Read La civilización del espectáculo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Ocurrió en Lima, hacia 1955. Acababa de casarme por primera vez y debí acumular varios trabajos a fin de ganarme la vida. Llegué a tener ocho, al mismo tiempo que continuaba mis estudios universitarios. El más pintoresco de ellos era fichar los muertos de los cuarteles coloniales del cementerio Presbítero Maestro, de Lima, cuyos nombres habían desaparecido de los archivos de la Beneficencia. Lo hacía domingos y días feriados, yéndome al cementerio equipado con una escalerita, fichas y lápices. Después de realizar mi escrutinio de las viejas lápidas, elaboraba listas con los nombres y fechas, y la Beneficencia Pública de Lima me pagaba por muerto. Pero el más grato de mis ocho trabajos alimenticios no fue éste sino el de ayudante de bibliotecario del Club Nacional. El bibliotecario era mi maestro, el historiador Raúl Porras Barrenechea. Mis obligaciones consistían en pasar dos horas diarias de lunes a viernes en el elegante edificio del Club, símbolo de la oligarquía peruana, que por aquellos años celebraba su centenario. En teoría, debía dedicar ese par de horas a fichar las nuevas adquisiciones de la biblioteca, pero, no sé si por falta de presupuesto o por negligencia de su directiva, el Club Nacional casi no adquiría ya libros en aquellos años, de modo que podía dedicar aquellas dos horas a escribir y leer. Eran las dos horas más felices de aquellos días en que desde el amanecer hasta la noche no paraba de hacer cosas que me interesaban poco o nada. No trabajaba en la bella sala de lectura de la planta baja del Club sino en una oficina del cuarto piso. Al í descubrí con felicidad, disimulados detrás de unos discretos biombos y unas cortinillas pudibundas, una espléndida colección de libros eróticos, casi todos franceses. Al í leí las cartas y fantasías eróticas de Diderot y de Mirabeau, al marqués de Sade y a Restif de la Bretonne, a Andréa de Nerciat, al Aretino, las
Memorias de una cantante alemana,
la
Autobiografía de un inglés,
las
Memorias de Casanova, Las amistades peligrosas
de Choderlos de Laclos y no sé cuántos otros libros clásicos y emblemáticos de la literatura erótica.
Ella tiene antecedentes clásicos, desde luego, pero irrumpe de verdad en Europa en el siglo XVI I, en pleno auge de los
philosophes
y sus grandes teorías renovadoras de la moral y la política, su ofensiva contra el oscurantismo religioso y su apasionada defensa de la libertad.
Filosofía, sedición, placer y libertad era lo que pedían y practicaban en sus escritos estos pensadores y artistas que reivindicaban orgullosos el apelativo de «libertinos» con que los llamaban, recordando que el sentido primario de ese vocablo era, según recuerda Bataille, «el que desacata o desafía a Dios y a la religión en nombre de la libertad».
La literatura libertina es muy desigual, desde luego, no abundan las obras maestras entre las que produjo, aunque se encuentran algunas novelas o textos de gran valía en medio de muchas otras de escasa o nula significación artística. La limitación principal que suele empobrecerla es que, concentrados de manera obsesiva y excluyente en la descripción de experiencias sexuales, los libros
sólo
eróticos pronto sucumben a la repetición y a la monomanía, porque la actividad sexual, aunque intensa y fuente maravillosa de goces, es limitada y, si se la separa del resto de actividades y funciones que constituyen la vida de hombres y mujeres, pierde vitalidad y ofrece un carácter recortado, caricatural e inauténtico de la condición humana.
Pero esto no es óbice para que en la literatura libertina resuene siempre un grito de libertad en contra de todas las sujeciones y servidumbres —religiosas, morales y políticas— que restringen el derecho al libre albedrío, a la libertad política y social, y al placer, un derecho que por primera vez se reclama en la historia de la civilización: el de poder materializar las fantasías y deseos que el sexo despierta en los seres humanos. El gran mérito de las monótonas novelas del marqués de Sade es mostrar en ellas cómo el sexo, si se ejerce sin limitación ni freno alguno, acarrea enloquecidas violencias pues es el vehículo privilegiado a través del cual se manifiestan los instintos más destructivos de la personalidad.
Lo ideal en este dominio es que las fronteras dentro de las cuales se despliega la vida sexual se ensanchen lo suficiente para que hombres y mujeres puedan actuar con libertad, volcando en ella sus deseos y fantasmas, sin sentirse amenazados ni discriminados, pero dentro de ciertas formas culturales que preserven al sexo su naturaleza privada e íntima, de manera que la vida sexual no se banalice ni animalice. Eso es el erotismo. Con sus rituales, fantasías, vocación de clandestinidad, amor a las formas y a la teatralidad, nace como un producto de la alta civilización, un fenómeno inconcebible en las sociedades o en las gentes primitivas y bastas, pues se trata de un quehacer que exige sensibilidad refinada, cultura literaria y artística y cierta vocación transgresora. Transgresora es una palabra que en este caso hay que tomar con pinzas, pues dentro del contexto erótico no significa negación de la regla moral o religiosa imperante, sino ambas cosas a la vez: su reconocimiento y su rechazo, mezclados de manera indisoluble. Violando la norma en la intimidad, con discreción y de común acuerdo, la pareja o el grupo llevan a cabo una representación, un juego teatral que inflama su placer con un aderezo de desafío y libertad, a la vez que preserva al sexo el estatuto de quehacer velado, confidencial y secreto.
Sin el cuidado de las formas, de ese ritual que, a la vez que enriquece, prolonga y sublima el placer, el acto sexual retorna a ser un ejercicio puramente físico —una pulsión de la naturaleza en el organismo humano de la que el hombre y la mujer son meros instrumentos pasivos—, desprovisto de sensibilidad y emoción. Y de ello nos ilustra, sin pretenderlo ni saberlo, esa literatura de pacotilla que pretendiendo ser erótica sólo llega a los rudimentos vulgares del género: la pornografía. La literatura erótica se vuelve pornografía por razones estrictamente literarias: el descuido de las formas. Es decir, cuando la negligencia o la torpeza del escritor al utilizar el lenguaje, construir una historia, desarrollar los diálogos, describir una situación, desvela involuntariamente todo lo que hay de soez y repulsivo en un acoplamiento sexual exonerado de sentimiento y elegancia —de
mise en scène
y de rito—, convertido en mera satisfacción del instinto reproductor.
Hacer el amor en nuestros días, en el mundo occidental, está mucho más cerca de la pornografía que del erotismo y, paradójicamente, ello ha resultado como una deriva degradada y perversa de la libertad.
Los tal eres de masturbación a los que asistirán en el futuro los jóvenes extremeños y andaluces como parte del currículo escolar tienen la apariencia de un paso audaz en la lucha contra la gazmoñería y el prejuicio en el dominio sexual. En la realidad, es probable que esta y otras iniciativas semejantes destinadas a desacralizar la vida sexual convirtiéndola en una práctica tan común y corriente como comer, dormir e ir al trabajo, tengan como consecuencia desilusionar precozmente a las nuevas generaciones de la práctica sexual. Ésta perderá misterio, pasión, fantasía y creatividad y se habrá banalizado hasta confundirse con una mera calistenia. Con el resultado de inducir a los jóvenes a buscar el placer en otra parte, probablemente en el alcohol, la violencia y las drogas.
Por eso, si queremos que el amor físico contribuya a enriquecer la vida de las gentes, liberémoslo de los prejuicios, pero no de las formas y los ritos que lo embellecen y civilizan, y, en vez de exhibirlo a plena luz y por las cal es, preservemos esa privacidad y discreción que permiten a los amantes jugar a ser dioses y sentir que lo son en esos instantes intensos y únicos de la pasión y el deseo compartidos.
Piedra de Toque
Jean-Jacques Lebel, escritor y artista de vanguardia que en los años sesenta organizaba
happenings,
concibió en aquella época la idea de montar «con absoluta fidelidad»
El deseo atrapado por la cola,
un delirante texto teatral escrito por Picasso en 1941, en el que, entre otros disparates, un personaje femenino, La Tarte, orina en escena diez minutos seguidos acuclillada sobre el hueco del apuntador. (Para conseguirlo, cuenta Lebel, su licuante actriz debió ingerir litros de té y abundantes infusiones de cerezas.) Con motivo de este proyecto, se entrevistó con el pintor a comienzos de 1966 y Picasso le mostró un abanico de dibujos y pinturas de tema erótico, de su época barcelonesa, que jamás se habían exhibido. Desde entonces Lebel tuvo la idea de organizar una exposición que mostrara, sin eufemismos ni censuras, la
potencia del sexo en el mundo picassiano. Esta idea se concretó casi cuatro décadas más tarde, con una vasta muestra de trescientas treinta obras, muchas de ellas nunca expuestas, en el Jeu de Paume de París, donde estuvo entre marzo y mayo de 2001. Luego, viajó a Montreal y Barcelona.
La primera pregunta que se haría el espectador, luego de recorrer la excitante muestra (nunca mejor empleado el adjetivo), es por qué demoró tanto en exhibirse. Se habían hecho innumerables exposiciones sobre la obra de un artista cuya influencia ha dejado huellas por todas las avenidas del arte moderno, pero, hasta entonces, nunca una específica sobre el tema del sexo, que, como demostraría de manera
inequívoca la exposición reunida por Lebel y Gérard Régnier, obsesionó al pintor y, sobre todo en ciertas épocas extremas —la juventud y la vejez—, lo indujo a expresarse en este dominio con notable desenfado y audacia, en dibujos, apuntes, objetos, grabados y telas que, aparte de su desigual valor artístico, lo revelaban en su intimidad más secreta —la de sus deseos y fantasías eróticas— e iluminaban con una luz especial el resto de su obra.
«El arte y la sensualidad son la misma cosa», le dijo Picasso a Jean Leymarie, y en otra ocasión aseguró que «no existe un arte casto».
Aunque tal vez semejantes afirmaciones no sean válidas para todos los artistas, en su caso sí lo fueron. ¿Por qué, entonces, contribuyó el propio Picasso a ocultar durante tanto tiempo ese aspecto de su producción artística, que existió siempre, aun cuando en ciertos períodos su existencia fuera un quehacer de catacumbas rigurosamente vedado al público? Por razones ideológicas y comerciales, dice Jean-Jacques Lebel, en un interesante diálogo con Geneviève Beerette. Durante su período estalinista, mientras hacía el retrato de Stalin y denunciaba «las masacres de Corea», el erotismo hubiera sido una fuente de conflictos para Picasso con el Partido Comunista, al que estaba afiliado y el que defendía la ortodoxia estética del realismo socialista, en el que no había sitio para la «decadente» exaltación del placer sexual. Más tarde, aconsejado por sus galeristas, admitió que esta variante de su obra se siguiese ocultando por temor de que ella ofendiera el puritanismo de los coleccionistas norteamericanos y ello le restringiera ese opulento mercado. Debilidades humanas de las que no están exentos los genios.
En todo caso, desde el año 2001 ya fue posible posar la mirada sobre el Picasso integral, un universo dotado de tantas constelaciones que produce vértigo. ¿Cómo pudo la imaginación de un aislado mortal generar tan desmesurada efervescencia? Es una interrogación que no tiene respuesta, que nos deja tan atónitos en Picasso como en un Rubens, un Mozart o un Balzac. La trayectoria de su obra, con sus distintas
etapas, temas, formas, motivos, es un recorrido por todas las escuelas y movimientos artísticos del siglo XX, de los que se nutre y a los que insemina con un acento propio inconfundible. Luego, se proyecta hacia el pasado, al que retrotrae al presente en semblanzas, evocaciones, caricaturas, relecturas, que muestran todo lo que hay de actual y de fresco en los viejos maestros. Ahora bien, el sexo no estuvo nunca ausente, en ninguno de los períodos en que la crítica ha dividido y organizado la obra de Picasso, ni siquiera durante los años del cubismo.
Aunque, algunas veces, se manifiesta con recato, de manera simbólica, mediante alusiones, en otras, las más, irrumpe con insolente desnudez y crudeza, en imágenes que parecen desafíos a las convenciones del erotismo, al refinamiento y las pudorosas escenografías con
que el arte tradicionalmente ha descrito al amor físico, a fin de hacerlo compatible con la moral establecida.
El sexo que Picasso desvela en la mayor parte de estas obras, sobre todo el de los años juveniles pasados en Barcelona, es elemental, no sublimado por rituales y barrocas ceremonias de una cultura que disfraza, civiliza y convierte en obra de arte el instinto animal, sino el que busca la inmediata satisfacción del deseo, sin demora, sin subterfugios, remilgos ni distracciones. Un sexo de hambrientos y ortodoxos, no de soñadores ni exquisitos. Es, por consiguiente, un sexo machista a más no poder, en el que no existe el homosexualismo masculino, y en el que el femenino se ejercita únicamente para goce y contemplación del mirón. Un sexo de hombres y para hombres, primitivos y rijosos, donde el falo es rey. La mujer está allí para servir, no para gozar ella misma sino para hacer gozar, para abrir las piernas y someterse a los caprichos del fornicador, ante el que a menudo aparece arrodillada, practicando una felación en una postura que es el arquetipo de este orden sexual: a la vez que le da placer, la hembra se rinde y adora al macho todopoderoso. El falo, claman estas imágenes, es ante todo poder.
Es natural que, para un placer sexual de esta índole, el recinto privilegiado donde se practica el sexo sea el burdel. Nada de desviaciones sentimentales para esa pulsión que quiere saciar una urgencia material, y luego olvidarse y pasar a otra cosa. En el burdel, donde el sexo se compra y se vende, no se adquieren compromisos ni se buscan coartadas morales ni afectivas de ninguna especie, el sexo se despliega en su descarnada verdad, como puro presente, como un desvergonzado ejercicio que no deja huella en la memoria, cópula pura y fugaz, inmune al remordimiento y la nostalgia.
Las reiteradas imágenes de este sexo prostibulario, vulgarote y carente de imaginación, que cubren cuadernos, cartulinas, telas, resultarían monótonas sin los alardes risueños que a menudo brotan en él, jocosas burlas y exageraciones que manifiestan un estado de ánimo colmado de entusiasmo y felicidad. Un pescado sicalíptico —¡un
maquereau
!
—
lame a una muchacha complaciente, pero muerta de aburrimiento. Son imágenes de una jocunda vitalidad, manifiestos exaltados a favor de la vida. Y en todas ellas, aun en esos croquis rápidos dibujados en el desorden de la fiesta en servilletas, menús, recortes de periódicos, para divertir a un amigo o dejar testimonio de un encuentro, chispea la destreza de esa mano maestra, lo certero de esa mirada taladrante capaz de fijar en unos pocos trazos esenciales el vórtice enloquecido de la realidad. La apoteosis del burdel en la obra de Picasso es, claro está,
Les Demoisel es d’Avignon,
que no figuró en esta muestra, pero sí muchos de los innumerables bocetos y primeras versiones de esa obra excepcional.