Si Emília adoptaba el brillo de la modernidad, usaba los vestidos adecuados, expresaba las opiniones correctas, actuaba con diligencia y creatividad, se ganaría la admiración de Recife. Se había liberado de sus sueños juveniles de poseer un hogar y convertirse en una matrona. Había aceptado el hecho de que Degas nunca sería un maestro amable ni un marido cariñoso. Y ya que no podía ser amada, decidió entonces que sería admirada.
—La ganadora es… ¡la señora de Degas Coelho! —gritó una mujer. Se produjo una ola de discretos aplausos y luego de risas—. ¡La señora de Degas Coelho! —gritó otra vez la voz.
Emília abrió los ojos.
Un mes después del concurso, sobrevino la crisis y los planes empresariales de Emília se frenaron en seco. Fue un jueves, el día que doña Dulce destinaba al lavado de la ropa de cama y a ventilar los colchones. Las criadas de los Coelho corrían de un lado a otro, quitando las sábanas de las camas y llevando abajo los blancos bultos, levantando colchones y arrastrándolos hasta la zona cubierta del lavadero de la casa, para sacudirlos y rociarlos con agua de lavanda. Desde su dormitorio, Emília podía escuchar los ruidosos golpeteos de las raquetas de mimbre sobre los colchones. Escuchaba los gritos de la lavandera. Aprovechó la conmoción y entró a hurtadillas en la cocina, donde se preparó su infusión especial y bebió hasta que el estómago se llenó de líquido. Mientras tomaba el último trago, doña Dulce entró en la cocina. Miró fríamente a Emília; luego se dirigió al lavadero, donde les dijo a las criadas que dejaran de trabajar.
—Guardad silencio —ordenó doña Dulce—. El doctor Duarte no está hoy de humor para jaleos.
El almuerzo fue silencioso y rápido. Doña Dulce le permitió al doctor Duarte tragar su comida y dirigirse al salón a escuchar la radio. Degas acompañó a su padre, dejando a Emília sola con doña Dulce y su postre, un pudin de papaya bañado con licor de grosella. Inquieta, la suegra también abandonó pronto la mesa y fue al salón a escuchar la radio llena de interferencias. Los postres, abandonados, se echaron a perder sobre la mesa. Emília se dio cuenta de que algo importante y terrible había ocurrido.
Las ásperas y lejanas voces de la radio anunciaban que el mercado de valores había caído en Estados Unidos. El doctor Duarte y Degas estuvieron sentados junto a la radio toda la tarde y hasta bien entrada la noche. Emília no sabía nada de mercados financieros. ¿Cómo podían ser que artículos tan necesarios como el azúcar, el café y el caucho tuvieran mucho valor un día y no valieran nada al día siguiente?
El viernes, los locutores parecían medianamente optimistas. Todo el fin de semana los Coelho esperaron noticias. El lunes, los periódicos y los programas de radio decían que los mercados en todo el mundo estaban cayendo al enterarse de las noticias procedentes de Nueva York. Llamaron a aquel día «lunes negro» y al siguiente «martes negro», y después los días no necesitaron ya esos sobrenombres, porque todos eran sombríos. Recife fue presa del pánico. Los negocios cerraron sus puertas. La cocinera se quejó de que en los mercados no había vendedores. La carne comenzó a escasear. Los locutores decían que en Estados Unidos el
crash
había producido una depresión que se iba a sentir en todo el mundo. En Brasil, la turbulencia económica fue llamada «la crisis» y en Recife las familias viejas fueron las primeras en sentirla.
Poco a poco, los dueños de los ingenios azucareros comenzaron a aparecer en la casa de los Coelho vestidos de luto y con montones de papeles debajo del brazo. De inmediato eran acompañados a la oficina del doctor Duarte. Algunos traían a sus esposas consigo, como si estuvieran haciendo una visita social, aunque Emília nunca había visto a una mujer de las familias viejas poner un pie en la casa de los Coelho. Doña Dulce y Emília se sentaban con estas mujeres vestidas de negro. Emília reconocía a algunas gracias a sus paseos por la plaza del Derby. Casi todas se mostraban cordiales y sonrientes. Tomaban café y charlaban como si desde tiempo atrás hubieran querido visitarlas y no se hubiera presentado la ocasión. A pesar de su cordialidad, Emília se dio cuenta de la manera descuidada, despectiva, en que las mujeres manipulaban la porcelana de doña Dulce. Dejaban los pequeños platos ruidosamente sobre la bandeja del té y hacían tintinear con fuerza sus cucharas contra los finos bordes de las tazas, como si en realidad quisieran romperlas pero que pareciera involuntario.
Por debajo de la cortesía de aquellas mujeres había irritación. Emília se enteró de que los papeles que sus maridos llevaban a la oficina del doctor Duarte eran escrituras, títulos de propiedad de casas en la calle Rosa e Silva y documentos de bienes en las playas de Boa Viagem y en los almacenes vacíos cerca del puerto. Le entregaban todo lo que poseían en Recife al doctor Duarte para no dejar de pagar sus préstamos y no perder sus máquinas importadas, y luego, sus plantaciones.
Debido a sus préstamos, el doctor Duarte conocía toda la «podredumbre», como decía él, de todas las familias de Recife. Emília pensaba que era significativo que no dijera los «secretos», sino la «podredumbre», como si los problemas de las familias fueran desperdicios con un olor desagradable que todos percibían pero resultaba imposible erradicar. Sólo el doctor Duarte conocía el origen y la extensión de la podredumbre. Tenía en sus manos el poder de mostrar, de difundir los problemas de una familia por toda la ciudad, pero no lo hacía. El doctor Duarte tenía fama de discreto; cuando se hacía cargo de una propiedad, nadie sabía si se había ejecutado la hipoteca o simplemente se la habían vendido. Debido a esto, las mujeres de las viejas familias que entraban en la casa de los Coelho atenuaban su repulsión con un frío respeto. Y los hombres de las viejas familias que pertenecían al gobernante Partido Azul le permitían al doctor Duarte apoyar a Gomes y a su Partido Verde sin propinarle ningún castigo político.
Algunos propietarios de fábricas textiles también visitaban al doctor Duarte. Estos hombres estaban alegres y sudaban debajo de sus sombreros de fieltro, vestidos con sus almidonados trajes con chaleco. Sus talleres no estaban en su mejor momento, pero se mantenían saludables. Por la ventana de su dormitorio, Emília podía ver las largas columnas de humo que se alzaban desde las construcciones de ladrillo de la Hilos Torre y la Compañía Textil, y las de sus rivales en Macaxeira y Tacaruna. En sus viajes a la tienda de telas, Emília veía filas de inmigrantes que serpenteaban delante de las puertas de la fábrica. Cortadores de caña de azúcar que habían perdido el trabajo se dirigían por centenares hacia Recife con la esperanza de encontrar un puesto de trabajo en las fábricas. El doctor Duarte anunció que usaría su compañía de importaciones y exportaciones para traer máquinas destinadas a los dueños de las fábricas y enviar telas al exterior.
Después del
crash
, la vida seguía, la campaña presidencial continuó. A finales de noviembre, los líderes del Partido Azul insistían en la necesidad de mantener el rumbo y ser fieles a la tradición. Aseguraban a los ciudadanos que la crisis iba a pasar. El Partido Verde no ofrecía semejante consuelo: apuntaba a la modernización, a un «nuevo Brasil» que fuera menos dependiente de la agricultura y más de la industria. El gobernador de Pernambuco y el alcalde de Recife —ambos del Partido Azul— cayeron sobre los seguidores del Partido Verde. Ordenaron a la policía que disolviera las concentraciones, que ocupara los periódicos favorables a Gomes y que mantuviera una estrecha vigilancia sobre el Club Británico, donde se reunía el grupo político del doctor Duarte. A pesar de estas intimidaciones, cada vez más gente pegaba retratos de Celestino Gomes en sus puertas, en los escaparates y en los puestos del mercado, junto a las imágenes de los santos protectores.
En la ciudad de Recife, los partidarios de Gomes eran principalmente los de las familias nuevas y la clase media. En otras partes de Brasil, los admiradores de Gomes constituían una alianza incongruente, formada por militares que querían a uno de los suyos en el cargo, por católicos desilusionados a quienes no les gustaba la separación de la Iglesia y el Estado del gobierno azul, por reformadores sociales que querían poner límites a los abusos en las fábricas y al trabajo de los menores y por una mezcolanza de sufragistas, comerciantes e intelectuales. Estos grupos aparentemente distintos tenían una cosa en común: durante años habían sido ignorados por las oligarquías de Sao Paulo que controlaban el Partido Azul. En su campaña, Gomes los había cortejado a todos ellos. Y aunque sus mensajes eran a veces contradictorios, su encanto y entusiasmo eran contagiosos, de modo que cada grupo de partidarios de Gomes creía que era «su hombre» y estaba convencido de que, si Gomes ganaba, se ocuparía de ellos primero.
Debido a las restricciones del gobierno azul en Recife, la mayoría de los partidarios de Gomes no podían transmitir sus mensajes de lealtad al candidato.
—Hasta los perros callejeros apoyan a Gomes —cuchicheaba con frecuencia Lindalva a la hora del almuerzo—. Pero no pueden hablar de eso. Nadie puede.
Los perros callejeros, producto de mil cruces, con sus cuerpos cubiertos de mil pelajes y las costillas a la vista, constituían la casta más baja en las calles de Recife. Eran ignorados, ahuyentados, golpeados. Pero durante las últimas etapas de la campaña presidencial de Gomes, la gente empezó a respetar a los perros. Uno a uno, fueron apareciendo con pañuelos verdes de Gomes atados en el cuello o en el rabo. Mientras olfateaban en busca de restos alrededor de los mercados al aire libre, o peleaban en los callejones, o se echaban al sol con ojos somnolientos en los parques de la ciudad, los chuchos sin dueño se habían convertido en anuncios vivientes de la oposición.
Emília vio por primera vez uno en enero de 1930 —tres meses después del colapso de los mercados de valores— delante de una tienda de telas, en la calle Emperatriz. Ella y Lindalva se dirigían al automóvil de la baronesa. Un empleado las seguía, llevando un rollo de delicada tela oscura bien protegido por papel de envolver. Dentro del paquete iban también dos cremalleras.
—Es la más reciente tendencia para reemplazar a los botones —había dicho el vendedor, y con un rápido movimiento movió al instante el cierre hacia arriba y hacia abajo.
Emília miró asombrada los clientes que se unían como una línea de diminutas puntadas de metal. Estaba ansiosa por regresar a la casa de los Coelho para poder admirar aquellos cierres en privado. La crisis había entorpecido los planes de Lindalva y ella para montar un taller. La baronesa y su hija, al igual que los Coelho, estaban financieramente seguros, pero muchos otros no. Las mujeres no querían nuevos vestidos, y si los querían, los estilos que compraban eran recatados, de tonos oscuros y de cortes sencillos. La moda había adquirido el humor sombrío del mundo. Emília tenía que reconsiderar sus diseños.
Fuera de la tienda de telas, en su prisa por llegar al automóvil de Lindalva, Emília no vio al perro callejero delante de ella. Le pisó el rabo. El animal aulló y luego gruñó. El empleado de la tienda iba a darle una patada, pero se detuvo en seco: había un pañuelo verde alrededor de su flaco cuello. El perro huyó. Lindalva, Emília y el empleado de la tienda subieron rápidamente al coche.
Después de eso, Emília empezó a ver los perros de Gomes por todas partes. Se echaban en el camino de tierra, al otro lado de los portones de la casa de los Coelho, y se retorcían en extrañas posiciones, intentando arrancarse a mordiscos los trapos verdes atados a sus patas, a sus cuellos y a sus colas. En la puerta trasera de la casa, el doctor Duarte había puesto tazones de leche y sobras de comida para los perros callejeros. En la Rúa Nova, donde los sábados Degas y ella se paseaban del brazo junto a otras parejas de familias nuevas, los perros vagabundos zigzagueaban entre sus piernas. Corrían por las calles de la ciudad esquivando a los tranvías que partían del parque Alfonso Pena. Mendigaban comida delante de las puertas doradas del restaurante Leite, donde Emília y Lindalva comían a menudo con la baronesa Margarida. Y en las raras ocasiones en que Degas la llevaba al cine en San José, Emília veía a esos perros cruzando el puente de hierro que conducía al Barrio Recife. Era un vecindario de casinos y hoteles de mala muerte, un barrio en el que las mujeres respetables nunca entraban. Incluso había algunos hombres que se persignaban antes de atravesar aquel puente. Pero a los perros callejeros no les preocupaba el decoro. Se paseaban de un lado a otro del puente de hierro con los trapos verdes atados a sus colas flameando como banderas.
A diferencia de los perros callejeros, pocas personas reconocían su apoyo a Gomes. Pero muchos le escuchaban. Todas las noches, cuando terminaban de cenar, Emília y los Coelho se sentaban en el salón y oían los discursos de Celestino Gomes. En la puerta, las criadas, por parejas, se turnaban en su trabajo para poder escuchar también ellas.
«¡Esta república es desigual! —gritaba Gomes, con una voz que tronaba en el altavoz de la radio—. ¡Los magnates cafeteros de Sao Paulo dirigen el país y sólo dejan las migajas al resto de los estados! Los coroneles corruptos dominan el interior. ¿Dónde está el gobierno? ¡El presidente de la nación tiene que luchar a favor de Brasil! Ciudadanos, amigos míos, compatriotas míos, éste será un largo viaje hacia la victoria. Y durante este viaje los necesitaré a ustedes. Los necesitaré tanto como ustedes me necesitarán a mí».
Emília se preguntaba cómo una voz tan potente podía provenir de un hombre tan pequeño. Ya con los primeros discursos, Emília se sintió atraída por las proclamas de Gomes. Quería luchar contra el crimen, apoyar la ciencia, promover la moral, desarrollar cooperativas de consumidores, crear planes de pensiones y hacer cumplir las leyes que protegían a las mujeres y los niños que trabajaban. Todas estas ideas le parecían a Emília interesantes y justas. Empezó a llevar su bastidor al salón para bordar mientras Gomes hablaba. Su voz sonaba siempre exaltada, pero sus palabras nunca cambiaban. No había ningún detalle, nada concreto, sólo exclamaciones y gritos, y, al final, su frase habitual: «¡Luche por un nuevo Brasil!».
Después de cada discurso radiado, el doctor Duarte se ponía de pie y aplaudía.
—Así es como se hace un discurso, Degas —decía a su hijo al tiempo que le daba unas palmadas en la espalda—. Escucha y toma nota.
Degas fruncía la boca, arrugaba el gesto como si hubiera comido algo ácido. Aquella noche no escuchó sus discos para aprender inglés. Se fue directamente a la habitación de Emília y se metió en la cama junto a ella. La joven creyó que Degas había ido para su rutina encaminada a concebir un niño y permaneció tendida rígida, esperando que él le tocara la mano, como si pidiera permiso, para luego subirse de mala gana encima de ella. No hizo nada de eso. Degas permaneció a su lado y habló.