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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (50 page)

BOOK: La costurera
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Las viejas familias no eran partidarias de Gomes. Temían que fuera un populista, con sus promesas de salario mínimo, de sufragio femenino y de voto secreto. La mayoría de los jefes de las familias nuevas, incluyendo al doctor Duarte, creían que Gomes y su Partido Verde iban a modernizar Brasil. Las mujeres de Recife, viejas y nuevas, no se metían en política, pero apoyaban fieramente a los elegidos por sus maridos. Durante sus paseos por la plaza del Derby, Emília vio que las matriarcas de las viejas familias llevaban joyas con zafiros y aguamarinas. Lucían vestidos azules y hacían que sus sombrereras colocaran iridiscentes plumas azules en sus tocados. En la playa de Boa Viagem, sin embargo, el color predominante era el verde. Las integrantes de las Damas Voluntarias preferían las esmeraldas. Sus maridos, incluso el doctor Duarte, llevaban corbatas de color menta, verde hoja y verde salvia.

Emília también estaba vestida de verde. Su nuevo sombrero tenía una única pluma verde oliva prendida en la cinta. El sombrero era un obsequio de Degas. Le había hecho muchos regalos en los meses posteriores al carnaval. Muchas telas para vestidos nuevos, chales bordados con cuentas, un par de zapatos de piel de reptil cuyo cuero era tan blando que las manos de Emília lo percibieron como tela. Le regaló un joyero grande forrado de terciopelo, con la promesa de llenarlo con los productos que vendía el señor Sato, el joyero japonés que aparecía a la puerta de los Coelho una vez al mes y cuidadosamente desparramaba su selección de broches, anillos y colgantes en la mesa de doña Dulce. Degas mostraba sus obsequios antes de las comidas, en presencia de todos. Durante estas incómodas situaciones, el doctor Duarte sonreía radiante al lado de su hijo y doña Dulce tenía puesta su máscara tensa y sonriente. Emília sabía qué se esperaba de ella.

Querían un niño. Todos ellos —Degas, el doctor Duarte, doña Dulce— la interrogaban todas las mañanas, preguntándole cómo se sentía, y la observaban para ver si tomaba su desayuno. Cada mes, cuando Emília pedía que fueran a la farmacia en busca de elementos femeninos, veía que la espalda de doña Dulce se volvía más rígida y sus labios pálidos se ponían tensos. El doctor Duarte atribuía la esterilidad de Emília a un trastorno uterino. Comenzó a darle cucharadas de aceite de hígado de bacalao con cada comida.

—¡Fortificaremos tus frágiles órganos! —manifestó el doctor Duarte la primera vez que Emília se tapó la nariz y bebió de un trago el acre aceite amarillo.

Incluso llamaron a un médico, uno de los colegas del doctor Duarte, para examinarla. El hombre le apretó el vientre mientras Emília permanecía tendida y paralizada debajo de la sábana. La declaró sana y dijo que quizá el húmedo clima de Recife no le sentaba bien. Le recetó pastillas de vitaminas, que Emília escondía debajo de la lengua todas las mañanas y que después escupía. Sacaba sin pedirlos billetes de mil reales de los bolsillos de los pantalones de Degas y se los daba a Raimunda, quien compraba en secreto corteza de cajú rojo en el mercado. Con esa corteza Emília hacía una infusión y la bebía todos los días. Era un viejo remedio que la tía Sofía les había recetado a algunas de sus clientas, casadas y desesperadas, que no querían seguir pariendo más hijos. Emília había visto cómo aquellas muchachas campesinas —sus ex compañeras de escuela— se volvían cada vez más pálidas y demacradas a causa de los embarazos. Había visto sus pechos que se encogían y se estiraban, como papayas maduras. Y recordaba a su propia madre, que había muerto porque las manos grandes y capaces de la comadrona sólo estaban entrenadas para salvar a los bebés. Incluso las mujeres de Recife, con sus dietas meticulosas y atentos médicos, morían de parto en una proporción que asustaba y repugnaba a Emília. No era sólo la posibilidad de la muerte lo que la disuadía, pues con gusto habría corrido el riesgo si hubiera querido tener un hijo. Pero no era así. Allá en Taquaritinga, Emília se había visto a sí misma como una mujer casada, pero nunca como una madre. Había creído que el deseo de tener un niño finalmente le iba a llegar, como un repentino antojo por una comida diferente. Pero después de un año en Recife se dio cuenta de que un hijo la obligaría a permanecer en la casa de los Coelho precisamente cuando estaba aprendiendo a alejarse de ella.

Degas todavía pasaba las mañanas en la facultad de Derecho de la Universidad Federal, las tardes estudiando con Felipe y las noches enclaustrado en su dormitorio de cuando era niño escuchando discos para aprender inglés. Una vez por semana iba al dormitorio de Emília. Ella llevaba puesto el camisón con abertura delante y Degas, cuando terminaba, regresaba a su habitación, al otro lado del corredor. El ya no prometía bodas ni lunas de miel y Emília se lo agradecía. En público, Degas y ella eran directos y corteses entre sí. Todos los domingos asistían a las cenas y bailes del Club Internacional y durante las pausas de la orquesta, cuando las parejas se acercaban a su mesa para elogiar los vestidos de Emília con sus elegantes caídas en la espalda y los irregulares dobladillos del chal, Degas acercaba su silla a la de ella. Molesta, Emília apartaba la suya. Había ocasiones en que sentía arrebatos de cólera y aversión por Degas. Otras veces le daba lástima, y si Degas se daba cuenta de ello, fruncía el ceño y le decía con brusquedad:

—No uses tanto perfume. Hueles como un hotel de mala muerte.

—¿Cómo lo sabes? —replicaba Emília con un siseo, triste por el modo en que se trataban. Eran como dos gallos forzados a vivir en el mismo corral; ambos orgullosos, ambos obligados a picotearse para conservar su dignidad.

Durante toda su vida, la tía Sofía le había advertido a Emília que los hombres eran unos brutos. Una mujer debe soportar los deseos de su marido hasta que se acostumbre a ellos, hasta que se vuelvan algo tan natural como lavar una camisa o limpiar un pollo. Esto le parecía plausible a Emília, y hasta tolerable. Si una persona obtenía placer y la otra una noble sensación de sacrificio, entonces por lo menos ambos ganaban algo. Pero si no había ningún deseo, no podía haber sacrificio, ninguna rendición honorable. Si tanto el marido como la mujer veían el deseo como un deber, entonces sólo había temor. Había únicamente un obligado y torpe manoseo, y después odio. Odio que se iba acumulando en sus vientres como se acumula el cieno. Se amontonaba hasta volverse muy pesado. Hasta que ninguno podía soportar la visión del otro. En el cine, las escenas funden a negro después de que las parejas se besan. Degas decía que la hacían por decoro, pero Emília creía que lo hacían a propósito. Habían captado la verdad. Más allá de ese aterrador primer beso, no había nada que valiera la pena mostrar.

Después de semanas de silenciosa presión en busca de un niño por parte de los Coelho, Emília decidió devolver la presión. Detestaba ir a la modista con doña Dulce. Se sentía incómoda con sus aburridas vestimentas. Emília quería coser su propia ropa. Doña Dulce le había enseñado el arte de pedir sin parecer que estaba pidiendo y Emília siguió las enseñanzas de su suegra. Habló a Degas y al doctor Duarte de su nostalgia, de cómo echaba de menos el traqueteo de su vieja máquina de coser, el tacto de la tela debajo de las yemas de los dedos, de cómo a ella y a su hermana les gustaba hacer baberos de bebé y vestidos de bautizo. Finalmente, Degas comprendió. Hizo que llevaran a la casa de los Coelho una máquina de coser Singer a pedal. Doña Dulce no aprobaba las creaciones plisadas de Emília. Decía que eran demasiado atléticas. Pero el doctor Duarte las consideró modernas y simpáticas, y a Degas le agradaba la atención que provocaban. Pronto aparecerían en la sección de sociedad, decía con entusiasmo.

Tenía razón. Donde se desarrollaba el concurso de sombrillas, antes de que los jueces revelaran el nombre de la ganadora, un fotógrafo del
Diario de Pernambuco
condujo a las concursantes a la playa. Las hizo formar una línea, con sus sombrillas abiertas, delante de una nueva imagen de Nuestra Señora de Boa Viagem. Los pies de Emília se hundían en la arena de la playa. Tuvo la sensación de que ésta tenía vida, de que se movía debajo de ella. Se le metió en los zapatos e hizo que los dedos de sus pies dentro de las medias se sintieran ásperos. No le gustó.

Los pescadores habían levantado, hacía unos años, una simple estatua de la Virgen para que bendijera sus viajes. La imagen vieja seguía estando debajo de una choza de hojas de palmera, a pocos pasos de la nueva. Esta estaba hecha de yeso, sobre un pedestal de piedra. Había estrellas de mar esculpidas a sus pies y su túnica parecía agua, con espuma en el dobladillo. Tenía los ojos azules y la cabeza inclinada a un lado, como si estuviera intrigada por algo que hubiese mar adentro. No parecía misericordiosa o compasiva, sino aburrida. El rostro carecía de toda expresión. Emília quiso ver la estatua vieja —por cierto, tenía aspecto de más sabiduría—, pero las otras concursantes se arremolinaron alrededor de ella, cortándole el paso y chocando contra su sombrilla.

Emília volvió la cabeza. Al borde del agua se había reunido un grupo de esposas de pescadores. Las olas lamían sus grandes pies descalzos y a veces salpicaban hacia arriba, mojando los dobladillos de las descoloridas faldas de aquellas mujeres. Estaban todas juntas, los brazos bronceados cruzados sobre sus simples blusas, y observaban a Emília y a las otras concursantes. Las caras de aquellas mujeres pescadoras estaban arrugadas, con una expresión de preocupación permanente. Emília les sonrió. Las mujeres la miraron con dureza, recelosas de la extraña banda que había invadido esa playa que era de ellas.

—Miren hacia delante, señoras —ordenó el fotógrafo—. Miren hacia delante.

Las concursantes gorjeaban y sonreían alrededor de Emília. No prestaban atención a sus zapatos llenos de arena. No se acomodaban los guantes. Vivían sin cargar con las lacras de la vida, sin manchas de sudor, ni pelo revuelto, ni uñas mordisqueadas. Emília quería decir todo esto en voz alta. Quería que alguien la escuchara. Doña Dulce la regañaría por semejante comentario. Lindalva lo consideraría simpático. Sólo Luzia lo habría comprendido.

Durante todo el invierno se habían publicado artículos acerca de la brigada de tropas enviada a capturar al Halcón. A Emília le resultaba difícil leer el periódico en la casa de los Coelho. El doctor Duarte tenía prioridad, y éste con frecuencia recortaba los artículos relacionados con criminales para reforzar sus teorías criminológicas y artículos políticos para llevarlos a sus reuniones en el Club Británico. Cuando terminaba con el diario, tenía más agujeros que algunos de los encajes de doña Dulce. La suegra de Emília era otro obstáculo.

—Una dama no lee periódicos en cualquier parte, donde alguien la pueda ver —insistía doña Dulce. Las damas no podían mostrarse preocupadas por vulgares noticias.

Doña Dulce era siempre la segunda persona que leía el periódico, y ella se encerraba en la sala de estar para que nadie pudiera verla estudiando detenidamente la sección de sociedad. Degas obtenía sus noticias en la facultad de Derecho de la Universidad Federal, de modo que Emília tenía el tercer turno para el diario, pero para el momento en que se le permitía mirarlo, ya era tarde y la mayoría de los artículos que le interesaban habían sido retirados. Emília no podía pedirle al doctor Duarte las hojas que había recortado; una dama no podía mostrarse interesada por los cangaceiros, esos bandoleros, y sus vulgares delitos. De modo que cada vez que Emília visitaba la casa de la baronesa, revisaba con atención los periódicos de la semana. Lindalva guardaba los ejemplares del
Diario
para su amiga, creyendo que Emília estaba interesada en la política. Pero ésta no se preocupaba por Gomes o su «nuevo Brasil». Ella buscaba a Luzia.

Las noticias sobre las tropas disminuyeron cuando la campaña presidencial se volvió más enconada. Emília creía que el capitán Higino y sus soldados estaban perdidos en la selva, hasta que un día, en la segunda página del diario, apareció un artículo. Se decía que el Buitre —llamaban erróneamente al cangaceiro que se había llevado a Luzia— había hecho una emboscada a las tropas gubernamentales en el rancho del coronel Clovis Lucena, para luego escapar a Bahía. Emília recortó el artículo y lo guardó con llave en su joyero, junto con su foto de comunión. Sola en su habitación, leyó el artículo una y otra vez. El periodista decía que entre los cangaceiros fugitivos había una «acompañante» de sexo femenino. «Acompañante». Sonaba a algo sórdido. ¿Esa mujer sería Luzia? ¿Estaba retenida contra su voluntad? La idea preocupó a Emília, pero no podía convencerse de ello. Luzia era una mujer muy decidida, más decidida que cualquier otra mujer que Emília hubiera conocido. Si no había muerto ni se había escapado, entonces su hermana se había quedado por propia voluntad. Esta posibilidad preocupó todavía más a Emília.

Para quitarse esos pensamientos de la cabeza, cerró los ojos. Y ni siquiera al escuchar el clic del flash del fotógrafo los abrió. Sintió que sus pies se hundían en la arena.

Cuánto le habría gustado tener a Luzia junto a ella en aquel arenoso escenario, para disfrutarlo y reír juntas. Emília había sido comparada toda su vida con Luzia. Por decirlo así, su hermana la definía. Allá en Taquaritinga, la torpeza de Luzia sacaba a relucir el aplomo de Emília. Los enojos de Luzia destacaban la suavidad de Emília; su lengua afilada, los silencios de ésta. En Recife Luzia no estaba presente, pero Emília la recordaba todos los días, en su interior resucitaba a la hermana lista y fuerte. Emília sentía que ella no era así de ninguna manera, y la reconfortaba saber que Luzia sí lo era. Compartían la misma sangre y quizá algo de la fuerza de Luzia se mezclaba con la suya, de modo que Emília podía cultivar la fuerza de su hermana dentro de sí. Pero desde que leyó el artículo del periódico sobre los cangaceiros y su «acompañante» sentía que la presencia de Luzia se desvanecía. Los recuerdos que Emília tenía de su hermana parecían empañados. ¿En quién se había convertido Luzia? ¿Y quién era Emília, comparada con una mujer como ésa?

Decidió compararse con otra imagen. Las mujeres que aparecían en las revistas feministas de Lindalva eran cultas y modernas. Lindalva adoraba la «idea» de la modernidad, pero lo que a Emília le gustaba era su aspecto, su brillo. Le agradaban los sombreros elegantes, los vestidos audaces, la imagen triunfadora de la mujer. Soñaba consigo misma conduciendo un automóvil, o entrando con paso firme hacia una mesa electoral con el voto cuidadosamente doblado en la mano. Y sobre todo, Emília imaginaba un taller con muchas ventanas con una docena de máquinas Singer a pedal zumbando, a sus órdenes.

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