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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (48 page)

BOOK: La costurera
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Le preguntó sobre las oraciones matinales de aquellos hombres. ¿Creía ella en el cristal de roca? ¿Creía ella que pronunciando la oración del
corpo fechado
protegía su cuerpo del mal? Luzia no sabía cómo responder a estas preguntas. No era una ignorante, la piedra cristalizada no era más que una roca; los santos de su antiguo armario eran de madera y arcilla; el crucifijo que chorreaba sangre sobre el altar del padre Otto era de yeso y alambre. Desde que el Halcón se ocupaba de sus hombres, todas las tardes Luzia paseaba sola al lado del río. Observaba a los pescadores mientras estiraban las velas de lona sobre la orilla, para que se secaran. Veía jóvenes a bordo de estrechos barcos, dirigiéndolos río abajo con largas pértigas. Veía altares de santos blanqueados, instalados al lado del agua. Veía las expresiones siniestras de las carrancas de madera talladas en las proas para ahuyentar a los demonios de río. Era una forma de vida que jamás imaginó que existiera. Los pescadores tenían sus supersticiones, sus demonios, sus santos preferidos. Y debajo de las aguas marrones del Viejo Chico había otro mundo. Un lugar habitado por pescados rayados y otras criaturas inconcebibles. Era un mundo que no podía habitar ni explicar, pero que sabía que existía.

Cuando regresó una tarde de su paseo, vio al doctor Eronildes sobre su yegua, que volvía de un viaje río abajo. Su vaqueiro montaba al lado en una mula de carga. En las alforjas del animal había varios paquetes, dos latas de queroseno y una pila de periódicos. La anciana criada de Eronildes descendió del porche y lo saludó. El doctor se bajó torpemente de su caballo. Saludó a Luzia con la mano.

—¡Tengo algo para ti! —le gritó.

Eronildes se acercó a ella. Dio una palmadita sobre el bolsillo de su chaleco y sacó un pequeño estuche negro.

—Un regalo —dijo.

Luzia tomó el estuche, vacilante. Era de cuero duro. Rápidamente abrió la tapa. El interior era suave, de terciopelo. Dentro de sus oscuros surcos, como una semilla en su vaina, había unas gafas con montura de metal.

—He pedido que las traigan de Salvador —dijo Eronildes, algo excitado—. Te hice un examen de la vista no hace mucho tiempo, ¿recuerdas? No fue completamente preciso, pero creo que servirá. Tú eres miope, como yo. Estas gafas corregirán tu visión.

Los anteojos parecían etéreos en sus manos. Luzia temió estropearlos. Movió torpemente sus delgados brazos. Eronildes la ayudó a ceñir los extremos redondeados alrededor de sus orejas. El metal estaba frío. Le hacía cosquillas en el tabique nasal. Detrás del doctor Eronildes, Luzia vio de repente, con toda claridad, cada grieta en las paredes blanqueadas de su casa. Vio la veta torcida de las vigas de madera del porche, cada hoja oval en el árbol de juazeiro al lado de su ventana, y al Halcón, de pie al lado de la blanca pared de la casa. Había venido a indagar acerca de los periódicos, pero se paró en seco. Apoyó los dedos gruesos de su mano sobre la pared de la casa y los observaba. Luzia se quitó las gafas.

—Al principio resulta abrumador —dijo Eronildes—, pero te acostumbrarás a ello.

—Gracias —respondió Luzia. El Halcón seguía allí, pero ahora estaba otra vez borroso, como una sombra.

—Luzia —dijo Eronildes. Hizo una pausa y entrelazó los blancos dedos—. Los hombres, los cangaceiros, están tramando marcharse pronto; en cuanto se recuperen todos.

Ella asintió. Eronildes la miró detenidamente.

—Mi padre me enseñó otra expresión —continuó—: «Quien mal anda mal acaba». ¿La has oído?

—Sí.

—Cuando los hombres se marchen, si quieres puedes quedarte en mi casa. Tienes un lugar aquí, quiero que lo sepas.

—Sí —dijo. Luzia se concentró en las relucientes gafas, guardándolas nuevamente en el estuche—. Gracias.

Su habitación estaba en penumbra. Los días eran más cortos; el sol ya se había escondido tras las colinas del río. La joven no encendió la vela. Se paró delante del espejo y abrió el estuche de cuero. Tía Sofía le había advertido de que jamás se mirara en un espejo después de anochecer. Si lo hacía, le había prevenido su tía, vería su propia muerte. Pero aún no estaba oscuro del todo. Luzia se enganchó las gafas detrás de las orejas. Las gafas eran mucho más delgadas que las de Eronildes. La montura de metal de cada lente era un círculo perfecto. Brillaban alrededor de sus ojos.

Tal vez se quedaría allí, pensó. Tal vez le enviara un telegrama a Emília. Tal vez fuera a la capital y se convirtiera en una modista famosa.

Detrás de ella, se abrió la puerta del cuarto de huéspedes. En el espejo, vio al Halcón. Luzia distinguió cada una de las arrugas doradas por el sol sobre el lado bueno de su rostro, cada pelo recogido en una descuidada cola de caballo, cada enrevesada medalla de santo. Se volvió hacia él.

—¿Qué es eso? —preguntó el cangaicero con los labios apretados.

—Unas gafas —respondió.

El Halcón avanzó hacia ella. Su mano salió disparada hacia delante. Luzia sintió un aleteo en el pecho, como si tuviera una polilla atrapada. Se preparó para el golpe, pero los dedos se abalanzaron sobre los anteojos. Luzia se sujetó las gafas, le esquivó y dio un salto atrás para alejarse.

—¿Qué diablos haces? —gritó la joven.

—No quiero que te regale joyas.

—No es una joya —replicó Luzia, apretando las gafas en la mano—. Son un remedio para mis ojos, para corregir mi visión.

Él la agarró con fuerza.

—No necesitas que te corrijan —dijo.

Sus ojos brillaban, oscuros e inquietantes. El lado de su rostro sin la cicatriz se contrajo, subiendo y bajando, como incapaz de decidir qué expresión adoptar. Finalmente Luzia le acarició para que se tranquilizara.

Ya lo conocía. Conocía cada arruga, cada músculo, cada cicatriz oscura y reluciente…, y este conocimiento la llenó de audacia. Luzia miró sus labios torcidos; parecían extraños e inaccesibles, pero no ocurría lo mismo con sus cicatrices. Antes de que pudiera apartarse, posó la boca sobre la marca de su cuello, sobre las picaduras circulares en su mano, sobre el largo corte sesgado en su antebrazo. Sabía a sal y a clavos de olor. Él le echó la trenza a un lado y se inclinó sobre su cuello. No la besó…, inhaló, moviéndose hacia su oreja, aspirándola entera. Su voz era baja e intensa. Luzia no pudo oír las palabras, no pudo saber si eran súplicas u oraciones.

Las gafas se le cayeron de la mano. Luzia cerró los ojos y sintió que estaba de nuevo en el barranco, vadeando a través de aguas extrañas y, de pronto, pisando en un lugar donde no hacía pie. Se sintió atrapada, envuelta, arrastrada hacia abajo. Pero él estaba a su lado, y no en el torrente, sino sobre aquel duro suelo del cuarto de huéspedes. Luzia sintió temor. No podía recobrar el aliento. Sintió movimiento, luego dolor, y luego un gran estallido de calor dentro de ella, como si le inyectaran un chorro de azúcar quemada sobre el vientre. Se contrajo y se abrazó a él, devolviéndole con la respiración sus extrañas e inaudibles palabras, rematándolas no con un «amén», sino con un «Antonio».

13

Se casaron en noviembre, a la sombra del porche delantero de Eronildes. Luzia llevaba una camisa limpia y una falda prestada por la esposa de uno de los peones. Tuvo que alargar los bajos y coser un volante fruncido de algodón rústico alrededor de la falda y los puños de la camisa. Llevaba un ramo de azahar, y también llevaba sus gafas.

Habitualmente, antes de una ceremonia nupcial el novio y sus parientes se encaminaban a la casa de la novia, en donde ella se despedía de su familia y marchaba a la capilla junto a su prometido. No había capilla en la hacienda de Eronildes y Luzia no tenía ni hogar ni familia, por lo que se instaló en el porche trasero de la casa y esperó con la vieja criada. La mujer había guardado su pipa. No le había hecho ninguna advertencia ni dado consejo alguno a Luzia. Sencillamente trenzó su cabello muy apretadamente, le dijo que masticara clavos de olor para el aliento y hurtó un poco de la loción Zarza Real del doctor, con la que frotó el cuello y los brazos de la novia. La loción perfumada era potente, y mientras Luzia esperaba a Antonio en el porche trasero olía como el doctor Eronildes, a sábana almidonada.

Antonio llegó acompañado de sus hombres. Llevaba el pelo peinado hacia atrás con tanta brillantina que relucía como un casquete de seda oscura. Sus alpargatas también habían sido lustradas con brillantina, a falta de otra cosa. Debe de haber usado una lata entera, pensó Luzia. El lado de su rostro sin la cicatriz temblaba. La boca se elevó, le siguió la mejilla, y la piel alrededor de su ojo se frunció. Eran movimientos que habrían pasado desapercibidos en otro, pero cuando se comparaban con la mirada plácida e inmutable de su lado marcado parecían exagerados e involuntarios. Era más fácil no verlo, concentrarse en el lado inmóvil a pesar de la marca estriada. Pero Luzia se centró en la observación del lado activo. Era el que le decía algo de aquel hombre.

Cuando subió al porche trasero y extendió su mano, Luzia le dio la espalda y se arrodilló. La tradición dictaba que cayera sobre sus rodillas y se despidiera besando las manos de sus padres. Pero sólo estaba la criada. Luzia le cogió la mano: tenía los huesos delgados y era áspera, como la pata de una gallina.

Antonio la condujo al porche delantero, donde el doctor Eronildes esperaba. No había sacerdotes cerca de su hacienda y no podía llamar a uno del poblado ribereño más cercano. Atraería demasiada atención. Al principio, Eronildes no quiso oficiar la ceremonia. Dijo que no tenía Biblia, que no conocía oraciones, pero Antonio insistió. Quería una boda de verdad. Señaló el diploma enmarcado de médico, en letra cursiva, que colgaba en el salón de Eronildes. El diploma hacía de Eronildes un representante oficial, dijo Antonio. Lo hacía casi tan válido para esas cosas como un sacerdote.

La ceremonia fue rápida. Cuando llegó el momento de la entrega de los anillos, Luzia extendió la mano pero Antonio sacudió la cabeza. Se desabrochó la chaqueta y desenredó una cadena de oro del cuello. Era una medalla de santa Lucía, un amuleto redondo con dos ojos de oro en el centro. Antonio la pasó por encima de la cabeza de Luzia.

Los cangaceiros estaban de pie debajo del porche, al sol. Tenían expresiones serias y concentradas en los rostros. Las mismas expresiones que cuando se escondían entre la maleza y observaban una hacienda o un pueblo desde lejos, tomando nota de sus ventajas y amenazas. Aun así, una boda significaba una fiesta, y ello los animó. Canjica y la criada anciana asaron tres corderos y tres gallinas. Abrieron frascos de mermelada de cajú y botellas de licor de caña. Los hombres comieron y bailaron. Cuando Luzia desató el ramo y arrojó las flores de azahar al aire, se empujaron unos a otros, con alegría, para cogerlas.

Solamente el doctor Eronildes se mantuvo alejado de las efusiones. En medio de la luz crepuscular del atardecer, se sentó en su porche y leyó los últimos periódicos que le faltaban. Una botella de whisky descansaba a medio beber a su lado.

—¿Vamos a brindar? —le preguntó Antonio—. Nos prometió un brindis.

Eronildes levantó la mirada. Tenía los anteojos opacos, los ojos rojos. Arrugó el periódico en la mano.

—No es ocasión para brindar.

Antonio frunció el ceño. Eronildes tragó rápidamente un vaso de whisky. Luego arrojó un periódico a Luzia.

—Léelo —dijo, tosiendo—. El mercado se ha desplomado.

—¿Se ha derrumbado? —preguntó Luzia, confundida. Sin ningún motivo, pensó en Emília y se preocupó—. ¿Cuál? ¿Dónde?

—¡No ha sido un edificio! —explicó Eronildes, enjugándose la frente—. El mercado de valores en Estados Unidos. El azúcar, el algodón, el café no valen nada ahora. Estamos condenados a la miseria.

Luzia estiró el periódico arrugado. Era de hacía varias semanas, con fecha de los últimos días de octubre. Los barones del café de Sao Paulo y Minas hacían cola, cansados y serios. Sus cosechas no tenían ningún valor. En Estados Unidos llamaban al problema financiero el
crash
, y en Brasil lo llamaban «la Crisis». Los productores de azúcar en los alrededores de Recife estaban quemando la caña, porque esperaban que eso hiciera subir el precio. Las elecciones presidenciales habían sido retrasadas hasta marzo del siguiente año. Los candidatos echaban la culpa de la crisis a los otros partidos.

—Sólo Dios sabe lo que ha sucedido desde entonces —dijo Eronildes—; ese periódico es viejo. Tendré que enviar un telegrama a Salvador mañana para ver si mi madre está bien. Todo debe de ser un desastre en las ciudades. —Bebió otro trago de whisky. Sus dedos temblaban—. Ahora elegir a Gomes es nuestra única salvación.

—Nuestra salvación no está en esta tierra —respondió Antonio.

—Me refiero a la salvación comercial —ladró Eronildes, arrastrando las palabras—. La modernización es nuestra única esperanza, la queramos o no.

—Lo nuevo no es siempre lo mejor —alegó Antonio.

Eronildes se echó más whisky, con tanta brusquedad que le salpicó en el pantalón.

—Tú empleas rifles, ¿no es así? —argumentó el doctor—. Puedes disparar a un hombre desde muchos metros de distancia. He ahí un invento moderno.

—Un rifle es útil —respondió Antonio—, debo admitirlo. Pero cualquier idiota puede disparar uno. En cambio, matar a un hombre con un puñal requiere una mayor destreza. Ése es el problema con lo moderno…, alienta a los idiotas a creer que son tan capaces como los hombres de verdad.

Eronildes soltó una risa aguda. Un azahar marchito cayó de su ojal.

—Bueno, señora Teixeira —dijo, poniendo énfasis en cada sílaba—, ¿qué piensa de todo esto? ¿Quién es el idiota y quién es el hombre de verdad?

Luzia lo oyó pero no pudo hablar. Había descubierto la sección de sociedad de otro periódico atrasado. Debajo del título había una fotografía titulada «Concurso anual de quitasoles de las Damas Voluntarias de Recife, 1929». Una fila de mujeres sonrientes portaba sombrillas primorosamente decoradas. El primer premio tenía cintas que colgaban de los bordes. En su diseño se veía una nube de lluvia, una mazorca de trigo, un sol, una dalia. La mujer que llevaba este quitasol lucía un sombrero redondo con una pluma rayada en el ala. Su cabello le llegaba hasta la barbilla y llevaba rizos. Tenía los labios oscuros; los ojos, cerrados. Aun así, Luzia supo quién era.

Capítulo 7

Emília

Recife

Septiembre de 1929-diciembre de 1930

1

El concurso anual de sombrillas de las Damas Voluntarias de Recife se realizaba durante la última semana de septiembre. Bastante después de los ruidosos desfiles del Día de la Independencia, a principios de mes, como para no ser ensombrecido por ellos, pero también bastante antes del bochornoso calor de octubre. Ese año, la competición se iba a realizar en la playa de Boa Viagem.

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