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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (73 page)

BOOK: La costurera
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Quizá era por eso por lo que los hombres del gobierno habían decidido dormir. Parecían muy animados cuando el tren partió de la estación central de Recife. Hubo un brindis de celebración. Emília y Degas habían alzado sus vasos posando junto al doctor Duarte y el grupo de representantes del gobierno mientras el fotógrafo oficial de la delegación les sacaba la foto. Después hubo algunos largos discursos en honor del presidente Gomes, del gobernador Higino y del doctor Duarte. Los vasos de los hombres fueron llenados y vueltos a llenar con licor de caña y zumo de lima. Degas estaba en el extremo exterior del grupo, inclinándose para poder escuchar aquellos brindis. Alargó el brazo hacia el interior del círculo para chocar su copa. Emília, con el puñado de mujeres presentes en la delegación, estaba sentada en el extremo opuesto del vagón. Ella no estaba incluida en los prolongados brindis. Bebió solamente agua.

Cuando los brindis se desvanecieron, los periodistas llenaron el vagón e hicieron entrevistas. Los reporteros trabajaban en los periódicos de Recife y también en algunos de los diarios de los estados de Paraíba, Bahía y Alagoas. Todos habían recibido el visto bueno del Departamento de Información y Propaganda (el DIP) de Gomes. Los hombres del gobierno eran los representantes en Recife de todos los ministerios provisionales del presidente: Industria, Trabajo, Educación, Transporte y Salud. Todos los funcionarios estaban dispuestos a que se registraran sus palabras, pero sus discursos acerca de pautas del clima, de vacunaciones, de documentos de identidad de los trabajadores y de distribución de alimentos eran aburridas estadísticas proporcionadas por el DIP, memorizadas por ellos, y ya conocidas por los periodistas. Sólo el doctor Duarte se expresó con franqueza. Periodistas y funcionarios se reunieron alrededor de él cuando habló desde su confortable asiento tapizado en el tren.

—Esta delegación es, ante todo, un esfuerzo caritativo —dijo el doctor Duarte mientras el tren pasaba junto a unos campos de caña de azúcar—. Pero no mermará en nada la generosidad y buena voluntad de nuestro gobierno decir que es también un esfuerzo científico. Poder medir a los hombres y mujeres de la caatinga es una oportunidad de valor incalculable. Debemos medir las diferencias, si existen, entre nuestros pueblos. ¡No para aislarlos! ¡El movimiento de afirmación de lo brasileño del que estamos tan orgullosos se refiere precisamente a la unión de los diversos grupos de nuestro país para constituir una sola nación! Dentro de todos los grupos hay ciudadanos bienintencionados. También hay criminales (comunistas, degenerados, ladrones, pervertidos sexuales) que tienen que ser definidos. Según su grado de criminalidad, deben ser contenidos, controlados o curados. Ésa es la única manera de purificar Brasil y curar sus males sociales.

Mientras su padre hablaba, Degas estaba sentado separado del grupo. Parecía indiferente al discurso del doctor y concentrado, en cambio, en arreglar las abolladuras de su sombrero de fieltro. A medida que el sol se pegaba más fuerte y la jornada se volvía más cálida, las mejillas de los hombres enrojecían. Se abanicaron las caras con los sombreros. Las bebidas de la mañana temprano se combinaban con el calor para dejarlos mareados y cansados. Los periodistas y los fotógrafos regresaron al vagón de la prensa. Cuando el tren dejó atrás los campos de caña de la Zona da Mata y entró en las tierras áridas azotadas por la sequía, los hombres del gobierno lentamente se fueron quedando dormidos.

En el lado del vagón reservado a las mujeres, cinco monjas del convento de Nuestra Señora de los Dolores iban cuidadosamente sentadas, con sus oscuros hábitos marrones. Una monja joven repasaba con los dedos su rosario. Otra más vieja miraba de cuando en cuando a Emília y le dirigía una discreta sonrisa. Nadie del grupo de las Damas Voluntarias se había unido a la delegación. Lindalva y la baronesa estaban en Europa. Las otras Damas Voluntarias pusieron excusas de peso, casi todas relacionadas con la enfermedad de un hijo o del marido. Se diría que una epidemia de gripe había atacado a la élite de Recife sin afectar a nadie más. Sólo las monjas habían respondido al llamamiento de Emília para aquella tarea. Curiosamente, una mujer de una familia vieja, la señora Coímbra, también acompañaba a la delegación. Se había presentado en la casa de los Coelho para informar a Emília de que ella iba a representar a la Sociedad Princesa Isabel.

La señora Coímbra estaba sentada delante de Emília. Era una mujer corpulenta, huesuda, de la que se decía que había pasado de los 60 años, aunque su pelo era del color del carbón. Llevaba un vestido azul oscuro de corte cuadrado, sin marcar el talle, con sólo una faja decorativa atada, floja, a las caderas. Esos vestidos de estilo joven y liberal habían estado de moda cuando Emília llegó a Recife, hacía cuatro años, pero ya nadie los usaba. En Recife, el talle ajustado era en ese momento
de rigueur
, gracias, en parte, al taller de moda de Emília y Lindalva.

Emília llevaba uno de sus propios diseños, un vestido floreado con cinturón rematado con un amplio cuello. Debido al calor, se había quitado la chaqueta de lino tipo bolero, pero sólo después de que los reporteros y los fotógrafos abandonaran el vagón. Su sombrero de paja tenía el ala más ancha que sus viejos sombreros
cloche
y estaba sujeto al pelo con un alfiler, inclinado elegantemente a un lado de su cabeza. Los alfileres daban tirones al pelo de Emília. La cinta del sombrero le hacía sudar la frente. Emília se lo quitó y lo dejó en el asiento a su lado. Hacía demasiado calor como para pensar en la elegancia. La señora Coímbra asintió con la cabeza, elogiando el sentido común de Emília.

En las pocas ocasiones en que la señora Coímbra habló, se mostró educada, aunque firme, usando el mismo tono con que la mayoría de las mujeres de familias viejas se dirigía a Emília. Cada vez que la señora Coímbra adoptaba ese tono, Emília sonreía y se concentraba en la fealdad del vestido de aquella mujer. Esos pensamientos eran vanos y mezquinos, y Emília lo sabía. También sabía que muchas mujeres de Recife —de viejas y nuevas familias por igual— la juzgaban por cosas que nada tenían que ver con su carácter: sus restos de acento provinciano, su incapacidad o falta de predisposición para tener hijos, por los asuntos de su marido y sus gustos innombrables. Desde la cena en el teatro Santa Isabel, Emília se daba cuenta de que las mujeres de Recife la consideraban inferior en todos los sentidos, menos en la elegancia. El hecho de darse cuenta de esto hizo que Emília se volviera audaz.

Se vestía como quería, usaba chaquetas estilo bolero, faldas de sirena inspiradas por Claudette Colbert y durante el verano en la playa de Boa Viagem una camisa de tafetán metida en unos pantalones a cuadros. Cuanto más segura se sentía Emília, más la elogiaban las mujeres de Recife. Mientras la joven rústica no cometiera ninguna infracción grave —una aventura romántica, andar en tranvía por la noche tarde, entablar amistad con criminales o negros—, la mayoría de las mujeres de Recife iban a admirar sus diseños de modas y se iban a mostrar dispuestas a comprarlos.

Emília se inspiraba en las revistas de moda editadas en Francia, Alemania, Italia y Estados Unidos. El doctor Duarte la ayudaba a pedir las revistas; llegaban en los mismos envíos que las publicaciones de frenología de su suegro. Cambió algunos estilos, reemplazando telas pesadas por otras más livianas, más aptas para el clima de Recife. Una vez terminado el dibujo con precisión y encontrada la tela adecuada para realizarlo, presentaba el diseño a Lindalva. Si a ambas les gustaba la prenda, llevaban el diseño a su taller.

El doctor Duarte había cedido a las dos jóvenes empresarias el uso de una de sus muchas propiedades. Emília insistió en pagar un alquiler. El taller tenía una ubicación importante, en la Rúa Nova, la calle elegante conectada con el puente Boa Vista, cuya estructura era de acero. La gente cruzaba el puente para ir de compras. La Rúa Nova era la zona donde estaban varias de las mejores tiendas. La Casa Massilon vendía uniformes escolares y vestimentas militares; Primavera era una tienda de artículos para el hogar cuyos dueños eran portugueses; la farmacia Vitoria vendía medicamentos y había consultorios médicos en el piso de arriba; Parlophon vendía radios Philco, discos Odeón, frigoríficos y otros lujos modernos. Instalado entre las mejores tiendas de Recife estaba el taller E & L Diseños. No había ningún cartel en el exterior. Anunciar públicamente los productos era una confesión de necesidad de ganancias, lo cual era una torpeza. Emília y Lindalva eran mujeres respetables y el taller era su pasatiempo, no un negocio empresa. Desde fuera, el taller parecía un domicilio familiar austero, con cortinas blancas y un llamador de bronce al lado de la puerta de la calle. Cuando las clientas llamaban, las atendía una criada y las hacía pasar adentro. A veces Emília o Lindalva estaban presentes, otras veces no. Cuando estaban en el taller, no actuaban como vendedoras, sino que se sentaban y conversaban como si fueran compradoras como las demás. Nadie manejaba dinero; los pagos eran enviados por correo o se realizaban después. No había regateos ni facturas por cobrar, porque ninguna mujer de Recife, de familia nueva o vieja, quería ser considerada una tacaña y menos aún una ladrona.

Emília y Lindalva ofrecían una cantidad limitada de prendas
prét-a-porter
. No había largas pruebas ni vestidos a la medida. Como había un único modelo para todas las mujeres, Emília empleaba a una costurera para adaptar los conjuntos hechos con anterioridad, después de que habían sido comprados, subiendo un dobladillo para una mujer más baja o adaptando la cintura de un vestido para otra más delgada. Emília fabricaba sólo cinco artículos de cada modelo. Esto obligaba a las mujeres de Recife a comprar las prendas inmediatamente. Los diseños de Emília eran inevitablemente copiados, pero los modelos cambiaban con tal rapidez que, antes de que otra costurera aprendiera a imitarlos, éstos ya se habían pasado de moda; Emília y Lindalva ya tenían nuevas creaciones en su tienda.

Nada más abrir el taller habían contratado a siete costureras. Por aquel entonces, el presidente Gomes había fijado un salario mínimo, la obligación de tener baños para los empleados y una jornada laboral de ocho horas. Cada asalariado recibía una Tarjeta de Identificación del Trabajador que los empleadores tenían que firmar. Ese documento permitía el ingreso de los trabajadores en el sindicato nacional de Gomes. Todos los demás sindicatos fueron disueltos y las huelgas quedaron prohibidas. Gomes decretó que, para gozar de los derechos que él había otorgado, los trabajadores tenían que ser leales al gobierno provisional. Emília cumplía con las leyes de Gomes y hacía todavía más. La sala de costura del taller tenía ventanas, varios ventiladores y una radio para que las costureras la escucharan durante la pausa para comer. Y además no se quejó cuando las costureras colgaron una fotografía oficial de Gomes, con la leyenda «Padre de los Pobres» impresa sobre su rostro sonriente, en la pared del cuarto de costura.

El tren del Ferrocarril Gran Oeste también exhibía la fotografía de Gomes. Miraba a Emília desde encima de la puerta del vagón. En este retrato no era un padre sonriente, sino un presidente de rostro severo vestido con esmoquin y banda. Emília se frotó los ojos. Le picaban por el polvo. Una capa delgada y marrón de ese polvo formaba una película sobre las ventanillas del tren. Los vasos vacíos usados por los hombres habían sido recogidos y el vagón estaba en silencio, salvo por el ruido del tren. Un camarero asomó la cabeza en el vagón y contó los pasajeros; pronto servirían la comida. Emília tenía hambre, pero no esperaba con ansia su comida. Desde que la sequía había empeorado, se sentía culpable cada vez que comía.

El campo siempre había sufrido periodos secos, de modo que no se informaba sobre la sequía en los periódicos de Recife hasta que la carne subía de precio y se volvía escasa. Poco después, aparecieron en la ciudad los refugiados. Vagaban por los caminos de Recife caminando como si les doliera levantar los pies. Habían recorrido cientos de kilómetros con la esperanza de encontrar agua, comida y trabajo en la ciudad. Los refugiados tenían la ropa hecha jirones. Sus cuerpos estaban tan delgados y sus caras tan sucias que a veces era imposible distinguir a los hombres de las mujeres. Los bebés colgaban, débiles, en los brazos de sus madres. Las caras de los niños estaban tan demacradas y arrugadas como las de los mayores. Sus cabezas parecían enormes sobre sus huesudos cuerpos, y sus vientres estaban hinchados como globos de piel llenos de aire y nada más. El sufrimiento de los refugiados hizo que los periódicos los llamaran los «flagelados».

Cada vez que Emília iba al taller veía flagelados tan desorientados por el hambre que cruzaban las calles de la ciudad sin prestar atención a los tranvías ni a los coches. Emília miraba a los refugiados con prevención, temerosa, tal vez, de reconocer a un vecino o a un amigo de Taquaritinga. Una vez, una mujer se acercó a la ventanilla abierta del Chrysler. Llevaba un vestido sucio, la tela casi transparente de lo usada que estaba. La piel de su cara estaba curtida y estirada sobre los pómulos, como si hubiera sido horneada. Se aferró al antebrazo de Emília. La mano de la mujer estaba seca y apretaba con fuerza. Cuando Emília la miró a los ojos, vio que aquella mujer era joven, como ella. Degas rápidamente puso en marcha el coche y se alejó a gran velocidad, ignorando las luces de los semáforos. Después de dejar atrás a la mujer flagelada, Emília escondió la cara entre las manos. Degas, siempre incómodo ante el llanto, dijo que regresaría a la casa de los Coelho para que Emília pudiera lavarse el brazo. Ella negó con la cabeza. Ningún lavado podría borrar el contacto de aquella mujer. Emília todavía podía sentirlo. Sin Degas, sin su matrimonio apresurado, ella habría sido una mujer hambrienta, una flagelada igual que aquélla.

En la siguiente reunión de las Damas Voluntarias, Emília anunció que iba a comenzar una campaña para recoger ropa. Siguiendo el ejemplo de Emília, las Damas Voluntarias donaron telas, hilos y el tiempo de sus costureras. En los campamentos de tiendas de lona levantados para los flagelados en las afueras de Recife, las Damas Voluntarias aparecían con ropa, pañales y mantas. Para no ser menos, las viejas familias, miembros de la Sociedad Princesa Isabel, organizaban reuniones al aire libre y almuerzos en los que recaudaban dinero para que los médicos atendieran a los flagelados.

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