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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (9 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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Desplazándose en el aire doscientos kilómetros al Este, el «Rayo» realizaría otro desembarco masivo de personal y materiales junto a la confluencia de los dos ríos. Más de cinco mil personas, la mayoría mujeres, niños y hombres que pasaban de los cuarenta años de edad, es decir, la mayoría de los veteranos que conocieron el día dramático en que, arrollados los ejércitos terrícolas por el Hombre Gris, el autoplaneta «Rayo» se dio a la fuga llevando consigo a los restos de una Humanidad condenada a la esclavitud y el exterminio.

Posteriormente, el «Rayo» se movería hasta el borde de la meseta, desembarcando junto a la gran cascada la maquinaria, el personal y el equipo técnico destinado a montar la primera planta eléctrica, de la cual dependía el futuro de la colonia.

El «Rayo», por último, marcharía a sumergirse en el océano, desde donde seguiría enviando energía eléctrica para el movimiento de las máquinas junto a la gran cascada. Ni el campamento principal, en la llanura, ni el yacimiento recibirían energía eléctrica hasta en tanto la central hidroeléctrica empezara a funcionar.

Sin embargo, los tres campamentos estarían comunicados por radio.

La moral era alta entre los colonos, pese a la inevitable alteración de sus tranquilas costumbres, la renuncia a las comodidades que disfrutaban a bordo del «Rayo» y los grandes sacrificios que se verían obligados a realizar hasta completar la instalación de su nueva ciudad. Por aquellos días todo el mundo deseaba que llegara cuando antes el momento del desembarco. Y el momento llegó.

En los días que antecedieron al desembarco se respiraba a bordo una atmósfera como electrizada. La gente se movía aprisa, los altavoces intercalaban las marchas marciales con las llamadas al personal, y en todos los hogares las familias hacían los preparativos para la marcha.

A medida que cada hombre y mujer iba conociendo su destino, las visitas de despedida eran frecuentes entre familiares y amigos. Las voces y las risas tenían un acento agudo, como no había sucedido desde el lejano día que el autoplaneta abandonó la Tierra para emprender aquella increíble aventura a la búsqueda y conquista de un nuevo mundo.

Esto ocurría incluso en el apartamento de los Aznar, donde Fidel avanzaba rápidamente en el aprendizaje de la lengua de Woona, felizmente auxiliado por Verónica Balmer.

Ayudándose de un proyector de cine y de una máquina traductora de idiomas, Fidel sometía a la amazona a cortas y amenas sesiones. Pasaba la película, y parando la imagen en determinada escena preguntaba a Woona.

—¿Qué es esto?

La escena podía presentar a un hombre pescando. Woona, para quien todavía era algo incomprensible aquello de ver escenas en movimiento proyectadas sobre una pantalla blanca, contestaba a las distintas cuestiones que le iba señalando Fidel; el hombre en su función de pescador, la caña, el anzuelo, el sedal, el pescado…

Fidel introducía en la máquina grabadora los términos correlativos…

—Jasak… pescador. Jas… pescado. Briyes… caña.

Fidel utilizaba su propia voz para las palabras castellanas, y hacía que Woona pronunciara su equivalente ante el micrófono.

La pronunciación era muy importante, pues la máquina traductora, del tamaño de una máquina de escribir portátil, era de una sensibilidad extremada. Esta máquina «leía» sílaba por sílaba la reproducción gráfica representada en una pantalla en forma de curvas sinusoides, fotografiaba la palabra completa y la archivaba en su memoria electrónica. A continuación hacía lo mismo con la palabra equivalente quedando ambas impresas en un circuito colateral. El resto era relativamente sencillo, pues cuando Fidel deseaba repasar el vocabulario, sólo tenía que apretar un botón y hablaren castellano ante el micrófono.

La máquina fotografiaba las vibraciones representadas en la pequeña pantalla, extraía de su memoria la fotografía archivada con anterioridad y hacía sonar en el altavoz la palabra equivalente en lengua nativa. Hacía todo esto tan rápido que, prácticamente, estaba recibiendo las palabras en castellano por el micrófono y dando su traducción literal a través del altavoz.

En la práctica, sin embargo, era preferible hacer una pausa entre párrafo y párrafo, o incluso entre parlamentos completos.

Después de una semana, Fidel tenía en su máquina un vocabulario de dos mil palabras, que eran suficientes de momento para sostener una conversación seguida con Woona. Pero la amazona todavía no había visto funcionar la máquina traductora hasta la víspera del día "D", fijado para el desembarco.

Esta era una sorpresa que Fidel le tenía reservada.

En el apartamento de los Aznar los preparativos seguían idéntico ritmo que en el resto de los hogares de la colonia. Sólo se permitiría llevar un fardo por persona y éste no debería exceder en ningún caso de 25 kilos. De hecho, cada familia sólo podría llevar consigo un par de mantas por cabeza, cubiertos, vajilla y enseres de cocina, y algunos objetos de uso personal. Ni muebles, ni aparatos electrodomésticos. Solamente lo estrictamente indispensable.

Woona parecía haber intuido que algo se estaba preparando y miraba preocupada las idas y venidas de la señora Aznar. Fidel vino con la máquina traductora, la puso sobre la mesa y obligó a Woona a sentarse.

Fidel puso el aparato en marcha, tomó el micrófono y habló:

—Querida Woona, no te asuste escuchar a tu voz hablando palabras mías. Este es uno de los pequeños milagros de nuestra «magia» que tú no puedes comprender. Si tú quieres hablarme cosas, háblale a la caja en tu lengua. La caja me repetirá tus palabras en mi lengua.

Fidel apretó un botón y esperó a ver el asombro de Woona cuando la caja «mágica» empezó a emitir sonidos en la lengua y la propia voz de la salvaje. Woona no esperaba nada parecido y pegó un respingo mirando a la caja temerosamente.

Fidel le sonrió y le puso en la mano el micrófono.

—Habla —le dijo.

Woona tomó el micrófono, quedóse meditando unos instantes y habló. Soltó una larga parrafada y después se detuvo mirando a Fidel con aire perplejo. Fidel apretó un botón y de la caja brotó su propia voz traduciendo las palabras de Woona.

—Tu magia es grande, ¡oh Fidel! Grande es tu poder, que hace hablar a una caja con la voz de Woona. Si alguna vez Woona regresa con su gente, nadie creerá las grandes maravillas que ella puede contar. Ni la misma Woona puede creer lo que ve. ¿Será todo producto de un sueño, o esta es la realidad más allá de la muerte? ¿Dónde moráis? ¿Pertenecéis a! pasado… a! presente… al futuro?

Fidel tomó el micrófono y habló:

—Querida Woona, comprendo tu confusión. Somos seres reales, existimos en el presente y no sueñas ni formas parte del mundo de los muertos, Mírame, soy un ser mortal como tú misma. No hay diferencia en el color de nuestra piel o nuestra sangre, ni en la forma de nuestros cuerpos. Sólo hay una diferencia. Mi pueblo es mucho más viejo que el tuyo. Ha vivido una existencia anterior en otra tierra perteneciente a otro mundo y hemos llegado hasta aquí en una gran nave que vuela…

Fidel se detuvo indeciso. ¿Podría la primitiva mentalidad de la muchacha comprender los conceptos de lejanía espacio y tiempo?

—Lamento que no puedas comprenderme, Woona. Todo será más fácil dentro de unas horas, cuando nos encontremos juntos en tu mundo, ese mundo que conoces y te es familiar.

Hizo Fidel que la máquina tradujera sus palabras y esperó sin grandes esperanzas de que la muchacha pudiera comprenderle. Woona escuchó atentamente. Luego arrebató el micrófono de la mano de Fidel y habló:

—¿Voy a regresar al País de Amintu, con mi pueblo?

—Sí.

Los bellos ojos de la amazona se iluminaron de felicidad. La conversación no pudo continuar porque en este momento llegó el Almirante Aznar.

—¿Sigues dándole vueltas a ese chisme, eh? —dijo señalando a la máquina traductora—. He estado leyendo el informe del doctor Gracián. Después de todo, él parece haber llegado a conclusiones mucho más convincentes que las tuyas. Supo aprovechar su tiempo interrogando a los prisioneros. Tuve que admitir que había hecho un buen trabajo y felicitarle por ello.

—Hiciste bien en felicitarle —repuso Fidel—. Para mí, el estudio del idioma de los nativos va más allá de una competencia de tipo personal entre el doctor y yo.

—Bien, si lo tomas de ese modo —dijo el señor Aznar.

—Papá, quiero que comprendas esto. Mientras al equipo del doctor sólo le urgía obtener la información sobre la isla, yo he llegado mucho más lejos en el conocimiento de la mentalidad y el corazón de los nativos. Apuesto a que la máquina de Gracián no es capaz de traducir conceptos tan empíricos como los sueños, el amor, el temor o la esperanza. La información obtenida por los psicólogos nos basta para lo que queremos ahora. Pero más adelante, cuando tengamos que entablar relaciones de verdadera amistad con los nativos, mi máquina contendrá todos esos valores que el doctor ha desdeñado ahora para redactar un simple informe sobre el clima o el número de habitantes y las fortalezas con que cuenta la isla. ¿Quieres hablar con Woona utilizando la máquina traductora?

—No tengo tiempo ahora, estoy muy cansado y todavía faltan por concretar algunos detalles. Parece mentira que después de una semana queden tantos cabos por atar. —¿Ha surgido alguna dificultad seria?

—No, nada grave. Son los pequeños detalles lo que me fastidia. Desembarcaremos al amanecer. Se dará el toque de diana a la media noche. El primer contingente deberá llegar a tierra firme cuando el sol asome sobre el horizonte en Nueva España. Te he confiado una misión. Te encargarás del servicio de información y seguridad. Ricardo irá contigo en un helicóptero. Vigilaréis los alrededores en previsión a un ataque de los nativos mientras se lleva a cabo el desembarco. Ve a ponerte de acuerdo con Ricardo.

Durante la última semana, Fidel se había mantenido bastante alejado de la Comandancia. Conocía al dedillo los detalles del desembarco a través de los comentarios de su padre, pero no había asistido a ninguna de las agotadoras sesiones de la Plana Mayor.

Sintiéndose un poco culpable, Fidel fue a ver a su amigo Ricardo en el apartamento de los Balmer. Ricardo lo tenía todo dispuesto; el helicóptero, la tripulación, el equipo, las armase incluso los víveres que llevarían consigo.

—Bien, parece que me he dormido un poco mientras los demás trabajabais —dijo Fidel dolido—. Son las ocho, todavía puedo dormir dos o tres horas hasta el toque de diana.

—Fidel —dijo Ricardo ya junto a la puerta—. ¿Qué habéis dispuesto respecto a Woona?

—Nada en concreto. Me gustaría conservarla con nosotros al menos hasta que vayamos a parlamentar con su gente.

—¿Por qué no la llevamos con nosotros? Ella conoce el terreno. Puede sernos de alguna utilidad.

—Se lo diré al viejo. Si está de acuerdo la llevaremos con nosotros en el helicóptero.

Fidel regresó a su apartamento, donde encontró a su padre cenando. Woona hacía esfuerzos por engullir aquella masa rojiza y extraña a la que los cosmonautas llamaban carnes.

—Pobre muchacha —dijo Fidel—. Espero que mañana podamos ofrecerle algo más consistente.

—¿Como qué? —preguntó el Almirante.

—Aves… algún animal de los que ellos cazan. Ricardo ha previsto llevar un par de escopetas. Tal vez tengamos ocasión de disparar sobre algún bicho.

—Sería muy conveniente —dijo el Almirante—. El más grave de los problemas con que vamos a encontrarnos en tierra va a ser el del aprovisionamiento. Hemos cosechado todas las algas de nuestros víveres y llevaremos todas nuestras reservas de alimentos. Pero estos no van a durar más allá de un par de semanas.

—Woona conoce el territorio y debe conocer no sólo las especies animales, sino el lugar donde habitualmente los cazan. ¿Qué te parece si llevamos con nosotros a la chica en el helicóptero?

—Sí, es una buena idea. Allí estorbará menos y tal vez pueda sernos de alguna utilidad.

Muy satisfecho de su maniobra, Fidel esperó a que terminara la cena para poner sobre la mesa la máquina traductora y grabar un mensaje para Woona.

—Woona, al amanecer de mañana todo el pueblo terrícola va a desembarcar en el País de Amintu. Volverás a pisar tu tierra. ¿Quieres venir conmigo?

Woona escuchó la traducción, sus ojos se iluminaron de alegría y arrebató el micrófono de la mano de Fidel. Habló rápidamente a la máquina y ésta tradujo: —Woona estará muy feliz de regresar al País de Amintu contigo. Contaré a mi gente todas las cosas maravillosas que aquí han visto mis ojos. Mi viejo padre se sentirá muy honrado de teneros por huéspedes. La comida es muy buena y abundante en el País de Amintu, el vino fuerte y el agua clara y fresca, sin ese mal sabor que tiene la vuestra. Tengo dos hermanos, Acanto y Loganho. Ellos cuidan del rebaño de mi padre. Son fuertes y rudos, pero valientes y nobles de corazón. Yo les diré de qué forma tan exquisita me habéis tratado y ellos serán vuestros amigos.

El viejo Almirante escuchaba sorprendido la casi perfecta traducción del parlamento de ¡a muchacha, hasta que a! terminar éste exclamó:

—Veo que has hecho un buen trabajo, hijo. Tal vez debía darte ¡a oportunidad de comparar tus resultados con los de! equipo del doctor Gracián. Pero quizás sea mejor no haberlo hecho. Los doctores psicólogos se habrían sentido muy humillados. Déjame la maquina sobre la mesa para que yo la lleve conmigo mañana. Tú conoces suficiente el idioma de los nativos para entenderte con silos sin necesidad del aparato. A mí puede venirme muy bien para parlamentar con los nativos si se tercia el caso.

El Almirante se puso en pie exhalando un suspiro. —Bien, vamos a descansar un rato. Mañana será un día muy movido. ¡Dios mío, temo que no voy a pegar ojo en toda la noche!

Realmente, pocos pudieron conciliar el sueño aquella noche a bordo del autoplaneta. La excitación se extendía por toda la ciudad y hacía víctimas del insomnio a los inquietos cosmonautas. En la vigila todos los pensamientos iban hacia aquel planeta al cual tendrían que ganar con su trabajo, su voluntad y quien sabía con su sangre.

Mientras tanto, allá en Redención, la noche extendía su negro manto sobre la isla que, en unas horas, iba a ser escenario de la más increíble aventura llevada a cabo por el hombre.

Aunque el diámetro de Redención era casi el doble que el de la Tierra, todo el globo daba una vuelta completa sobre su eje en sólo dieciséis horas. El día de aquel mundo sólo tenía ocho horas de luz diurna. El desembarco debería comenzar al amanecer para concluir antes de la puesta del sol.

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