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Authors: John Scalzi

La colonia perdida (5 page)

BOOK: La colonia perdida
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—Dios santo —dije, deteniéndome en el túnel.

—Es demasiado tarde para sentir pánico, Perry —dijo Rybicki, volviéndose hacia atrás y agarrándome por el brazo—. Ya lo saben todo sobre ustedes. Podemos salir y acabar de una vez.

* * *

—Bien —dijo Jann Kranjic, acercándose a mí apenas cinco minutos después de aterrizar en Roanoke—. ¿Cómo se siente al ser el primero de los humanos en poner el pie en un mundo nuevo?

—Ya lo he hecho antes —respondí, aplastando la hierba bajo mi bota. No lo miré. A lo largo de los últimos días había llegado a repugnarme su perfecta dicción y su buen aspecto telegénico.

—Claro —dijo Jann—. Pero esta vez no tiene a nadie intentando volarle el pie.

Ahora lo miré y vi esa molesta sonrisita suya, que de algún modo era considerada una sonrisa de ganador en su mundo natal de Umbría. Por el rabillo del ojo vi a Beata Novik, su cámara, hacer sus lentos movimientos. Estaba dejando que su aparato lo hiciera todo, para editarlo más tarde.

—Todavía es temprano, Jann. Aún hay tiempo de sobra para que le peguen un tiro a alguien —dije. Su sonrisa vaciló levemente—. Ahora, ¿por qué no van Beata y usted a molestar a otro?

Kranjic suspiró y se salió de su personaje.

—Mire, Perry —dijo—. Sabe que cuando vaya a editar esto no hay manera de que no vaya a quedar como un capullo. Debería rebajar un poquito el tono, ¿vale? Déme algo con lo que pueda trabajar. Queremos trabajar el aspecto de héroe de guerra, pero no me está dando gran cosa. Vamos. Sabe cómo es esto. Se dedicó a la publicidad en la Tierra, por el amor de Dios.

Lo despedí, irritado. Kranjic se volvió hacia Jane, que estaba a mi derecha, pero no intentó conseguir ningún comentario de ella. En un punto, cuando yo no miraba, había cruzado alguna especie de línea con ella y sospecho que ella acabó acojonándolo. Me pregunté si habría algún vídeo del momento.

—Vamos, Beata —dijo—. Necesitamos más imágenes de Trujillo, de todas formas.

Se marcharon en dirección a la nave de aterrizaje, buscando a algún futuro líder de la colonia más citable.

Kranjic conseguía cabrearme. Todo aquel viaje me cabreaba. En teoría, era un viaje de investigación para mí y Jane y los colonos seleccionados, para explorar el emplazamiento de nuestra colonia y aprender más sobre el planeta. Pero en realidad era un viaje pagado para los periodistas donde todos nosotros eramos las estrellas. Era una pérdida de tiempo arrastrarnos a todos a aquel planeta sólo para sacar unas fotos y luego devolvernos a casa. Kranjic era el ejemplo más molesto del tipo de pensamiento que valoraba las apariencias por encima de la sustancia.

Me volví hacia Jane.

—No voy a echarlo de menos cuando empecemos con esta colonia.

—No has leído los perfiles de los colonos con la suficiente atención —dijo Jane—. Tanto él como Beata son parte del contingente de colonos de Umbría. Va a venir con nosotros. Beata y él se casaron porque los umbrianos no dejaban colonizar a los solteros.

—¿Porque las parejas casadas están más preparadas para la vida colonial? —aventuré.

—Más bien porque las parejas que compiten son más divertidas en ese concurso suyo.

—¿Él compitió en el programa?

—Era el presentador. Pero las reglas son las reglas. Se trata de un matrimonio completamente de conveniencia. Kranjic no ha tenido nunca una relación que durara más de un año, y de todas formas Beata es lesbiana.

—Me aterra que sepas todo eso.

—Fui oficial de inteligencia —dijo Jane—. Esto está chupado para mí.

—¿Alguna otra cosa que necesite saber sobre él?

—Su plan es documentar el primer año de la colonia de Roanoke. Ya ha firmado para un programa semanal. También hay un contrato para un libro.

—Encantador —dije yo—. Bueno, al menos ahora sabemos cómo consiguió su plaza en la lanzadera.

La primera lanzadera que descendió a Roanoke tenía que transportar sólo a una docena de colonos representantes y a unos cuantos miembros del personal del Departamento de Colonización; pero casi hubo un motín cuando los periodistas de la
Serra
descubrieron que ninguno de ellos estaba invitado a bajar con los colonos. Kranjic deshizo el entuerto ofreciéndose a compartir lo que Beata rodara. El resto de los periodistas bajarían en las siguientes lanzaderas para hacer sus tomas panorámicas y luego recurrir al material de Kranjic. Por su propio bien, era conveniente que fuera a convertirse en colono de Roanoke; después de esto, algunos de sus colegas más resentidos probablemente estarían dispuestos a lanzarlo por una esclusa.

—No te preocupes por eso —dijo Jane—. Y además, tenía razón. Éste es el primer planeta nuevo en el que has estado donde no había alguien tratando de matarte. Disfrútalo. Vamos.

Echó a andar por la enorme extensión de hierbas nativas donde habíamos aterrizado, hacia una línea que parecían ser árboles… pero que no lo eran exactamente. Por cierto, las hierbas nativas tampoco eran hierbas exactamente.

Fueran lo que fuesen exactamente, no-hierbas y no-árboles por igual, eran de un verde rico e imposible. La atmósfera extra-rica caía húmeda y pesada sobre nosotros. Era finales de invierno en ese hemisferio, pero en el lugar del planeta en el que nos encontrábamos, la latitud y las pautas de viento prevalecientes conspiraban para hacer la temperatura agradablemente cálida. Me preocupé por cómo iba a ser el verano; me temí que íbamos a sudar mucho.

Alcancé a Jane, que se había detenido a estudiar a un ser árbol. No tenía hojas, tenía pelaje. El pelaje parecía moverse. Me acerqué y vi una colonia de diminutas criaturas en él.

—Pulgas arbóreas —dije—. Qué bien.

Jane sonrió, cosa que era bastante rara.

—Creo que es interesante —dijo ella, acariciando una rama del árbol. Una de las pulgas arbóreas saltó de la piel a su mano; ella la miró con interés antes de soplarla.

—¿Crees que podrías ser feliz aquí? —pregunté.

—Creo que podría estar
atareada
aquí —dijo Jane—. El general Rybicki puede decir lo que quiera sobre el proceso de selección de esta colonia. He leído los archivos. No estoy segura de que la mayoría de estos colonos no vayan a ser un peligro para sí mismos y los demás.

Señaló con la cabeza en dirección a la lanzadera, donde habíamos visto por última vez a Kranjic.

—Mira a Kranjic. No quiere colonizar. Quiere escribir sobre cómo colonizan los demás. Tiene la impresión de que cuando lleguemos aquí va a tener todo el tiempo del mundo para hacer su programa y escribir su libro. Estará al borde de la inanición antes de darse cuenta.

—Tal vez no sea lo que parece —dije yo.

—Eres muy optimista —contestó Jane, y miró de nuevo al árbol peludo y los bichos que reptaban en él—. Eso es lo que me gusta de ti. Pero no creo que debamos actuar desde un punto de vista optimista.

—Muy bien —respondí—. Pero tienes que admitir que te equivocaste con los menonitas.

—Estoy
provisionalmente
equivocada con los menonitas —dijo Jane, mirándome—. Pero sí. Son unos candidatos mucho más fuertes de lo que esperaba.

—Nunca has conocido a ningún menonita.

—Nunca conocí a ninguna persona religiosa antes de llegar a Huckleberry —dijo Jane—. Y el hinduismo no me dijo gran cosa. Aunque puedo apreciar a Shiva.

—No me extraña. Pero eso es un poco distinto a ser menonita.

Jane miró por encima de mi hombro.

—Hablando del diablo —dijo. Me volví y vi una figura alta y pálida que se dirigía hacia nosotros. Ropas sencillas y un sombrero ancho. Era Hiram Yoder, que había sido elegido por los menonitas coloniales para acompañarnos en el viaje.

Le sonreí. Al contrario que Jane, yo sí conocía a los menonitas: en la parte de Ohio donde vivía había un montón de ellos, además de amish, hermanos y otras variantes de anabaptistas. Como todo el mundo, tomados individualmente, los menonitas tenían la habitual gama de personalidades, pero como grupo parecían ser gente buena y honrada. Cuando necesitaba obras en mi casa siempre elegía a contratistas menonitas porque hacían bien el trabajo a la primera, y si algo no salía bien, no discutían contigo al respecto: lo arreglaban. Es una filosofía que merece respaldo.

Yoder alzó la mano como saludo.

—He pensado en unirme a ustedes —dijo—. Me dije que si los líderes de la colonia miraban algo con tanta intensidad, me gustaría saber qué es.

—Es sólo un árbol —contesté—. Oh, bueno, sea lo que sea, hemos acabado llamándolo así.

Yoder lo observó.

—A mí me parece un árbol —dijo—. Con pelo. Podríamos llamarlo árbol peludo.

—Es lo que yo pensaba —respondí—. Pero no lo confundamos con un árbol pelado.

—Por supuesto —dijo Yoder—. Eso sería una tontería.

—¿Qué le parece su nuevo mundo?

—Creo que podría ser bueno —dijo Yoder—. Aunque dependerá mucho de la gente que haya.

—Estoy de acuerdo —dije—. Lo cual me recuerda una pregunta que quería hacerle. Algunos de los menonitas que conocí en Ohio se mostraban muy reservados… apartados del mundo. Tengo que saber si su grupo hará lo mismo.

Yoder sonrió.

—No, señor Perry —dijo—. Los menonitas variamos en la práctica de nuestra fe, de iglesia en iglesia. Nosotros somos menonitas coloniales. Elegimos vivir y vestir de manera sencilla. No descartamos la tecnología cuando es necesaria, pero no la usamos cuando no lo es. Y decidimos vivir
en
el mundo, como la sal y la luz. Esperamos ser buenos vecinos de ustedes y los demás colonos, señor Perry.

—Me alegra oír eso —dije—. Parece que nuestra colonia tiene un arranque prometedor.

—Eso podría cambiar —dijo Jane, y señaló de nuevo hacia la distancia. Kranjic y Beata venían hacia nosotros.

Kranjic se movía animosamente; Beata a un paso más lento. Perseguir colonos todo el día claramente no era su idea de diversión.

—Está usted aquí —le dijo Kranjic a Yoder—. Tengo comentarios de todos los demás colonos… bueno, excepto de ella —agitó una mano en dirección a Jane—. Y ahora necesito algo de usted para meterlo en las imágenes comunes.

—Ya se lo he dicho antes, señor Kranjic: preferiría no ser fotografiado ni entrevistado —dijo Yoder, amablemente.

—Esto no es nada religioso, ¿no? —dijo Kranjic.

—En realidad no. Pero preferiría que me dejaran en paz.

—La gente de Kioto va a sentirse decepcionada si no ven a sus… —Kranjic se detuvo y miró tras nosotros—. ¿Qué demonios son esas cosas?

Nos volvimos, despacio, para ver a dos criaturas del tamaño de ciervos a unos cinco metros de los árboles peludos, mirándonos plácidamente.

—¿Jane? —pregunté.

—No tengo ni idea —dijo Jane—. No hay mucho sobre la fauna local en nuestros informes.

—Beata —dijo Kranjic—. Acércate para poder tener un plano mejor.

—Y una porra —dijo Beata—. No voy a dejar que me coman para que tú tengas un plano mejor.

—Oh, vamos —dijo Kranjic—. Si fueran a comernos ya lo habrían hecho, mira.

Empezó a acercarse lentamente a las criaturas.

—¿Deberíamos permitirle que lo haga? —le pregunté a Jane.

Jane se encogió de hombros.

—Técnicamente, todavía no hemos fundado la colonia.

—Buen argumento —dije yo.

Kranjic se había acercado a un par de metros de la pareja de criaturas cuando la mayor de las dos decidió que había tenido suficiente, bramó de manera impresionante y dio un rápido paso hacia adelante. Kranjic chilló y salió corriendo como una bala, y casi tropezó mientras volvía a la lanzadera.

Me volví hacia Beata.

—Dígame que lo ha grabado —dije.

—Sabe que sí.

Las dos criaturas entre los árboles, terminado su trabajo, se marcharon tranquilamente.

* * *

—Guau —dijo Savitri—. No todos los días se puede ver a una importante figura del mundo de las noticias mearse encima de miedo.

—Es verdad —contesté—. Aunque para ser sinceros, estoy seguro de que podría haberme pasado toda la vida sin ver nada parecido y me habría muerto feliz.

—Entonces es un buen regalo —dijo Savitri.

Estábamos sentados en mi despacho el día antes de mi partida definitiva de Huckleberry. Savitri estaba sentada tras mi mesa; yo ocupaba una de las sillas frente a ella.

—¿Te gusta cómo se ven las cosas desde el sillón? —pregunté.

—La vista está bien. Pero el sillón es un poco incómodo. Está hecho polvo, como si el perezoso culo de alguien lo hubiera deformado más allá de lo posible.

—Siempre puedes conseguir un sillón nuevo.

—Oh, estoy segura de que al administrador Kulkarni le encantará ese gasto. Nunca ha superado la idea de que soy una buscaproblemas.

—Eres una buscaproblemas —dije yo—. Es parte del trabajo del defensor del pueblo.

—Se supone que los defensores del pueblo resuelven los problemas —advirtió Savitri.

—Bueno, vale. Si quieres ponerte quisquillosa, señorita Bragas Literales.

—Qué nombre tan bonito —dijo Savitri, y se balanceó en el sillón—. De todas formas, sólo soy una ayudante de buscaproblemas.

—Ya no. Le he recomendado a Kulkarni que te convierta en defensora de la aldea, y está de acuerdo.

Savitri dejó de balancearse.

—¿Conseguiste que dijera que sí?

—Al principio no —admití—. Pero fui persuasivo. Y lo convencí de que al menos de esta forma se te obligará a ayudar a la gente en vez de a molestarla.

—Rohit Kulkarni —dijo Savitri—. Qué buena persona.

—Tiene sus momentos —concedí—. Pero al final dio su aprobación. Así que di que sí y el empleo es tuyo. Y también el sillón.

—Tengo clarísimo que no quiero tu sillón.

—Vale, pero entonces no tendrás nada para recordarme.

—Tampoco quiero el empleo —dijo Savitri.

—¿Qué?

—He dicho que no quiero el empleo. Cuando descubrí que te marchabas, me puse a buscar otro trabajo. Y encontré uno.

—¿De qué?

—Es otro trabajo de ayudante.

—Pero podrías ser defensora del pueblo.

—Oh, sí, defensora del pueblo en Nueva Goa —dijo Savitri, y entonces advirtió mi expresión: después de todo, ése había sido mi empleo—. No te ofendas. Tú aceptaste este cargo después de haber visto el universo. Yo llevo toda la vida en la misma aldea. Tengo casi treinta años. Es hora de marcharme.

—¿Has encontrado trabajo en Missouri City? —dije yo, nombrando la capital del distrito.

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