—¿Qué aspecto tenía? —le preguntó.
La viuda de Carvalho respondió con la boca llena de arroz:
—¿Quién?
—La Costurera.
Los demás comensales se quedaron en silencio. Cerca de Emília, un camarero dejó de llenar vasos de agua. La viuda de Carvalho tomó otro bocado de comida.
—Era como un bandido —respondió mientras masticaba—: fea como un demonio.
Un ligero estallido de risas recorrió la mesa. Emília se puso tensa.
—Nadie comenta la fealdad de los hombres. —Su voz temblaba. Emília recordó las muchas lecciones de doña Dulce acerca de la compostura y de cómo no perderla. Tomó un sorbo de agua y sonrió—. He seguido sus entrevistas en los periódicos —continuó Emília—. ¡Usted brinda tantos detalles! Ojalá tuviera yo su don para la observación. Pudo ver muchas cosas a pesar de estar atada a un cactus con la cara pegada a él.
Lindalva se rió entre dientes. En la cabecera de la mesa, la viuda dejó de comer. Estudió a Emília con el ojo que le quedaba. La joven sonrió a manera de respuesta, pero las palmas de sus manos estaban húmedas. Luzia y ella no se parecían, pero tal vez después de observarla bien la viuda —al igual que el doctor Eronildes— había reconocido algún rasgo, algún parecido que Emília no podía ocultar. El corazón de la joven latió rápidamente. ¿Por qué estaba provocando a aquella viuda? ¿Por qué estaba corriendo ese riesgo? Después de un momento, la viuda de Carvalho se decidió a hablar:
—¿Usted ha visto alguna vez un cactus mandacaru, jovencita?
—Sí.
—Entonces sabe lo largas y afiladas que son sus espinas. No importa lo que vi o escuché. Lo que importa es que sobreviví. Y quien sobrevive tiene el derecho de contar la historia que quiera.
—A los periódicos les encantan las exageraciones —aseguró Emília—. Venden más gracias a ellas.
La viuda de Carvalho se echó hacia atrás en su silla.
—¿Apoya usted a los cangaceiros?
Emília entrelazó las manos en su regazo para impedir que temblaran.
—No —respondió—. Pero no siempre puedo sentirme superior a ellos. Nadie de nosotros puede afirmar que está en contra del uso de la violencia, porque matamos para hacer la revolución.
Se produjo un silencio alrededor de la mesa. Algunas Damas Voluntarias bajaron la mirada hacia sus platos. Otras miraron a Emília con sus bocas congeladas en sonrisas apretadas, pero con furia en los ojos, como madres demasiado educadas para reprender abiertamente en público a sus hijos, pero sin dejar de advertirles que el castigo vendrá después. Algunas mujeres parecían pensativas. Una de éstas fue la primera en romper el silencio.
—Los hombres fueron quienes mataron, no nosotras —dijo.
—Pero eran nuestros maridos e hijos —apuntó la baronesa—. Y nosotras los apoyamos.
Algunas mujeres se ruborizaron. Si se debía a que estaban asustadas por la conversación o a que ésta las excitaba, Emília no podía saberlo. A la cabecera de la mesa, la viuda de Carvalho sacó un pañuelo y se sonó la nariz, consiguiendo que la atención del grupo volviera a ella.
—La revolución era una causa noble —dijo, acariciándose el ojo que le quedaba y mirando a Emília—. Los cangaceiros matan por diversión. Ésa es la diferencia. Es imperdonable lo que ella me hizo. No había ningún motivo, ni tampoco mostró remordimiento.
Alrededor de la mesa, varias Damas Voluntarias asintieron con la cabeza. La mujer sentada más cerca de la viuda de Carvalho le dio suaves palmadas en la mano. Otros elogiaron su valentía. Emília cogió sus guantes. Sentía una profunda aversión por la viuda, un desprecio igual que el que había sentido hacia las niñas que molestaban a Luzia cuando era pequeña llamándola «lisiada» y «Gramola». Su hermana solía atacar a esas niñas. Les daba patadas o las abofeteaba en la cara, y Emília permanecía detrás mirando, hipnotizada y asustada por la rabia de su hermana. Las niñas que la molestaban quedaban dañadas, pero se lo merecían. El escozor de una bofetada desaparecía. El moretón dejado por un puñetazo se desvanecía con el tiempo. Esta lógica de patio de escuela no parecía que se pudiera aplicar a los actos de la Costurera. El castigo a la viuda le había dejado una lesión permanente. Emília había visto de cerca algún cactus de aquéllos; había tocado sus afiladas espinas. «¿Qué clase de mujer —se preguntó Emília— podía pensar en un castigo semejante? Y lo que es peor: ¿qué clase de mujer lo llevaría a cabo?». Cualquiera que hubiera sido el mal cometido por la viuda de Carvalho, no merecía la crueldad de la respuesta de la Costurera. Ser consciente de esto hizo que Emília guardara silencio durante el resto de la comida. Obligada a tolerar las historias de la viuda, la joven bebió vaso tras vaso de agua de coco para no tener que hablar y así no ponerse en situaciones embarazosas. Se retiró de la mesa con un humor horrible.
Cuando Emília regresó a la casa de los Coelho, se fue directamente arriba. Había puesto la cuna de Expedito en su habitación, al lado de la cama. Cerca de la cuna había un catre para la nodriza que había contratado. Ésta era una mujer grande. El primer día sacó rápidamente su pecho de color caramelo y alimentó al niño en el vestíbulo de la casa, delante de una horrorizada doña Dulce. Emília se había reído con ganas. Después, para no perturbar la sensibilidad de su suegra, organizó un horario de alimentación que consideraba adecuado y encontró un paño bordado para que la nodriza se lo pusiera sobre el pecho.
Encontró a ésta en su habitación. Expedito mamaba del pecho de la mujer, pero sus ojos se cerraban ya lentamente y su cabeza caía vencida hacia atrás. Era el final de su alimentación y estaba atrapado entre sus dos placeres más grandes: el sueño y la comida. Emília lo miró. Se alegraba de tener un ama de cría, pero sentía agudas punzadas de celos cada vez que Expedito se quedaba dormido en sus brazos. Emília se quitó los guantes y el sombrero. Extendió las manos y la nodriza se levantó de la silla y le entregó al pequeño. Cuando la nodriza salió de la habitación, Emília apretó la cara contra la cabeza del niño. Su cráneo se notaba blando y maleable, como arcilla a medio hornear. El sobrepeso, la grasa que tanto le había costado acumular, empezaba a desaparecer de forma natural. A los siete meses su barbilla y sus pómulos estaban más definidos. Su cuello se había estirado. Los brazos crecían lentamente, se estiraban, y los rollos de carne alrededor de las muñecas, que parecían chorizos embutidos, estaban desapareciendo. Emília se preocupaba por sus orejas, que estaban empezando a sobresalir. Cada vez que peinaba los rizos castaños de Expedito, Emília ponía las manos ahuecadas sobre su cabeza, temerosa por cómo iba a crecer, por los cálculos y mediciones que el doctor Duarte podría hacer.
Emília metió a Expedito en su cuna. Sacó la pequeña llave de oro que llevaba en una cadena colgada alrededor del cuello y la usó para abrir el joyero. Junto al retrato de la comunión, metida debajo de su collar de perlas y un anillo, estaba la navaja de Luzia. Emília la observó. ¿Cómo le explicaría su existencia a Expedito?
Algún día preguntaría por su madre, su verdadera madre. Esos pensamientos conseguían que Emília se enfadara. Se trataba de un disgusto mezquino y confuso que recordaba haber experimentado desde la infancia. Luzia era la menor y por ello siempre comía corazones de pollo en el almuerzo, o se sentaba en el regazo de la tía Sofía. Para Luzia eran los caballos tallados en mazorcas, las frutas más maduras. Como hermana mayor e ignorada, Emília no sabía qué deseaba más, si la atención de los adultos o la de su hermana menor. Terminó maldiciendo ambas. Cuando pensaba en Expedito y las preguntas que acabaría por hacer, sentía la misma mezcla amarga de resentimiento y deseo que había sufrido cuando era niña.
Expedito había aprendido a emitir unos balbuceos que ella interpretaba como «ma-ma». Al final acabaría llamándola «madre» y ella tendría que corregirle. Sería «tía Emília». Ella le iba a recordar que se subiera los calcetines, que escribiera el alfabeto y que se bebiera el aceite de hígado de bacalao. Tía Emília formaría parte de su realidad cotidiana, mientras que su madre, su madre verdadera, sería una parte de su imaginación, tal como la madre de Emília lo había sido para ella. Emília comprendió finalmente la carga que había tenido que soportar su tía Sofía. Había tenido que competir con una madre imaginada, que era siempre más guapa, más amable y más lista. La fantasía era siempre mejor que la realidad. Un día, cuando él fuera lo suficientemente mayor como para guardar un secreto, Emília tendría que decirle exactamente quién era su madre. Incluso entonces, la realidad no iba a superar a la fantasía. Su madre era valiente, audaz y fuerte: ¡Una cangaceira! ¿Qué era Emília, comparada con eso? Nadie la consideraba valiente.
Se preocupaba por la seguridad de Expedito en la casa de los Coelho. Veía enemigos en cada habitación, tanto en la parte delantera de la casa como en las habitaciones de atrás. La lavandera era leal a doña Dulce, y a veces no hervía los pañales de Expedito, lo que le provocaba sarpullidos en el trasero y en los muslos. La cocinera, disgustada por tener más trabajo, en ocasiones abría cocos viejos y mezclaba su contenido opaco y ácido con el resto del agua de coco de Expedito. Cuando Emília puso estas cosas en conocimiento de doña Dulce, su suegra se mostró incrédula y castigó de mala gana a los criados. A Emília le preocupaba lo que podía ocurrir cuando Expedito empezara a caminar, a ensuciar y romper objetos en la casa inmaculada de doña Dulce. No estaba segura de hasta dónde podía llegar su suegra; doña Dulce hablaba a menudo de enviar a «ese niño», como llamaba a Expedito, a una escuela religiosa «en cuanto aprenda a hablar».
El día que llegó Expedito, doña Dulce expresó su aversión de inmediato.
—¡No acogeré a otro mendigo dentro de mi casa! —había dicho. El doctor Duarte se vio obligado a reunir a su familia en el salón y cerrar las puertas.
—Emília se ocupará de él —había dicho el doctor Duarte—. ¿Verdad?
La joven asintió enérgicamente con un movimiento de cabeza. Tuvo el impulso de abrir las vitrinas del salón y romper las estatuillas de porcelana de doña Dulce, su cristalería antigua, sus adoradas chucherías. Pero permaneció inmóvil, únicamente porque necesitaba el consentimiento de su suegra.
—Madre, sé que usted es una mujer caritativa —intervino Degas—. Podemos ayudar a este niño. Saldremos en los periódicos gracias a él. Han escrito historias muy buenas sobre mí y sobre Emília.
Doña Dulce miró, vencida, a su hijo. Sus labios pálidos se aflojaron en un mohín.
—Muy bien —aceptó, dirigiendo la mirada a Emília—, pero nunca será un Coelho.
—¡Por supuesto que no, Dulce! —dijo el doctor Duarte—. Figurará con otro nombre en los documentos.
Desde entonces, Expedito siempre fue considerado una mascota, una distracción temporal sin ningún derecho a heredar los bienes de los Coelho. Emília prefería que fuera así. Ella era responsable del cuidado del niño, de sus éxitos y de sus fracasos. En los documentos de adopción, ella aparecía como única tutora. Le dio su apellido, Dos Santos. El apellido de soltera de Emília no tenía raíces distinguidas ni estaba ligado a ninguna herencia de familia. Era usado por tantos habitantes del noreste que resultaba imposible rastrear su procedencia.
De todas maneras, a Emília le preocupaba que alguien descubriera los orígenes de Expedito. Evitaba el estudio del doctor Duarte y su Instituto de Criminología. A medida que su sobrino crecía, ella temía más el ojo medidor de su suegro. En Degas percibía peligros aún más grandes. Le gustaba observar a Expedito cuando gateaba en el suelo de su dormitorio. A veces Degas le daba la mano al niño y se maravillaba de la fuerza con que apretaba. En esos momentos había ternura en la voz de su marido, y su cara se suavizaba en una afectuosa expresión de admiración. Enseguida, como si no quisiera encariñarse demasiado con el niño, Degas se apartaba de Expedito y abandonaba la habitación.
Su marido se daba cuenta de que Emília adoraba a Expedito, y usó esto a su favor. Durante los primeros meses de estancia del bebé en Recife, hizo que su mujer lo acompañara a los almuerzos del Club Británico y que permaneciera junto a él durante los actos realizados por el gobierno. Ella no rechazaba a su marido. Procuraba obedecerle sin mostrar su ansiedad, pues eso revelaría que tenía miedo, lo cual sólo serviría para confirmar las sospechas de Degas acerca de Expedito. En cualquier momento él podía contar a su padre o a doña Dulce que el bebé de la sequía que cuidaba su mujer era realmente su sobrino, y que su hermana era una mujer alta con un brazo lisiado, muy parecida a la Costurera.
Muy a menudo, Degas insistía en que le dijera dónde iba a estar durante los días laborables de la semana. Con frecuencia Emília llevaba a Expedito y a su nodriza al taller. Continuaba organizando grandes donaciones de ropa para los flagelados. Los días en que ella trabajaba, él aparecía a la hora de la comida. Le decía que se quedara en el taller en lugar de regresar a la casa de los Coelho para comer. Luego desaparecía por la puerta lateral de la tienda. A la hora de la cena con el doctor Duarte y doña Dulce, Degas hacía decir a su mujer que habían comido juntos.
Ella lo siguió una vez después de que se escabullera de la tienda. Degas ladeó el sombrero para ocultar su rostro lo más posible. Cruzó los callejones que había detrás de la Rúa Nova, atravesó el puente Mauricio de Nassau hacia el infame Barrio Recife. Emília no podía cruzar tras él; sólo hombres y mujeres «de la vida» frecuentaban las posadas y las casas de juego de aquella zona. Fueran cuales fuesen las actividades de su marido al otro lado de ese puente, esconderse en Barrio Recife era, como mínimo, un rasgo de inteligencia. Si algún chismoso lo sorprendía allí, no podría admitirlo por temor a acusarse a sí mismo.
En sus viejas revistas Emília había leído historias sobre mujeres celosas de sus maridos que se volvían vengativas, pero sabía que los celos eran a menudo manifestación de un amor que había perdido el rumbo. Degas y ella nunca habían estado unidos por el amor. Los unían los secretos. La joven creía que ninguno de los dos debería usar los secretos del otro como moneda ni como arma. Ella, más que nadie, sabía lo que significaba amar a la persona equivocada y que la hicieran sentirse avergonzada por ello. Si él le hubiera pedido ayuda, ella se la habría dado. Pero Degas nunca pedía. El amenazaba. Sabía quién era su hermana y qué significaría revelar lo que él sabía. En un primer momento había amenazado sólo a Emília y ella le había tenido lástima, pues sabía que tales manejos provenían de la desesperación. En cambio ahora amenazaba a Expedito, y eso ella no lo podía tolerar. Cada vez que veía a Degas sentado a la mesa durante el desayuno sentía el impulso de darle patadas en las espinillas. Quería rayarle sus adorados discos de aprender inglés con las agujas de coser, escupir en el bote de fijador del pelo que tenía en el baño.