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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (13 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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El público, después del susto, celebró con gritos y aplausos la victoria sobre aquellos extraños animales. Poco después, el helicóptero de la Plana Mayor se posaba en el terreno Junto a Fidel Aznar. El profesor Castillo se acercó para examinar la esfera aplastada. Hizo retirar a la máquina y se puso de cuclillas para mirar más de cerca. Fidel también se acercó.

—Es curioso —murmuró el biólogo—. No hay sangre ni fluido alguno en este animal.

—¿Es un animal? —preguntó Fidel.

—Muchacho, si tiene vida es animal. Tal vez sea muy distinto a los animales que nosotros conocemos, pero no cabe duda que viva y hasta tiene una inteligencia.

—¿Qué hacemos con el bicho vivo? —preguntó Fidel.

—Me gustaría tenerlo en una jaula u otro lugar donde pudiéramos conservarlo. ¿Quieres ayudarme?

A Fidel no le complacía mucho aquel trabajo, pero pasó el resto de la tarde colaborando con el profesor hasta lograr encerrar al monstruo dentro de un depósito metálico, cuya tapa fue soldada para mayor seguridad.

Mientras tanto, y hasta el anochecer, se trabajó de firme en el campamento para garantizar la seguridad de la colonia. Las grúas móviles, las palas cargadoras y las carretillas elevadoras removieron centenares de toneladas de pesado material para levantar una barricada en forma de un círculo de casi un kilómetro de diámetro, en el interior del cual se acogieron los acampados.

Las grandes máquinas cerraron los huecos, de forma que ningún «moany» pudiera penetrar en el recinto.

Los trabajos se prolongaron durante toda la tarde, hasta después de anochecido, bajo la luz de los focos eléctricos, hasta que gradualmente las luces fueron perdiendo intensidad, hasta apagarse por completo.

Era que el «Rayo» se alejaba para sumergirse en el océano, a más de trescientos kilómetros de distancia, después de haber realizado con éxito el último desembarco junto a la Gran Cascada.

La primera noche de los exiliados en el nuevo mundo comenzaba bajo los peores auspicios. Todas las previsiones habían fallado. La cocina no pudo servir a tiempo la cena, los barracones provisionales no pudieron montarse, ni en el tiempo ni el lugar designado. La gente tuvo que dormir en el suelo, tiritando de frío y debilitada por el hambre…

En la tienda de la Plana Mayor la familia Aznar y sus amigos los Balmer, con el profesor Valera y Woona como invitados, despacharon su frugal cena a la luz de un improvisado candil.

Con todo, el Almirante estaba satisfecho, pues acababa de recibir una comunicación por radio del profesor Ferrer desde el campamento de la Gran Cascada, anunciándole que todo marchaba felizmente.

A última hora, cuando la mayor parte de los acampados dormían, la cocina distribuyó la carne de los antílopes cazados aquella noche.

Un pequeño pedazo de carne chamuscada fue todo lo que llegó al plato de Fidel. Este husmeó la carne, la probó y la rechazó haciendo muecas.

—¿Saben? Con tanta ilusión como tenía por comer carne de venado… ¡no me gusta!

Woona, en cambio, comió vorazmente su parte, la de Fidel y la de Verónica. Poco después entraba en la tienda el profesor Castillo.

—¿Dónde estuvo metido? —gruñó el Almirante—. Temo que se haya quedado sin cena.

—No se preocupen por mí. ¿Cómo se maneja ese chisme? ¿Puedo usarlo para hablar con la indígena? —dijo el biólogo señalando la máquina traductora de idiomas que estaba sobre la mesa.

Fidel le cedió su silla y le enseñó el sencillo manejo del aparato. El profesor Castillo empuñó el micrófono, apretó la tecla correspondiente y habló en castellano:

—Muchacha, esos animales que capturamos esta tarde, los «moany».… ¿Son numerosos en la isla? ¿De qué se alimentan? ¿Cómo se les puede dar muerte?

La máquina tradujo las palabras del profesor. La muchacha escuchó con atención y, familiarizada con el aparato, tomó el micrófono y habló en su idioma. La traducción, en la voz de Fidel Aznar, fue:

—No se puede dar muerte a un «moany» clavándole una lanza o una flecha. Sólo cortándole sus cuatro brazos. El «moany» come por las cuatro bocas que tiene en sus brazos, pero hay que cortarle los cuatro para que no pueda alimentarse por ninguno, pues si le cortan uno, o dos, y quedan otros, el «moany» se alimentará por la boca que le quede mientras le crecen los otros brazos, y al cabo de un tiempo vuelve a tener sus bocas completas. Los pastores excavamos fosos muy profundos y los cubrimos con ramas, engañando al «moany» y haciendo que se caigan dentro, donde no pueden salir. Los asamos arrojando ramas encendidas sobre ellos, y entonces mueren. A veces también mueren de hambre en el fondo de los pozos. El «moany» es malo. Ataca a nuestros ganados y llega hasta los muros de nuestras ciudades, pero afortunadamente es torpe para escalar las murallas.

El profesor Castillo tomó de nuevo el micrófono para preguntar a Woona si conocía la forma de reproducirse de los «moany».

—¿Cuáles son sus costumbres? ¿Dónde habitan? Woona contestó a través del aparato: —Los «moany» son criaturas del infierno. Llegan de las profundidades de la tierra a través de largas y oscuras cavernas. Nadie que haya penetrado en esas cavernas logró salir con vida. Hay qué andar largas jornadas a través de negros laberintos para llegar a su mundo. Ese mundo, dicen, es más grande que mil países de Amintu. Allí crecen extrañas plantas de cristal y reinan las tinieblas más oscuras que jamás se hayan visto.

Woona terminó su parlamento mirando a los atentos terrícolas, asintiendo con enérgicos movimientos de cabeza como para apoyar sus palabras. Fidel tomó el micrófono para preguntar:

—Si nadie ha salido jamás con vida de esas cavernas, ¿cómo sabéis que allí crecen plantas de cristal? ¿Quién ha medido las leguas de camino ni las dimensiones de esa caverna gigantesca?

—Naturalmente, la chica habla sin más base que la pura leyenda, nacida del deliro de unas mentes ignorantes y primitivas —dijo el Almirante Aznar.

—Pues es curioso que la leyenda coincida con la posible realidad —dijo el profesor Castillo—. Este planeta tiene un volumen de cinco billones y medio de metros cúbicos, a pesar de lo cual su fuerza de gravedad es sólo cero coma, dos, superior a la gravedad terrestre. El planeta tiene que ser hueco para tener una masa casi igual a la de la Tierra. Esa podría ser la caverna «mil veces más grande que el País de Amintu», un mundo totalmente distinto de este mundo exterior…

—¿Con plantas de cristal? —preguntó el Almirante.

—Sí —afirmó el biólogo—. Curiosamente la descripción que Woona hace de ese mundo se identifica plenamente con la posible realidad. He estado examinando la pinza de «moany» que trajo Fidel. Esa criatura no es de carne y hueso. Dicho de otro modo, no es una criatura de carbono. Su materia la constituyen cristales…

—¡Cristales! —exclamó Verónica Balmer.

—Se trata de criaturas de silicio —dijo el profesor Castillo.

——¡Dios mío! —Exclamó la señora Aznar aterrada—. ¿Es posible la existencia de criaturas de silicio?

—Señora, la Ciencia siempre ha aceptado como posible la existencia de otras formas de vida distinta de la nuestra. Entre más de cien elementos, de cuya combinación está formando el mundo, la Tierra escogió en primer lugar al carbono como portador de la vida, al cual dio tres auxiliares principales: el oxígeno, el nitrógeno y el hidrógeno, y en todos los planetas de nuestro sistema solar, estos cuatro elementos sostienen la parte decisiva del mecanismo de vida. Pero el silicio, que ya en la Tierra está difundido en masas enormes, podría resultar particularmente apropiado para formar en otros mundos la materia constitutiva de la vida. Quizás una de las pocas formas de vida completamente extrañas que podemos intuir sea el del mágico mundo de los cristales. Les hemos visto construir su propio cuerpo, caer en letargos de años y de siglos, para luego reanudar su labor e incluso moverse. La estructura del cuerpo cristalino es todavía un misterio para nosotros. De vez en cuando nuestra mirada ha podido captar el movimiento de vida de los cristales, pero sólo hemos sido capaces de percibir sus más burdas manifestaciones. Lo que esconde su enigmática arquitectura no ha podido ser desvelado por nuestra Ciencia. Ahora aquí, en este planeta, se ha realizado el milagro. Los cristales se han desarrollado hasta una forma de vida superior.

—¿Llama usted «vida superior» a la de esos horribles monstruos que nos atacan? —protesto la señora Aznar.

—No he querido decir que sean superiores a nosotros. Aunque, bien mirado, ¿por qué hemos de considerarles inferiores? Viven, se mueven y poseen alguna forma de inteligencia. Por lo menos habrá que considerarles en el mismo arden que nuestros tigres o nuestros caballos. ¿Y quién sabe si en algún lugar, allá en aquel mundo del interior del planeta, no existirán otras formas de vida todavía más evolucionadas?

Un silencio opresivo cayó sobre la tienda de campaña. Los terrícolas se miraban unos a otros sin atreverse a pronunciar palabra.

Capítulo 7.
La conquista de un imperio

A
manecía. Los colonos estrenaban un nuevo día, el primero en que veían alzarse el sol sobre un horizonte totalmente inédito.

La gente había dormido poco y mal. Con las primeras luces del alba ya todos estaban en pie, moviéndose de un lado a otro sin saber qué hacer. Encaramado aun montón de raíles el Almirante Aznar contemplaba los extraños guiños de cinco «moanys» que rondaban el campamento. Tras él estaban el profesor Castillo, Fidel y Woona.

—Tendremos que deshacernos de ellos —murmuró el Almirante—. Sólo son cuatro.

—Ahora son cuatro, pero más tarde pueden acudir en manada. No sé si será cierto, pero Woona asegura que los «moany» se hablan entre sí haciéndose guiños con su ojo luminoso.

—¡Tonterías! Eso sería tanto como admitir que poseen una inteligencia superior a la de nuestros animales de la Tierra —gruñó el Almirante. Y añadió—: De cualquier forma, tendremos que inventar algo para combatir a esos monstruos. Somos cinco mil personas encerradas tras esta barricada. Si sopláramos todos a un tiempo deberíamos hacer volar a los «moany» a veinte kilómetros de distancia. Si dedicamos toda nuestra actividad mental a encontrar una solución, por fuerza tiene que surgir la idea salvadora.

—Yo tengo una idea —dijo Fidel—. Podríamos reinventar algunas armas antiguas, como por ejemplo el bazuca.

—Es una gran idea —dijo el viejo con sorna—. Sólo que también tendremos que construir los cohetes… y la pólvora para impulsarlos… y trilita para cargarlos. No, hijo. Lo que necesitamos es una solución inmediata, no inventos a larga fecha. Los nativos han habitado esta tierra durante siglos y han sabido sobrevivir al ataque de los «moany», sin pólvora, sin explosivos, sólo con su astucia y sus espadas de bronce. Cuando dentro de dos o tres meses tengamos armas nucleares se habrá resuelto el problema en un momento.

—Lo sé —asintió Fidel—. El problema es sobrevivir esos tres meses.

—Ayúdenme a bajar. Y que el corneta llame a asamblea —gruñó el Almirante.

Poco después la corneta dejaba oír en todo el campamento el toque de asamblea. Camino de la gran tienda, la gente se apartaba y hacía calle a derecha e izquierda del Almirante. Le miraban como si esperaran de él un milagro, algo que despejara su horizonte de las preocupaciones que a todos embargaban.

Ante la tienda esperaban ya varios jefes con sus problemas. La cocina había sido cambiada de emplazamiento ante el temor a los «moany», pero la Intendencia necesitaba agua para preparar el café del desayuno. El jefe de Sanidad tenía otro problema. No se habían construido letrinas. Los ingenieros querían saber si empezaban a montar los barracones, y en qué lugar.

Mientras el Almirante trataba de calmar a unos y otros y esperaba a los rezagados, se escuchó una gritería en la barricada. La gente encaramada sobre las pilas de material chillaba y aplaudía.

Poco después llegaba el profesor Valera con cara de satisfacción.

—Los muchachos están podando a los «moany». Les han cortado los brazos a machetazos y ahora los llevan a puntapiés hasta el río.

—¿Cómo lo han conseguido? —preguntó Fidel.

—Muy sencillo. Si el corazón de esos animales es también su órgano de la vista, lo único que hay que hacer es taparles el ojo, Dos chicos saltaron la barricada armados de bombonas de aire comprimido y pistolas de pintar. Cuando las esferas atacaban, las rociaron con pintura. Privados de la vista, los «moany» no pudieron defenderse da los machetes.

El Almirante miro a su hijo.

—¿Te das cuenta? Las ideas más sencillas surten a veces los efectos más espectaculares.

Fidel enrojeció. ¿Cómo no le había ocurrido a él la idea? Si era tan sencillo:

La Plana Mayor tenía muchos asuntos importantes que tratar aquella mañana. Pero de todos, ninguna revestía tanta urgencia como el problema de los alimentos.

Los colonos habían traído consigo todas las reservas alimenticias de la despensa del «Rayo»; la última cosecha de algas, proteínas, azúcares y grasas. Pero la compleja industria que durante más de cuarenta años les proveía de estos alimentos básicos se había quedado a bordo del autoplaneta. No era posible traer la industria a tierra, ni aquí habría servido para nada sin energía eléctrica. Todas las provisiones, incluso racionadas, no alcanzarían apenas para diez días.

Ahora disponían de un ilimitado territorio. La tierra parecía fértil, el agua estaba cerca y los colonos traían consigo desde la Tierra toda clase de semillas.

Pero los cultivos tardarían en ponerse a punto, y las semillas no darían fruto antes de algunas semanas.

Les quedaba el recurso de la caza, con el que ya habían contado al elaborar los planes para la supervivencia de la colonia en las primeras y difíciles semanas.

Pero había surgido el problema de los «moany».

—Con «moany» o sin «moany» saldremos a cazar —dijo Fidel Aznar—. Los indígenas destruyen a los «moany» con fuego. Nosotros podemos enfrentarnos con esos monstruos con algo todavía mejor. Lanzallamas.

—Señor, ¿por qué este muchacho habrá de salirse siempre por los cerros de Úbeda? —Exclamó el Almirante—. La pintura nos ha dado buenos resultados.

—Podemos fabricar esos lanzallamas —dijo un joven profesor en química llamado Duarte—. Tenemos abundancia de líquidos inflamables y sustancias químicas.

—Bien, construyan esos lanzallamas —consintió el Almirante.

Otro problema era el combustible. La madera era un material sumamente escaso entre las enormes cantidades de otros materiales desembarcados.

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