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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La conquista de un imperio (7 page)

BOOK: La conquista de un imperio
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Al parecer, existía un proyecto del doctor Ferrer para instalar una planta de energía eléctrica en el borde de la meseta, aprovechando el gran salto de la cascada como fuente de energía inmediata y barata.

Tal proyecto era perfectamente realizable, teniendo en cuenta que el «Rayo» traía a bordo todo el material necesario para montar una instalación de este tipo: compuertas y tuberías, turbinas, transformadores, cuadros eléctricos y una emisora de energía.

—Estoy de acuerdo en que el «Rayo» lleve a cabo los dos desembarcos en los lugares señalados —dijo el profesor Ferrer—. Sin embargo creo irrealizable el proyecto de que nuestro autoplaneta se sostenga a diez mil metros de altura suministrando simultáneamente energía eléctrica a los dos campamentos. Para mantenerse a esa altura, el «Rayo» necesita prácticamente el ochenta por ciento de la energía eléctrica que su reactor atómico es capas: de generar. Dedicando el diez por ciento al suministro de energía al yacimiento, y el diez restante a la planta hidroeléctrica, el «Rayo» no sólo se encontraría al límite de su capacidad. En estas condiciones, con su reactor funcionando a la máxima potencia, no podría sostenerse en el aire mucho más allá de un par de semanas. En sólo dos semanas nadie puede soñar en haber extraído, clasificado y elaborado uranio suficiente para acudir en ayuda de la exhausta pila del «Rayo». Yo, al menos, no me comprometo a conseguirlo.

—¿Podemos poner en marcha la planta hidroeléctrica en sólo quince días? —preguntó el señor Aznar.

—Se puede intentar. Si no en dos semanas, en tres. —¿Cómo, si sólo nos quedan reservas de uranio para aguantar dos semanas?

—Hay una forma de obtener un ahorro sustancial de energía. El «Rayo», después de efectuado el segundo desembarco, debe posarse en el mar. El volumen de nuestro orbimotor, incluido el anillo ecuatorial, es del orden de casi cuarenta y dos millones de toneladas. Si posamos el «Rayo» en el mar, economizaremos la energía necesaria para sostener en el aire esos cuarenta millones de toneladas. Además, sabemos que en contacto con el agua la fuerza de reacción del material llamado «dedona» es un cuarenta por ciento más eficaz, lo que quiere decir que, entre unas cosas y otras, podemos obtener un ahorro del cincuenta por ciento de energía eléctrica, prolongando al doble la duración del escaso uranio que nos queda en el reactor atómico del «Rayo». En tres semanas podremos poner en marcha la planta hidroeléctrica, enviar al «Rayo» a una órbita de satélite y ocuparnos con calma a la extracción de mineral de uranio del yacimiento.

El plan propuesto por el profesor Ferrer fue aceptado sin reservas, pasándose a continuación a trazar las líneas generales del desembarco.

El material acumulado en los almacenes del «Rayo» era abundante y de una gran complejidad. Para que el desembarco pudiera llevarse a cabo sin demoras inútiles, cada pieza del equipo debería ser situada en el lugar adecuado, atendiendo a un orden racional.

La primera tarea consistía en repasar las listas de material y separar el equipo que debería ser desembarcado en el yacimiento del otro equipo destinado a ser colocado en tierra firme en las proximidades de la gran cascada.

Se trataba de una labor engorrosa por lo minuciosa, propia para ser llevada a cabo por los expertos en logística, con la colaboración de los ingenieros que estarían a cargo de cada campamento.

Pese a ser un hombre de autoridad absorbente, al estilo de los antiguos caudillos del siglo XX, el Almirante Aznar conocía también sus limitaciones. Entendiendo que aquella era una labor exclusivamente para los expertos, el señor Aznar se puso en píe anunciando que iba a retirarse a descansar.

Fidel Aznar salió en compañía de su padre. —Estoy contento —dijo el Almirante a Fidel mientras pasaban entre los policías que guardaban la puerta y se dirigían a los ascensores—. Todos nuestros problemas se van resolviendo de manera satisfactoria.

—Sí, espero que tengamos un desembarco feliz —dijo Fidel pulsando el botón de llamada de uno de los dos ascensores.

En este momento llegó desde la plaza el rugido del claxon de alarma que sonaba simultáneamente en todas las dependencias del autoplaneta a través de los altavoces del circuito perifónico.

El Almirante Aznar y su hijo cruzaron entre sí una mirada de perplejidad. El claxon calló para dejar oír una voz que gritaba:

—¡Atención! ¡Tres salvajes han escapado del Hospital después de herir a dos doctores y una enfermera! ¡Tengan cuidado, van armados de objetos cortantes!

Apenas acababa de darse el aviso, cuando dos hombres fornidos, descalzos y sin más ropa que un ligero taparrabos, irrumpieron en el «hall» por la escalera de mármol que conducía al hangar y el Hospital situados bajo el suelo de la ciudad. Uno de ellos esgrimía una enorme llave inglesa, empuñando en la otra mano unas grandes tijeras. El segundo iba armado con una barra de hierro, sin duda tomada a su paso por el hangar.

Los dos hombres se detuvieron jadeantes, mirando azoradamente en rededor. Había temor en sus ojos, pero también la ferocidad del animal salvaje perseguido, dispuesto y atacar si eran atacados.

Naturalmente, los salvajes fueron vistos por los policías que guardaban la puerta de la Comandancia.

—¡Son ellos, los fugitivos! —gritó uno de los policías desabrochando la funda de su pistolera—. ¡Hay que detenerlos, vamos!

Los dos salvajes vieron llegar a los policías y echaron a correr hacia la escalera que conducía a los pisos superiores del rascacielos. Los policías, pistola en mano, cruzaron corriendo por delante de los Aznares. El Almirante salió detrás de ellos gritando:

—¡No disparen, captúrenles vivos! Fidel había seguido a su padre hacia la escalera cuando de pronto apareció en escena, llegando de los sótanos, la muchacha indígena que Fidel había capturado junto con los cuatro guerreros en su expedición a la isla.

La chica, descalza como sus compañeros, vestía un corto traje de suave piel parecida al ante, de tosca confección. Al llegar al vestíbulo se detuvo, mirando asustada en todas direcciones. Por el ancho corredor que conducía directamente a la plaza llegaban dos policías y un oficial. Los Aznares estaban entre ella y la escalera, y a sus espaldas se escuchaban las voces y las carreras de los hombres que venían en su persecución.

En este momento se abrían las puertas corredizas del ascensor llamado por Fidel. La chica echó a correr en aquella dirección y Fidel la siguió con toda la velocidad que le permitían sus ágiles piernas, colándose en el ascensor detrás de la amazona.

La chica topó con la pared, se vio en la encerrona y se revolvió haciendo frente a Fidel. En la mano empuñaba un corto objeto niquelado. Era un bisturí.

—¡Quieta, muchacha! —le dijo Fidel, conciliador.

Ella le mostró sus blancos y fuertes dientes murmurando algo en un idioma ininteligible para el terrícola.

En este momento, seguramente llamado desde alguno de los pisos de arriba, el ascensor cerró sus puertas y se puso en marcha. El veloz movimiento ascensional asustó a la muchacha, momento que aprovechó Fidel para arrojarse sobre ella y sujetarle por la muñeca el brazo armado del bisturí.

La chica era fuerte y luchó con bravura, colocando la palma de su mano bajo la barbilla de Fidel y empujándole hacia atrás como si pretendiera arrancarle la cabeza del cuello. Fidel no quería causar daño a la muchacha, pero ella seguía empuñando el afilado bisturí que, aunque pequeño, podía convertirse en un arma mortífera.

Buscando con su mano izquierda por la espalda de la amazona, Fidel consiguió agarrarle por la gruesa trenza de cabello y tiró de ella. La rubia cabeza de la muchacha fue violentamente empujada contra el mamparo del fondo del ascensor. Ella soltó la presa que hacía en la barbilla de Fidel y el joven le retorció el brazo para obligarla a soltar el bisturí.

Luchando y jadeando iban de un lado a otro contra las paredes del ascensor. La chica mordió ferozmente en la mano que le sujetaba la muñeca, pero Fidel aguantó el dolor y la tiró rudamente contra el mamparo, retorciéndole el brazo hasta que ella abrió la mano y dejó caer el arma.

—¡Quieta, pequeña… quieta! —jadeó Fidel empujándola contra la pared.

Permanecieron unos instantes inmóviles, los rostros tan cerca uno del otro que Fidel podía sentir el cálido aliento de la muchacha en sus mejillas. Los grandes ojos azules de la isleña miraban a los ojos de Fidel con odio.

—No quiero causarte ningún daño, pequeña —dijo Fidel con acento cariñoso esperando que ella comprendiera su entonación, ya que no sus palabras.

El ascensor se detuvo y ¡as puertas se abrieron automáticamente a espaldas de Fidel!, La amazona vio un amplio espacio libre que se extendía más allá de la puerta.

Haciendo acopio de todo su vigor, la amazona propinó a Fidel un violento empujón que tiró a éste de espaldas contra uno de los rincones del ascensor.

De un salto la muchacha traspuso la puerta y se lanzó corriendo por un ancho pasillo que tenía a derecha e izquierda las puertas de numerosos apartamentos, y al final una puerta abierta sobre la terraza superior de la ciudad.

Fidel la siguió corriendo a lo largo del pasillo. La muchacha traspuso la puerta, salió a la terraza y se paró en seco. Fidel llegó a la puerta y se detuvo a contemplarla con una sonrisa de compresión…

La terraza estaba construida con una lámina de cristal de dos metros de espesor, de transparencia diáfana, con una superficie de 10.000 metros cuadrados entre los cuatro rascacielos a ciento cincuenta metros de altura sobre la plaza.

La salvaje estaba quieta, temblando de terror, mirando a sus pies a través del cristal a la plaza donde, ciento cincuenta metros más abajo, se movía la gente…

Aunque sentía bajo sus pies desnudos la fría solidez del cristal, la salvaje no alcanzaba a comprender cómo podía sostenerse en el aire sobre el abismo. El terror y el vértigo se apoderaron de su ingenuo corazón y empezó a tambalearse… lanzó un grito y volvió la cabeza buscando con los ojos a Fidel, que seguía contemplándola desde puerta.

—¡Hola, hola! —murmuró Fidel riéndose—. ¿Y ahora qué, preciosa salvaje? ¿No te atreves a dar un paso, eh?

En los bellos ojos azules, nublados por el terror, Fidel leyó un mensaje… una llamada de humana angustia en demanda de socorro. Ella se volvió lentamente, como si temiera que el frágil e invisible piso que tenía bajo sus plantas se hundiera precipitándola en el abismo, y le tendió las manos.

Lentamente, sin dejar de sonreír, Fidel avanzó con los brazos extendidos, realizando para la salvaje el increíble milagro de andar por el aire…

Cuando las manos de Fidel, estuvieron a su alcance, la muchacha se aferró a ellas con la fuerza de un náufrago asiéndose a una tabla de salvación. Las maños de la chica estaban frías y temblaban entre las de Fidel. El joven tiró de ellas con suavidad, pero la chica se resistió a dar un sólo paso.

Fidel avanzó otro paso. La muchacha, soltándole las manos, le echó los brazos al cuello abrazándose a él desesperadamente. A través de la ropa, Fidel sintió los senos de la salvaje y el latir vigoroso de un corazón joven y asustado.

Comprendiendo que la chica no daría un sólo paso sobre el cristal, Fidel la levantó en brazos. Cogida al cuello de Fidel y ocultando el rostro en su hombro, la muchacha se dejó llevar hasta que cruzaron de nuevo la puerta de la terraza y él la depositó suavemente en el piso de mármol del pasillo.

En este momento se abrían las puertas de uno de los ascensores, y cuatro policías armados irrumpieron en el corredor.

—¡Quietos, deténganse! —les indicó Fidel con un imperioso ademán.

Los policías se detuvieron respetuosamente. Algunas puertas se abrían y de los apartamentos familiares asomaban los rostros sorprendidos de hombres y mujeres.

—La chica queda bajo mí custodia —dijo Fidel a los inquietos policías—. Vayan a buscar a los otros fugitivos que yo me encargo de ella.

—¿La llevará usted al Hospital?

Fidel dijo que lo haría y entró con la muchacha en la cabina del ascensor. Apretó el botón correspondiente al primer sótano, las puertas se cerraron ante la asustada salvaje, y ésta le apretó la mano al sentir el movimiento del ascensor.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Fidel. Pero ella no le entendió. Fidel se tocó rudamente el pecho con la mano y dijo—: Fidel. Fi…del. Fidel.

Luego apuntó al pecho de ella preguntando: —¿Y tú?

Después de repetir la pregunta y la mímica otro par de veces, mientras el ascensor bajaba velozmente, una luz de inteligencia brilló en los hermosos ojos dé la chica.

Pegó rudamente con la mano abierta en el pecho de Fidel y dijo: —Fidel —y a continuación, dándose con la mano en su pecho, dijo—: Woona.

—¡Bravo, chica! —exclamó Fidel regocijado.

Él ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y la muchacha dio un paso atrás asustada. Fidel la tomó de la mano diciendo:

—Vamos, no tengas miedo.

Salieron al hangar y cruzando éste entraron en el hospital. La chica tiró de la mano de Fidel, como dando a entender que no quería entrar en aquel lugar ya conocido, pero Fidel la arrastró suave y firmemente, y ella le siguió.

En recepción, una enfermera miró sorprendida a Fidel Aznar.

—¿Cómo la capturó? ¡Esa salvaje casi degüella al doctor Fabra!

—¿Quién está a cargo de la chica?

—El doctor Gracián, del Departamento Psiquiátrico. Avisaré para que vengan los celadores con una camisa de fuerza —dijo la enfermera echando mano del teléfono.

—Nada de camisas de fuerza —se opuso Fidel con energía—. ¿Es así como han estado tratando a los prisioneros?

—No hay otra forma de manejarlos. Son brutales, rudos y violentos. Intentaron quitarse la vida golpeando su cabeza contra los muros, tuvimos que ponerles una inyección para dominarles y poder llevarlos a Rayos Equis y sacarles una muestra de sangre, y aprovechando el primer descuido para apoderarse de un bisturí y estar a punto de asesinar a todo el equipo del Departamento Psiquiátrico. ¡Y fue ella, esa salvaje, quien cogió el bisturí!

—Creo que empiezo a comprender lo que ha estado ocurriendo aquí —dijo Fidel—. Usted, que también fue niña, ¿qué impresión le producía cada vez que el doctor tenía que inyectarle con una hipodérmica?

—Lloraba, es natural. Sólo era una niña —confesó la enfermera enrojeciéndose.

—¿Y cómo creen ustedes que debemos considerar a esta pobre gente? Son como niños. Con la diferencia de que nosotros abrimos por primera vez los ojos a un mundo tecnificado, de puertas que se abren solas, de sorprendentes aparatos como el teléfono, la radio y la televisión, de luces eléctricas que se encienden y apagan con sólo pulsar un batán, de agujas hipodérmicas y Rayos Equis. ¡Y ustedes esperaban que esta gente fuera diferente a un niño, sólo porque en talla y edad parecen adultos!

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