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Authors: John Scalzi

La colonia perdida (2 page)

BOOK: La colonia perdida
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—No era un macho cualquiera —dijo Nissim—. Era
Prabhat,
el que gana tantos premios. Le pedí un muy buen precio y Aftab no quiere pagarlo. Así que me ha robado mi simiente.

—Es la simiente de
Prabhat,
idiota —dijo Aftab—. Y no es culpa mía que cuides tan mal de tu valla y que tu cabra pudiera pasarse a mis tierras.

—Oh, eso sí que es lo máximo —dijo Nissim—. Mediador Perry, sepa usted que han cortado la valla de alambre.
Prabhat
no pasó a sus tierras él solo.

—Estás delirando —dijo Aftab—. Y aunque eso fuera cierto, que no lo es, ¿qué? Has recuperado a tu precioso
Prabhat.

—Pero ahora tú tienes esta cabra preñada —dijo Nissim—. Un embarazo por el que no has pagado y para el que no te di permiso. Es un robo, puro y simple. Y más que eso, estás tratando de arruinarme.

—¿De qué estás hablando?

—Está tratando de engendrar un semental nuevo —me dijo Nissim, y señaló a la cabra, que mordisqueaba el respaldo del sillón de Aftab—. No lo niegues. Ésta es tu mejor cabra. Al preñarla de
Prabhat
tendrás un semental que podrás explotar. Estás tratando de minar mi negocio. Pregúntele, mediador Perry. Pregúntele qué lleva su cabra.

Miré a Aftab.

—¿Qué lleva tu cabra, Aftab?

—Por pura coincidencia, uno de los fetos es macho —dijo Aftab.

—Quiero que aborte —dijo Nissim.

—No es tu cabra.

—Entonces me llevaré el cabrito cuando nazca. Como pago por la simiente que has robado.

—Y una porra —dijo Aftab, y se volvió a mirarme—. Ya ve con qué me enfrento, mediador Perry. Deja que su cabra vaya suelta por el campo, preñando a voluntad, y luego exige el pago por su propia ineficacia como ganadero.

Nissim soltó un grito de furia y empezó a chillar y gesticular salvajemente ante su hermano. Aftab hizo lo mismo. La cabra rodeó la mesa y me miró con curiosidad. Busqué en un cajón y le di a la cabra un caramelo que encontré allí.

—Tú y yo no tenemos por qué estar aquí —le dije a la cabra. La cabra no respondió, pero noté que estaba de acuerdo conmigo.

Según lo planeado originalmente, el trabajo de defensor del pueblo de la aldea era sencillo: cada vez que los habitantes de Nueva Goa tenían un problema con el gobierno local o del distrito, acudían a mí, y yo podía ayudarles a sortear la burocracia y hacer las cosas. Era, de hecho, el tipo de trabajo que se le encomienda a un héroe de guerra que por lo demás es completamente inútil para la vida diaria de una colonia mayormente rural: goza de la suficiente notoriedad con las altas esferas para que, cuando aparece ante sus puertas, tengan que prestarle atención.

El problema es que después de un par de meses así, los habitantes de Nueva Goa empezaron a acudir con otros problemas.

—Oh, nos da pereza ir a ver a los funcionarios —me dijo uno de los aldeanos, después de que le preguntara por qué de repente me había convertido en el intermediario para todo, aconsejando desde sobre aperos de labranza hasta sobre matrimonios—. Es más fácil y más rápido acudir a usted.

Rohit Kulkarni, el administrador de Nueva Goa, estaba encantado con este vuelco de la situación, ya que ahora era yo quien se encargaba de problemas que antes le caían primero a él. Tenía más tiempo para ir de pesca y jugar al dominó en la casa de té.

La mayor parte del tiempo esta nueva y aumentada definición de mis deberes como defensor del pueblo era perfectamente agradable. Estaba bien ayudar a la gente, y que la gente escuchara mi consejo. Por otro lado, cualquier funcionario público probablemente diría que sólo unas cuantas personas molestas de su comunidad ocupan la inmensa mayoría de su tiempo. En Nueva Goa, ese papel lo desempeñaban los hermanos Chengelpet.

Nadie sabía por qué se odiaban tanto el uno al otro. Llegué a pensar que tal vez fuera a causa de sus padres, pero Bhajan y Niral eran gente encantadora y se sentían tan mortificados como cualquiera. Algunas personas no se llevan bien con otras y, por desgracia, estas dos personas que no se llevaban bien eran hermanos.

No habría sido tan malo si no hubieran construido sus granjas la una al lado de la otra, y no estuvieran viéndose las caras y el trabajo la mayor parte del tiempo. A principios de mi estancia, le sugerí a Aftab, a quien tenía por el Chengelpet ligeramente más racional, que considerara hacerse con un nuevo terreno que acababa de quedar libre al otro lado de la aldea, porque vivir lejos de Nissim resolvería la mayoría de sus problemas con él.

—Oh, eso es lo que a él le gustaría —dijo Aftab, con un tono de voz perfectamente razonable. Después de eso, abandoné cualquier esperanza de tener una conversación racional sobre el asunto y acepté que mi karma quería que sufriera con las visitas ocasionales de los Coléricos Hermanos Changelet.

—Muy bien —dije, interrumpiendo los arrebatos fratrifóbicos de los hermanos—. Esto es lo que pienso: no creo que realmente importe que se hayan tirado a nuestra amiga la cabra, así que no nos centremos en eso. Pero ambos estáis de acuerdo en que fue el cabrón de Nissim el responsable.

Ambos hermanos asintieron; la cabra permaneció modestamente callada.

—Bien. Entonces los dos haréis negocios juntos —dije—. Aftab, puedes quedarte el cabrito después de que nazca y explotarlo como semental si quieres. Pero las primeras seis veces que lo hagas, Nissim recibirá la tarifa completa por su trabajo, y después de eso la mitad de la tarifa será para tu hermano.

—Explotará gratis al cabrito las primeras seis veces —dijo Nissim.

—Entonces hagamos que la tarifa mínima después de las seis primeras veces sea la media de esas seis primeras —dije yo—. Así que si trata de fastidiarte, acabará fastidiándose a sí mismo. Y es una aldea pequeña, Nissim. La gente no querrá tener tratos con Aftab si piensan que el único motivo por el que alquila ese macho cabrío es para hacerte daño. Hay una fina línea entre el valor y ser un mal vecino.

—¿Y si no quiero hacer negocios con él? —preguntó Aftab.

—Entonces puedes venderle el cabrito a Nissim —dije yo. Nissim abrió la boca para protestar—. Sí, vender —dije, antes de que pudiera protestar—. Llévale el cabrito a Murali y que él lo tase. Ese será el precio. A Murali no le caéis muy bien ninguno de los dos, así que su valoración será justa. ¿De acuerdo?

Los Chengelpet se lo pensaron, lo que quiere decir que se devanaron los sesos para ver si había algún modo de que uno de ellos se sintiera más fastidiado con este asunto que el otro. Al final ambos parecieron llegar a la conclusión de que estaban igualmente insatisfechos, que en esta situación era el resultado óptimo. Ambos asintieron, mostrando su acuerdo.

—Bien —dije yo—. Ahora marchaos de aquí antes de que se me llene la alfombra de mierda.

—Mi cabra no haría eso —dijo Aftab.

—No es la cabra lo que me preocupa —respondí, echándolos. Se marcharon. Savitri apareció en la puerta.

—Estás sentado en mi sitio —dijo, señalando mi sillón.

—Que te zurzan —dije, apoyando los pies en la mesa—. Si no estás dispuesta a resolver los casos molestos, no estás preparada para el sillón grande.

—En ese caso regresaré a mi humilde trabajo como ayudante tuya y te haré saber que mientras atendías a los Chengelpet, llamó la alguacil —dijo Savitri.

—¿Para qué?

—No lo dijo —respondió Savitri—. Colgó. Ya conoces a la alguacil. Muy brusca.

—Duros pero justos, ése es el lema —dije yo—. Si fuera realmente importante habría un mensaje, así que me preocuparé por eso más tarde. Mientras tanto, me pondré al día con el papeleo.

—No tienes papeleo —dijo Savitri—. Me lo pasas todo a mí.

—¿Está terminado?

—Por lo que a ti respecta, sí.

—Entonces creo que me relajaré y me regodearé en mis habilidades superiores como jefe —dije yo.

—Me alegra que no usaras la papelera para vomitar antes —dijo Savitri—. Porque ahora voy a usarla yo.

Se retiró a su oficina antes de que a mí se me pudiera ocurrir una buena réplica.

Nos habíamos comportado así desde el primer día que trabajamos juntos. Ella tardó ese tiempo en acostumbrarse al hecho de que aunque yo fuera un ex militar, no era una herramienta colonialista, o al menos si lo era tenía sentido común y un razonable sentido del humor. Tras haber comprendido que no estaba allí para extender mi hegemonía sobre la aldea, se relajó lo suficiente para empezar a burlarse de mí. Así ha sido nuestra relación durante siete años, y es buena.

Con todo el papeleo terminado y todos los problemas de la aldea resueltos, hice lo que habría hecho cualquiera en mi situación: me eché una siesta. Bienvenido al duro y complejo mundo del defensor del pueblo de una aldea colonial. Es posible que lo hagan de otra manera en otros sitios, pero si es así, no quiero saberlo.

Me desperté a tiempo para ver a Savitri cerrando la oficina. Me despedí de ella y después de unos cuantos minutos más de inmovilidad despegué el culo de la silla y salí por la puerta, camino de casa. Casualmente vi a la alguacil que se dirigía hacia mí desde el otro lado de la calle. Crucé de acera, me acerqué a la alguacil y le di un beso en la boca a mi agente de policía favorito.

—Sabes que no me gusta que hagas eso —dijo Jane cuando terminé.

—¿No te gusta que te bese? —pregunté.

—No cuando estoy de servicio —dijo ella—. Menoscaba mi autoridad.

Sonreí ante la idea de que algún despistado pensara que Jane, una ex soldado de las Fuerzas Especiales, fuera blanda porque besaba a su marido. La patada en el culo que se llevaría sería terrible. Sin embargo, no lo dije.

—Lo siento. Trataré de no volver a menoscabar tu autoridad.

—Gracias —dijo Jane—. Iba a verte, de todas formas, ya que no devolviste mi llamada.

—He estado increíblemente ocupado hoy.

—Savitri me informó de lo ocupado que estabas cuando volví a llamar —dijo Jane.

—Oops.

—Oops —coincidió ella. Empezamos a dirigirnos a casa—. Lo que iba a decirte es que podías contar con que Gopal Bopari se pasara mañana para averiguar cuál será su servicio a la comunidad. Otra vez estaba borracho y enredando. Le estuvo gritando a una vaca.

—Mal karma —dije yo.

—Lo mismo pensó la vaca —respondió Jane—. Le embistió en el pecho y lo lanzó contra un escaparate.

—¿Está bien Go?

—Tiene arañazos —dijo Jane—. El panel resistió. Plástico. No se rompió.

—Es la tercera vez este año —dije yo—. Tendría que presentarse ante el magistrado, no ante mí.

—Es lo que yo le dije. Pero le caería un pena en la cárcel del distrito y Shashi sale de cuentas dentro de dos semanas. Lo necesita en casa más de lo que él necesita la cárcel.

—Muy bien —dije—. Ya se me ocurrirá algo que encargarle.

—¿Cómo te ha ido el día? —preguntó Jane—. Aparte de la siesta, quiero decir.

—Ha sido un día Chengelpet —contesté—. Esta vez con una cabra.

Jane y yo charlamos sobre nuestro día camino de casa, como hacemos todos los días camino de casa, la pequeña granja que tenemos en las afueras de la aldea. Al llegar a nuestro sendero nos encontramos con nuestra hija Zoë, que sacaba a pasear al cachorrillo
Babar,
y que se sintió como siempre delirantemente feliz al vernos.

—Sabía que venías —dijo Zoë, levemente sin aliento—. Echó a correr. He tenido que esforzarme para alcanzarlo.

—Me alegra saber que nos han echado de menos —dije yo. Jane acarició a
Babar,
que se puso a sacudir frenético la cola. Le dio un beso en la mejilla a Zoë.

—Tenéis visita —dijo Zoë—. Apareció en casa hará como una hora. En un flotador.

Nadie del pueblo tenía flotador, eran ostentosos y poco prácticos para una comunidad granjera. Miré a Jane, que se encogió de hombros, como diciendo: «No espero a nadie.»

—¿Quién dijo que era? —pregunté.

—No lo dijo —contestó Zoë—. Todo lo que dijo fue que era un viejo amigo tuyo, John. Le dije que podría llamarte y me respondió que no le importaba esperar.

—Bueno, ¿cómo es, al menos?

—Joven —dijo Zoë—. Guapetón.

—Creo que no conozco a ningún tipo guapetón —dije—. Eso entra más dentro de tu departamento, hija adolescente.

Zoë bizqueó y me sonrió burlona.

—Gracias, papá nonanegario. Si me hubieras dejado terminar, habrías oído la pista que me dice que es muy posible que en efecto lo conozcas. Y es que también es
verde.

Esto provocó otra mirada entre Jane y yo. Los miembros de las FDC tenían la piel verde, resultado de la clorofila modificada que les proporciona energía extra para el combate. Tanto Jane como yo tuvimos la piel verde una vez; yo volví a mi tono original y a Jane le permitieron elegir un tono de piel más estándar cuando cambió de cuerpo.

—¿No dijo qué quería? —le preguntó Jane a Zoë.

—No. Y yo no pregunté. Supuse que podía ir a buscaros y avisaros de antemano. Lo dejé en el porche delantero.

—Probablemente estará husmeando en la casa —dije yo.

—Lo dudo —respondió Zoë—. Dejé a Hickory y Dickory vigilándolo.

Sonreí.

—Eso debería dejarle quieto en un sitio —dije.

—Eso mismo pensé yo —contestó Zoë.

—Eres sabia por encima de tus años, hija adolescente.

—Para compensarte a ti, papá nonagenario —dijo ella. Corrió de vuelta a la casa, con
Babar
trotando detrás.

—Qué actitud —le dije a Jane—. Herencia tuya.

—Es adoptada —dijo Jane—. Y yo no soy la listilla de la familia.

—Detalles —contesté, y le cogí la mano—. Vamos. Quiero ver lo acojonado que debe de estar nuestro invitado.

Le encontramos en el columpio del porche, vigilado intensa y silenciosamente por nuestros dos obin. Lo reconocí de inmediato.

—General Rybicki —dije—. Qué sorpresa.

—Hola, mayor —dijo Rybicki, refiriéndose a mi antiguo rango. Señaló a los obin—. Ha hecho algunos amigos interesantes desde la última vez que lo vi.

—Hickory y Dickory —dije yo—. Son los compañeros de mi hija. Perfectamente agradables, a menos que piensen que es usted una amenaza para ella.

—¿Y cuándo eso sucede? —preguntó Rybicki.

—Varía —dije—. Pero suele ser rápido.

—Maravilloso —dijo Rybicki. Excusé a los obin, que fueron a buscar a Zoë.

—Gracias —dijo Rybicki—. Los obin me ponen nervioso.

—Ése es el tema —dijo Jane.

—Me doy cuenta. Si no le importa que lo pregunte, ¿por qué tiene su hija unos guardaespaldas obin?

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