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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (12 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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Pasado el momento de estupor, conjurado el peligro, Fidel y Ricardo reaccionaron al mismo tiempo corriendo hacia el inmóvil Orbizabal. Del brazo cercenado de este brotaba un chorro de sangre. Tenía la cabeza hundida en el polvo y sangre en un oído.

Fidel llamó a gritos al ayudante sanitario que no se había movido del helicóptero. El sanitario acudió con su maletín de urgencia.

—¡Dios mío! —murmuró aterrado, viendo el estado en que había quedado Orbizabal.

—¿Puedes detener la hemorragia? —le preguntó Fidel.

—Lo intentaré —dijo el sanitario temblando, sacando del maletín una goma y un palo para hacer un torniquete.

Fidel dejó allí a los demás y se alejó unos pasos sintiendo náuseas. Sus ojos cayeron sobre una de las pinzas amputadas por el machete de Woona. La pinza, como dotada de vida propia, abría y cerraba su tenaza. Aunque le repugnaba su aspecto, se inclinó y levantó la pinza cuidando de que no le mordiera.

Pesaba una enormidad y tenía un aspecto extraño, como de cristal ligeramente coloreado de rosa. La pinza al abrir sus fauces mostró una doble hilera de afilados dientes y una lengua vibrátil y hendida, de color amarillo.

Fidel se dirigió con la pinza al helicóptero y la echó dentro de la carlinga para un posterior examen. Daniel Landa venía hacia el aparato.

—Ayúdame a sacar la camilla —le dijo.

—¿Cómo está Orbizabal?

—Ha muerto —contestó el topógrafo lacónicamente.

Cargados con la camilla, regresaron junto al grupo que rodeaba el cadáver del infortunado Orbizabal. Mientras sus compañeros lo conducían hasta el helicóptero, Fidel buscó con los ojos la maldita esfera. La vio saliendo del agua en la orilla opuesta, donde se detuvo con aire desafiante, haciendo centellear su diabólico ojo.

Los muchachos regresaron para recoger el antílope, aunque ya habían perdido todo su entusiasmo por la caza. La carne de aquellos anímales, sin embargo, sería muy bien recibida por los depauperados colonos. Fidel decidió recoger los tres animales cazados.

Durante el vuelo de regreso volaron en zig—zag tratando de descubrir otras esferas vivientes, pero el terreno estaba sembrado de altos matorrales, resultando muy apropiado para que aquellos extraños animales se refugiaran entre ellos.

El «Rayo», en el horizonte, parecía un gigantesco globo anclado a tierra por innumerables cables. Contingentes humanos eran transportados masivamente a tierra sobre plataformas suspendidas de los cables de las grúas. Las máquinas y los montones de diverso material estaban desparramados en una superficie de diez kilómetros cuadrados alrededor del punto de desembarco.

El terreno se elevaba suavemente en dirección al promontorio. En el punto más elevado de éste, dominando la turbulenta confluencia de los dos ríos, ondeaba la bandera de la Unión Iberoamericana izada en un mástil.

Otra bandera, blanca con una cruz roja, estaba izada sobre un barracón de estructura metálica con techo de plancha galvanizada, no lejos del punto de desembarco. Camiones y ambulancias corrían levantando nubes de polvo entre la posta sanitaria y el punto de mayor concentración humana, que en estos momentos estaba situado debajo y alrededor del «Rayo».

El autoplaneta, suspendido en el aire a doscientos metros de altura, semejaba una gigantesca redoma de laboratorio calentada por un fuego invisible del que se elevaban densas nubes de polvo amarillo.

Era un espectáculo impresionante desde el aire, algo que hacía sentirse orgulloso a Fidel Aznar de su sangre y su origen. ¡Los restos de una civilización extragaláctica tomando posesión de un nuevo y todavía inexplorado planeta!

El helicóptero fue a posarse junto al pabellón sanitario, atendido por médicos y enfermeras de blanco uniforme. A un lado, bajo un árbol de copa achaparrada, se alineaban media docena de camillas cubiertas con mantas. Eran las víctimas de los varios accidentes ocurridos durante el desembarco: caídas, aplastamientos, atropellos y colisiones de vehículos… el precio de una operación apresurada en la que intervenían más de cinco mil personas y centenares de máquinas.

Los muchachos de la Cruz Roja se llevaron a Orbizabal para ponerlo junto a las otras víctimas. El helicóptero remontó el vuelo.

La cocina de campaña había ido a buscar la proximidad del agua, junto al Río Grande. No lejos de la cocina, ondeaba la bandera de combate del autoplaneta «Rayo» sobre una gran tienda de campaña de lona azul.

El helicóptero se posó junto a la tienda sólo el tiempo necesario para que Fidel y Woona echaran pie a tierra. El helicóptero se elevó de nuevo para dirigirse a la cocina de campaña y depositar allí los tres antílopes cazados por la patrulla.

Los hombres del Cuerpo de Transmisiones trabajaban alrededor de la tienda extendiendo hilos telefónicos por todas partes. Fidel entró en la tienda llevando consigo la monstruosa pinza envuelta en un trapo.

El Almirante Aznar, el profesor Castillo y el profesor Valera estaban sentados alrededor de una mesa de campaña tomando un sucedáneo de café. Sobre la mesa había extendido un croquis del terreno sobre el cual se desarrollaba la operación.

—Hola, hijo —dijo el Almirante, Tenía aspecto cansado, pero parecía alegre—. ¡Vaya un día más movido! ¿Qué te trae por aquí? Estamos dando fin a la fase número dos. El «Rayo» va a trasladarse al borde de la meseta para rematar la operación.

Fidel depositó sobre la mesa el envoltorio, tiró de las puntas del trapo y descubrió la horripilante pinza.

—¿De qué se trata? —preguntó el profesor Castillo observando curiosamente la pieza—. ¿Es la pinza de un cangrejo gigante?

—El animal a quien pertenece esta pinza tenía tres más iguales, y no se parece a nada conocido. Era como una esfera de casi dos metros de diámetro, de una materia transparente, como cristal, a través de la cual podía verse un globo rojo que se encendía y apagaba como una lámpara. No tenía patas, solamente un par de largos brazos armados de pinzas a cada lado… y se movía a gran velocidad girando sobre sí misma, rodando como una pelota.

—Hijo, el animal que describes no se parece a nada conocido —dijo el Almirante—. ¿Qué fue lo que ocurrió?

—Habíamos disparado contra un rebaño de grandes antílopes y descendimos para recoger a los animales. Allí estaba la esfera. Echó a rodar sobre mí y le disparé una ráfaga de ametralladora. Las balas no le afectaron. Siguió rodando y me derribó de un golpe. Luego se arrojó sobre uno de nuestros hombres, lo arrolló y lo aplastó. Inmediatamente empezó a devorarlo… El hombre se llamaba Orbizabal, y está muerto. Woona acudió con un machete, cercenó dos de las pinzas del animal y éste huyó atravesando el río… ¡Fue algo espeluznante! El Almirante Aznar, Castillo y Valera cruzaron una mirada.

—¿Estás seguro que las balas no afectaron al animal, hijo? —preguntó el Almirante.

—En absoluto. Y eso es lo que me preocupa. Woona asegura que esos monstruos son abundantes en esta llanura. Los nativos les conocen con el nombre de moany. Se alimentan de carroña, atacan a los animales heridos o enfermos y también a los hombres. Según Woona, no hay forma de matarlos. Rechazan las flechas y las lanzas. Su único punto vulnerable son sus brazos. Esas pinzas, al parecer, son la boca por donde ingieren los alimentos. Un moany sin pinzas no podría comer… aunque seguiría siendo peligroso si persiste en atacar lanzando su pesada mole contra nosotros.

—¿Quieres decir que no hay forma de detenerles?

—No con las armas que poseemos. Tal vez con balas explosivas, pero carecemos de ellas. Toda la munición atómica se utilizó en el reactor del «Rayo». Creo que si los moany se reúnen en manada y nos atacan, nos van a poner en un compromiso.

—De cualquier forma, esas bestias no lograrán echarnos de aquí.

—La cosa puede ser grave, Almirante —dijo el profesor Valera—. En tres horas habrá anochecido. El «Rayo» se alejará hasta el mar y sus ondas energéticas no alcanzarán a este campamento. Si hemos de excavar un foso o levantar una empalizada, tenemos que hacerlo ahora.

—Bien, no estará de más adoptar algunas medidas de seguridad —dijo el señor Aznar—. Reuniremos los materiales y las grandes máquinas formando un círculo y mantendremos a la gente detrás de la barricada. Si esos animales se mueven rodando sobre sí mismos, van a encontrar difícil escalar los obstáculos que les pongamos.

En este momento se escuchó el poderoso mugido de la sirena del autoplaneta. El Almirante dijo:

—Vuelve a tu puesto, hijo. El «Rayo» va a partir.

—Me gustaría quedarme. Temo que esas malditas esferas van a crearnos graves quebraderos de cabeza.

—¿No confías en la capacidad de tu viejo padre para resolver el problema, eh? —gruñó el Almirante. Y cuando Fidel esperaba una negativa, le sorprendió oírle decir de buen talante—: Bueno, quédate si quieres. De todos modos creo que la planta eléctrica llegará a funcionar sin necesidad de ti.

Afuera se escuchaba el traqueteo del helicóptero que regresaba. Fidel salió de la tienda y se acercó al aparato para indicarle a Ricardo Balmer que siguiera, que él se quedaba en el campamento. A Ricardo no le gustó la deserción de su amigo y se marchó refunfuñando.

El autoplaneta, después de recoger los cables de las grúas, se elevó y empezó a moverse alejándose. El Almirante salió de la tienda y contempló largo rato al «Rayo» hasta que éste fue un diminuto punto en el horizonte.

Acompañado de su característico batir, apareció volando el helicóptero de la Plana Mayor. Este vino a tomar tierra junto a la gran tienda de campaña, cuyas lonas agitó como un vendaval, y el coronel Davis, jefe de la seguridad, asomó por la portezuela diciendo:

—Unos extraños animales están atacando el extremo Oeste del campamento. Son como grandes pelotas y se mueven a gran velocidad rodando sobre sí mismos.

El Almirante miró a Fidel y luego preguntó a Davis: —¿Cómo los han detenido?

—¿Detenerles? —Exclamó el coronel—. ¡No hay forma de parar a esos bichos! Mis hombres han disparado repetidamente sobre ellos sin hacerles mella. Necesito refuerzos…

—¿Qué clase de refuerzos? —Preguntó el Almirante con ironía—. ¿Quiere un cañón, tal vez?

—¡Ojalá lo tuvieras —suspiró el corone!—. Sinceramente, no se qué hacer.

—Vamos a ver qué ocurre —gruñó el Almirante.

El coronel le tendió una mano desde arriba y Fidel le empujó por las posaderas hasta izarlo al helicóptero, Fidel llamo a Woona, que les miraba desde la puerta de la tienda, junto al profesor Valera y el profesor Castillo.

—Vamos, Woona. Y usted también debería venir, profesor Castillo —dijo Fidel.

Ninguno se hizo repetir la invitación. Castillo y Woona treparon al helicóptero, que inmediatamente remontó el vuelo.

De pie, ante la portezuela abierta, no tardaron en presenciar un extraño espectáculo, que habría podido resultar cómico si, en lugar de estar protagonizado por unos monstruos asesinos, lo hubiese sido por un par de juguetonas vaquillas.

Los materiales desembarcados estaban esparcidos por el terreno formando un círculo de bordes discontinuos, y era dentro de este círculo donde se desarrollaba la escena. Los hombres corrían por todas partes, se encaramaban a las montañas de materiales y agitaban los brazos llenos de excitación. Dos buldócer sobre orugas y una pala hidráulica sobre altos neumáticos intervenían en la curiosa refriega intentando dar caza a las esferas que rodaban en persecución de los hombres, levantando entre unos y otros una enorme polvareda. Las esferas llegaban hasta los montones de traviesas y raíles, chocaban violentamente y giraban para correr en dirección opuesta. Mientras corrían agitaban en el aire sus largos brazos articulados armados de horribles pinzas.

—Se están metiendo hacia el interior del campamento. Si llegan allí causarán un destrozo entre las mujeres y los niños —dijo el coronel Davis angustiado.

En efecto, buscando ávidamente una presa, las malditas esferas iban corriéndose hacia el interior del círculo, donde eran más nutridos los montones de material, y también los contingentes humanos.

—Les detendremos con las máquinas —dijo Fidel señalando una docena de pesados buldócer formados en batería—. Llévenme a tierra.

El helicóptero descendió hasta el suelo. Fidel saltó antes que las ruedas tocaran tierra y el aparato volvió a elevarse. Utilizando un megáfono, el coronel Davis empezó a gritar órdenes a la gente que, todavía ignorante de lo que ocurría, se movía torpemente en mitad del campamento buscando donde acomodarse.

—¡Atención! Procedan con rapidez pero sin perder la calma. Las mujeres y los niños súbanse sobre cualquier lugar elevado… sobre las máquinas, donde puedan. Hay un par de animales salvajes atacando el campamento.

Mientras tanto, Fidel llegaba hasta los buldócer. Había varios hombres junto a las máquinas y le miraron asombrados.

—¿Dónde están los conductores de estas máquinas?

—Somos nosotros —dijo un hombre joven.

—Vamos a tratar de sacar del campamento a esos animales. Situaremos las máquinas en fila, tal como están formadas ahora, y avanzaremos formando un sólo frente contra esos bichos. Suban a las máquinas.

Los conductores treparon a sus respectivas máquinas y Fidel se encaramó junto al pescante de una de ellas. La Policía acudía con sus pequeños vehículos todo terreno, haciendo sonar las sirenas. Pero Fidel sabía muy bien que las armas de la Policía no podrían con los monstruos.

Las máquinas echaron a andar siguiendo a la que montaba Fidel, y después de sortear varios montones de material diverso salieron al espacio donde las monstruosas esferas corrían de un lado para otro. Aquí Fidel agitó los brazos y las otras máquinas avanzaron hasta situarse una junto a la otra.

Una esfera de dos metros de diámetro vino furiosamente contra las máquinas, chocó contra el férreo frontal de un buldócer y salió repetida rodando hacia atrás. Las máquinas siguieron avanzando, y aunque el monstruo trató de escapar por un lado, fue alcanzado por otra máquina que le propinó un terrible trompazo.

Uno de los conductores, dando muestras de gran inventiva, hizo elevarse el frontal de su máquina, empujó a la esfera y dejó caer de golpe la pala empujadora. La bestia quedo atrapada, fue pillada bajo una de las orugas y estalló con un crujido. La máquina se detuvo medio ladeada, montada en parte sobre la aplastada esfera.

La segunda esfera era algo más pequeña y fue capturada de forma ingeniosa por el conductor de una pala cargadora montada sobre neumáticas. Repetidamente el conductor había tratado de cazar al monstruo, hasta que finalmente logró arrinconarlo contra un montón de raíles. El conductor embistió con la pala por delante, movió los mandos hidráulicos y consiguió levantar en el aire al monstruo que, dentro del cajón metálico, se debatió inútilmente por salir.

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