Sabía que la presencia de las jóvenes podía desconcertar al grupo. Sabía que las mujeres eran causa de potenciales rebeliones y desastres, pero de todas formas las dejó incorporarse a la partida de bandidos. Su razón era egoísta: las muchachas mantendrían alto el valor de sus hombres. Ellas lograrían que éstos quisieran pelear para dar pruebas de su fortaleza a pesar del hambre y de sus dudas. Esas mujeres no se habían enamorado de un grupo de jovencitos descuidados de ojos nublados, sino de cangaceiros con rifles largos, sombreros de media luna y anillos de oro en sus dedos polvorientos. Se habían casado con bandidos, no con hombres normales, y ellas les recordarían esto a sus maridos todos los días. Luzia contaba con ello.
Las mujeres se dirigían a Luzia llamándola «madre», nunca «señora». El único nombre que la sacaba de quicio era Gramola, y ya nadie la llamaba así. Se obligaba a sí misma a recordar ese apodo cuando quería enfurecerse antes de un ataque. Gramola había sido considerada una simple lisiada, y por lo tanto inútil. Por eso, que pensaran de ella que era inofensiva suponía el peor insulto que le podían hacer, porque significaba que la podían ignorar fácilmente. Podía ser eliminada como si se tratara de una mosca. Las muchachas del grupo comprendían este sentimiento. Antes de la sequía, en sus antiguas vidas como esposas, hijas y hermanas, eran las intermediarias, los estoicos recipientes de la nueva vida y las receptoras de los castigos de sus maridos, de sus padres o de sus hermanos. Se les había dicho una y otra vez: «Sopórtalo, niña». Habían sido forzadas a inclinar la cabeza y a responder a todo hombre vivo: «Sí, señor». De modo que cuando cambiaron sus pañuelos de cabeza por sombreros de media luna y vestidos de lona albergaban una amargura que ningún hombre podía comprender. Pero Luzia sí podía, y ella era la que dictaba las reglas del grupo. No habría palizas. Las peleas en las parejas se resolverían con palabras, y si no podían solucionarse de esta manera intervenía Luzia, que decidía quién tenía razón y quién no. Cada mujer llamaba a su marido cangaceiro por su apodo y nunca le decía «señor». Ese tratamiento estaba reservado para Dios.
—¡Gracias, Señor! —se oyó gritar a una joven apenas cayó la primera gota.
Era tarde, pero casi todos los cangaceiros todavía estaban despiertos, expectantes por la predicción de Luzia. El viento había mejorado. El ambiente estaba fresco. La primera gota pareció una broma. Luzia miró hacia arriba y se preguntó si algún animal subido al árbol encima de ella habría orinado. Luego cayó otra gota, y después otra. Luzia percibió el olor a tierra mojada.
Baiano lloró. Ponta Fina, Bebé, Inteligente y María Magra bailaron, se abrazaron, gritaron. Los cangaceiros se quitaron las armas y rodaron por el barro como niños. Las caras de todos estaban mojadas por la lluvia o por las lágrimas; no importaba la diferencia. Luzia quiso llorar, pero no pudo. Era como si la sequía, con su polvo y su arena, se hubiera instalado dentro de ella, pesada y aplastante. Dios había respondido. La maleza iba a florecer y crecer. La gente sacaría sus santos desteñidos y mutilados de los desvanes para venerarlos otra vez. Y Luzia iba a seguir siendo lo mismo que ya era: la Costurera.
La comida todavía seguía siendo escasa después de algunas pocas semanas de lluvia; los cultivos y los animales eran lentos a la hora de crecer y reproducirse. La maleza, sin embargo, se puso verde y floreció rápidamente. Los pueblos de toda la caatinga siguieron el ejemplo de la maleza y prosperaron. La gente se movía de un lado a otro por las calles de tierra. Se repararon las casas. Algunos araron sus terrenos y sembraron semillas de maíz y melón. Los pueblos que habían sido abandonados recobraron toda su burbujeante actividad y Luzia se preguntaba dónde se habrían estado escondiendo sus habitantes. Aparecían de la nada, como cigarras que de repente salen de sus secretos escondites para hacerse cargo de todo.
Luzia condujo a sus cangaceiros a lo largo del Chico Viejo, hacia el pueblo junto al río donde, hacía muchos años, Antonio y ella se habían sacado su primera fotografía juntos. La iglesia del pueblo había recibido una nueva mano de cal y brillaba bajo el sol de la tarde. Cerca, un empresario había abierto un cine. Era un viejo almacén de algodón, con altos techos con estructura de madera. Los cables eléctricos iban desde el tejado del cine a un poste cercano, luego a otro y a otro.
Luzia esperaba que alguno de los comerciantes del pueblo tuviera municiones. Sus fajos de billetes de mil reales estaban disminuyendo, como también se reducían las viejas provisiones de munición que Antonio había enterrado en diversos lugares del monte. Después de los ataques a la carretera los cangaceiros se apoderaban de las armas de los soldados, pero las balas para las nuevas armas eran difíciles de encontrar. «Un arma de fuego sin balas es como una mujer sin marido: inútil». Eso era lo que Antonio había dicho una vez, mucho antes de que la carretera atravesara las tierras áridas y aparecieran soldados con armas modernas. Los militares de Gomes siempre tenían mejores armas que ellos. Debido a esto, atacar las obras de la carretera y los depósitos del ferrocarril se hacía difícil. En esos ataques, Luzia y sus cangaceiros muchas veces debían retirarse, en lugar de avanzar.
Después de la sequía, cada granja parecía una trampa. Luzia se volvió más cuidadosa. Sus cangaceiros y ella no entraban en las casas, ya pertenecieran a un coronel o a un simple vaqueiro. Observaban cada pueblo durante un día entero antes de entrar en él. Tenían sofisticados métodos de comunicación con sus coiteiros. Pedían comida y municiones por medio de una intrincada serie de notas escondidas en colmenas y debajo de montones de bosta seca. Luzia nombró subcapitanes y cuando era demasiado peligroso viajar en un grupo grande se dividían de diez en diez, haciendo que fuera más difícil para los soldados seguirlos.
Cualquier coronel o ranchero que hubiera pasado un tiempo en la costa era un traidor potencial. Después de las lluvias, la mayoría regresó al monte, pero no pidió la protección del Halcón. Luzia comprendió que confiaban más en Gomes que en el Halcón. Hasta los pequeños granjeros que habían sido sus coiteiros más leales ponían también fotografías de Gomes en los altares de sus santos. El doctor Eronildes tenía razón. La gente elegía a sus héroes por miedo, no por amor.
Luzia creía que las lluvias pondrían fin a los envíos de caridad de Emília, pero la señora de Degas Coelho la contradijo. En una entrevista en el
Diario de Pernambuco
, dejó claro que las lluvias recientes no habían eliminado las necesidades. «Continuaremos con nuestros envíos —decía la señora de Degas Coelho en el periódico—. Las necesidades todavía son enormes. Como también lo es el peligro».
Ponta Fina no insistió en atacar los trenes que llevaban ropa, pero cada vez que su grupo se veía obligado a retirarse durante un ataque contra la carretera miraba a Luzia con ojos acusadores. Ella había dado instrucciones a sus cangaceiros en el sentido de que debían considerar a cualquiera como un posible enemigo, salvo a la mujer que estaba detrás de los trenes de ayuda en forma de ropa. Como capitana del grupo, Luzia no tenía que dar explicaciones, sólo órdenes. Pero, aunque quisiera dar explicaciones, no podría. No quería pensar en lo que pudieran contener esos envíos de caridad ni de dónde provenían las modernas armas de los soldados. Ella podía dudar de la lealtad de un vaqueiro, e incluso de la de un coronel, pero no de la de Emília.
Luzia iba a la ciudad situada junto al río con la esperanza de hacer que sus armas robadas fueran útiles; quizá algunos soldados hubieran vendido sus nuevas armas y su munición —como solían hacer— para saldar deudas de juego.
Los comerciantes inspeccionaron los nuevos rifles Browning y Winchester. Silbaron y acariciaron los cañones de las armas. Trataron de meter otras balas en sus recámaras, pero ninguna entraba. Enfadada, Luzia pidió el último
Diario de Pernambuco
. El tendero negó con la cabeza. El último no había llegado.
—Si usted quiere noticias, vaya a ver los noticiarios —sugirió, nervioso, el tendero—. En el cine. Son mejores que los del periódico. La película es vieja…, por lo menos tiene diez años. Se llama
La hija del abogado
. Pero los noticiarios son nuevos. Vienen de Salvador cada tres meses.
En el exterior del viejo almacén de algodón se veía un desteñido cartel de la película
La hija del abogado
. Era de 1928, pero en aquellas tierras se consideraba nueva. Agregado a la parte inferior del anuncio había otro cartel verde brillante con este mensaje: «Película ofrecida por el DIP (Departamento de Información y Propaganda) y el presidente, Celestino Gomes».
Luzia compró treinta entradas.
El cine estaba en penumbra. Había faroles colgados en las paredes. El olor a queroseno hizo que Luzia recordara la cocina del doctor Eronildes, hacía mucho tiempo. Respiró hondo. Sobre una mesa elevada en la parte trasera del cine había un enorme proyector. Sus redondos rollos de metal y la lente que sobresalía hacían que pareciera un arma extraña. Bancos de madera se alineaban delante de una tela blanca grande, estirada sobre la pared del almacén. Luzia y sus cangaceiros llenaron la sala junto con otros espectadores, que susurraron y miraron hacia atrás con cautela. Luzia se había sentado en la parte trasera del teatro, de espaldas a la pared. No quería ninguna sorpresa en la oscuridad. Ponta Fina y Bebé se sentaron en un banco delante de ella. Baiano y María Magra ocuparon sus lugares al lado de Luzia. Oyó a uno de los espectadores que susurraba:
—¿Ese tipo es el Halcón?
—¿Es que es mulato?
Antes de que la gente pudiera ver bien a los cangaceiros, apareció un muchacho y fue apagando los faroles uno por uno. La oscuridad era tranquilizadora, pues permitía desaparecer a Luzia. Con ella era sólo una espectadora más en la sala, no la Costurera. Nunca había visto una película y se sentía extrañamente nerviosa. La oscuridad de la sala, los susurros de la gente, los ruidos húmedos de los besos robados deberían haber distraído a Luzia de sus recelos, pero no fue así. Las dudas de Ponta Fina sobre los envíos de caridad habían hecho aparecer las suyas propias, y estas sospechas la aguijoneaban, provocando que se moviera incómoda en su asiento. La última fotografía del periódico en la que salía Emília estaba arrugada en el bolsillo de la chaqueta de Luzia. Apretó la mano sobre ella.
Junto al proyector, un hombre movía interruptores y controlaba rollos. Cuando la máquina se encendió, hizo un ruido como el de su vieja Singer. Hubo un destello de luz y aparecieron palabras sobre la sábana blanca, «Ministerio de Propaganda de Brasil», y debajo de ellas una bandera con el lema «Orden y progreso». Era un noticiario cinematográfico del gobierno. Luzia no pudo precisar de cuándo era.
No había sonido, solamente el suave ruido del proyector. La pantalla de lona se llenó de sombras y luces. Apareció una escena: color gris océano, bloques de edificios de ángulos rectos y la joroba redonda de Pan de Azúcar. Aparecieron unas palabras en la parte inferior de la pantalla:
Río de Janeiro. Después de la reforma constitucional, delegados, invitados y miembros de la familia se reúnen con el presidente Gomes para visitar la recientemente inaugurada estatua del Cristo Redentor.
La cámara hizo un barrido panorámico sobre un grupo de hombres y mujeres, minúsculos ante el gigantesco Cristo de piedra con los brazos abiertos y la cabeza inclinada. El ojo de la cámara se estrechó. Apareció Celestino Gomes riéndose. Llevaba uniforme militar y botas altas. Sus movimientos eran entrecortados, enérgicos y rápidos. Caminó entre la gente, dando la mano a hombres y mujeres. Entre el grupo de caras de desconocidos, Luzia reconoció una. Emília llevaba un vestido bien cortado. Tenía su largo pelo recogido hacia atrás. Sus labios estaban pintados de color oscuro y se abrían en una sonrisa. Tenía un niño apoyado sobre la cadera. El pequeño llevaba una gorra de marinero y cuando la gente se arremolinó alrededor de Gomes la gorra cayó de su cabeza. Abrió la boca en un grito mudo. Sus ojos —los ojos de Antonio— miraron acusadores a la cámara. Delante de él, Celestino Gomes se rió. Acarició la cabeza del niño y continuó andando. La cámara lo siguió. Emília y el niño desaparecieron.
Luzia se levantó.
Gomes apareció en la pantalla otra vez, a tamaño natural y sonriendo. Estaba hecho de luz y sombra, como un fantasma. Luzia avanzó por el pasillo central. Su sombra se interpuso en la proyección y el fantasma desapareció. Detrás de ella, un hombre protestó.
—¡Siéntese! —siseó alguien.
Luzia dio media vuelta. El proyector la cegó. Se protegió la cara con su brazo sano. En la sala oscura, la luz del proyector sólo la iluminaba a ella, dejando a la vista su diente ausente, su brazo lisiado, su rostro curtido por el sol.
—¡Apáguelo! —ordenó Luzia.
El operador asintió con la cabeza, pero el proyector siguió funcionando y las imágenes revoloteaban sobre el cuerpo de Luzia. El joven empleado encendió un farol. Se oyeron más silbidos y abucheos. A Luzia le dolían los ojos por la luz del proyector. Los cerró y vio la sonrisa de sorpresa de Emília. Vio la mano de Gomes tocando a su hijo.
—¡Apáguelo! —gritó Luzia, con la voz afinada por la rabia.
Atrás, Baiano se puso de pie. Su cara era sombría y severa.
—Haga lo que ella dice —ordenó.
El operador asintió con la cabeza, moviendo desesperadamente las palancas de la máquina.
—Si no le gusta, ¡váyase! —gritó una voz desde la parte oscura de la sala.
—¡Sucios cangaceiros! —dijo otra.
Protegidos por la oscuridad y por la prolongada presencia de la imagen de Gomes, los otros espectadores se envalentonaron. Luzia estaba sorprendida y perturbada por el enfado de aquella gente.
—¡Comunistas! —exclamó una mujer.
—¡Cerdos desagradecidos! —gritó Ponta Fina y se puso de pie. De inmediato los otros cangaceiros lo imitaron.
—¡Esclavos de los soldados! —les espetó Canjica.
—¡Viva Gomes! —gritó una voz joven.
A Luzia le ardía el estómago como si hubiera tragado brasas calientes. Miró hacia las sombras de los espectadores en la sala. Ella había salvado a personas como ésas durante la sequía. Había liberado a sus hijas de los campamentos de prostitución. Había impedido que la carretera destrozara sus tierras. ¿Éste era el agradecimiento que recibía? Como Emília, habían escogido a Gomes y no a ella. Los espectadores de la sala la insultaron, aun siendo conscientes de que ella iba a tener que responder. Desabrochó la funda y sacó la pistola Parabellum.