ensamblan con un chasquido. Anderson siente una punzada de ansiedad cuando el sistema se pone en funcionamiento. Los trabajadores se agazapan tras los escudos. El filamento de los muelles percutores se desliza con un silbido entre las pestañas de alineamiento y se trenza en forma de hilo al pasar por una serie de rodillos calentados. Una ducha de reactivo maloliente empapa el filamento rojizo y lo reviste con la película viscosa que se encargará de dar una distribución uniforme al polvo de algas de Yates.

La prensa cae como un mazazo. Anderson siente la fuerza del impacto en los dientes. El alambre de los muelles percutores sufre un corte limpio y el filamento cercenado pasa por unas cortinas a la sala de refinado. Emerge de allí treinta segundos después, grisáceo y recubierto del polvillo derivado de las algas. Pasa por una nueva serie de rodillos calentados antes de someterse al martirio que habrá de conferirle la estructura definitiva, enroscándose sobre sí mismo, comprimiéndose en una bobina cada vez más apretada, infringiendo todas las leyes de su composición molecular conforme el muelle se tensa cada vez más. El metal torturado profiere un alarido ensordecedor. Una lluvia de lubricantes y polvo de algas se desprende del revestimiento y salpica a los trabajadores y el equipo a medida que el muelle continúa encogiéndose, y por fin el muelle percutor comprimido se retira listo para instalarse en el estuche dentro del que partirá con rumbo a Control de Calidad.

El parpadeo de un piloto amarillo indica que todo está en orden. Los trabajadores salen corriendo de las jaulas para reiniciar la prensa mientras de las entrañas de las salas de fundición brota siseante un nuevo reguero de metal rojizo. Los rodillos tabalean, vacíos. Los pulverizadores de lubricante se tapan y una fina neblina se condensa en el aire mientras dura el proceso de autolimpiado previo a la siguiente aplicación. Los trabajadores terminan de alinear las prensas y se apresuran a agacharse de nuevo tras los parapetos. Si el sistema falla, el filamento de los muelles percutores se convertirá en un filo cargado de energía cuyos latigazos incontrolados barrerán toda la sala de producción. Anderson ha visto cabezas abiertas como mangos maduros, miembros amputados y las rociaduras de sangre a la manera de un cuadro de Pollock resultantes del fallo de los sistemas industriales.

La prensa guillotina otro muelle percutor de los cuarenta por hora que, al parecer, ahora tendrán una probabilidad de tan solo el setenta y cinco por ciento de terminar en uno de los pozos de eliminación de residuos controlados del Ministerio de Medio Ambiente. Están gastando millones en producir basura que costará más millones destruir, un arma de doble filo que no deja de cortar. Yates fastidió algo, ya fuera por accidente o en un último acto de sabotaje motivado por el despecho, y ha sido necesario más de un año para darse cuenta de la magnitud del problema, para examinar los tanques de algas que producen el revolucionario revestimiento de los muelles percutores, para recalibrar las resinas de maíz que recubren la interfaz operativa de los muelles, para cambiar las prácticas de Control de Calidad, para comprender lo que supone un nivel de humedad que roza el ciento por ciento durante todo el año para un proceso de producción concebido para climas más secos.

Un penacho de polvo filtrado blanquecino se cuela en la estancia cuando uno de los obreros cruza las cortinas de la sala de refinado con paso tambaleante. Una combinación de arenilla y gotitas de aceite de palma le oculta el rostro veteado de sudor. El ondear de las cortinas revela un atisbo fugaz de la polvareda que envuelve a sus colegas, sombras inmersas en una tormenta de nieve mientras el filamento de los muelles percutores se recubre con el polvo que impide que los muelles se agarroten bajo la intensa compresión. Todo ese sudor, todas esas calorías, toda esa cuota de carbono, tan solo para que Anderson pueda disfrutar de una tapadera convincente mientras investiga el misterio de las solanáceas y el
ngaw
.

Cualquier empresa en su sano juicio hubiera cerrado la fábrica. Incluso Anderson lo hubiese hecho, pese a sus limitados conocimientos sobre los procesos implicados en esta producción de muelles percutores de última generación. Pero si quiere que los trabajadores, los sindicatos, los camisas blancas y los numerosos e indiscretos oídos del reino se crean que no es más que otro empresario con ambiciones, la fábrica debe producir, y al máximo.

Anderson estrecha la mano de Banyat y lo felicita por el trabajo bien hecho.

La verdad, es una lástima. El potencial para alcanzar el éxito está ahí. Cada vez que Anderson ve uno de los muelles de Yates en acción, se le forma un nudo en la garganta. Yates estaba loco, pero no era ningún estúpido. Anderson ha visto cómo los julios salen a raudales de diminutos estuches de muelles percutores capaces de pasarse horas dando chasquidos sin cesar cuando otros no podrían contener ni una cuarta parte de esa energía aunque pesaran el doble, o se reducirían a un amasijo informe sin más cohesión que la molecular bajo la tremenda presión de los julios inyectados en ellos. A veces, Anderson siente la tentación de dejarse seducir por el sueño de Yates.

Anderson respira hondo y, encorvado, cruza la sala de refinado volviendo sobre sus pasos. Sale al otro lado en medio de una nube de polvo de algas y humo. Aspira el aire cargado de estiércol de megodonte pisoteado y sube por la escalera que conduce a su despacho. Detrás de él, uno de los megodontes chilla otra vez, el sonido de un animal maltratado. Anderson se vuelve, pasea la mirada por la planta de la fábrica y toma nota del
mahout
. Rueda Número Cuatro. Otro problema que añadir a la larga lista que representa SpringLife. Abre la puerta de las oficinas de administración.

Dentro, el despacho sigue estando casi igual que la primera vez que lo vio. Aún mal iluminado, aún cavernoso, con un puñado de mesas y ordenadores a pedales mudos e inertes en las sombras. Entre los postigos de teca de las ventanas se filtran finos cuchillos de sol que iluminan las ofrendas humeantes a cualesquiera que fuesen los dioses que no consiguieron salvar al clan chino de Tan Hock Seng en Malasia. El incienso de sándalo enrarece la atmósfera de la estancia, y otras volutas sedosas se elevan de un altar emplazado en la esquina donde unas risueñas figuras doradas se acuclillan ante platos de arroz U-Tex y pegajosos mangos cubiertos de moscas.

Hock Seng ya está sentado delante del ordenador. Una pierna huesuda le da infatigablemente al pedal, alimentando los microprocesadores y el fulgor del monitor de doce centímetros. A la luz cenicienta, Anderson detecta el parpadeo de Hock Seng, el tic de quien teme la visita de un nuevo baño de sangre cada vez que se abre una puerta. El gesto del anciano es tan alucinógeno como el desvanecimiento de un cheshire (ora está ahí, ora se esfuma como si jamás hubiera existido), pero Anderson ha tratado a suficientes refugiados tarjetas amarillas como para reconocer el terror reprimido. Cierra la puerta, apagando así el clamor de la producción, y el anciano se tranquiliza.

Anderson tose y agita una mano ante los remolinos de humo de incienso.

—Creía que habías dejado de quemar esa asquerosidad.

Hock Seng se encoge de hombros, pero no deja de pedalear ni teclear.

—¿Quieres que abra las ventanas? —Su susurro es como una vara de bambú arrastrada por la arena.

—Dios, no. —Con una mueca, Anderson contempla el resplandor tropical que acecha tras los postigos—. Limítate a quemarlo en casa. No quiero verlo aquí. Que sea la última vez.

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