—Esto no me impresiona, es crueldad pura y dura.
Las secuencias más interesantes fueron las de los colegas que tenía Yorjavic dentro del nacionalismo más extremista de Besźel. Reconocí a algunos de los que habían estado con él. Miraban malhumorados a sus interrogadores, la
policzai
. Unos pocos se negaron a hablar excepto en compañía de sus abogados. Algunos interrogatorios se llevaron a cabo con rudeza: un agente que se inclinó sobre la mesa y se lió a puñetazos con la cara de un hombre.
«¡Hostia, joder!», gritó el hombre. «Estamos en el mismo bando, gilipollas. Eres besźelí, no eres un puto ulqomano ni la puta Brecha…».
Con arrogancia, neutralidad, resentimiento o incluso, a menudo, conformidad y cooperación, los nacionalistas negaron saber algo de la acción de Yorjavic. «Nunca he oído hablar de esa mujer extranjera, nunca había dicho nada de ella. ¿Es una estudiante?», preguntó uno. «Hacemos lo correcto para Besźel. Y no hace falta saber por qué, pero…». El hombre al que mirábamos hacía gestos agónicos con las manos, trazaba figuras para intentar explicarse sin reproches.
«Somos soldados, joder. Como vosotros. Por Besźel. Así que, si te enteras de que hay que hacer algo, si te dan instrucciones, como que hay que advertir a alguien, rojos, unionistas, traidores, o te enteras de que se reúnen los lameculos de la Brecha o lo que sea, entonces tienes que hacerlo, de acuerdo. Pero sabes por qué. No preguntas, pero entiendes que hay que hacer algo, la mayoría de las veces. Pero no entiendo por qué esta chica, Rodríguez… No creo que lo hiciera, y si lo hizo no creo…». Parecía enfadado. «No entiendo por qué».
—Claro que tienen contactos en el Gobierno —dijo mi interlocutor de la Brecha—. Pero con algo tan difícil de analizar, es factible pensar que Yorjavic quizá no fuera un Ciudadano Auténtico. O que no era solo eso, sino un agente de una organización más secreta.
—O un lugar más secreto —repliqué—. Pensé que lo vigilabais todo.
—Ninguno ha cometido una brecha. —Colocó papeles delante de mí—. Esto es lo que la
policzai
de Besźel ha descubierto en la investigación al registrar el apartamento de Yorjavic. No hay nada que lo relacione con algo parecido a Orciny. Mañana nos vamos temprano.
—¿Cómo habéis conseguido todo esto? —pregunté cuando sus compañeros y él se levantaron. Mientras se marchaba, Brecha me miró con un rostro inexpresivo pero de fulminante mirada.
Volvió a la mañana siguiente, después de una noche de no pegar ojo. Lo estaba esperando.
Agité los papeles.
—Si damos por sentado que mis colegas han hecho bien su trabajo, aquí no hay nada. Entran algunos ingresos de tanto en tanto, pero tampoco mucho, podría ser cualquier cosa. Pasó el examen hace algunos años, tenía permiso para cruzar, nada extraño, aunque con sus ideas políticas… —Me encogí de hombros—. Suscripciones, libros, asociaciones, historial militar, antecedentes penales, lugares favoritos, y todo lo que lo señala como el típico nacionalista violento.
—La Brecha lo ha vigilado. Como a todos los disidentes. Ningún indicio que señale conexiones sospechosas.
—Orciny, quiere decir.
—Ningún indicio.
Me apremió para que saliera de la habitación. En el pasillo, la misma pintura desconchada, una alfombra raída y descolorida, una sucesión de puertas. Oí los pasos de otros y cuando giramos para encarar unas escaleras pasó cerca de nosotros una mujer a la que mi compañero prestó un momento de atención. Pasó después un hombre y llegamos a un vestíbulo con más gente. La ropa que llevaban puesta sería legal tanto en Besźel como en Ul Qoma.
Oí una conversación en ambos idiomas, y en un tercero, una mezcla o lenguaje antiguo que combinaba ambos. Oí el sonido de unas teclas. No se me pasó por la cabeza salir corriendo ni atacar a mi acompañante y tratar de escapar. Lo admito. Estaba muy vigilado.
Pasamos cerca de un despacho cuyas paredes estaban llenas de tableros de corcho forrados con notas, estanterías con carpetas. Una mujer sacaba papel de una impresora. Sonó el timbre de un teléfono.
—Vamos —dijo el hombre—. Dijo que sabía dónde encontrar la verdad.
Había puertas dobles, puertas que daban al exterior, estuviera donde estuviera aquello. Las atravesamos y fue entonces, cuando me engulló la luz, cuando me di cuenta de que no sabía en qué ciudad estábamos.
Después del pánico que sentí en el entramado, me di cuenta de que aquello debía de ser Ul Qoma: que allí se encontraba nuestro destino. Seguí a mi acompañante calle abajo.
Inspiré profundamente. Era una mañana ruidosa, el cielo estaba cubierto pero no llovía, una mañana bulliciosa. También fría: el viento me cortó la respiración. Me sentía agradablemente desorientado por el gentío, por el movimiento de ulqomanos envueltos en sus abrigos, el rugido de los coches que se movían despacio en aquella calle casi peatonal, los gritos de los vendedores ambulantes, de los puestos de ropa, de comida, de libros. Desví todo lo demás. Se oyó el rasgueo de los cables sobre nuestras cabezas cuando uno de los globos ulqomanos cabeceaba contra el viento.
—No hace falta que te diga que no corras —dijo el hombre—. No hace falta que te diga que no grites. Sabes que puedo detenerte. Sabes que hay más gente que te vigila. Estás dentro de la Brecha. Llámame Ashil.
—Tú ya sabes cómo me llamo.
—Mientras estés conmigo, eres Tye.
Tye, como Ashil, no era un nombre tradicional besźelí, ni tampoco ulqomano, sino que podía tener cualquiera de los dos orígenes. Ashil me guió a través de un patio, debajo de las fachadas de figuras y de campanas, de pantallas donde se desplegaba la información bursátil. No sabía dónde estábamos.
—Tienes hambre —dijo Ashil.
—Puedo esperar.
Me llevó por una calle secundaria, otra calle adyacente donde los puestos ulqomanos situados junto a un supermercado vendían
software
y baratijas. Me cogió del brazo y dirigió mis pasos, pero yo titubeé porque no veía nada de comida cerca excepto, y tiré de él un momento, puestos en los que vendían bollos y pan, pero estaban en Besźel.
Intenté desverlos, pero no había ninguna duda: el origen de aquel olor que había estado desadvirtiendo era nuestro destino. «Camina», dijo, y me guió a través de la membrana entre las dos ciudades; levanté el pie en Ul Qoma y lo volví a bajar en Besźel, donde esperaba el desayuno.
Detrás de nosotros había una mujer ulqomana con el pelo punki de color frambuesa que liberaba móviles. Nos miró un segundo sorprendida, después consternada; luego vi que nos desveía en el acto cuando Ashil pidió comida en Besźel.
El hombre pagó con marcos besźelíes. Puso el plato de papel en mi mano, me hizo dar la vuelta para cruzar la carretera hasta el supermercado. El supermercado estaba en Ul Qoma. Compró un cartón de zumo de naranja con un dinar y me lo dio.
Sostuve en las manos la comida y el zumo. Me guió hasta la mitad de la calle entramada.
Sentí que la vista se liberaba como la sacudida de un plano de Hitchcock, alguna artimaña con la grúa y la profundidad de campo de forma que la calle se estiró y cambió el enfoque. Todo cuanto había estado desviendo saltó de repente al primer plano.
Me llegaron el olor y el sonido: los gritos de Besźel; el sonido de los relojes de las torres; el traqueteo del viejo metal y la percusión de los tranvías; el olor de las chimeneas; los viejos aromas; llegaron todos como en una marea, con las especias y los gritos en ilitano de Ul Qoma, el martilleo de un helicóptero de la
militsya
, el rugido de los coches alemanes. Los colores de la luz de Ul Qoma y de las mercancías de plástico de las vitrinas ya no difuminaban el ocre y la piedra de su ciudad vecina, de mi hogar.
—¿Dónde estás? —preguntó Ashil. Habló con la voz tan baja para que solo yo pudiera oírle.
—Yo…
—¿Estás en Besźel o en Ul Qoma?
—En ninguna. Estoy dentro de la Brecha.
—Estás aquí conmigo. —Nos movimos a través del gentío entramado de la mañana—. Dentro de la Brecha. Nadie sabe si te está viendo o desviendo. Que no vacilen tus pasos. No estás en ninguna: estás en las dos.
Me golpeó ligeramente con los dedos en el pecho.
—Respira.
Me llevó hasta el metro de Ul Qoma, donde me senté inmóvil como si los restos de Besźel se me hubieran pegado al cuerpo como telarañas y pudieran asustar a los demás pasajeros, luego salimos y cogimos un tranvía en Besźel, y me sentí bien, como si hubiera vuelto a casa, ilusoriamente. Atravesamos a pie las dos ciudades. Aquella sensación de familiaridad de Besźel fue reemplazada por una extrañeza mucho más intensa. Nos detuvimos junto a la fachada de cristal y acero de la biblioteca universitaria de Ul Qoma.
—¿Qué harías si echara a correr? —le pregunté. Él no dijo nada.
Ashil cogió una funda de cuero de lo más corriente y le enseñó al guardia el sello de la Brecha. El hombre lo miró sin quitarle la vista de encima durante algunos segundos, después se levantó de su asiento como un resorte.
—Ay, Dios mío —dijo. Era inmigrante, de Turquía a juzgar por su ilitano, pero llevaba allí el tiempo suficiente como para entender lo que vio—. Esto… Usted, ¿en qué puedo…?
Ashil le indicó con la mano que se sentara de nuevo y siguió caminando.
Esta biblioteca era más nueva que su análoga de Besźel.
—No tendrá signatura —dijo Ashil.
—Precisamente —le contesté.
Consultamos el mapa y su leyenda. Los libros de historia de Besźel y de Ul Qoma, que habían colocado en listas cuidadosamente separadas pero en estanterías contiguas, estaban en el cuarto piso. Los estudiantes confinados dentro de sus cubículos miraron a Ashil cuando pasó a su lado. Emanaba un aura de autoridad en nada parecida a la de sus padres y tutores.
Muchos de los títulos ante los que nos encontrábamos no estaban traducidos, sino en los originales del inglés o del francés.
Los secretos de la era Precursora
;
Literal y litoral: Besźel
,
Ul Qoma y semiótica marítima
. Repasamos los títulos durante largo rato: había muchas estanterías. Aquello que estaba buscando lo encontré al fin en el penúltimo de los estantes, tres filas hacia atrás respecto al pasillo principal, avasallando a un joven universitario como si yo fuera la única autoridad del lugar: un libro sin marcar. El final del lomo no estaba clasificado con ninguna etiqueta.
—Aquí.
La misma edición que yo tenía. Esa ilustración psicodélica al estilo de
Las puertas de la percepción
, un hombre con el pelo largo que caminaba por una calle hecha de retazos de diferentes (y espurios) estilos arquitectónicos de entre cuyas sombras varios ojos lo observaban.
—Si todo esto es cierto —dije en voz baja—, entonces nos están vigilando. A ti a y a mí, ahora mismo. —Señalé a los ojos de la portada.
Hojeé las páginas del libro. Fogonazos de tinta, anotaciones como diminutos garabatos en la mayor parte de las páginas: rojos, negros y azules. Mahalia había escrito con una estilográfica de punta extra fina y las notas que había hecho parecían una maraña de pelos enredados, años de anotaciones de su tesis oculta. Miré detrás de mí, y Ashil hizo lo mismo. No había nadie ahí.
«No», leíamos de su mano. «Ni de coña», y «¿en serio? Cf. Harris et al», y «¡Qué demencial!», «¡majaderías!» y demás. Ashil me lo cogió.
—Ella entendía Orciny mejor que nadie —dije—. Es ahí donde guardaba la verdad.
—Los dos han estado intentando averiguar qué te ha ocurrido —dijo Ashil—. Corwi y Dhatt.
—¿Qué les habéis dicho?
Una mirada que venía a decir: nosotros no hablamos con ellos en absoluto. Por la noche me trajo fotocopias en color, encuadernadas, de cada página, con las cubiertas de portada y de contraportada, de la copia de Mahalia de
Entre la ciudad y la ciudad
. Ese era su cuaderno. Con esfuerzo y atención, podía seguir su razonamiento en cada enmarañada página, podía seguir en orden sus lecturas.
Aquella noche Ashil caminó conmigo en ambas ciudades. Las curvas y los arcos bizantinos de Ul Qoma envolvían a y sobresalían por encima de la mampostería baja y centrocontinental de la vieja Besźel, de los bajorrelieves que representaban mujeres con el rostro cubierto y oficiales de artillería; la comida al vapor y los panes oscuros de Besźel contrastaban con los fuertes aromas de Ul Qoma, los colores de la luz y de la ropa envolvían los tonos basalto; los sonidos llegaban abruptos, entrecortados, sinuosos, laringales y, al mismo tiempo, guturales. Estar en ambas ciudades a la vez, había pasado de estar en Besźel y en Ul Qoma a estar en un tercer lugar, ese ningún lugar que era los dos, esa Brecha.
Todos, en las dos ciudades, parecían tensos. Retornamos por las dos ciudades entramadas, no a las oficinas donde me había despertado, que estaban en Rusai Bey en Ul Qoma o TushasProspekta en Besźel, según deduje después, sino a otro lugar, a un apartamento más o menos elegante con una garita de conserje, no muy lejos de la sede principal. En el último piso las habitaciones se extendían por lo que tendrían que ser dos o tres edificios, y en aquellas madrigueras la Brecha iba y venía. En su interior se ocultaban dormitorios anónimos, despachos, ordenadores de aspecto obsoleto, teléfonos, armarios cerrados con llave. En su interior se ocultaban hombres lacónicos.
Conforme las ciudades fueron creciendo a la vez se habían abierto entre ellas espacios, los controvertidos
dissensi
o lugares que nadie había reclamado. La Brecha vivía en ellos.
—¿Qué pasa si alguien entra a robar? ¿Eso sucede?
—De vez en cuando.
—Y…
—Y entonces han entrado en la Brecha y son nuestros.
Mujeres y hombres ocupados, inmersos en conversaciones que fluctuaban entre besźelí e ilitano, y el tercer idioma. El dormitorio sin rasgos distintivos al que Ashil me hizo pasar tenía barrotes en las ventanas y seguro que una cámara escondida en alguna parte. Tenía también un baño. Ashil no salió. Se le unieron dos o tres más agentes de la Brecha.
—Mira esto —dije—. Vosotros sois la prueba de que todo eso podría ser real.
La intersticialidad que hacía de Orciny algo absurdo para la mayor parte de los ciudadanos de Besźel y de Ul Qoma era no solo posible, sino inevitable. ¿Por qué iba la Brecha a no creer que la vida podía prosperar en esa pequeña abertura? La ansiedad venía ahora porque nunca los habían visto, una preocupación muy diferente.