Debajo de las mantas del moisés había un pequeño saco de lona que el doctor Eronildes le había dado.
—Es para el niño —le había dicho—. Su madre quería que lo tuviera él.
El saco contenía una navaja con una abeja torpemente tallada en el mango de madera. Emília había retirado el cuchillo de su escondite. Había jugueteado con su hoja poco afilada.
Una puerta se abrió en el extremo del vagón. Una ráfaga de aire atravesó los compartimentos del tren. Emília miró a Expedito. Frunció la boca y su pequeña barbilla se arrugó, pero no se despertó. Degas se acercó andando por el pasillo del vagón. Se sentó al lado de Emília.
—Tú y yo somos los únicos que no estamos durmiendo —dijo, frotándose los ojos—. ¿Por qué será?
Emília sacudió la cabeza, con cuidado para no molestar a Expedito.
—La mala conciencia te mantiene despierto. Eso es lo que mi tía Sofía solía decir.
Degas ladeó la cabeza.
—¿De qué eres culpable tú?
Emília miró por la ventanilla del tren. El cristal estaba sucio. No había luna, de modo que estaba demasiado oscuro como para observar la maleza. En cambio Emília estudió su propio reflejo. No había protegido a su hermana menor, no había protestado cuando los cangaceiros se la habían llevado. Después, no había tratado de rescatarla. Y por último intentó olvidar a su hermana, negar su relación con ella, sus vínculos.
—De escapar —dijo Emília finalmente—. De olvidar.
—Eso no te hace culpable. Más bien demuestra que eres lista —señaló Degas. Apuntó con un dedo a Expedito—. ¿Qué nombre le pondremos?
—Ya tiene un nombre.
Degas frunció sus gruesos labios.
—¿Tampoco tengo nada que decir en esto? Debí haberlo imaginado. ¿Mi padre y tú habéis elegido ya un nombre?
—No. Ya tenía uno.
—¿Cuál es?
—Expedito —susurró Emília. El niño se movió en sus brazos.
—Ése es un nombre de campesino, no hay ninguna duda —comentó Degas—. Seguramente lo elegiría su madre.
—No lo sé —respondió Emília, que estaba deseando que él se fuera—. Quizá fue el doctor.
Degas sacudió la cabeza.
—Es un ave extraña ese doctor. Entrega bebés en adopción. Se relaciona con los cangaceiros. Comprendo que ellos quieran relacionarse con él: un médico es un amigo útil cuando uno es un bandido. Pero no puedo ni imaginar cuál es el motivo de que ese doctor se arriesgue a mantener tal relación. Nadie lo condena por eso tampoco. Los coiteiros están siendo detenidos por todos lados, pero no nuestro doctor Eronildes. Su delito, contra todo pronóstico, lo convierte en interesante. Un valor. ¿Has visto cómo lo elogiaba mi padre? ¿Cómo lo ha invitado a Recife?
—¡Chiss! —exclamó Emília—. ¡No lo despiertes!
Degas miró a Expedito. Acarició ligeramente el pie del niño.
—Solías arrugar la nariz cuando oías hablar de niños. Hasta la Costurera tenía instinto maternal, pero tú no.
—Eso es una tontería —susurró Emília.
—No lo es. Estaba embarazada —argumentó Degas—. Eso es lo que los diarios decían.
—Estaba hambrienta, como los refugiados. Todos tienen el vientre hinchado. Es por los gusanos.
Degas la ignoró; movía el dedo en círculos por los pies descalzos de Expedito.
—Supongo que debe de ser difícil dar a luz en medio de la floresta seca. Se necesitará asistencia médica. Un doctor…
—Por eso no quiero tener niños míos —interrumpió Emília, decidida a desviar la conversación—. Los partos son horribles. La señora Coímbra dice que por eso se le arruinó la figura.
Degas sonrió.
—¿Qué te parece que le pasó?
—¿A su figura? —preguntó Emília—. Se le ensanchó la cintura.
—No —replicó Degas—. Al niño, al niño bandolero.
Emília lo miró.
—Tal vez lo quiso matar.
—¿Qué madre sería capaz de hacer eso?
—Una madre muy desesperada.
Degas chasqueó la lengua en señal de desacuerdo.
—Hemos visto la prueba de que eso no es verdad. Todas las mujeres que había en el campamento de refugiados estaban desesperadas. Estaban hambrientas, pero tenían a sus bebés escuálidos con ellas.
Degas estiró la mano hacia el regazo de Emília. Acarició la cabeza de Expedito, pasando un dedo por cada hebra sedosa del pelo del niño.
—Creo que la Costurera entregó a su niño. A un coiteiro, tal vez. A alguien en quien confiaba profundamente. —Degas cubrió con la mano la cabeza de Expedito—. Mi padre querrá medirlo cuando esté completamente formado.
Emília pensó en la niña sirena flotando en su frasco, atrapada en un sueño perpetuo. Rozó la mano de Degas.
—Déjale que lo haga —siseó.
—No puedo —dijo Degas. Miró a Emília, arrugando la cara como si le doliera—. Soy su padre ahora, aun cuando yo no lo haya elegido, aun cuando le preguntaste primero a mi padre, y no a mí. Nadie me tiene en cuenta, ni siquiera mi propia esposa. Pero no me infravalores, Emília. Sé lo que significa ocultar algo. Lo hago a cada momento que paso despierto.
Sus manos se posaban húmedas también sobre la piel de Expedito. Los dobleces de sus codos estaban húmedos por el sudor.
—Lo siento —dijo Emília—. Debí haberte preguntado primero a ti. Temía que dijeras que no.
—¿Y si así hubiera sido? —preguntó Degas—. ¿Lo habrías traído a pesar de todo?
—Sí.
Degas suspiró y se recostó. Volvió su cabeza hacia Emília.
—Dime la verdad —quiso saber—: ¿qué es lo que es tan especial en este niño?
—Nada —respondió Emília—. Si tú crees lo mismo que tu padre, no hay absolutamente nada especial. De hecho es lo opuesto. Por eso lo quiero.
Degas miró hacia el techo. Se pellizcó el puente de la nariz con aire cansado. Cuando bajó la vista hacia Expedito otra vez, sus ojos brillaron. Se puso de pie abruptamente.
—Hablaré con mi madre cuando lleguemos —dijo Degas—. Le diré que yo lo quería.
Emília vio cómo Degas se escurría por el angosto pasillo hacia adelante y desaparecía en el vagón contiguo. Cuando se perdió de vista, acercó a Expedito a su propio cuerpo. El niño se despertó. Lloró, pero Emília no intentó calmarlo. Apretó la cara contra la suya, inhalando los sollozos con olor a leche del bebé y dejando escapar los suyos. Ambos quedaron unidos en un llanto íntimo.
Luzia
Caatinga, tierras áridas, Pernambuco
Septiembre de 1932-marzo de 1933
Su niño era obediente y a la vez terco. Obediente porque, durante la larga caminata hasta la casa del doctor Eronildes, le había pedido a su hijo no nacido que permaneciera dentro de su vientre y él la había escuchado. Había esperado. Terco porque el niño no quería salir ni siquiera después de haber llegado a la casa del doctor y de haberse instalado en el dormitorio de huéspedes de Eronildes. El vientre de Luzia estaba tan pesado que sentía que sus órganos se apretaban contra las paredes del estómago y empujaban hacia el pecho. Le dolía la espalda. Tenía que orinar constantemente y no podía dormir, no podía encontrar una posición cómoda acostada ni sentada ni de pie. La vieja criada de Eronildes probó de todo para persuadir al niño de que saliera. Le ató a Luzia una camisa sudada alrededor del cuello, le hizo comer guindillas picantes crudas, le sacudió un trapo con polvo debajo de la nariz para hacerla estornudar. Nada funcionó.
En cuanto Luzia llegó a la casa de Eronildes, cogió la mano suave del doctor y la garra artrítica de la criada y les obligó a pronunciar un juramento sobre la Biblia. Les había hecho jurar por la Virgen, la madre de todas las madres, que no la dejarían ver ni tocar al niño. Si lo hiciera, Luzia querría retenerlo.
El doctor Eronildes no estuvo presente en el parto; eso era tarea de mujeres. Al médico y a los cangaceiros se les prohibió la entrada al dormitorio de Luzia. Esperaron fuera, como un grupo de padres nerviosos. Solamente Bebé —la esposa de Ponta Fina— se quedó con Luzia y la criada.
—Saldrá cuando tenga que salir —dijo la mayor de las mujeres—. Cuanto más quieras acelerarlo, más tendrás que esperar. Es como hervir leche: cuando te das la vuelta se sale.
La anciana tenía razón. Una tarde, el cuerpo de Luzia se movió sin que ella pudiera guiarlo ni controlarlo. Se encabritó y se puso tenso. Sus tripas se contrajeron, como si un látigo se hubiera envuelto alrededor de ella. Una mano invisible tiraba y apretaba el látigo, para luego soltarlo. Bebé puso un trapo húmedo en la frente de Luzia. La anciana criada escupió su pipa y puso las manos en los muslos de la parturienta, abriéndoselos. Partió un diente de ajo y lo pasó por debajo de la nariz de Luzia, y luego repitió la oración de la comadrona:
—Señor, protégenos. Señor, protege esta casa piadosa. ¿Dónde hizo Dios su casa?
—¡Aquí! —respondió Luzia, agarrándose el vientre.
—¿Y dónde está el cáliz bendito?
—¡Aquí!
—¿Dónde está el atemorizado huésped?
—¡Aquí! ¡Aquí!
La criada hirvió una olla de agua con semillas de guindillas y de comino, y puso la fragante mezcla junto a la cama. Luego, cogió una cebolla blanca, la cortó por la mitad y la frotó sobre los muslos de Luzia, que la apartó a patadas, ya con náuseas por el olor a ajo y por la peste de su propio sudor. Con fuerza sorprendente, la anciana sujetó las piernas de Luzia.
—¡Nuestra Señora del Buen Parto —gritó—, ayúdanos!
Con cada ola de arcadas, cada contracción, el látigo se apretaba. Quemaba. Luzia fijó su mirada en el techo. Se sentía atrapada en un sueño, con su cuerpo tan concentrado en su tarea que su mente se alejaba, como si estuviera mirando desde lejos. Su cerebro era inútil. Cuando finalmente la dejó, esa gran oleada de liberación debería ser un alivio, pero Luzia sentía que junto con su niño había expulsado todo sentimiento que le pudiera quedar. Toda la bondad, todo el amor que alguna vez había sentido o fuera a sentir estaban en ese niño.
No podía mirarlo. El cuarto de huéspedes estaba oscuro, las cortinas estaban echadas para que el pequeño no se asustara ni se atontara al nacer. Con rapidez, la criada cortó el cordón, lo cerró con una abrazadera y se llevó al recién nacido.
Luzia recordó el juramento que había obligado a hacer a la anciana y a Eronildes.
—No quiero que mi hijo toque el mango de un puñal —les había dicho Luzia al llegar—. Quiero que se llame Expedito.
Le había mostrado a Eronildes su colección de fotos de Emília, recortadas de los periódicos. La joven madre dejó muy claro que quería que su hijo le fuera entregado a su hermana, que vivía en la costa, pero no quería saber cómo ni cuándo iba a hacerlo el doctor.
Eso había sido antes del parto. Antes de que Luzia escuchara su grito. Fue agudo, como los chillidos de los loros verdes que volaban sobre la maleza. Sus juramentos y promesas le parecieron absurdos entonces. De inmediato los retiró todos. Quería a su niño. Gritó y sus ojos buscaron en la habitación oscura, pero apenas pudo incorporarse. La vieja criada regresó con los brazos vacíos. Luzia trató de bajarse de la cama. La criada la detuvo, la empujó para ponerla de costado y se sentó sobre sus caderas.
—Mi santa Margarita —exclamó la criada, moviéndose ligeramente sobre la cadera de Luzia—, saca esas carnes podridas de su vientre.
Luzia escupió. Maldijo. Amenazó con toda clase de venganzas a la criada… Las tijeras que había usado para cortar el cordón, ¿dónde estaban? ¿Podía alcanzarlas? Unos segundos después, sintió que la placenta salía de ella como un chorro, tibia y húmeda. La almohada, debajo de su mejilla, estaba húmeda por el sudor. Luzia notó que le pesaban los párpados. Los cerró.
Cuando despertó, la habitación estaba iluminada. Las ventanas estaban abiertas. La criada la miraba en silencio.
—Tu hijo está vivo —le dijo al fin—. El doctor partió con él ayer por la noche. Dios cuidará de él ahora.
Generalmente, después de un parto la casa de la madre se llena de parientes que revolotean alrededor del bebé. El orgulloso padre sirve licor de caña de azúcar. Los familiares entierran el cordón umbilical del bebé en la puerta de la casa, para que nunca se aleje demasiado de su hogar. Pero Luzia no tenía hogar, y tampoco tenía ya a su hijo. Nada más nacer, Expedito ya era un ser errante. La jefa de los cangaceiros sentía la lengua seca e hinchada en su boca. Le latían los dedos, como si estuvieran demasiado llenos de sangre. Los oídos le zumbaban. Fuera, junto a la ventana del dormitorio, escuchaba a Sabia, que cantaba una de sus baladas. Las palabras llegaban desordenadas y confusas, pero la voz del cangaceiro era triste. El tema de su canto era la muerte. Luzia se estremeció. Todas las canciones de Sabia eran canciones de muerte —Antonio y ella se habían reído de eso en el pasado—, pero esta balada era diferente. La voz de Sabia se hizo más suave y más cercana, hasta que fue un susurro en su oído. Cuando Luzia abrió sus ojos, no había nadie allí. Al intentar incorporarse en la cama, no pudo hacerlo. Su cuerpo pesaba demasiado para moverse. Luego escuchó conversaciones susurradas entre Ponta Fina, Baiano y la criada de Eronildes. «Fiebre», decían. «Sangre».
—¿De quién? —quiso saber Luzia—. ¿De mi niño?
Ponta Fina, Baiano y la criada actuaban como si no la escucharan. Luzia se tocó los labios. ¿Había llegado a pronunciar esas palabras en voz alta? Cuando cerró los ojos, vio a su hijo en los brazos de Emília.
La vieja criada cambió las sábanas sucias. Puso semillas de lavanda en el fuego para combatir los olores de la habitación. Metió a la fuerza cucharadas de caldo espesado con harina de mandioca en la boca de Luzia. Cuando la fiebre desapareció, la criada preparó un té amargo. Se lo dio a Luzia para secarle la leche. Los pechos de Luzia estaban hinchados y le dolían, como ampollas a punto de reventar. Estaban surcados por venas azules, con los pezones duros y gomosos. La anciana fajó fuertemente con lona el pecho de Luzia, envolviéndolo para que no goteara. Debajo de las vendas, Luzia sintió la leche saliéndose. Notó cómo se descargaba. A la vez que esto ocurría, sabía que su hijo tenía hambre. Él estaba en algún lugar con el doctor Eronildes, llorando, pidiendo alimento, siendo amamantado con leche de cabra, como sustituía de la suya. Luzia lo sabía porque su cuerpo se lo decía. Era como si un hilo invisible la atara a su hijo. El hilo podía estar tirante o flojo, pero nunca podría ser cortado, nunca se llegaría a un extremo del carrete porque no había fin. Los uniría para siempre.