Él partía de los tres tipos corporales del doctor Ernst Kretschmer: el asténico, o huesudo y delgado; el atlético, o muscular; y el pícnico, o redondeado y gordito. Los asténicos eran a menudo esquizofrénicos, excéntricos y criminales. Los atléticos eran en general normales. Los pícnicos eran filósofos, holgazanes, depresivos. Había una diferencia inherente entre un criminaloide (alguien que comete crímenes o practica perversiones debido a su naturaleza débil, que puede ser curado) y el verdadero criminal, el
homo delinquins
(que perpetra crímenes desde la infancia sin mostrar ningún remordimiento y que no tiene ninguna posibilidad de curación). El verdadero criminal era similar a las razas primitivas y a los niños, los cuales son hedonistas, entrometidos y crueles.
—En los pueblos salvajes —dijo el doctor Duarte mientras iba de un lado a otro en su oficina—, la mujer parece ser menos sensible. Es decir, más cruel que el varón y más propensa al deseo de venganza. Pero nadie sabe si eso es igual en el criminal de hoy. Hay muy pocos delincuentes de sexo femenino.
Bajó la mirada a su escritorio y rozó el recorte de periódico suavemente con las yemas de sus dedos.
—¡Cómo me gustaría medirla! —Su voz era suave, afectuosa.
—¿Qué vería usted si lo hiciera? —preguntó Emília.
El doctor Duarte alzó la vista, sobresaltado por la voz de su nuera.
—¿Qué vería usted… en ella? —repitió Emília.
—No lo sé. Pero tengo mis hipótesis.
El doctor Duarte frunció los labios y miró a Emília, luego abrió un cajón del escritorio y sacó una caja de madera. Dentro, sobre una cubierta de terciopelo, había un juego de pinzas plateadas. Eran grandes y curvadas. Sus extremos eran chatos. El doctor Duarte las sacó de la caja. Tenían asas parecidas a las de unas tijeras.
—¿Me permites que te enseñe? —preguntó.
Emília bajó su libreta de anotaciones.
—¡Oh, no! No, doctor Duarte. Era sólo una pregunta tonta.
—Por favor —insistió él—. Me gusta explicarlo de manera práctica. Y te ayudará a tomar notas si sabes a qué me estoy refiriendo. —Rodeó el escritorio con el calibrador en la mano—. ¡No tengas miedo, querida! —El doctor Duarte se rió entre dientes—. Ponte derecha ahora; no quiero despeinarte.
Colocó uno de los extremos planos del calibrador entre sus ojos y estiró el otro hasta la parte posterior de la cabeza. El metal estaba frío.
—Desde el comienzo de la nariz hasta la parte posterior del cráneo se mide el diámetro anterior-posterior máximo —dijo el doctor Duarte—. Cogió la libreta de notas y la pluma que usaba ella. Garabateó allí una medición y la escondió de la vista de su nuera. Luego el doctor Duarte le colocó el calibrador sobre cada uno de los lados de la cabeza, presionando sobre las sienes—. Este es el diámetro transversal.
Emília cerró los ojos. El traje del hombre olía intensamente a lima. Era la colonia cítrica con la que lo rociaba antes de cada reunión en el Club Británico. Más que verlo, oyó que escribía otra anotación.
Puso luego el calibrador sobre la cabeza y en la base de su cuello.
—Transversal o curva biauricular —dijo, para luego garabatear algo.
Sintió el contacto de los dedos de su suegro, fuertes y gruesos, que ahora sujetaban con firmeza la base de su cráneo. En ese momento estaba midiendo con las manos. Emília tragó saliva. Abrió los ojos.
—Listo —anunció el doctor Duarte—. Terminado. Ahora hacemos algunas cuentas. Tengo que sumar los cinco elementos para obtener tu capacidad craneal, luego aplico una fórmula para obtener lo que llamamos el índice cefálico.
Emília asintió con la cabeza. El doctor Duarte se sentó a su escritorio y se inclinó sobre la libreta de notas. Emília giró en su silla. La niña sirena estaba sobre el estante de atrás, serena y dormida.
—Bueno —murmuró el doctor Duarte—. Emília…
Ella se volvió.
—Tú, querida, eres una braquicéfala.
—¿Una qué?
El doctor Duarte se rió.
—Tienes un cráneo perfecto, encantador, totalmente dentro del índice normal de una mujer.
Emília suspiró. El doctor Duarte sonrió.
—¿Estabas preocupada? —preguntó, volviendo a sentarse en su silla y entrelazando los gruesos dedos—. Las mujeres criminales son egoístas y maliciosas. Son mentirosas. Tú, Emília, no eres ninguna de esas cosas.
Emília asintió con la cabeza y se excusó, porque deseaba retirarse.
En su habitación sacó la foto de comunión de su escondite en el joyero. Emília quería rezar, pero ¿por qué? ¿En señal de agradecimiento por su normalidad? ¿Por su cráneo encantador? Se había puesto nerviosa en el despacho del doctor Duarte. E incluso se había asustado un poco. Cuando él le reveló sus resultados, se sintió a la vez aliviada y desilusionada. Era normal, se la podía conocer. Y eso no pasaba con Luzia. A Luzia no se la podía medir. Era tan opaca e imprevisible como el río Capibaribe, que cortaba la ciudad con sus aguas marrones: a veces calmas, a veces turbulentas y aterradoras.
Pero ¿hasta qué punto, pensó Emília, los propios atributos físicos determinaban sus destinos? La tía Sofía y el padre Otto creían que el cuerpo era un caparazón para el alma. El alma —esa esencia espiritual intangible— era la que daba forma a una persona. Sin embargo, incluso las almas tenían sus limitaciones; el padre Otto decía que Jesús miraba el interior de las almas de las personas y podía ver todos los pecados que los seres humanos iban a cometer incluso antes de que los hubieran cometido. En lugar de impedir esos pecados, había muerto por ellos. Había dado su vida por su perdón, porque los pecados eran inevitables.
El doctor Duarte iba a misa y comulgaba, pero creía que los cráneos de las personas —no sus almas— eran los que determinaban su futuro. Los cráneos tenían la forma adecuada para alojar los cerebros, que eran moldeados por la herencia. La madre de la niña sirena había sido bebedora y criminaloide, de modo que su hija, si hubiera vivido, habría heredado los mismos rasgos. El padre de Emília había sido un borracho, pero ni ella ni Luzia podían soportar el olor del licor de caña. El doctor Duarte no conocía su historia familiar, sin embargo la había declarado normal, no era mentirosa ni maliciosa ni egoísta. Pero estaba equivocado. Emília sabía que llevaba consigo todas esas faltas. Había mentido. Les había dicho a los Coelho que su hermana estaba muerta. Algunas veces, después de soportar alguno de los comentarios mordaces de doña Dulce, Emília había entrado a hurtadillas a la cocina para lamer una cuchara y meterla en todos los frascos de la preciada mermelada de su suegra, maliciosamente, esperando deteriorarlas. Y la otra noche, en lugar de confortar a su marido después de su extraña confesión, se había apartado de él, demasiado preocupada por sus propios miedos como para atender los de él.
Degas había confesado que prefería una vida prescrita, predeterminada; era reconfortante para él creer que sus acciones eran inevitables, que su cerebro era inflexible.
Emília no podía imaginar que vidas enteras pudieran estar determinadas por algo tan tosco y vulnerable como el cuerpo o por algo tan etéreo como el alma. No podía convencerse de que su destino, o el de Degas, o el de Luzia, hubiera sido fijado desde el principio. Emília estaba acostumbrada a tomar decisiones. Toda costurera lo hacía. Hasta la muselina más insulsa y más rústica podía ser teñida, cortada y convertida en un espléndido vestido si se tomaban las decisiones correctas. Elecciones similares podían convertir la seda más encantadora en una catástrofe desordenada y plagada de defectos. Pero cada tela, como cada persona, tenía limitaciones y ventajas únicas. Algunas eran delicadas como el papel de seda, encantadoras pero frágiles, y se estropeaban al menor defecto. Otras estaban tejidas de manera tan apretada que no se podían ver las fibras. Otras eran ásperas, gruesas y duras. No había manera de cambiar el carácter de un paño. Podía ser cortado, rasgado, cosido para convertirlo en vestidos o pantalones o arreglos de mesa, pero más allá de la forma que adquiriera, un paño siempre seguía siendo el mismo. Su verdadera naturaleza era inmutable. Cualquier buena costurera lo sabía.
Emília miró a las niñas en su foto de comunión. Siguió la línea del brazo lisiado de Luzia, siguió las curvas sutiles de su propio cuerpo de niña que se estaba convirtiendo en mujer, y se preguntó qué era lo que en sus caracteres era inmutable como el paño y qué parte de ella había sido producto de las circunstancias. Emília recordó la presión de las manos del doctor Duarte sobre su cabeza, el metal frío de sus pinzas. Recordó las palabras del recorte de periódico que quedó sobre su escritorio: «¿Y qué hombre podría penetrar los misterios de un alma tan contradictoria?».
—Ningún hombre —susurró Emília ante las niñas de su foto de comunión—. Y mucho menos un medidor de cráneos.
Durante las semanas siguientes, Emília empezó a estudiar diseños de pantalones. «Pantalones de dama para navegar», los llamaban las revistas de moda europeas. Eran blancos y estrechos en la cintura, con amplias perneras. Nunca podría hacerse uno así para ella misma: eran demasiado atrevidos y las Damas Voluntarias no lo aprobarían. Pero de todas maneras, soñaba con los pantalones. Todas las tardes robaba algún dinero de la billetera del doctor Duarte y se compraba sus propios periódicos. Se detenía en un quiosco al regresar de la casa de Lindalva. El dueño del puesto era su cómplice. Escondía su
Diario de Pernambuco
entre las revistas de moda y le hacía un guiño cuando se las entregaba. Recortaba los artículos que quería y los guardaba bajo llave en su joyero. Leyó acerca de la vida de Luzia como si su hermana fuera la oscura heroína de una novela. Todos los días al despertarse, Emília se sentía excitada. Excitada por ver lo que Luzia iba a hacer después. Su hermana estaba a cientos de kilómetros de distancia, pero Emília sentía que se encontraba cerca de ella otra vez. Era como si estuviese dando refugio a un fugitivo ante las mismas narices de los Coelho.
En marzo Celestino Gomes perdió en su intento de convertirse en presidente. El día de las elecciones, el doctor Duarte y otros adinerados miembros del Partido Verde se pusieron sus insignias de color esmeralda en la solapa y condujeron sus Chrysler a las mesas electorales colocadas en el centro de la ciudad. Cuando los votos del estado fueron sumados, Gomes ganó en Recife, pero perdió en el campo.
Los coroneles se habían unido contra él, dando todos los votos del interior al presidente en ejercicio y candidato del Partido Azul. Lo mismo ocurrió en todo el norte, mientras que en el sur Celestino Gomes ganó en su propio estado de Minas Gerais, pero perdió en todo Sao Paulo y Río de Janeiro, donde el Partido Azul era más fuerte.
El alcalde de Recife —hombre del Partido Azul— decretó un día de fiesta. El doctor Duarte se encerró enfurruñado en su estudio. Doña Dulce estaba alterada por las consecuencias de las ideas políticas de su marido: hizo tres frascos grandes de mermelada de plátano en una tarde. Emília no podía hacer sus visitas semanales a Lindalva, porque había noticias de enfrentamientos en las calles. Los grupos del Partido Verde estaban por todas partes proclamando que la votación había sido un fraude, mientras los seguidores del Partido Azul celebraban el triunfo. En los días posteriores a las elecciones se dio muerte a innumerables perros callejeros, a los que taparon la boca con los pañuelos verdes.
Al conocer estos sucesos, los líderes estudiantiles planearon una concentración del Partido Verde delante de la alcaldía. Emília y los Coelho se enteraron de eso mientras escuchaban la radio en la sala.
El doctor Duarte dio unos golpecitos en el brazo de su hijo.
—Soy demasiado viejo para la agitación —dijo—, pero tú debes estar con tus iguales.
A Degas se le subieron los colores a la cara. El día de las elecciones había acompañado sin ganas a su padre a la mesa de votación verde.
—Es una agitación inútil —replicó Degas—. Las elecciones ya han pasado.
—Estoy de acuerdo —interrumpió doña Dulce. Venía de la cocina y todavía llevaba su mandil blanco, con los bordes festoneados arrugados por el calor de la cocina. Sus mejillas estaban inusualmente arreboladas—. Por favor, Duarte, no más conversaciones sobre política en esta casa. Lo que pasó ya pasó.
El doctor Duarte entrelazó sus gruesos dedos. Miró a Emília como si buscara un aliado. Ella de inmediato centró su atención en la labor de bordado. Por una vez, la joven estaba de acuerdo con doña Dulce y con Degas. Le alegraba que las elecciones hubieran terminado y que ya no hubiera más tonterías azules y verdes.
—Muy bien —aceptó el doctor Duarte, alisando su espeso pelo blanco—. Hablaré de ciencia entonces. No puedes negarme eso. Emília, refresca esta mente vieja que tengo. Dime otra vez a cuál de los tipos de cuerpo del doctor Kretschmer corresponden los hombres gruesos, los que son holgazanes y escépticos. ¿Cómo se llaman?
Emília levantó la vista. Doña Dulce miraba sin decir nada, con cara rígida e inexpresiva, como si se hubiera lavado el cutis con almidón. Degas se movió en su silla. La suavidad formal de su camisa de vestir estaba arrugada en el pliegue que había encima del vientre. En su cara apareció la misma expresión preocupada que le había dirigido a Emília cada vez que la había cogido de la mano en público, como si le estuviera rogando que no la retirara.
—No me acuerdo —respondió ella.
Sabía la respuesta; era «pícnico». Cuando la escuchó por primera vez, Emília supuso que la palabra era alemana, como el médico que la había inventado, y eso le había hecho recordar al padre Otto, aunque su volumen lo hacía reconfortante y cálido, no haragán y de naturaleza débil.
—Me sorprende, Emília —comentó el doctor Duarte—. Por lo general tienes una memoria muy precisa.
—Gomes debe aceptar que perdió —espetó Degas—. ¿No es eso lo que le gusta decir a usted: «Los hombres honran sus deudas y aceptan sus pérdidas»?
—Las pérdidas justas —precisó el doctor Duarte—. Los hombres deben aceptar las pérdidas justas y luchar contra las injustas. Me habría gustado que mi hijo comprendiera la diferencia.
—La comprendo —replicó Degas—. Para usted…, para nosotros… los resultados son injustos. Pero para el Partido Azul son más que justos, tienen sus razones.
—No creí que te convirtieras en un traidor tan rápidamente —sentenció el doctor Duarte, alisándose el bigote.
Degas se puso de pie. Le tembló la frente, dando la impresión de que tenía algo en el ojo.