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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (72 page)

BOOK: La costurera
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Cuando se enfrentó a los hombres, estaba muy erguida. Mantuvo las manos firmes. Miró a cada uno de los cangaceiros a los ojos, asegurándose de no ignorar a ninguno. Con su brazo sano, levantó muy alto la trenza cortada, como si exhibiera en las manos una serpiente recién matada.

No tenía tiempo para sentir miedo. De eso Luzia se dio cuenta después, al recordar aquel momento. Podía haber llorado, haberse lamentado, haber gemido como se suponía que una esposa debía hacer, pero los hombres habrían olfateado su debilidad y la habrían odiado por ello. Se habría vuelto inservible para ellos, ya no sería su bendita madre, su madre, sino simplemente una mujer. Y además preñada. El hecho de verla con el pelo cortado, sus manos manchadas, su rostro tenso, los asustó. Luzia se dio cuenta. En ese instante, le tuvieron miedo. Creyeron en ella.

Después de cortarse la trenza, se sintió débil. Se había levantado con demasiada rapidez. El tremendo cuchillo lambedeira cayó de su mano. Luzia se apoyó en Baiano, que la ayudó a ponerse de rodillas. Los hombres intuyeron que iba a rezar y la imitaron diligentemente. Luzia pronunció todas las oraciones que sabía —un torrente de avemarías y padrenuestros— hasta que se sintió como si estuviera hablando en cien lenguas distintas.

Todo ese tiempo estuvo mirando a Antonio. Esperaba que él hiciera un guiño, se pusiera de pie, se riera de su broma terrible.

—No encenderemos ningún fuego —dijo Luzia, interrumpiendo sus oraciones—. No pondremos ninguna vela en su mano. Su alma se queda aquí. Con nosotros. Ahora soy vuestra madre y vuestra capitana.

Los hombres agacharon la cabeza.

Cuando finalmente salieron, Orejita había desaparecido. Baiano propuso enviar un grupo para buscarlo, pero Luzia no lo permitió.

—Que se desangre —dijo—. No sobrevivirá ahí fuera.

Luzia sabía que algunos de los cangaceiros creerían que estaba siendo demasiado misericordiosa con Orejita. Otros pensarían que era demasiado cruel dejándolo morir en la maleza en lugar de terminar con su vida rápidamente. Un capitán no tenía que explicar sus decisiones a sus hombres, de modo que Luzia no lo hizo. No podía. Sus razones para dejar que Orejita se fuera no tenían nada que ver con la piedad ni con el castigo; tenían que ver con los cangaceiros mismos. Si ordenaba que saliera un grupo a buscarlo, no podía ir ella. Estaba demasiado torpe y pesada como para ser sigilosa, y demasiado alterada como para guiarlos eficazmente por la maleza. Luzia no quería admitir esto. Tampoco quería que ningún hombre se separara de ella. Ese grupo podía encontrar a Orejita y ayudarlo, incluso unirse a él. Los hombres también habían sido sacudidos por la muerte de Antonio, y su lealtad era débil. La única manera de controlarlos era mantenerlos a la vista.

Luzia pasó la noche despierta, atenta a los susurros y a cualquier señal de discordia. Bebé se plantó junto a Luzia. Unas cuantas veces, la cabeza de la niña cayó por el sueño. Cuando esto ocurría, Bebé se sacudía para enderezarse y toser un poco, para demostrar que permanecía despierta.

La costumbre requería tres días de duelo mientras el alma vagaba alrededor de su cuerpo. La costumbre establecía que los parientes lavaran el cadáver antes de que se entumeciera. Durante el baño, había que hablarle al muerto, diciéndole: «¡Dobla el brazo!» o «¡levanta la pierna!». No se podía pronunciar el nombre del difunto, porque eso significaba llamar al espíritu para que volviera. En la casa del coronel, Luzia lavó a Antonio y lo vistió; todo el tiempo estuvo dirigiéndose a él por su nombre.

—¡Antonio! —dijo en voz alta para que su espíritu la escuchara. Ordenó que los hombres lo llamaran «capitán» en sus oraciones, como cuando vivía. Dejó los anillos de oro del Halcón en cada uno de sus dedos, aunque a los muertos no les estaba permitido llevar oro al más allá. Ella tampoco le besaría la planta de los pies, lo cual le impediría ir de un lado a otro. Quería que el espíritu de Antonio anduviera de un lado a otro. No limpió la tierra de las suelas de sus sandalias, como era la costumbre, porque el alma —tan atraída por la tierra— iba a extrañar la tierra debajo de sus pies e iba a querer volver. No iba a cerrarle los ojos. Se suponía que cuando lo enterraran ella debía decirle: «Cierra tus ojos y enfréntate a Dios». En cambio, Luzia dijo:

—Antonio, mírame.

Estaba obligando a su espíritu a permanecer aquí, en la tierra. ¿Acaso él no le había dicho una vez que todos estaban condenados, que a pesar de sus oraciones no irían junto a Dios sino a otro lugar más oscuro? ¿No estaría, entonces, mejor aquí, con ella?

—Si alguien pregunta si el Halcón está muerto, la respuesta es que no lo está —dijo Luzia a los hombres antes de que dejaran el rancho abandonado.

Su plan dio resultado: los cangaceiros tenían miedo del espíritu de su capitán. Cada vez que había un movimiento en los árboles o soplaba el viento, los hombres temblaban. Hasta Baiano parecía asustado. Todas las noches, cuando montaban el campamento, Luzia dejaba un poco de comida para Antonio entre los arbustos. Echaba un trago de agua al suelo. Lo estaba tentando cada vez más. Era un gran riesgo, porque las almas eran como las personas, pero peores. Podían enfadarse, enfurecerse con sus seres queridos. Podían atormentarlos para siempre. Sin embargo Luzia quería ser atormentada. Prefería sentir la ira de Antonio antes que su pérdida.

10

Una buena viuda vestía de negro, cubría su casa con oscuros cortinajes, llevaba dos anillos en su mano izquierda y conservaba un retrato con flores frescas debajo de su marido muerto. Algunas viudas guardaban todas las pertenencias de su marido en un cajón para sacarlas ocasionalmente y recordar el pasado. La relación entre la viva y el difunto era otro matrimonio —un enlace morboso— cuyo fundamento eran los recuerdos. Para Luzia, todas estas tradiciones eran imposibles. No había anillos de boda ni flores, y ningún retrato aparte de los recortes de periódico.

Las tierras áridas habían sido su hogar. Cada árbol, cada colina, cada lagartija y cada roca le recordaban a Antonio. La maleza era el mundo de él, no el de ella. Ella nunca la había amado como la había amado él. Era algo que a ella se le escapaba, la asustaba, la enfadaba. Y a pesar de ello él la había dejado allí sola, con su legión de hombres que la seguían por las llanuras rocosas y las empinadas colinas. No iban hacia Taquaritinga: Luzia había decidido que no quería que el padre Otto cuidara a su hijo. No quería que fuera criado en un lugar donde la gente podía identificar a su madre como Gramola. Los cangaceiros se dirigían al río San Francisco. Después de enterrar en lugar seguro el cuerpo de Antonio, Luzia desplegó el mapa del topógrafo viejo, y le preguntó a Baiano:

—¿Sabes cómo llegar al rancho del doctor Eronildes?

Él asintió con la cabeza.

Luzia envolvió un paño alrededor de su vientre para que el niño no saliera antes de tiempo. Había cogido el sombrero de Antonio, su puñal, su cristal de roca. Al atardecer, sacaba la piedra y dirigía las oraciones del grupo. Ella protegía los cuerpos de los cangaceiros.

Por la noche no podía dormir. Estaba atenta a los ronquidos de los hombres. Observaba a Bebé, que dormía acurrucada sobre la manta a su lado. La terca niña no se apartaba de ella, decidida a compensar a Luzia por su pérdida. En las noches en que brillaba la luna, Luzia dirigía su mirada sobre el monte bajo y seco. A la luz de la luna, los árboles sin hojas parecían un bosque blanco. Esa tierra era de ellos, toda de ellos, repetía a menudo Antonio. Era la tierra de Dios. Inmensa. Ilimitada. Él lo decía con alegría, pero cuando Luzia observaba aquellas tierras áridas no podía comprender la felicidad de Antonio. Las tierras áridas eran demasiado grandes. Estaban demasiado vacías. Su inmensidad la asustaba.

Muchas noches pensaba en la fotografía de Emília que había visto en el periódico, sosteniendo aquel bebé deforme metido en un frasco. Emília lo acunaba como solía coger a sus muñecas, con cuidado, con amor. Su hermana siempre era amable con sus muñecas de trapo. No como Luzia, que las rompía, las despedazaba, les sacaba el relleno. Era verdad que Emília era severa, pero también apacible. Sabía cómo cuidar las cosas sin excederse. Debajo de la bondad de su hermana había una voluntad firme.

Cuando dormía, Luzia soñaba con un hombre que no era Antonio, pero tenía su nariz aplastada, sus dientes pequeños, sus labios carnosos, sus ojos. Ojos tan oscuros que ella no podía ver las pupilas. Eran oscuros como el carbón brillante.

Por la mañana le dolía la vejiga. En la espalda sentía una prolongada punzada, como si un puñal la estuviera atravesando poco a poco mientras caminaba. Se movía lentamente. Los hombres marchaban delante, a sus órdenes. Baiano y Ponta Fina permanecían a su lado. A medida que las colinas que bordeaban el Viejo Chico se hacían más claras y más grandes, Luzia sentía que estaba siendo llevada hacia un desenlace que desconocía. En cuanto llegara allí, apenas Dios considerara que era la hora del fin, el grano más pequeño de arena o la más irrisoria hoja del árbol más insignificante la pararía. Hasta entonces, nada la detendría.

Capítulo 9

Emília

Campamento de refugiados de Río Branco

Enero-febrero de 1933

1

2 de enero de 1933

Señora de Degas Coelho Rua Real da Torre, 722 Madalena, Recife

Querida señora de Coelho:

Feliz Año Nuevo. Usted no me recordará por mi nombre, pero espero que la conversación que compartimos en el teatro Santa Isabel no haya sido del todo olvidada. Tuve el placer de conocerla en el vestíbulo durante la fiesta del Partido Verde. Hablamos un momento, pero no intercambiamos nuestros nombres. Afortunadamente, tengo buena memoria para las caras.

Nunca había leído la sección de sociedad del periódico hasta hace poco, cuando alguien me mostró su fotografía. Me sorprendió descubrir que la dama en la sección de sociedad era la misma a quien había conocido en Recife. Me hizo recordar una frase que repiten mis hombres en el rancho: «Pregunta siempre el nombre de un desconocido, porque podría ser un hermano perdido». He vivido en el noreste toda mi vida y me sigue sorprendiendo que, a pesar de la inmensidad de estas tierras, nuestras esferas de conocimiento sean tan pequeñas y tan intrincadamente entrelazadas como una puntilla de encaje.

He leído acerca de su trabajo de caridad con los refugiados que han huido a Recife a causa de estos tiempos de sequía. Admiro sus esfuerzos. Es mucho más fácil condenar al vecino que ayudarle.

Como usted, he decidido ayudar a esos desdichados. Como recordará, soy médico. He abandonado la explotación del rancho para supervisar un modesto hospital en el campo de refugiados de Río Branco. Hay mucho dolor aquí. Muchos de mis colegas dicen que las personas de tierra adentro son una raza resistente, capaz de soportar cualquier miseria. Yo digo que ésa es una creencia absurda. Como usted sabe, señora de Coelho, y como mi propio entrenamiento médico me ha demostrado, la gente de tierra adentro es tan mortal y tan imperfecta como el resto de nosotros. Esta gente está, sin embargo, más estrechamente ligada a la tierra, que durante esta sequía los ha abandonado. Son como niños que han perdido a su madre.

Vine a Río Branco para ayudar a aquellos a los que la sequía ha dejado sin amparo. No soy un hombre religioso, pero hace poco he rezado. He pedido que una mano amable y cariñosa arranque al menos a un niño de la miseria y cambie su destino.

Hemos llegado finalmente al propósito que da sentido a mi carta, señora de Coelho. Le agradezco su paciencia. Soy un hombre de ciencia, no de palabras, así que seré franco: necesito su ayuda. Ropa, comida, agua y medicamentos son de gran valor en el campamento de Río Branco, pero, como tal vez usted ya sepa, tales envíos caritativos desde de las capitales son fácilmente desviados por comerciantes corruptos o robados por los cangaceiros. Los suministros donados estarían más seguros si fueran acompañados por una delegación. Esa delegación recibiría gran atención por parte de la prensa, y daría a los refugiados del campamento la publicidad que necesitan desesperadamente. Los desplazados son personas que tienen hambre, y no, como algunos periodistas han dicho, unos aprovechados. Esta delegación no puede estar compuesta sólo por representantes del gobierno o periodistas, ninguno de los cuales servirá de inspiración a los residentes del campamento. Usted, señora de Coelho, atrae la atención de manera favorable sobre toda causa que respalda. Usted y las Damas Voluntarias pueden traer esperanza y calor a nuestro desolado hogar.

Le estoy pidiendo que viaje a un lugar del que la mayoría de las personas desea escapar. Le aseguro que no pido esto con ligereza. He escogido mis palabras cuidadosamente, porque no la conozco bien. He oído, sin embargo, que usted es una mujer de gran corazón y firme voluntad. Espero que mi petición no sea imposible, y si lo es, ruego que san Expedito intervenga y lo haga posible.

Atentamente,

Doctor Eronildes Epifano

2

Las mesas-bandeja del vagón de primera clase estaban llenas de vasos vacíos. Saltaban y tintineaban, chocaban unos contra otros, movidos por las vibraciones del tren. Un camarero, con la espalda de su chaqueta de uniforme oscurecida por el sudor, trató de retirar los vasos sin despertar a los pasajeros. Los hombres del gobierno dormían con la cabeza echada hacia atrás y las piernas estiradas. Sus frentes brillaban por el sudor. Los reporteros y los fotógrafos que acompañaban a la delegación habían regresado a su vagón, el de la prensa, de modo que los hombres del gobierno se habían quitado las chaquetas de sus trajes y aflojado las corbatas. Una colección de sombreros de fieltro y de panamás de paja estaba desparramada sobre mesas y asientos vacíos. El sombrero de Degas reposaba sobre su regazo, como si fuera una querida mascota. Estaba despierto. También Emília estaba despierta.

El termómetro del vagón marcaba 40 grados. Las flores colocadas en un florero colgado en la pared estaban marchitas, y sus pétalos dispersos por el suelo. Por encima de Emília chirriaban los ventiladores del techo. Sus aspas giraban, pero no podían expulsar el calor, que era seco y agobiante y hacía que a Emília le picara la cara. Las ventanas del vagón estaban abiertas, las cortinas descorridas. El sol brillaba con tal intensidad que lastimaba los ojos de la joven cuando miraba por la ventana. Pasaban varios minutos antes de que su visión se adaptara a la enorme luminosidad. La vista era siempre la misma. Las plantas de las tierras áridas eran grises y quebradizas, como si hubieran sido resecadas en un horno. Camufladas entre los árboles, Emília podía ver las casas de barro abandonadas, con sus fachadas agrietadas y sus puertas abiertas. Aparte del tren y el tintineo de las copas —como ecos fantasmales de los brindis de la mañana—, no había ningún ruido. Ni siquiera zumbaban los insectos. Era suficiente para volver loca a una persona.

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