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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (10 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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A las veinticuatro horas del horario de a bordo, el circuito perifónico dejó oír a través de los altavoces el marcial toque de diana interpretado por cornetas y tambores. Simultáneamente, brillaban los grandes focos eléctricos, y como estirados tableros de damas, se encendían las luces en todas las ventanas de los sesenta pisos de cada uno de los cuatro rascacielos.

Durante cinco minutos atronaron los ámbitos las trompetas y tambores. Siguieron diez minutos de alegres marchas militares, y después los altavoces empezaron a impartir órdenes y recomendaciones:

—Atención… Mantengan la calma y el orden. Todos los tiempos han sido calculados con margen suficiente para que no se produzca tumultos ni atascos. Las familias disponen todavía de dos horas antes de concentrarse en la plaza.

Dispongan sus fardos en la forma que se les instruyó. Cosan bien las etiquetas y asegúrense de que su número está correctamente escrito en ellas… No pierdan de la mano a sus niños cuando tengan que salir a la plataforma exterior…

Ingieran con el desayuno las pastillas para evitar el mareo…

¡Atención al grupo primero, diríjanse hacia las compuertas! ¡Pelotón número uno a la compuerta número uno! ¡Pelotón dos a la compuerta número dos…! ¡Patrulla número dos a la compuerta número dos…! ¡Patrulla de acompañamiento y seguridad, acudan al hangar!

En el apartamento de los Aznar toda la familia había saltado en pie al primer clarinazo. Fidel se dirigió al cuarto de baño en primer lugar para lavarse la cara y afeitarse.

Había dormido bien y se encontraba feliz y lleno de entusiasmo.

El Almirante golpeó con los nudillos en la puerta.

—¿Qué haces, maldición? ¿Afeitándote, para qué? No vas a un concurso de belleza.

Fidel recogió su afeitadora, su peine, su cepillo de dientes y lo envolvió todo en una toalla junto con una pastilla de jabón.

Desde el baño, Fidel se dirigió a la cocina para desayunar, llamando con los nudillos en la puerta de la habitación de Woona. La muchacha debía estar despierta, pues abrió enseguida.

—Ven a desayunar. Hoy verás de nuevo el País de Amintu —le dijo Fidel.

Los ojos de Woona brillaron. Siguió a Fidel hasta la cocina, donde la señora Aznar preparaba el desayuno. La amazona había adelgazado mucho desde que cayó prisionera, aparte del impacto psíquico que representó para ella verse trasladada a un mundo supertecnificado, porque rechazaba y no era capaz de acostumbrarse al régimen de comida seguido por los extranjeros.

Como de costumbre, sólo aceptó una rebanada de pan de algas untada con margarina.

Salieron al comedor, donde la señora Aznar ataba un fardo con las ropas de la cama y el escaso vestuario de Fidel.

—Llevaré el fardo conmigo en el helicóptero —dijo Fidel.

El Almirante tenía costumbre de desayunar en el comedor y esperaba a que le sirvieran el café, si portal podía pasar el negro sucedáneo que tomaban los tripulantes del «Rayo».

La despedida fue breve, tal como a aquella misma hora ocurría en el resto de los hogares de la ciudad. Toda persona joven, capaz de desarrollar un esfuerzo físico de importancia o conducir una máquina, había sido movilizada sin distinción de sexo o estado.

Muchos hombres fueron separados de su esposa y sus hijos, y muchas jóvenes de sus novios, padres y hermanos.

Pero no se registró ni una sola protesta. Los tripulantes del «Rayo» eran conscientes de la trascendencia del momento y aceptaban responsabilidades y sacrificios con alegría e ilusión. La gran aventura, prolongada durante más de cuarenta años a través del Cosmos, debía culminar hoy con la conquista de un nuevo mundo por los hijos de la Tierra.

—Sabrás de mí por los informes que demos a través de la radio —dijo Fidel a su padre.

—Claro que sí, hijo. Ve y no te preocupes. Fidel cargó con el fardo y salió seguido de Woona. En el corredor coincidieron con Ricardo Balmer, que salía de su apartamento también con un fardo. Por no esperar al ascensor, tomaron las escaleras hasta el hangar.

El hangar parecía más grande esta madrugada. Sólo quedaban en él los destructores siderales y las «zapatillas volantes», que estaban momentáneamente fuera de uso por falta de combustible fisionable para sus motores atómicos. Todas las máquinas que antes atestaban el hangar habían sido trasladadas durante los días anteriores a la enorme plataforma que formaba el anillo exterior del «Rayo».

Aparte de los destructores y las «zapatillas volantes», que hoy podrían haber prestado servicios inestimables, sólo había en el hangar dos helicópteros de tipo medio que esperaban con las palas del rotor plegadas.

Estos helicópteros eran del tipo de casco flotante, capaces para posarse lo mismo sobre el agua que sobre tierra firme. Sus rotores eran accionados por energía eléctrica, utilizando el mismo procedimiento que los vehículos y el resto de las máquinas que iban a ser utilizados en tierra. Esto es, recibían por una antena la electricidad enviada desde la emisora de ondas energéticas del «Rayo» y transformaban la naturaleza de estas ondas aplicándolas a la fuerza motriz. Como consecuencia de este original sistema de transmisión de energía sin hilos, el helicóptero sólo podía volar dentro del radio de alcance eficaz de la emisora del «Rayo».

Varios hombres se movían en torno a los helicópteros.

De éstos, solamente uno estaba destinado al servicio de patrulla. El otro quedaba para distintas misiones igualmente importantes, entre ellas conducir a tierra a la Plana Mayor, trasladar a los equipos técnicos y servir de ambulancia, en previsión de los accidentes que inevitablemente se producirían durante y después del desembarco.

Cuatro hombres completarían el equipo ya formado por Fidel Aznar y Ricardo Balmer. Se trataba de Luis Orbizabal y Pedro Arza, cámaras del equipo de TV, de José Vicent topógrafo, y de Daniel Landa, técnico sanitario.

Aunque todos eran jóvenes, no parecían gente demasiado apropiada para empuñar una metralleta si venía el caso. Fidel supo entonces que la misión de los cámaras a bordo era filmar las escenas del desembarco. El helicóptero debería acudir allí donde se produjera un accidente en ausencia del segundo helicóptero, y tratar de auxiliar a los heridos mientras llegaba la ambulancia volante con su equipo médico.

De hecho, se había desdeñado la posibilidad de que los nativos atacaran ninguno de los tres campamentos, en la montaña, en la altiplanicie o en el borde de la meseta, junto a la selva virgen.

Sin embargo, había abundancia de armas a bordo del helicóptero de patrulla, metralletas, pistolas, granadas de mano y machetes. Eran armas de tipo convencional y modelo muy antiguo. La munición, sin embargo, había sido revisada en previsión de fallos y atascos.

En plena penuria de materia radioactiva no había ni que soñar en balas explosivas. Se retornaba a la pólvora y a la trilita como explosivos.

Ricardo Balmer había traído a bordo con anterioridad un par de escopetas, verdaderas piezas de museo con las que esperaba iniciarse en el deporte de la caza.

—¿Cuántos de vosotros habéis disparado una pistola alguna vez? —preguntó Fidel.

Los cuatro hombres a quienes iba dirigida esta pregunta se miraron unos a otros.

—Es fácil —dijo Orbizabal—. Todos hemos visto cómo se hace en las películas.

—Está bien, ceñiros un arma cada uno. Cuando dispongamos de tiempo haremos algunas prácticas —dijo Fidel.

Los hombres se ciñeron los cinturones con las pistolas. Los fardos fueron estibados en un rincón de la amplia cabina, donde no estorbaran. Vicent traía consigo algunos aparatos de topografía y los operarios de TV se cuidaron de sus cámaras.

El altavoz del hangar dejó oír un silbido, seguido de una voz que ordenaba:

—¡Atención la patrulla aérea! ¡Sitúen su aparato en el montacargas!

Fidel y Ricardo fueron a ocupar los puestos del piloto y copiloto respectivamente. Apenas se había ceñido Fidel los auriculares cuando recibió una comunicación por radio desde la Cámara de Control:

—¡Atención, patrulla aérea! ¿Están preparados?

—Helicóptero de patrulla de Control. Estamos preparados —contestó Fidel.

——Su aparato va a ser empujado hasta la plataforma de vuelos cuando el «Rayo» se encuentre a cuatro mil metros de altura. A tres mil metros de altura despegarán y volarán en círculo alrededor del autoplaneta. Sus cámaras de televisión serán nuestros ojos para ofrecernos una visión de conjunto del desarrollo de la operación, tanto de lo que ocurre en tierra como en la plataforma de desembarco.

—Sí, señor. Entendido.

El personal de servicio del hangar cerró la portezuela y luego empujó al aparato, que rodó sobre sus ruedas hasta quedar sobre la plataforma entre las cuatro columnas de acero. Los hombres se retiraron, la plataforma elevó al helicóptero hasta la esclusa y la cabina fue invadida de la luz roja procedente del exterior.

Poco después Fidel y Ricardo escuchaban en sus auriculares el aviso de la Cámara de Control. Ante la proa del helicóptero se abrieron las compuertas. Un rayo de sol entró en la cabina a través de los cristales. Los hombres que esperaban en el interior de la esclusa, provistos de trajes especiales contra el frío y mascarillas de oxígeno, empujaron por detrás al helicóptero haciéndolo rodar hasta el centro de la plataforma de 90 metros de ancho que en forma de anillo rodeaba al autoplaneta.

La enorme plataforma, a derecha e izquierda del helicóptero, aparecía completamente cubierta de cajas, paquetes, bidones y maquinaria.

Destacaban los enormes buldóceres sobre orugas, las pesadas apisonadoras y escarificadoras, las compactadoras y las locomotoras eléctricas. Pero también se veían plataformas de ferrocarril, cantidad de vagonetas, excavadoras y camiones volquete sobre enormes neumáticos. Además de otro material diverso había montones de raíles, vigas de acero, bombonas para la soldadura y montañas de plancha de hierro.

Enormes grúas se habían montado junto al mismo borde de la plataforma, destinadas a descolgar todo aquel complejo arsenal hasta tierra. Pero de momento no había un alma viviente sobre el anillo. Un fuerte viento barría la plataforma haciendo tambalear al helicóptero. Sin embargo, el «Rayo» estaba perdiendo altura continuamente y el viento tendía a amainar.

Fidel comunicó con la Cámara de Control del «Rayo».: —Mi altímetro indica tres mil metros, pero el viento es muy fuerte. Si desplegamos el rotor ahora corremos el riesgo de volcar.

—Esperen un poco, ya les indicaremos el momento en que pueden desplegar el rotor.

En la espera advirtieron que el «Rayo» estaba girando lentamente sobre su eje, dejando el sol a estribor. Al cabo de un rato estaban sumidos en la sombra que la mole esférica del autoplaneta proyectaba sobre el anillo, al propio tiempo que les ponía a resguardo del viento. —Ya pueden desplegar el rotor.

Ricardo desplegó el rotor, esperó hasta que se encendió una luz verde en el tablero e indicó: —Rotor desplegado.

—Despeguen —ordenaron desde la Cámara de Control.

El rotor empezó a girar sobre las cabezas de los pilotos, lentamente al principio y acelerando hasta que las palas de acero dibujaron un círculo brillante. Con un suave tirón el helicóptero despegó dirigiéndose hacia el borde de la plataforma. Instantes después quedaban suspendidos sobre las montan as, de nuevo expuestos a la luz del sol.

El «Rayo» descendía sobre un angosto valle por donde corría un riachuelo. Las cumbres quedaban tan cerca que parecía que los bordes del anillo iban a chocar en ellas. Pero de forma increíble el «Rayo» mantenía una distancia prudencial hasta las cumbres y seguía descendiendo, como incrustándose en aquella hendidura del terreno.

El helicóptero, mientras tanto, seguía volando en círculos por encima del anillo del autoplaneta. El polo inferior de la esfera quedaba a sólo cuatrocientos metros sobre el fondo del estrecho valle cuando aparecieron sobre el anillo los primeros contingentes de hombres corriendo en dirección a las grúas.

Los gruístas se encaramaron a las casamatas, las grúas movieron sus largos brazos. Los hombres que estaban sobre la plataforma tiraron de los poderosos ganchos colocándolos en su lugar. Las grúas tiraron enrollando el cable de acero y dos pesados buldócer fueron levantados en el aire.

En el extremo opuesto del enorme anillo, otras grúas levantaban unos camiones. Fidel llamó a Woona para que subiera a la cabina. Woona trepó y tomó una banqueta entre Fidel y Ricardo, mirando a través de los cristales.

Como grandes arañas, colgando de un delgado hilo, las máquinas descendían velozmente los primeros doscientos metros, hasta alcanzar el nivel del polo inferior del «Rayo», donde había instaladas varias cámaras de televisión. Luego seguían descendiendo más despacio, extremando las precauciones cuando la máquina estaba a punto de tocar el suelo.

La primera máquina, un buldócer, fue a descender directamente sobre el riachuelo. Allí se abrió el gancho, que soltó el estrobo y volvió a subir velozmente.

Desde la Cámara de Control solicitaron al helicóptero que volara por debajo del «Rayo» y se mantuviera allí hasta que llegaran las primeros contingentes humanos.

—No podemos apreciar demasiado bien la distancia al suelo desde arriba.

—Entendido, allá vamos —contestó Fidel.

Haciendo descender al helicóptero casi hasta tocar tierra, Fidel lo llevó directamente bajo el «Rayo», manteniéndolo inmóvil en el aire a unos cincuenta metros por encima del arroyo.

Debido a la estrechez del valle, el «Rayo» sólo podía soltar carga por dos de sus extremos, pues por los otros lados estaban las laderas del valle con sus empinadas rampas.

El primer contingente humano descendió en una gran plataforma pendiente de un cable que la hacía balancear de un lado a otro peligrosamente. Cuando finalmente la plataforma tocó en el suelo, lo hizo con demasiada brusquedad, rodando por tierra la mayoría de los ocupantes.

Con este contingente venían tres cámaras de televisión y varios hombres provistos de emisoras de radio portátiles, cuya misión consistía en dirigir desde tierra los movimientos de las grúas situadas ochocientos metros más arriba en el borde del anillo ecuatorial del «Rayo».

La plataforma volvió a subir llevándose un par de lesionados en el choque. El resto de los hombres corrieron hacia las máquinas, montaron en ellas y las pusieron en marcha llevándolas río abajo donde no estorbaran.

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