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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (81 page)

BOOK: La costurera
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—¡Ved lo que va a lograr la carretera de Gomes! —gritó—. Va a convertir en putas a las mujeres honestas.

Los ojos de algunos de los cangaceiros se abrieron desmesuradamente, sorprendidos por aquellas palabras tan crudas. Algunos escupieron en el suelo y maldijeron a Gomes. Varios de los refugiados, indignados, sacudieron la cabeza. Luzia señalaba a la viuda de Carvalho.

—Ella se está aprovechando de nuestra miseria —denunció Luzia—. Y Gomes se lo permite: ¡hasta le envía provisiones para que las venda! Sus soldados estaban aquí y le permitieron vender a nuestras mujeres. ¡Hacían como si no vieran nada!

La muchedumbre estalló en gritos, insultando a la viuda. Luzia agarró a la mujer y la presentó a la multitud enfurecida.

—No somos iguales —susurró en la oreja de la viuda—: usted se queda con el dinero de ellos y yo prefiero tener su buena voluntad.

Luzia metió la mano en la bolsa de cuero que contenía el dinero de la viuda y encontró un lápiz de labios. Lo abrió y pintó una mancha roja en la delgada boca de la viuda de Carvalho. La multitud se rió. Luzia levantó la mano, pidiendo silencio. Cuando obedecieron, su corazón latió más rápido.

Un cactus crecía en el centro del patio. La corona de la planta tenía algunos cilindros verdes, que eran como dedos de una mano. Su tronco era marrón y grueso como el de un árbol. De él salían espinas del tamaño de agujas de coser.

—¡Ahora va a saber ella lo que es ser violada! —gritó Luzia a la multitud—. ¡Sabrá lo que es tener que abrazar y besar a alguien que no se quiere!

Los cangaceiros y los refugiados la aclamaron. Luzia tuvo una extraña y a la vez agradable sensación en la cara, como si la multitud fuera un fuego y ella estuviera recibiendo su calor. Luzia arrastró a la viuda fuera del porche y se paró delante del cactus.

—Abrácelo —ordenó Luzia.

La viuda apretó los brazos contra su propio cuerpo.

—No lo haré.

Luzia miró a la muchacha de trenzas en el porche y pensó en Emília. ¿Qué diría su hermana de sus actos? La capitana pensó en su hijo. ¿Se sentiría orgulloso de tener una madre que infligía esos castigos tan crueles? Sintió que el calor se escapaba de su cuerpo. La presión de su mano sobre la viuda se aflojó, pero la multitud que la rodeaba insistió.

—¡Abrázalo! —gritó una mujer.

—¡Haz que lo abrace! —pedía un niño.

La multitud estaba impaciente. Luzia no podía quedar mal ante ella. Si de verdad quería derrotar a Gomes, tendría que satisfacer esa demanda de justicia: un delito público merecía un castigo público. Antonio le había enseñado eso. En los días que siguieron a su muerte, le había pedido que la siguiera. En ese momento, lo llamaba otra vez. Luzia dejó a un lado su Parabellum y sacó del cinturón el viejo puñal de Antonio. Apretó la punta entre los omóplatos encorvados de la viuda. La mujer dejó escapar un quejido seco, casi como un graznido lastimero.

—¡Abrácelo fuerte! —dijo Luzia.

La viuda fijó su mirada en el cactus y abrió lenta, agónicamente los brazos. Giró la cabeza a un lado y avanzó el cuerpo. Cuando abrazó el tronco lo hizo cautelosamente, sus brazos apenas tocaban las espinas. Luzia hizo un gesto con la cabeza a Baiano. Desde el otro lado del tronco, el cangaceiro agarró las manos de la viuda. Tiró con fuerza. La viuda de Carvalho lanzó un gemido y echó el cuello hacia atrás, como si se resistiera a los avances de un pretendiente agresivo. Baiano tiró de ella otra vez. Las espinas del cactus, un mandacaru, pincharon la cara de la viuda. La mujer se estremeció. Había gotas de sangre en su mejilla. Trató alejarse de las espinas, pero cada vez que se movía, su pecho se apretaba con más fuerza contra ellas. Todo el tiempo, la viuda tenía la vista fija en Luzia.

—Eres una lisiada ignorante —dijo la anciana.

Luzia recordó las bromas de los niños y los chismorreos de las mujeres de Taquaritinga. Recordó el nombre de Gramola. Recordó a sus hijos anteriores, que salían de ella sin vida. Recordó al que había vivido —Expedito—, sólo para ser alejado de ella. Pensó en el gran precio que ofrecían por su cabeza, en las muchas tumbas a lo largo de la vieja cañada para el ganado. Pensó en Gomes y su carretera. Dividiría aquellas tierras de monte bajo. Antonio tenía razón, a fin de cuentas. El presidente iba a construir la carretera a pesar de la sequía. Iba a convertir con ese objetivo a los refugiados en mano de obra y a las mujeres en putas. Luzia miró a las muchachas en el porche. Estaban flacas y tenían un aspecto lastimoso, pero sus miradas eran de furia, como la suya. Esas mujeres podían aprender a pelear. Podían aprender a disparar. Luzia las iba a entrenar y juntas atacarían las obras de construcción y darían una lección a Gomes y a los coroneles, y a cualquiera que dudara de ellas. Esa lección aclararía que los sumisos y los desgraciados de la tierra pueden volverse fuertes.

Luzia extendió su brazo sano y cogió la cabeza de la viuda por detrás. Esta aún estaba caliente. Luzia lo empujó con suavidad. El cuello de la viuda se tensó. Las espinas del mandacaru se incrustaron en la cara de la mujer. Luzia apretó con más fuerza. Una espina perforó el párpado cerrado de la viuda. Un gemido, suave e infantil, escapó de su boca. Luzia apretó otra vez, y otra vez más, hasta que la desgraciada quedó en silencio, hasta que no opuso más resistencia. La multitud que la rodeaba la aclamó.

Capítulo 11

Emília

Recife

Abril-noviembre de 1933

1

La señora de Haroldo Carvalho apareció en las portadas del
Diario de Pernambuco
, del
Recifian
e incluso del prestigioso
Folha de Sao Paulo
. En todas esas fotografías, la viuda de Carvalho tenía la cabeza torcida para mostrar el parche negro sobre su ojo izquierdo. La Costurera la había mutilado. El parche de cuero reflejaba el destello de la cámara, dándole un brillo plano. Para Emília, esto hacía que el parche de la viuda pareciera el monstruoso globo ocular de un insecto que estuviera protegiendo no un ojo, sino cientos de ellos.

Emília había escuchado a los hombres —al doctor Duarte en particular— bromear a propósito del incidente; una mujer vieja obligada a abrazar un cactus era algo divertido para la gente de la ciudad. Aunque la viuda era motivo de bromas, el ataque de la Costurera no lo era. Los cangaceiros habían ejecutado a cuatro soldados y a dos funcionarios encargados de la construcción de la carretera. Habían robado alimentos del gobierno. Habían profanado un gran cartel del presidente Gomes. Y según la viuda de Carvalho, la Costurera había cortado el cuello a un hombre y bebido su sangre, como haría una bruja. En otra entrevista a un periódico, la viuda dijo que la Costurera había matado a niños pequeños —sobre todo a bebés— con un cuchillo afilado. Y lo peor de todo, la líder cangaceira había elegido a algunas niñas de entre la multitud de flagelados y las había obligado a casarse con sus hombres. En todo Recife la gente comentaba que la aparición de estas bandoleras era la prueba de que las tierras del interior se estaban volviendo ingobernables y depravadas, un lugar donde hasta las mujeres se convertían en criminales.

Los periódicos pujaban por hacer entrevistas a la viuda de Carvalho. Había montones de flagelados que aseguraban haber visto a la Costurera de cerca, pero eran arrendatarios, campesinos sin tierras, personas tan pobres que ni siquiera podían comprarse unos zapatos. La viuda de Carvalho era una terrateniente, lo cual la hacía creíble. Poco después del ataque a su rancho, funcionarios gubernamentales fueron a aquel lugar, como estaba previsto, para recoger en sus filas de distribución de comida a los nuevos reclutas para la construcción de la carretera. Pero en lugar de trabajadores los funcionarios se encontraron con la masacre de sus reclutadores y de los soldados, y con la viuda atada a un cactus. Habían llevado a la anciana a Recife para que contara su historia.

Los funcionarios del gobierno le entregaron un cheque como pago por sus tierras, y el presidente Gomes envió a la viuda una nota manuscrita elogiando su espíritu patriótico y dándole las gracias por vender su rancho al Instituto Nacional de Caminos. Todos estos elogios aparecieron en los periódicos de Recife, con lo que la viuda se convirtió en una figura popular. Su historia obligó al gobernador Higino a asignar más fondos para el reclutamiento y entrenamiento de soldados. Los jóvenes varones flagelados que entraban a Recife en busca de comida y trabajo se encontraban con puestos de reclutamiento en las afueras de la ciudad, donde se les entregaba armas, uniforme y la promesa de un sueldo, y eran enviados de inmediato otra vez a las tierras áridas, para servir a Brasil y al presidente Gomes. Después de las numerosas entrevistas a la viuda de Carvalho y de los continuos ataques de los cangaceiros, la gente prestó más atención a las teorías del doctor Duarte. El suegro de Emília aparecía en los periódicos casi tan a menudo como la viuda misma, y sus explicaciones sobre la mente delictiva eran ampliamente aceptadas. Debido a este nuevo interés por su ciencia, el doctor Duarte trabajaba muchas horas en su Instituto de Criminología, midiendo cráneos y tratando de encontrar la manera de capturar a sus especímenes más codiciados: la Costurera y el Halcón. Los pernambucanos estaban indignados y a la vez fascinados por la famosa pareja de bandidos de su estado. Y los recifeños, que en circunstancias diferentes habrían considerado a la viuda de Carvalho demasiado rústica como para buscar su compañía, de pronto comenzaron a invitar a la anciana a almuerzos y a tomar café por la tarde, deseosos de escuchar su historia de primera mano.

Algunas de las Damas Voluntarias alquilaron el famoso restaurante Leite y dieron un almuerzo en homenaje a la viuda de Carvalho. La anciana se sentó a la cabecera de una larga mesa, en el centro del restaurante. Llevaba un vestido negro y de cuando en cuando se tocaba el parche, dirigiendo así la atención general a su ojo herido. Los camareros permanecían cerca de la mesa. Y las Damas Voluntarias estiraban la cabeza cada vez que la viuda hablaba, pero la conversación de ésta era limitada.

—Alcánceme la sal —dijo. Y después—: ¿No hay un poco de harina?

Ninguna de las peticiones de la viuda era seguida por un «por favor» ni un «gracias», y esto molestaba a Emília. Estaba sentada más o menos hacia el centro de la mesa, al lado de la baronesa y de Lindalva, y apenas probó su plato de bacalao con nata. Emília, al igual que las otras Damas Voluntarias, estaba concentrada en la viuda de Carvalho. La anciana se daba cuenta de ello y sonreía mientras comía. Tenía una boca pequeña y de labios finos. «Una boca mezquina», pensó Emília, y observó a la mujer cuando cortó la carne. La anciana clavaba en ella el tenedor con tanta fuerza que dio la impresión de que el filete estaba a punto de saltar fuera de su plato. La anciana no puso la servilleta en su regazo y sus codos aleteaban desenfrenadamente mientras comía. Emília se sentía como doña Dulce —burlándose en privado de los modales de otra persona— y le disgustaba la viuda de Carvalho por hacerla sentirse de esta manera. Pendientes de ella, todas las Damas Voluntarias felicitaban a la viuda y la invitaban a que hablara.

—Están perdiendo el tiempo —susurró la baronesa—. Conozco a las mujeres de su clase. Esperará a los postres para hablar. O tratará de que las invitemos otra vez a comer.

Lindalva sacudió la cabeza disgustada.

—Si gastan un centavo más en ella, dejaré de ser Dama Voluntaria.

Emília asintió con la cabeza. Las historias sangrientas de la viuda de Carvalho acerca de su encuentro con la Costurera habían desplazado a noticias más importantes. En abril de 1933, noventa mil flagelados estaban albergados en siete campamentos de refugiados dispersos por todo el noreste. En Recife, la moda de adoptar bebés de la sequía había disminuido tan pronto como los pequeños ganaron peso y perdieron su trágico atractivo. Los grandes propósitos que la sociedad de Recife se había hecho por el futuro de los niños fueron olvidados. Los bebés de la sequía quedaron relegados a los cuartos de los criados, donde al final serían incorporados a las tareas cotidianas de las grandes casas como chicos de los recados o criadas. Lindalva estaba particularmente frustrada porque las historias de la viuda de Carvalho habían dejando en la sombra las elecciones que se aproximaban, las primeras en las que las mujeres podrían votar.

Tras su exitosa revolución, Celestino Gomes había ocupado el cargo de presidente por la fuerza y había nombrado a miembros del Partido Verde para cargos de gobierno en todo el país. Tres años después, algunas personas afirmaban que su gobierno era una dictadura. Para demostrar que era un demócrata y un líder justo, Gomes convocó elecciones nacionales. Fueron programadas para mediados de mayo, pero sólo el 15 por ciento de las mujeres en condiciones de votar se había registrado. Lindalva quería que los periódicos divulgaran la cantidad de obstáculos que había para inscribirse en el padrón electoral. Las mujeres tenían que someterse a complejas pruebas de lectura y escritura. Además, había horarios irregulares para el registro. Aquellas que trabajaban no podían dejar sus trabajos durante mucho tiempo para registrarse, y las amas de casa tampoco podían abandonar los niños y las tareas domésticas. Lindalva y Emília presionaban para que las Damas Voluntarias se interesaran más por estos problemas, pero no obtuvieron suficientes apoyos. En lugar de patrocinar una campaña para promover un registro más equitativo, las Damas Auxiliares se dedicaban a cortejar a la viuda de Carvalho.

Emília nunca iba a admitir ante Lindalva que su interés por el sufragio era egoísta, pues así parecía menos interesada por la Costurera. Emília fingió estar poco entusiasmada por conocer a la viuda de Carvalho, pero la verdad fue que apenas había dormido la noche anterior a la comida. En el restaurante, Emília se exasperaba ante el silencio de aquella mujer. Al igual que la baronesa, Emília también conocía a ese tipo de mujeres. Allá en Taquaritinga, cuando trabajaba en la casa del coronel Pereira, la joven había visto a otros coroneles y sus esposas ir y venir como huéspedes. La viuda de Carvalho le recordaba al peor tipo de esposa de coronel. Siempre dispuesta a castigar a su marido y a sus criados; tacaña con la comida y con los elogios; y aparentemente piadosa, aunque proclive a chismorrear, a contar historias que convinieran a sus propósitos, aun cuando fueran mentiras.

Emília dejó los cubiertos. Se inclinó sobre la mesa para quedar cara a cara con la viuda.

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