La costurera (58 page)

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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
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Degas se encogió de hombros.

—Preferirán un héroe muerto a un hijo vivo. Y tú serás una viuda. Eso a veces es mejor que ser una esposa, ¿no?

—No hables así —contestó Emília. Sintió un hormigueo dentro de su cuerpo, como si hubiera una docena de gallinas peleando dentro de ella, dando picotazos. Sin darse cuenta, agarró los pantalones con demasiada fuerza; sus manos los arrugaron. Emília los puso sobre el sofá y trató de alisar las arrugas.

—Tendré que plancharlos de nuevo —dijo—. Los he vuelto a arrugar.

Degas le cogió la mano.

—Están bien. En primer lugar, era absurdo plancharlos —dijo riéndose—. Cuando regresé a Gran Bretaña siendo adolescente, después de haber aprobado mis exámenes del colegio de secundaria y de haber convencido a mi padre para que me enviara otra vez allí, a un colegio que me preparara para la universidad, no tuve que ir a vivir a una residencia de estudiantes como había tenido que hacer cuando era niño. Alquilé una habitación. Pero no sabía ni lavar, ni planchar, ni coserme los calcetines. Era un desastre. La gente en la calle no dejaba de mirar mis trajes arrugados, las terribles corbatas que me enviaba mi madre, mis sombreros panamá. La dueña de la pensión se dio cuenta de que yo estaba necesitando consejo. Me dijo: «Coelho —ella llamaba a todos los alojados por sus apellidos—, usted tiene que volverse invisible». Así que ese mismo día cogí el cheque que me enviaba mi padre y me compré un traje de
tweed
, una gabardina, una corbata de rayas y un sombrero hongo, exactamente igual a los que usaba cualquier otro hombre en la ciudad. Así iba a mis clases y a los
pubs
. Nadie me señalaba. Nadie esperaba nada de mí. Fue maravilloso.

Degas miró a Emília a la cara. Tenía las mejillas encendidas, los ojos vidriosos.

—No es como aquí. Aquí no hay paz para mí. Todos miran y juzgan. Tú lo sabes, porque te lo han hecho a ti. Observan de qué manera tomo el café, cómo conduzco mi coche. Aquí, se espera que siente la cabeza y me case. Se espera que coja un arma y salga a luchar en esta maldita revolución.

—¿Es por eso por lo que me escogiste? —quiso saber Emília—. ¿Pensaste que yo no iba a esperar nada de ti?

—Tal vez —dijo Degas—. En realidad, no. Tú esperabas cosas de mí, pero todo lo que tú querías era simple, definido. Parecías ser muy práctica. No tenías ideas románticas en la cabeza. Todo lo que querías, yo podía dártelo. Debí haberlo pensado antes.

—¿Haberlo pensado antes? —preguntó Emília.

—La gente cambia. Sobre todo las mujeres. Vosotras queréis más de lo que tenéis.

—¿Y tú no? —preguntó.

—Yo también. Por supuesto. Pero no soy tan tonto como para esperarlo.

Degas se acercó a ella como para besarle la mejilla. Emília sintió el olor de su loción de afeitar mezclado con el de humo rancio de cigarrillos. Cuando llegó a la cara de ella, no la besó, sino que susurró.

—Si no vuelvo —le dijo—, le he dicho a mi padre que te dé una casa para ti sola. En algún buen lugar. Tiene montones por toda la ciudad. Eso es lo mínimo que te debo.

Dobló los pantalones sobre el brazo y se retiró.

9

Después de que Degas desapareciera más allá de los portones de la casa de los Coelho para ir a la lucha, doña Dulce se puso a registrar desesperadamente toda la casa. Separó la mejor ropa de cama, la cafetera de plata, la porcelana, el cuadro de Franz Post, y lo llevó todo a las habitaciones de servicio. Estaban mal amuebladas y eran oscuras.

—Si entran aquí —dijo doña Dulce, mientras metía los objetos de valor debajo de las camas vacías de las criadas—, quemarán la casa principal. Pero no las alas de servicio.

Emília vio columnas de humo que se alzaban más allá de los portones de los Coelho. Oyó los distantes cañonazos, que sonaban como petardos. Escuchó al corrupião, que cantaba sin parar el himno nacional. Sin energía eléctrica, los Coelho y ella se acostaron temprano, aunque nadie durmió. El doctor Duarte abrió las puertas del salón que daban al patio y se concentró en la radio, tratando inútilmente de captar alguna señal. Doña Dulce barría el patio, puesto que las criadas estaban ausentes. Emília miró por la ventana de su dormitorio. El cielo brillaba con los distantes incendios.

Emília estaba preocupada por Degas, obligado a meterse en el hedor y el humo de la ciudad. Le preocupaban también Lindalva y la baronesa, atrapadas en la plaza del Derby, junto al cuartel general de la Policía Militar de la ciudad. Y estaba preocupada por la ciudad misma. ¿Qué quedaría de ella después de la lucha? ¿Quedaría en ruinas? No conocía Recife de verdad. No conocía las playas, los activos mercados, los estrechos edificios con angostos tejados que bordeaban la calle Aurora. Sólo había pasado en coche junto a aquellos lugares, porque era llevada de un destino a otro. Sólo conocía los alrededores de la casa de los Coelho, el Club Internacional, la tienda de telas y la mansión de la baronesa. Nada más. Y en ese momento la revolución iba a destrozar la ciudad antes de que ella hubiera tenido siquiera la oportunidad de conocerla.

A medida que la noche avanzaba, los pensamientos de Emília se hacían más extraños, sus miedos más exagerados. ¿Qué ocurriría si sólo la casa de los Coelho sobrevivía? ¿Qué pasaría si se quedaba atrapada allí para siempre? «¡La vida es demasiado corta!» era una de las frases favoritas de Lindalva. La usaba como una especie de grito de guerra, como excusa, como motivación. Pero durante esa primera noche de revolución, Emília vio que Lindalva estaba equivocada. Pensó en los minutos, las horas, los días, los años y las décadas que tenía ante ella. Si Degas no regresaba de la lucha, entonces Emília se convertiría en una viuda, como él había pronosticado, pero eso no sería una liberación. Dependería para siempre de la buena voluntad de los Coelho. Pero si Degas regresaba, sus vidas continuarían exactamente como antes. El pecho de Emília se puso tenso. ¿Cómo iba ella a llenar todo ese tiempo?

En las semanas posteriores a la revolución de 1930, cuando volvió la electricidad a la ciudad y las prensas comenzaron a imprimir otra vez, Emília estudiaba detenidamente los periódicos para comprender lo sucedido mientras ella se había quedado atrapada en la casa de los Coelho. En las horas tempranas del 4 de octubre, diecisiete seguidores del Partido Verde —profesores, comerciantes, estudiantes, panaderos, barrenderos, conductores de tranvías— invadieron el arsenal más grande de la ciudad. No estaba claro si los soldados de la guarnición les habían ayudado o simplemente se habían quedado sin hacer nada mientras los otros se llevaban sus armas. Hombres del Partido Verde ocuparon los edificios más altos de Recife y dispararon a la policía del Partido Azul. Cuando llegaron al segundo piso y miraron por las ventanas, vieron sacos de arena y tropas apostadas en el puente Seis de Marzo, el puente Boa Vista y el puente Princesa Isabel. El gobernador y su estado mayor estaban en el palacio al otro lado del río y no querían que los revolucionarios llegaran hasta allí. Los telegrafistas leales a Gomes habían cortado las líneas para que el gobernador del Partido Azul no pudiera comunicarse con el sur. En todo Brasil, en las ciudades principales, Gomes organizaba su revolución.

Al final, Degas regresó. Habló a Emília y a sus padres sobre lo que había visto durante la lucha. Las casas, tanto de gente del Partido Azul como del Verde, habían sido saqueadas; se incendiaron las oficinas del
Jornal do Commercio
—el periódico oficial del Partido Azul— y las linotipias fueron arrojadas por las ventanas. El cine Arruda, cuyos dueños eran partidarios de Gomes, fue quemado por milicias del Partido Azul. Los camiones de reparto fueron recubiertos con hojalata de botes de conserva y usados como improvisados vehículos blindados por miembros del Partido Verde.

Durante los tres días y cuatro noches de enfrentamientos, Emília no supo nada de esto. Intentó ser útil en la casa de los Coelho. Mientras doña Dulce barría y quitaba el polvo desesperadamente, tratando de mantener su casa «habitable», Emília tenía libertad en la cocina. No había reparto de hielo; la mayor parte de la comida de la nevera se pudrió. La leche se cortó. Los quesos se deterioraron. Las verduras se marchitaron. No sabían cuándo llegaría la próxima entrega de gas, de modo que Emília usaba el fogón de leña para cocinar la poca carne que quedaba. Abrió los frascos de mermeladas, de remolachas y de pepinos. Cocinó grandes cantidades de los frijoles y la harina de mandioca destinados a los criados. Gracias al pozo del patio trasero, la casa de los Coelho disponía de agua potable segura. No había viento para que el molino pudiera propulsar la bomba, de modo que Emília acarreaba cubo tras cubo desde el jardín para mantener el nivel de provisión de agua.

Para el 7 de octubre la ciudad estaba cansada de pelear. El gobernador y unos pocos leales del Partido Azul huyeron de Recife en barca, jurando regresar con refuerzos. Nunca volvieron. Gomes ya se había apoderado de los cinco estados más importantes, incluyendo la capital del país, Río de Janeiro. El rival de Gomes, el presidente recién elegido del Partido Azul, se había atrincherado en el palacio presidencial, sin escapatoria. En Recife, las fuerzas verdes conducidas por el capitán Higino Ribeiro habían instalado rápidamente un gobierno provisional. Se reabrió la Pernambuco Tramways. Volvieron la electricidad y la radio. Los tranvías volverían a funcionar tan pronto como las calles quedaran libres de barricadas y escombros. El capitán Higino Ribeiro quería volver a la normalidad. Pidió a los patriotas que devolvieran todas las armas y prohibió la venta de alcohol. Los periódicos decían que los negocios y los mercados debían funcionar normalmente. Alentaron a los patriotas para que salieran de sus casas y se hicieran presentes en todas partes. Volver a sus vidas normales sería una manera de celebrar y consolidar la revolución.

Cuando Degas regresó —las rodillas llenas de rasguños, los dedos negros de suciedad, los ojos casi cerrados por la fatiga— durmió durante dos días. Al tercero, el doctor Duarte le obligó a levantarse de la cama. Abrió el portón principal e hizo salir a todos a la calle, del brazo, con bandas verdes en las mangas de chaquetas y vestidos. Doña Dulce se puso un vestido negro, como si estuviera de luto. Degas se movía con cuidado, pues tenía el cuerpo todavía dolorido de tanto estar agachado detrás de los sacos de arena. Pasearon por la calle Real da Torre y por el puente. Otras familias andaban por la ciudad junto a ellos, aturdidas y desconfiadas.

Los dueños de las tiendas retiraban los cristales rotos de las aceras. Los vendedores ambulantes cantaban alegres mientras vendían escobas y cubos, los productos más solicitados del momento. Los edificios estaban agujereados por las balas y los huecos eran tantos y estaban tan juntos unos a otros que las paredes parecían hechas de encaje. El aire tenía un desagradable olor a humo, como a pelo chamuscado. Al otro lado del puente, una gran multitud se amontonaba en una plaza. Habían arrancado las ramas de los árboles y las agitaban por encima de sus cabezas. Estaban alrededor de un busto de bronce del gobernador del Partido Azul, que había escapado. Lo habían pintarrajeado y envuelto con un vestido de mujer. Una cinta rosa adornaba su cabellera de metal.

—En cuanto hay la más mínima excusa para cometer vulgaridades, todos salen a la calle —dijo desdeñosamente doña Dulce.

—¡Es mi hijo! —decía el doctor Duarte con entusiasmo a cualquiera que pasara—. ¡Estuvo en la lucha!

La gente le estrechaba la mano a Degas. Algunos lo abrazaban. Se movía nerviosamente al principio, pero pronto se acostumbró a ser objeto de esas atenciones.

Todos los días los diarios publicaban listas de muertos. Algunos no identificados fueron enterrados en una fosa común, en una granja en las afueras de Recife. Los periódicos dieron las descripciones de los desconocidos, con la esperanza de encontrar a sus familias. Había víctimas inocentes: un hombre en pijama azul, una niña con un lazo amarillo alrededor de la muñeca, un inmigrante alemán encontrado en una casa de huéspedes. Emília estudió esas descripciones, sin saber muy bien qué o a quién estaba buscando. Ciertamente, Luzia no iba a estar allí, entre los muertos. De todas maneras, Emília imaginó a su hermana como la niña del lazo amarillo en la muñeca. ¿Por qué amarillo? ¿Por qué en la muñeca y no en el pelo?

Emília no podía apartar esos interrogantes de sus pensamientos, hasta que encontró dos notas necrológicas más, perdidas entre las últimas secciones del periódico. El coronel Clovis Lucena y su hijo Marcos habían muerto en su rancho en el campo. El cadáver del padre, hallado dentro de la casa principal, tenía una sola herida de bala en la cabeza. La causa de la muerte del hijo no pudo ser determinada, sólo sus huesos fueron encontrados en el jardín delantero. Aunque la causa de la muerte era un misterio, la identidad de los asesinos no lo era: el artículo decía que el coronel y su hijo eran las víctimas más recientes de los cangaceiros. El Halcón y la Costurera le habían escrito una nota a la nueva esposa de Marcos Lucena, que vivía en la costa, informándola de la muerte de su esposo. Los cangaceiros habían regresado al lugar donde habían tendido su emboscada para llevar a cabo su venganza, así como para apoderarse de los documentos de propiedad del rancho del coronel y de la máquina desmotadora. Parecía que nadie salvo Emília prestaba atención a este artículo. Las insignificantes disputas entre coroneles y cangaceiros no les importaban ahora a los habitantes de Recife, que estaban demasiado ocupados llorando las muchas bajas de la revolución.

La mayoría de las muertes se produjeron en el interior del Centro de Detención de la ciudad, donde grupos del Partido Verde habían entrado con la esperanza de encontrar al asesino de José Bandeira. El edificio era demasiado pequeño como para contener a la muchedumbre que lo invadió, y muchos presos, junto a ruidosos invasores, fueron pisoteados y muertos. En la lista de muertos identificados aparecía un conocido. La nota necrológica no dejaba lugar a dudas:

El joven Felipe Pereira, estudiante de leyes, es llorado por su padre, el coronel Pereira, y su madre, doña Conceição Pereira, de Taquaritinga do Norte, un pueblo pequeño en el interior del estado. Su cuerpo fue trasladado a su lugar de nacimiento.

Degas tosió con fuerza cuando el doctor Duarte leyó esto. Se disculpó y se levantó de la mesa del desayuno para encerrarse en el dormitorio de su infancia, donde estuvo escuchando sus discos de inglés durante el resto del día.

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