Cuando llegó junto a ella, el doctor observó detenidamente su cara. La gente que los rodeaba los empujó, acercándolos, haciendo que Emília y Eronildes chocaran uno con otro. El doctor se ruborizó.
—Señora de Coelho —dijo finalmente, apretando con fuerza su mano—, no tengo palabras.
El sol reveló lo que la noche había ocultado a la delegación de Recife. Alambre de púas tendido y clavado en postes de dos metros de alto rodeaba el campamento de refugiados de Río Branco. Más allá de la cerca de alambre estaba la caatinga. El bosque gris se extendía hasta el horizonte interrumpido sólo por una serie de montículos de termitas y la delgada línea de las vías del tren. Río Branco, con sus edificios encalados, su estación de tren y las hileras de carpas de lona del campamento de refugiados, parecía una pequeña impostura, una adición insignificante al territorio de la caatinga. El pueblo estaba inquietantemente silencioso. No había cantos de aves, ni balidos de cabras, ni gritos de vendedores ambulantes. Sólo se escuchaban los ruidos de la delegación, que caminaba hacia la entrada del campamento. Los reporteros hacían preguntas a gritos. Los funcionarios públicos intercambiaban observaciones. Las monjas murmuraban plegarias. Dentro del campamento, los refugiados se movían de un lado a otro. Salían de sus tiendas parpadeando ante la luz del sol. Largas líneas de hombres y mujeres se extendían desde sus áreas de letrinas separadas, con hoyos llenos de lejía en el extremo más alejado del campamento. Cuando el viento cambió, los ojos de Emília ardieron debido a la lejía que se usaba masivamente para la limpieza. Se puso un pañuelo sobre la nariz para evitar el nocivo olor.
Las cabezas de los flagelados estaban afeitadas. Algunos todavía tenían vestigios blancos del polvo para despiojar en el pelo naciente y el cuello. Las mujeres llevaban pañuelos en la cabeza para ocultar la falta de pelo. Adherida a la camisa, cada persona llevaba una etiqueta redonda de metal, con su identificación y un número impreso.
La delegación se detuvo debajo de una pancarta que decía: «¡Bienvenido! ¡Viva Gomes! ¡Padre de los Pobres!». Emília y los demás delegados posaron para las fotografías mientras los habitantes del campamento miraban.
Durante la noche, los soldados habían descargado las provisiones del tren y levantado unas carpas para distribuirlos. La carpa de Emília, donde ella y la señora Coímbra repartían ropa, estaba instalada junto a la que servía de consultorio del doctor Epifano. El doctor Duarte tenía una carpa de medición, donde iba a colocar su calibrador sobre los cráneos de los flagelados y a registrar los datos. Invitó al doctor Eronildes a presenciar sus mediciones y acaparó su atención. El doctor Duarte elogió ruidosamente el trabajo de Eronildes con los refugiados, su diligencia, su empuje. Consiguió que Degas se mostrara de acuerdo. El marido de Emília inclinó secamente la cabeza hacia Eronildes.
Debido al calor, las tiendas de distribución y la del servicio médico estaban abiertas por los cuatro costados. Sólo la tienda privada del doctor Eronildes, levantada junto a su carpa consultorio, tenía las portezuelas de lona cerradas. Detrás de su tienda privada había un espacio cercado por alambre de púas y allí estaba la sombra del único árbol, un juazeiro, del campamento. Dentro de ese espacio, una cabra con una ubre prominente mordisqueaba la corteza del árbol. Un soldado vigilaba el animal.
Antes de las nueve de la mañana, el sol empezó a recalentar el campamento. Incluso bajo la protección de una tienda, el calor era sofocante. El sudor manchaba las axilas del moderno vestido de Emília. Gotas de sudor cubrían su frente y corrían hacia los ojos. Emília se quitó el sombrero y se ató un pañuelo a la cabeza. La señora Coímbra y ella distribuían ropa mientras las monjas anotaban el número de identificación de cada flagelado, asegurándose de que nadie fuera favorecido dos veces. Los refugiados se mostraban incómodos y parcos; no había palabras como «por favor» o «gracias». Por lo bajo, la señora Coímbra dijo que eran unos desagradecidos. Emília la corrigió.
—Están hambrientos —susurró, doblando unos calzones de niño—. Los modales son lo de menos.
Los ojos de la señora Coímbra se abrieron por la sorpresa, como si no hubiera considerado esa posibilidad. Asintió y atendió al siguiente flagelado.
Para aliviar la vergüenza de la gente por recibir caridad, Emília se mostraba eficiente y respetuosa, como si aquellos desdichados fueran clientes que estuvieran comprando. Se esforzaba en no mirar directamente, pero había momentos en que no podía evitar que sus ojos se posaran en la boca llena de ampollas de algún refugiado. La mayoría de ellos tenía infecciones en los ojos, con los párpados cubiertos de pus. Lo más difícil de ignorar era la visión de los niños terriblemente desnutridos, con sus piernas en forma de arco y el vientre hinchado. Emília les hablaba con una voz suave, mientras les entregaba muñecas y otros juguetes. Los niños recién llegados al campamento solían ser los más flacos y sus ojos estaban vidriosos y carentes de brillo, de expresión. Estos niños recibían los juguetes de mala gana, sin el menor interés por lo que ocurría alrededor de ellos. Los pequeños que llevaban viviendo en el campamento más tiempo habían sido mejor alimentados y arrebataban los juguetes de las manos a Emília, apretándolos de inmediato contra sus pechos huesudos, como de aves.
Durante toda la mañana Emília tuvo la sensación de ser observada. Cuando buscaba a su alrededor, ni las monjas ni la señora Coímbra la estaban mirando. Pero cuando miró hacia la vecina carpa del consultorio médico vio que el doctor Eronildes la estaba observando. Cuando ella se sentó para tomarse un descanso, giró su taburete hacia la carpa del médico y observó el trabajo de éste.
Algunos pacientes se mostraban recelosos al principio. Rechazaban el tratamiento y escondían a sus hijos detrás de sus piernas. El doctor Eronildes les explicaba con tranquilidad lo que pensaba hacer y cómo pensaba tratarlos. Antes de tocar a un paciente, le pedía permiso. Con delicadeza inclinaba hacia atrás sus cabezas afeitadas y abría sus ojos infectados para echarles unas gotas medicinales antes de que el paciente pudiera moverse. Con cuidado les ponía cucharadas de aceite de hígado de bacalao en la boca, mientras explicaba que eso iba a curarles la ceguera nocturna, causada por el hambre. Había una enfermera —ella misma era una flagelada— que lo ayudaba, haciéndose cargo de las consultas cuando él se retiraba ocasionalmente a su carpa privada. Emília alcanzó a ver a una anciana en esa carpa. Tenía una pipa entre los labios y sostenía algo en sus brazos.
A mediodía llegó Degas para anunciar que era la hora de comer. Las monjas ya se habían ido. Abandonaron el campamento escoltadas por un soldado. Mientras otro soldado dispersaba la fila formada delante de la carpa de ropa, Emília y la señora Coímbra cerraron los laterales de lona. Degas se sentó. Se quedó mirando la carpa del médico.
—Dicen que ese doctor es un coiteiro, un cómplice de los malhechores —informó Degas.
—¿Quién lo dice? —quiso saber Emília.
Degas se encogió de hombros.
—Todos. ¿Por qué crees que mi padre es tan amable con él? Quiere sacarle información.
—Si hubiera dado refugio a los cangaceiros, estaría siendo investigado y acusado —dijo Emília, manteniendo un tono de voz bajo—. Pero está aquí. Es un hombre de Gomes.
—Se puede ser ambas cosas —intervino la señora Coímbra—. He estado en Salvador. Es de una buena familia de allí. Probablemente sea eso lo que lo ha protegido de los problemas hasta ahora. Y el hecho de que sea médico…
—Yo he oído otra cosa —interrumpió Degas.
La señora Coímbra se acercó a donde estaba sentado él.
—Esto es una misión de caridad, Degas —dijo Emília—. No una crónica de sociedad.
Degas la ignoró.
—Tiene un bebé en su carpa. Para él es la cabra. Un refugiado trató de robar leche y el doctor casi hizo que lo fusilaran.
Emília miró la carpa del servicio médico y, junto a ella, la tienda privada del doctor. Había escuchado muchos llantos de niño aquella mañana. Pero no había pensado que vinieran de la carpa donde vivía el doctor Eronildes.
—La leche de cabra es buena. Tiene muchos nutrientes —señaló la señora Coímbra, quitándose los guantes sucios para ponerse un nuevo par blanco—. ¿El niño es suyo?
Degas se encogió de hombros y sonrió.
—Me pregunto qué más estará escondiendo el respetable médico.
Emília miró a los ojos a su marido.
—Todos tenemos nuestros demonios.
Degas se puso de pie.
—¿Vamos? —dijo, ofreciéndole el brazo a la señora Coímbra. Esta vaciló y luego se agarró. Tendió el otro brazo hacia Emília.
—Vayan ustedes —dijo ella, colocándose el pañuelo de la cabeza—. Tengo que arreglarme.
—Sí —respondió Degas—. Suéltate el pelo, si no los soldados te confundirán con una de las mujeres refugiadas.
Después de que Degas se fuera con la señora Coímbra, Emília descubrió que había un soldado junto a su tienda. Iba a escoltarla fuera del campamento. Emília cerró rápidamente la portezuela de la carpa. Desde dentro, la sombra del soldado sobre la lona se veía grande y deformada. El aire era cada vez más sofocante, pero Emília no quería abandonar la tienda. La comida iba a ser un acto de propaganda más. Los periodistas harían garabatos en sus libretas de anotaciones y los fotógrafos sacarían fotos de la delegación. La mesa principal iba a estar llena de hombres del gobierno quejándose de la mala comida. Y rodeándolo todo, más allá del porche, estaría la caatinga, con su inquietante vacuidad. ¿Cómo había podido Luzia sobrevivir en semejante lugar? ¿Cómo podía sobrevivir alguien allí?
Una segunda sombra apareció sobre la portezuela de la carpa. La cortina de lona se abrió.
—¿Señora de Coelho? —llamó el doctor Eronildes, buscando dentro con la mirada. La camisa de su formal atuendo estaba arrugada y tenía la cara brillante por el sudor. Se pasó un pañuelo por la frente—. ¿Necesita un acompañante? —preguntó.
—Ya tengo uno —respondió Emília, señalando la sombra del soldado—. Pero preferiría que me acompañara usted.
El doctor Eronildes se mostró sorprendido. Como un pretendiente nervioso, se pasó sus manos grandes sobre los pantalones como si quisiera plancharlos. Emília interpretó la incomodidad de él y sus miradas como señales de que el doctor se sentía atraído por ella. Emília se sintió súbitamente orgullosa de su habilidad para desconcertar a un hombre. Con un sencillo movimiento se puso el sombrero y se acercó a él.
Cruzaron lentamente el campamento. El sol de mediodía se reflejaba en las carpas de lona, obligando a Emília y Eronildes a entornar los ojos. Las moscas les hacían cosquillas en los brazos y el cuello.
—Llegaremos tarde para el brindis —señaló Emília—. Los delegados brindan siempre.
—Por eso precisamente me he quedado atrás —respondió Eronildes—. Estoy tratando de dejar la bebida.
Emília asintió con la cabeza. Recordaba el rostro enrojecido de aquel hombre cuando lo conoció, así como el temblor de sus manos cuando conversaron en el teatro Santa Isabel.
—Soy responsable de algo importante ahora —continuó el doctor Eronildes—. No puedo ponerlo en peligro. Tengo que mantener la cabeza clara.
El médico miró a Emília, estudiando su reacción. Ningún hombre —ni siquiera el profesor Celio— la había mirado con tanto interés, con tanta intensidad. Emília ladeó la cabeza.
—Comprendo —dijo la joven—. Aquí la gente depende de usted. Es una situación terrible, esta sequía.
Eronildes detuvo la marcha.
—¿Tiene miedo de estar aquí?
—No —respondió Emília—. ¿Debería tenerlo?
Eronildes negó con la cabeza.
—No atacarán. No vendrán a este campamento.
—¿Por qué? —quiso saber Emília, sin poder ocultar su decepción.
El doctor sonrió.
—Porque estoy yo aquí.
—Ellos… —Emília se interrumpió y bajó la voz—: ¿Los cangaceiros lo respetan a usted?
—En el pasado los ayudé. ¿Eso le molesta a usted?
—No. —Emília se sintió repentinamente mareada. Miró a su alrededor: había soldados cerca. Permanecer allí inmóviles iba a atraer su atención. Emília se dirigió hacia las puertas del campamento. El doctor Eronildes se mantuvo al lado de ella.
—No debe usted decir eso a nadie más —señaló ella—. Especialmente no a mi suegro. El mide los cráneos de los tipos delictivos. Le crearía problemas.
—¿Usted cree en sus mediciones?
Nadie le había hecho esa pregunta antes. Algunos en Recife consideraban que el trabajo del doctor Duarte era una moda pasajera. Otros decían que era una ciencia que estaba naciendo, que adquiría credibilidad en Alemania, en Italia y en Estados Unidos. Todos daban por supuesto que, dado que Emília era la nuera del doctor Duarte, ella creía en su obra.
—Me midió una vez —dijo Emília—. De acuerdo con sus datos, soy un espécimen normal. Soy perfectamente común.
—¿Usted no cree en eso? —insistió el doctor Eronildes.
—Ninguna mujer quiere creer eso —respondió Emília con una sonrisa. Lo miró con coquetería desde debajo del ala de su sombrero. El doctor Eronildes no le devolvió la sonrisa.
—Creo que el doctor Duarte tiene razón; acerca de usted por lo menos —dijo—. Usted no es única.
Emília sintió como si la hubieran pellizcado. Empujó el ala de su sombrero hacia arriba, dispuesta a insultar al doctor, pero cuando lo miró a los ojos no pudo enfadarse. El parecía apesadumbrado. Le temblaba la barbilla. No trataba de herirla, quería decir otra cosa. Emília lo había interpretado mal. Había algo que ella no comprendía.
—Conozco a una mujer —continuó él, con voz baja y temblorosa—. No se parece a usted, al principio. Pero después de observarla, uno se da cuenta de que tiene los mismos gestos, la misma manera de moverse, la misma nariz, idéntico corte de cara. Cuando la miro a usted creo que podrían ser hermanas.
Emília sintió que la boca se le quedaba seca. La joven asintió con la cabeza y siguieron caminando en silencio. Se consideraría extraño que ella y el doctor llegaran tarde al almuerzo.
Durante la comida, Emília no miró a Eronildes ni habló con él. A pesar de sus esfuerzos por ignorar al médico, ella fue sumamente consciente de los movimientos de él, de su voz, de lo que comió y de lo que no comió, de cómo respondió a las muchas preguntas médicas del doctor Duarte.
«¿Quién es este hombre?», pensó Emília. Había confesado ser un coiteiro, pero ¿a qué cangaceiros había ayudado, y por qué? ¿Y acaso era cierta la otra historia de Degas: ocultaba un niño en su tienda?