La costurera (90 page)

Read La costurera Online

Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

BOOK: La costurera
8.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al final del viaje a Río, cuando Emília se enteró de que Gomes había reunido a todos sus invitados del Partido Verde y los había llevado a la Primera Asamblea Nacional para protestar contra la nueva constitución, no se sintió sorprendida. Gomes anunció que la constitución era simplemente una guía, no un mandato, y él iba a hacer caso omiso del documento o cambiarlo. Nadie se opuso a sus deseos.

El Banquete de la Memoria fue una reunión más pequeña, más íntima que la fiesta del Partido Verde celebrada después de la revolución. De las paredes del Club Internacional colgaban crespones negros. Flores blancas decoraban las mesas. Algunos invitados varones llevaban brazaletes negros como tributo a los seres queridos que habían perdido ese año. Las mujeres vestían ropa elegante pero modesta, de colores apagados. Emília recorrió la sala con la mirada y vio varios diseños suyos: faldas grises de sirena, chaquetas con hombreras, pañuelos atados sobre el escote. Había recibido una gran cantidad de pedidos para el Día de Difuntos y ella, se había inspirado en las primeras actrices que había visto en las películas, en el Teatro Real: Jean Harlow, Claudette Colbert, Joan Crawford. Eran temperamentales, elegantes y fuertes. Sus cejas finamente depiladas estaban arqueadas en una constante señal de sorpresa, o tal vez de escepticismo. Emília copió sus trajes bien cortados, sus peinados con ondas húmedas. Otras mujeres de Recife la imitaron.

A diferencia de la fiesta de la revolución, hombres y mujeres no estaban separados en el Banquete de la Memoria. Las familias y los amigos se sentaron juntos. El doctor Duarte tenía su propia mesa, y las ubicaciones en los asientos eran similares a las que habitualmente tenían en la casa de los Coelho, Doña Dulce estaba sentada a la derecha del doctor Duarte; Degas, al lado de su madre; Emília estaba sentada al lado de su marido. Los invitados estaban sentados por orden de importancia, por lo que su rango estaba determinado por la distancia que separaba sus asientos del lugar que ocupaba el doctor Duarte. Aquellos considerados más importantes estaban colocados inmediatamente a la izquierda del doctor Duarte. Los menos importantes se encontraban más lejos. En el Banquete de la Memoria, el doctor Duarte puso una mano sobre el asiento que estaba a su lado.

—Estoy reservando este lugar para un invitado especial —explicó.

—¿Y yo no soy especial, Duarte? —preguntó la baronesa, posándole su garra artrítica en el hombro.

El rostro del doctor Duarte enrojeció. Doña Dulce se enderezó en su silla.

—Mi madre está bromeando. —Lindalva se rió—. Nos sentaremos al lado de Emília.

—Por supuesto —respondió el doctor Duarte, ya con una sonrisa—. Es mejor tener una mesa llena.

Para disgusto de doña Dulce, la baronesa y Lindalva se sentaron en los lugares más cercanos a Emília, completando casi la mesa, pues quedaban sólo tres sillas vacías. Una pertenecía a Degas, que se había escapado a la sala de fumadores del club. Cuando regresó, el piloto Carlos Chevalier venía con él. El pelo del piloto era tupido y salvaje debido a la humedad. En su mano derecha llevaba un bastón con mango de plata. El doctor Duarte levantó sus cejas blancas.

—¿Le pasa algo en la pierna? —preguntó, señalando el bastón de Chevalier.

—Nada —respondió el piloto, encogiéndose de hombros—. Es la moda.

El doctor Duarte gruñó. Degas condujo a Chevalier alrededor de la mesa, al sitio de honor junto a su padre.

—No —dijo el doctor Duarte—. Siéntese allí.

Señaló hacia el extremo más lejano de la mesa, hacia la silla vacía que estaba al lado de Lindalva. Degas frunció los labios. Chevalier sonrió y caminó alrededor del grupo. Cuando pasó cerca de ella, Emília percibió olor a humo de cigarrillo y a colonia fuerte. Se preguntó si el doctor Duarte habría escuchado los mismos rumores sobre Degas y Chevalier que conocía Lindalva o si simplemente a su suegro no le gustaba el piloto.

—¿Usted es capitán del ejército, señor Chevalier? —preguntó la baronesa, con unos ojos que centelleaban maliciosamente.

—No —respondió él—. Es más bien un título honorario. Como el suyo.

La baronesa lo miró a los ojos.

—Mi título me lo gané, joven. El barón tenía una gran alma, pero no era un marido fácil.

—En tal caso, yo también me gané mi título —respondió Chevalier—. Yo piloto mi propio avión.

—Un pasatiempo interesante —intervino doña Dulce. Su voz tenía el mismo tono precavido que usaba para alertar al doctor Duarte sobre la presencia de algún vendedor o de un vago en el portón de entrada. Intercambió una sonrisa con la baronesa. Emília se sorprendió al ver a las dos mujeres repentinamente unidas.

Chevalier sonrió. Era una mueca amplia, como si estuviera imitando a los hombres de los anuncios de pasta de dientes.

—Volar es más que un pasatiempo —dijo—. Es mi pasión. —Degas jugueteaba con su servilleta. Lindalva se inclinó hacia delante en su silla.

—¿Es usted de los Chevalier editores, los que tienen periódicos en el sur?

—Sí.

—¿Cómo está sobrellevando su familia las nuevas restricciones? ¿Aceptan la censura del Ministerio de Propaganda?

Chevalier se rió nervioso.

—No estoy metido en el negocio del periódico…

—Yo no lo llamaría censura, querida —interrumpió el doctor Duarte—. Lo llamaría control responsable. La revolución no está aún consolidada. Tenemos que mantener cierto orden. Todavía están los comunistas del sur liderados por Prestes. Y también están esos rebeldes de Sao Paulo financiados por la vieja guardia. No podemos dejar que esos elementos corrompan al pueblo. Más adelante podremos aflojar la mano, pero por ahora debemos mantener tirantes las riendas del caballo.

—Mi padre era criador de caballos —intervino la baronesa, mientras ponía un poco de mantequilla a un trozo de pan—. Espléndidos animales. Inteligentes. Lo primero que mi padre me enseñó cuando aprendí a montar fue que las riendas son una ilusión…, sirven más para nuestra comodidad que para la de ellos. A un caballo se lo controla con las piernas, y con amable autoridad. Es una relación entre iguales. O debe serlo.

El doctor Duarte no estaba escuchando. Miraba hacia el otro lado de la sala, fascinado.

—¡Mi invitado ha llegado! —dijo.

Emília se volvió en dirección a su mirada. El doctor Eronildes Epifano apareció en el comedor. Su pelo seguía siendo más largo de lo habitual en un hombre de ciudad. Le llegaba hasta las orejas y estaba peinado de manera azarosa, pero se había reducido en cantidad. Su traje estaba mal planchado, con arrugas irregulares en la chaqueta y la raya de los pantalones torcida. Alrededor de la manga derecha llevaba un brazalete negro. Cuando llegó a su mesa, Emília vio círculos oscuros y amoratados debajo de sus ojos. Vasos capilares rotos, como trocitos de hilo rojo atrapados debajo de la piel, estaban esparcidos por la nariz y las mejillas.

—Perdón —dijo el doctor Eronildes mirando a Emília. Rápidamente volvió su mirada al doctor Duarte—. Llego tarde.

Después de darle la mano al doctor Duarte, Eronildes dio la vuelta alrededor de la mesa para presentarse a doña Dulce. A medida que el invitado se acercaba, la suegra de Emília arrugaba más la nariz. Emília atribuyó la reacción de su suegra al esnobismo, pero cuando el doctor Eronildes continuó alrededor de la mesa y le cogió su propia mano, se dio cuenta de que estaba equivocada. Por debajo del perfume delicado de su crema de afeitar, Emília sintió el olor de algo dulce y fétido. Era como si sus tripas estuvieran fermentando debajo de la piel. El olor le recordó las calles de Recife la mañana siguiente al carnaval, cuando las alcantarillas están llenas de licor de caña derramado, cascaras de fruta, vómitos y otras cosas desagradables arrojadas por los juerguistas. Emília se sentía confundida por la presencia de Eronildes y repelida por su olor. De inmediato recordó las lecciones de doña Dulce: por encima de todo, la etiqueta tenía que ver con la consideración. Una dama nunca mostraba desagrado. La joven tendió una mano tensa al doctor Eronildes y sonrió.

Para comer había pescado asado a la parrilla y mejillones sururu. La leche de coco burbujeaba y hacía espuma en grandes soperas de plata. Los mejillones flotaban en el caldo. Los camareros pusieron cuencos de porcelana con arroz, harina de mandioca tostada y platos individuales de limas junto a cada comensal. El doctor Duarte echó un montón de guindillas picantes en su comida.

—Señor Chevalier, ¿usted come guindillas? —le preguntó el doctor Duarte.

—Mi estómago es delicado —respondió el piloto.

—¡Tonterías! —resopló el doctor Duarte. Hizo señas reclamando el plato de Chevalier. Su invitado se lo pasó obedientemente al doctor Duarte, que amontonó las pequeñas guindillas rojas en él.

—¡Usted debe aprender a desarrollar su resistencia! —aconsejó el doctor Duarte—. El cuerpo es controlado por la mente. ¿No es así, Degas?

—Sí, señor —masculló Degas. Miró a Chevalier, que mordió un bocado de su comida y rápidamente cogió su copa de agua. Chevalier bebió varios tragos largos y luego se secó los ojos con una servilleta. Lindalva dejó escapar una risita. Delante de ellos, el doctor Eronildes sonrió. Degas se puso rojo.

—¿Qué lo trae a Recife, doctor? —preguntó Degas con voz fuerte—. ¿Negocios?

—No exactamente —respondió el doctor Eronildes. Se tocó el brazalete negro—. Mi madre falleció en Salvador hace unas semanas. He viajado allí para el funeral. Ahora tengo que resolver algunos asuntos relacionados con sus propiedades aquí en Recife.

—Lamentamos su pérdida —dijo Emília.

El doctor Eronildes asintió con la cabeza.

—Vamos a buscar un buen local después de la comida —informó el doctor Duarte—. Para el consultorio de Eronildes.

Un grumo seco de harina de mandioca se quedó en la garganta de Emília. Tosió.

—¿Se va a mudar aquí? —preguntó con voz ronca.

—Lo estoy pensando —respondió Eronildes—. Salvador tiene demasiados recuerdos para mí.

—¿Y su rancho? —quiso saber Emília.

El doctor Eronildes la miró a los ojos, con los suyos inyectados en sangre.

—No se ha recuperado de la sequía. Planté todo de nuevo; fue una gran inversión. Pero el algodón no produce lo mismo que antes. Mi ganado es joven. Los animales todavía están demasiado flacos como para venderlos. Fue deseo de mi madre (o un requisito, realmente), en su testamento, que yo regresara a la costa. Estaba preocupada por mí. Quería que me asentara, que abriera un consultorio, que me casara.

—Una mujer sensata —interrumpió doña Dulce.

El doctor Duarte asintió con la cabeza.

—Los agricultores pierden dinero. Los doctores lo ganan.

—Eso depende del agricultor —dijo la baronesa.

—Así que usted tiene que tomar una decisión ahora —intervino Degas—. Usted ya no puede ser dos hombres a la vez.

Eronildes sostuvo la mirada de Degas.

—Conservaré el rancho —dijo finalmente el doctor—. No será una propiedad activa, pero podré visitarla. Además, no tendré que mudarme de inmediato. Las disposiciones póstumas de mi madre respecto a sus propiedades necesitarán meses para que los abogados terminen de implementarlas.

—¿Entonces va a regresar a su rancho? —quiso saber el doctor Duarte—. ¿Pasará allí mucho tiempo?

Eronildes asintió con la cabeza.

—Regreso esta noche.

—Usted no se irá sin conocer a Expedito —dictaminó el doctor Duarte—. Ya es un muchacho grande. ¡Gordo, resistente, lleno de energía! —Puso una guindilla entre sus dedos y se la mostró a Chevalier—. Tiene menos de tres años y el niño ya puede comer una de éstas sin pestañear.

Chevalier se revolvió en su asiento.

—Supongo que no ha sabido ni una palabra de los padres del niño —le comentó Degas a Eronildes.

—Yo soy su madre ahora —interrumpió Emília.

—Iremos a casa después de comer —continuó el doctor Duarte, ignorándolos—. Así Eronildes podrá ver al niño.

—Señor —dijo Degas—, el señor Chevalier y yo querríamos hablar con usted después del banquete; en su estudio.

—Podemos hablar aquí —replicó el doctor Duarte.

—Se trata de asuntos importantes —explicó Chevalier bajando la voz—. Asuntos del gobierno.

—Debe ir a la oficina del interventor para eso —señaló el doctor Duarte—. Yo no soy funcionario del gobierno. Soy poco más que un científico.

Chevalier miró a Degas.

—Padre —intervino Degas, forzando una risa—, no sea modesto. Sabemos que usted es más importante de lo que deja ver.

—La modestia es una gran virtud —sentenció su padre—. Casi tan grande como el decoro.

—Tiene que ver con los cangaceiros —insistió Chevalier—. ¿Usted ha leído el último número del
Diario de Pernambuco
?

El doctor Duarte se puso tenso.

—Sí. Por supuesto.

Emília miró al doctor Eronildes, al otro lado de la mesa. Éste observaba atentamente al piloto.

—Así que usted leyó mi propuesta en las páginas de opinión —dijo Chevalier.

—¿La de sobrevolar en avión las tierras áridas? —intervino Lindalva.

—¡Exactamente! —El piloto sonrió.

—Hay apoyo popular para eso —dijo Degas—. He escuchado a mucha gente hablando del tema. ¡Será como en las películas de guerra!

—Algo horrible, esas películas —señaló la baronesa.

—Será mucho más fácil eliminar a los cangaceiros desde un avión —continuó Chevalier—. Una vez que termine, la policía puede ir a buscar los cuerpos y traerlos a su laboratorio para que sean estudiados.

—¿Y cómo piensa exterminarlos? —preguntó el doctor Duarte.

Emília jugueteó con su copa de agua. Chocó con su plato y el líquido se derramó, oscureciendo el mantel.

—¡Duarte! —exclamó enfadada doña Dulce—. No debemos hablar de esas cosas el Día de Difuntos. Respeta a los muertos.

La baronesa agitó su mano artrítica.

—Los muertos no nos van a escuchar —dijo—. Tienen preocupaciones mayores.

—¿Ha volado usted alguna vez sobre esas tierras? —quiso saber el doctor Duarte, dirigiéndose a Chevalier.

—No —respondió el piloto—. Pero he volado sobre el océano y en la niebla. Sé cómo volar, señor.

—No me preocupa su vuelo —continuó el doctor Duarte—. Me preocupa su aterrizaje.

—Oh, puedo aterrizar también —respondió Chevalier con una sonrisa.

—¿Dónde? —insistió el padre de Degas, cuyas mejillas estaban enrojecidas—. Si no me equivoco, un vuelo desde Río de Janeiro requiere que se detenga varias veces para reabastecerse de combustible. Quizá usted no se haya dado cuenta, pero nuestro estado de Pernambuco tiene más de ochocientos kilómetros de largo. Si usted vuela hacia las tierras áridas, en algún momento tendrá que aterrizar. No hay pistas de aterrizaje. Así que, ¿cómo se propone tomar tierra? —El doctor Duarte tamborileó con sus dedos sobre la mesa.

Other books

Sliding Scales by Alan Dean Foster
A Dangerous Climate by Chelsea Quinn Yarbro
Cherished by Barbara Abercrombie
Tikkipala by Sara Banerji
Committed by Sidney Bristol