Degas condujo su coche rumbo a la ceremonia. Emília iba sentada en el asiento trasero del Chrysler Imperial al lado de doña Dulce, que se agarraba al reposabrazos de cuero. Degas prefería la velocidad a la prudencia. Esquivaba carros tirados por burros y chocaba contra los bordillos. El doctor Duarte, inquieto, cambió de posición en el asiento del acompañante.
—La imprudencia no es necesaria —masculló.
Con cada viraje brusco, con cada sacudida, la cara del doctor Duarte se ponía roja y se agarraba con fuerza a los laterales del asiento. Varias veces amenazó con contratar un chófer. Degas son rió. Los automóviles eran todavía una novedad en Recife y se consideraba que conducir un coche era un lujo, como leer y pintar. Había pocos conductores hábiles en Recife, y Degas se consideraba uno de ellos. El doctor Duarte dejó escapar un gruñido. Emília era la única que valoraba la velocidad de su marido. Estaba ansiosa por ver el mar.
Hacía unos años, el gobierno de la ciudad había construido un puente hacia la región pantanosa de Pina, con lo cual consiguió que la playa de Boa Viagem fuera accesible para automóviles y carruajes. Pronto se instaló la línea del tranvía y más tarde se pavimentó la avenida principal. Para cuando Emília se familiarizó con Recife, la playa de Boa Viagem ya era famosa como lugar elegido por muchas familias para las vacaciones de verano. Las chozas de hojas de palmera de los pescadores que bordeaban la playa estaban siendo lentamente reemplazadas por mansiones de ladrillo y cemento.
La baronesa había invitado a Emília a participar en el concurso de sombrillas. Había dicho que era una competición tonta —cada concursante recibía una simple tela de sombrilla y tenía tres semanas para decorarla—, pero los resultados hacían que el tedioso trabajo valiera la pena. La ganadora era premiada con un puesto entre las Damas Voluntarias. Emília pasó un día entero decorando su sombrilla, cubriéndola con motivos inspirados por el jardín de la tía Sofía: mazorcas de seda amarilla, dalias de crepé rojo, hebras de lluvia hechas con cuentas azules. Emília se atuvo a un diseño lleno de color, pero simple; no quería parecer demasiado cursi. Intuía que el jurado de las Voluntarias habría tomado su decisión mucho antes del concurso. El año anterior habían aceptado a Lindalva, aunque se había limitado a prender con alfileres páginas de poemas a su sombrilla camino de la competición. Su madre era, después de todo, la baronesa. Si no se tenía ningún miembro de la familia en las Voluntarias, tenía que ser aceptada por sus méritos. Había que pertenecer a una familia nueva. Una tenía que tener alguna habilidad, como la costura, la pintura, la música o en el caso de Lindalva la oratoria. Y lo más importante, una tenía que ser interesante, porque las Damas Voluntarias odiaban las reuniones aburridas.
—Pero no hay que ser demasiado interesante —le advirtió la baronesa—, pues entonces una se vuelve vulgar.
En los nueve meses transcurridos desde su primer y desconcertante carnaval en Recife, Emília había conocido a cada una de las integrantes de las Damas Voluntarias. Una por una, habían aparecido en la casa de la baronesa los mismos días que Emília visitaba a Lindalva. Bebieron café juntas en la galería de la baronesa, donde las mujeres Voluntarias inspeccionaron tranquilamente a Emília.
—Oh —le decían, apoyando pañuelos bordados sobre las cejas y eliminando cualquier gota de sudor visible—. Esto debe de ser muy diferente de tierra adentro.
Rara vez decían «el campo» o «el interior». Preferían «tierra adentro», una expresión que hacía que Emília pensara en los húmedos recovecos de un cajón o un armario difíciles de alcanzar. Un espacio oscuro lleno de cosas olvidadas, abierto sólo en momentos de necesidad o nostalgia, para luego ser cerrados rápidamente.
Con el tiempo, las Damas Voluntarias le hicieron llegar a Emília invitaciones a tomar el té, a almuerzos y a cenas con baile en el Club Internacional. En cada una de estas ocasiones, las mujeres la miraban con fascinación y un toque de precaución, además de compasión, como a un animal salvaje que uno caza para convertirlo en mascota pero en el que nunca confía del todo. Emília se daba cuenta de que su amistad con la baronesa le daba prestigio social, pero que era la posible inferioridad de sus orígenes lo que la volvía atractiva para las mujeres Voluntarias. La habían declarado «interesante».
Como costurera del coronel y de doña Conceição, Emília había aprendido a ser una excelente criada, observando atentamente a su ama, comprendiendo sus cambios de humor, descifrando sus necesidades y estando disponible de inmediato o, por el contrario, pareciendo invisible, según lo pidiera la situación. Emília usó estas habilidades con las mujeres de Recife. Se reía en los momentos adecuados. Estaba llena de energía, pero no excesivamente ansiosa. Aprendió a escuchar con simpatía cuando correspondía y también a girar la cabeza y fingir que daba privacidad a aquellas mujeres. Pero Emília no podía ser demasiado servicial; las mujeres de Recife se habían pasado toda su vida dando órdenes al servicio doméstico a sueldo. Si Emília adoptaba el comportamiento de una criada, sería tratada como una de ellas. De modo que tenía que atenuar su naturaleza dócil con opiniones fuertes.
Emília sacó libros de los estantes de la biblioteca de los Coelho y se impuso la obligación de leerlos. Las novelas, los poemas y los libros de geografía fueron difíciles de comprender al principio, pero ella avanzó tenazmente. Buscó palabras largas en el muy usado diccionario de Degas. Leyó incontables periódicos y estudió las revistas internacionales del doctor Duarte y los manifiestos de los boletines feministas de Lindalva. A través de sus lecturas, Emília aprendió que la distinción entre lo que era vulgar y lo que era aceptable fluctuaba tanto como el estilo de los vestidos de las mujeres. Lo que era impropio un mes se convertía en vanguardia al mes siguiente, y antes de que pasara mucho tiempo estaba absolutamente de moda.
Recife, como otras capitales brasileñas, se estaba modernizando. Las señoras salían de sus casas con portales de hierro para entrar en oscuros cines a ver películas mudas. Estaban cambiando los cuidados jardines de la plaza del Derby por la Rúa Nova para celebrar sus encuentros. En esa calle había salones de té y bandas de jazz. En Río, fotografías de la playa mostraban a mujeres con trajes de baño sin mangas y escotes peligrosamente pronunciados. Y gracias a la campaña presidencial y la proximidad de las elecciones, hasta el sufragio femenino se volvió aceptable. Lindalva convenció a las Voluntarias para que emprendieran una campaña para conceder el voto a las mujeres que supieran leer y escribir. Votar, argumentaba, era un deber moral como cualquier otro: parir, cuidar la casa y educar a los jóvenes líderes del futuro. Las sufragistas no añadieron a sus demandas el derecho a divorciarse o a tener propiedades, separando tales libertades de su campaña tan estrictamente como doña Dulce separaba la comida en su despensa, cambiando de lugar frijoles negros y codillos de jamón para ubicarlos en la sección de los criados, aunque había admitido ante Emília que, en las tardes frescas y lluviosas, con frecuencia ansiaba esas comidas grasientas. Como la mayoría de las señoras, nunca cedió a sus antojos. Según doña Dulce, eran impropios, y ver a una esposa consumir tales artículos sería demasiado desagradable para cualquier marido.
Doña Dulce no era sufragista. Leía los artículos periodísticos con desagrado y un temblor de miedo. No sólo anónimas mecanógrafas, maestras y telefonistas, sino también elegantes niñas de familia iban cayendo en lo que doña Dulce llamaba «el remolino de la vida moderna». Creía que Emília era también una víctima de esto. Emília fingía ignorar a su suegra, pero secretamente usaba a doña Dulce como un mensaje de advertencia para no avanzar demasiado con sus opiniones y ambiciones. Emília, como las mujeres Voluntarias, tenía que mantener el delicado equilibrio entre ser vulgar y ser respetable.
En la playa de Boa Viagem, las integrantes de las Damas Voluntarias iban de un lado a otro saludando a las concursantes, que exhibían sus sombrillas. Sobre la arena compacta, cerca del camino, había filas de sillas de madera en las que se sentaban jueces e invitados. Emília se quedó en los bordes externos de la multitud, cerca de un cocotero. No se mezcló con los demás. Su sombrilla permaneció cerrada, olvidada en sus manos.
Delante de ella se extendía el océano, vasto y oscuro, con el color de un moretón infinito. No era verde, como había imaginado alguna vez. Al igual que todo en Recife, no era lo que Emília había previsto. Toda aquella cantidad de agua la sobrecogió. Cerca de la orilla, olas gigantes y espumosas avanzaban y retrocedían. Emília cerró los ojos. El batir de las olas sonaba como tela rasgada.
—¡Emília! —gritó la voz de una mujer sin aliento y con urgencia.
Abrió los ojos. Lindalva corrió hacia ella.
El estilo anteriormente descuidado y bohemio de su amiga había sido reemplazado por una falda plisada verde y una chaqueta deportiva haciendo juego. Un «conjunto de dos piezas», lo llamó Emília cuando lo vio por primera vez usado por una estrella del tenis británico, en una de las revistas de actualidad del doctor Duarte. La joven quedó fascinada con las cuidadas faldas y las prácticas prendas superiores de la tenista. Inspirada por esto, se encerró en su dormitorio, se sentó ante su Singer recién comprada y cosió para sí un conjunto de dos piezas. Cuando Lindalva vio el resultado, quiso tener uno. Emília le dio instrucciones acerca del diseño a la costurera de la baronesa, y le enseñó a hacer el plisado. Varias Damas Voluntarias se acercaron a Emília y le preguntaron si ellas también podían compartir el modelo con sus modistos. En poco tiempo, toda mujer influyente en Recife tenía un conjunto de dos piezas. En las reuniones sociales, estas mujeres dejaron de hacer referencia a los orígenes de Emília y no volvieron a preguntarle sobre la vida tierra adentro. En cambio, la consultaban sobre moda. En estas conversaciones, el comportamiento de las mujeres cambió —asentían con la cabeza, sonreían, se volvían más corteses— y Emília se dio cuenta de que la admiración venía no sólo del estatus social o los finos modales, sino también de las ideas: el talento podía borrar su pasado.
Lindalva le dio a Emília un beso en la mejilla. Con un rápido movimiento cogió la sombrilla de manos de su amiga y la abrió de un golpe. Lindalva inspeccionó su trabajo.
—¡Motivos campestres! ¡Oh, al jurado le va a encantar esto! —exclamó—. En cuanto este tonto asunto esté terminado, tendrás un lugar entre las Voluntarias y podremos concentrarnos en temas más importantes. He encontrado a una muchacha interesante, que parece llena de energía. Dice que sabe coser. Tú tendrás que ver si realmente es buena, por supuesto. Luego necesitaremos un espacio. No puede ser la casa de mi madre. Allí todos nos verían ir y venir con telas y costureras. Debemos tener nuestro propio local.
—Sí —interrumpió Emília, cogiendo la mano a Lindalva. Se había acostumbrado a frenar el parloteo constante de su amiga—. Quiero que las costureras tengan un lugar bonito para trabajar: una habitación con ventanas y aire fresco. Y no podemos tenerlas sobre las máquinas desde la mañana hasta la noche. Quiero que las Damas Voluntarias se ofrezcan para organizar clases. Para enseñarles a leer.
—¡Eso es brillante! —dijo Lindalva con una amplia sonrisa, mostrando la exagerada separación entre sus dientes—. ¡Nos dará más votos!
Apretó la mano de Emília y la condujo hacia donde estaba la gente.
Durante los meses de invierno, cuando la lluvia caía en pesadas cortinas inclinadas, haciendo crujir los cables de los tranvías en sus líneas eléctricas, Emília y Lindalva, sentadas en la galería de la baronesa, habían leído las publicaciones sufragistas. Se habían reído tontamente y sin poder controlarse cuando Lindalva enseñó a Emília a bailar el tango —un baile que los periódicos llamaban «lujurioso»—, apretando sus mejillas una contra otra, extendiendo los brazos y yendo de aquí para allá en la sala de estar de la baronesa. Y después de que Emília creara sus triunfantes conjuntos de dos piezas, Lindalva y ella conspiraron para abrir su propio taller de costura. Iban a copiar las modas más recientes y más audaces de Europa para presentarlas en Recife, confeccionando ropa que incluso las mujeres de Río y Sao Paulo iban a desear tener. Emília sería la fuerza creativa, mientras que Lindalva manejaría las finanzas. Como mujer casada, Emília era considerada una pupila de su marido, como un niño o un pariente sin juicio. Cualquier negocio que crearan tendría que estar a nombre de Lindalva; de esa manera, no necesitarían el permiso de Degas y no tendrían que compartir con él las ganancias si tenían éxito. Pero si fracasaban, Lindalva se llevaría la peor parte de la carga.
Emília agradecía la generosidad de su amiga. De todas maneras, sentía cierta desconfianza. Recordaba la advertencia de doña Dulce: las mujeres de Recife forjaban alianzas, no amistades. En presencia de Lindalva, la joven esposa de tierra adentro temía decir demasiado, caer en sus viejos hábitos o hablar con su acento provinciano. Emília jamás mencionó a Luzia. No le gustaba hablar de su pasado, aunque Lindalva le rogaba que le contara cosas acerca de «la vida de una mujer que trabaja». Emília sentía envidia de la buena fortuna de Lindalva; su amiga nunca tenía que preocuparse por cometer errores sociales. Lindalva no estaba casada y no tenía por qué estarlo. Podía comprar su propia ropa, organizar manifestaciones por el sufragio, reírse de la sociedad de Recife y a la vez seguir siendo aceptada por ella. Lo peor era que Lindalva creía que esa libertad estaba disponible para cualquier mujer. Sólo tenía que desearlo lo suficiente.
En el concurso de sombrillas, Lindalva condujo a Emília hacia el jurado, que admiró su trabajo. No lejos de allí, el doctor Duarte departía con los maridos de las Voluntarias. Degas fumaba y miraba su reloj de bolsillo. Doña Dulce observaba a la multitud. Llevaba un vestido y un sombrero color de habano. Había guardado sus vestidos azules y verdes cuando comenzó la campaña electoral y había optado por los tonos neutrales. La política era vulgar, opinaba doña Dulce, y quería apartarse de ella. La ciudad se había dividido en dos bandos, el verde y el azul. Todos los días aparecían las fotografías del candidato de la oposición, Celestino Gomes —con arrugado uniforme militar y altas botas que cubrían la mayor parte de su rechoncha figura—, codo con codo con su compañero de candidatura, José Bandeira.