La voz de Emília se quebró. No pudo terminar lo que estaba diciendo. Sus pensamientos eran veloces e inconexos. Sintió que perdía el equilibrio. Extendió la mano hacia atrás, buscando el borde de mosaicos de la fuente, y se sentó. Algunas gotas le salpicaron el cuello y la espalda. En el aire, el olor a quemado se intensificó, recordando a Emília los días posteriores a la revolución. El doctor Eronildes se retorcía las manos y la miraba a los ojos.
—Haré lo que usted decida —ofreció él—. Lamento haberla disgustado.
Emília no respondió. No estaba disgustada, estaba entusiasmada. Emília no había sido lo suficientemente fuerte como para salvar a su hermana menor cuando los cangaceiros se la habían llevado. No había sido lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a Degas cuando éste insistió en usar sus envíos de caridad para ocultar las armas. Pero en ese momento podía ser fuerte. Tenía la oportunidad de salvar a Luzia.
—Organice un encuentro y yo iré —susurró Emília—. Le avisaré con tiempo.
Antes de que Eronildes pudiera manifestar su acuerdo, el doctor Duarte regresó al patio con las manos vacías. Lo acompañaba Degas.
—Acabo de recibir una llamada telefónica —anunció, casi sin aliento—. Los comunistas, facciones contrarias a Gomes, están quemando el puerto. Tendremos que posponer nuestra reunión.
—Por supuesto —aceptó el doctor Eronildes, y siguió a Degas y a Duarte a la casa.
Emília se quedó sentada. Arrancó un helecho de una grieta de los azulejos de la fuente. Cerca de ella, Expedito acariciaba los caparazones de las tortugas. Les hablaba en susurros, con su cara cerca de las de ellas, como si las estuviera informando sobre el incendio del puerto. «Tal vez se produzca otra revolución», pensó Emília. Quizá el puerto quedara destruido y las Bergmann nunca llegaran a su destino. Si eso ocurría finalmente, no habría ninguna amenaza para los cangaceiros, pero entonces Emília se vería privada de su oportunidad de salvar a su hermana. ¿Qué era lo que más deseaba?
Fijó la mirada en el lugar donde el doctor Eronildes había estado hacía apenas unos minutos. Ella creía que su presencia en el Banquete del Día de Difuntos era una excusa para verla y organizar un encuentro con Luzia, pero él se había ido del patio para seguir al doctor Duarte demasiado repentinamente como para preguntárselo. Ni siquiera se había despedido. Emília percibió cierta vergüenza en su partida. Su afición a la bebida había empeorado; cualquier hombre se sentiría avergonzado por esa dependencia del alcohol, se dijo Emília. Pero había percibido desesperación en su voz, en la manera apremiante en que le había susurrado. Había dicho que el testamento de su madre establecía condiciones y que su rancho no era rentable. Su traje se veía desgastado y las botas de ranchero estaban mal lustradas, el cuero se había agrietado en los pliegues. Los problemas financieros pueden llevar a cualquier caballero a la desesperación, pero Eronildes era un profesional. Era médico, y podía volver a desempeñar este oficio en tiempos de necesidad. Emília cerró los ojos. La medicina era el único lazo que el doctor Duarte y Eronildes compartían, nada más los unía. El doctor Eronildes había actuado honorablemente en el pasado, se dijo a sí misma. Y continuaría haciéndolo.
Expedito gritó. Emília abrió los ojos. Una tortuga lo había mordido; se agarró la mano herida. Tenía la cara roja, los ojos al borde de las lágrimas. El pequeño miró enfadado a Emília, como si hubiera sido culpa de ella, como si ella hubiera debido impedirlo.
El ataque al puerto fue rápidamente sofocado. Fue un estallido pequeño comparado con la rebelión de 1932 en Sao Paulo, pero había ocurrido en Recife, y se suponía que el noreste era un baluarte de Gomes. El presidente envió tropas. A las dos semanas, Gomes había redactado el borrador de la Ley de Seguridad Nacional. Al mismo tiempo cerró los tribunales y creó el Tribunal Supremo de la Seguridad para que se encargara de procesar a los sospechosos de amenazar la integridad nacional de Brasil. Se suspendió el hábeas corpus. Todos los que se oponían a Gomes o perturbaban el orden nacional —desde los intelectuales hasta los ladronzuelos— fueron encarcelados. Las prisiones se llenaron y algunos barcos de guerra fueron convertidos en cárceles flotantes en el puerto de Río de Janeiro. En Recife, la Policía Militar recorría los barrios, especialmente el centro y el Barrio Recife, donde había liberales y estudiantes.
Un antropólogo local amigo de Lindalva publicó un libro que el
Diario de Pernambuco
consideró «pernicioso, destructor, anarquista y comunista». El libro decía que los brasileños no sólo eran producto de los portugueses, sino también de las influencias africanas y nativas. No se trataba de una cultura monolítica, decía el antropólogo. El doctor Duarte dijo que el libro era pornográfico. El gobierno de Gomes prohibió su venta y cerró todos los centros culturales africanos y sus locales religiosos. El amigo de Lindalva se exilió en Europa.
Gomes puso en vigor su Ley de Seguridad Nacional con tal rapidez que la gente no tuvo tiempo de reaccionar ni de protestar. El doctor Duarte, como tantos otros, creía que el comunismo era una amenaza mayor que la nueva ley de Gomes. En el salón de los Coelho, Emília se sentaba entre Degas y el doctor Duarte a escuchar por radio los noticiarios nocturnos. Un líder italiano a quien llamaban
il Duce
se preparaba para invadir Etiopía. En España se hablaba de una posible guerra civil. En el puerto de Sao Paulo, doscientos judíos alemanes habían desembarcado, huyendo de su nuevo
Führer
. La agitación se expandía por todo el mundo y Brasil no era diferente. Muchos brasileños creían que Gomes era como un padre severo que trataba de protegerlos de la inestabilidad. Otros decidieron abandonar el país antes de que la situación empeorara. Varios científicos, escritores y profesores de Recife aceptaron discretamente trabajos en el exterior. Lindalva y la baronesa cerraron su casa en la plaza del Derby y se dispusieron a hacer un largo viaje para visitar a un primo en la ciudad de Nueva York. Prepararon baúles llenos de ropa y libros. Lindalva cerró su cuenta bancaria y, durante la última comida de Emília en el porche de la baronesa, puso un sobre grande en sus manos. En el interior había gruesos fajos de billetes.
—Tus ahorros para escapar —dijo Lindalva—. Úsalos ahora. Ven con nosotras.
La baronesa asintió con la cabeza.
—No creo que una mujer casada deba escapar de sus responsabilidades, pero cuando un marido no tiene en cuenta el bienestar familiar la esposa debe considerar su propia conveniencia. El barón me enseñó eso. La situación aquí se pondrá cada vez peor. Gomes es ambicioso. Va a querer más y más, y luego no va a saber qué hacer con todo eso.
—Diles a los Coelho que nosotras seremos tus protectoras —sugirió Lindalva, sonriendo—. Velaremos por tu honor.
—No puedo irme —respondió Emília.
—El taller se puede cerrar —alegó Lindalva—. Las costureras encontrarán trabajo.
—No es por el taller —replicó Emília, sin poder mirar a su amiga a los ojos. Sintió que su garganta se cerraba.
Lindalva y la baronesa juraron que regresarían a Brasil, pero Emília sabía que estaba perdiendo a sus únicas aliadas. Quería ir con ellas, empezar una nueva vida en una ciudad extranjera, pero no podía. Había prometido hacer otro viaje. En lugar de dejar Brasil, Emília había jurado internarse más en el país. Debido a la Ley de Seguridad Nacional, cualquier amenaza contra el Estado —incluida la actividad de los bandidos de las tierras áridas— era considerada grave. El doctor Duarte y el interventor Higino esperaban ansiosos la llegada de las Bergmann. Enviaron más tropas al interior. Emília sufría todos los días al leer el periódico y no dejaba de preguntarse qué cangaceiros habían sido capturados y cuáles decapitados. No podía soportar la tensión. Lo único que le brindaba consuelo era la propuesta del doctor Eronildes. Emília iba a viajar al interior para advertir del peligro a su hermana. Sólo cuando lo hiciera se sentiría libre.
Después de su visita, el doctor Eronildes había enviado tarjetas de agradecimiento a cada miembro de la familia Coelho, expresando gratitud por su compañía durante el Día de Difuntos.
Señora doña Emília:
Fue un placer verlos a usted y al niño otra vez. Me alegro de que ambos gocen de buena salud. Usted mencionó que deseaba hablar con un colega mío respecto de las oportunidades educativas para Expedito. ¿Todavía querría usted tener esa reunión? Estaré en Recife dentro de dos semanas. Por favor, deme su respuesta cuanto antes para poder hacer los preparativos necesarios. Resulta difícil encontrarse con mi colega, de modo que el tiempo es esencial.
Mientras tanto, he rezado a santa Lucía, como usted me recomendó. Espero que responda a nuestras oraciones. Como cualquier santo, ella necesita la prueba de nuestras buenas intenciones.
Atentamente,
Doctor Eronildes Epifano
Con poco más de dos meses de plazo antes de que llegaran las Bergmann, Emília tenía que poner en marcha sus planes. Cuando el doctor Eronildes visitara Recife, especificaría una fecha para la reunión. Entonces Emília abriría su joyero para darle a Eronildes la vieja navaja de su hermana, la que tenía una abeja tallada en el mango, para que se la entregara a la Costurera. Esa navaja serviría como prueba de que la cita era auténtica, de que ella iba a estar allí.
Emília les dijo a los Coelho que necesitaba nuevas telas para estar preparada para los próximos bailes de Año Nuevo y de carnaval. Dijo que quería usar diferentes clases de materiales y que una tienda de Maceió tenía una gran variedad. Los envíos de caridad habían hecho que el doctor Duarte se convirtiera en un admirador del «pasatiempo de costura de Emília». No ponía ninguna objeción a ese viaje. Doña Dulce estaba siempre contenta de ver a Emília fuera de la casa, pero no le gustaba la idea de que una esposa joven viajara sola.
—No estaré sola —explicó Emília—. Llevaré a Expedito. Y a Raimunda, por supuesto, para que lo cuide mientras voy de compras.
Doña Dulce quedó conforme. La suegra de Emília agradecía pasar unos días sin Expedito y esperaba poder sonsacar a Raimunda algún chisme sobre el viaje cuando regresaran. Solamente Degas se opuso al viaje. Si Emília se iba, él no tendría a nadie que le sirviera de excusa para sus correrías a la hora de comer. No podía cruzar al Barrio Recife para encontrarse con Chevalier. Por eso Degas comenzó a hacer preguntas sobre la tienda de telas. ¿Dónde estaba ubicada? ¿Por qué él no se había enterado de su existencia? ¿Cómo era que en aquel lugar remoto podían ofrecer algo mejor que las numerosas tiendas de telas de Recife? Emília tenía sus respuestas pensadas, pero ninguna de ellas satisfizo a Degas. Finalmente, descubrió una respuesta que sí lo iba a tranquilizar.
—Cuando vuelva —dijo— tendremos tantas telas que deberé ir al taller todos los días de la semana. Podrás pasar a visitarme cuantas veces quieras. Necesitaré que me lleves el desayuno, la comida y la cena.
El doctor Duarte le dio un cheque a Emília para el billete de ida y vuelta en tren a Maceió. Emília decidió que no haría uso del billete de regreso. El viaje en barco por el río hasta el rancho de Eronildes duraría mucho más que el tiempo que tenía autorizado para su viaje de compras. Emília cosió sus ahorros para la fuga en los forros de tres chaquetas de bolero. Una vez en Maceió, dejaría una nota a la criada, Raimunda, diciendo que abandonaba a Degas. Habría un escándalo, nunca podría regresar a Recife. Degas podría enfadarse y revelar la verdad al doctor Duarte sobre Luzia y Expedito. Emília no se arriesgaría a volver.
No la entristecía abandonar Recife. Degas y ella no tenía futuro juntos, y no le gustaba la manera en que los Coelho hablaban del porvenir del niño. Pensaban encaminarlo hacia un oficio como la carpintería o la herrería. Si se quedara en Recife, Expedito se pasaría la vida arreglando las propiedades alquiladas de los Coelho o cargando cajas en sus almacenes. Un «niño de la sequía» no podía ir a la universidad. Emília había transformado su vida una vez, podía hacerlo otra. Pero en esta ocasión no esperaba experiencias románticas, ni la riqueza, ni tenía ninguna de las expectativas juveniles que alguna vez albergó en sus sueños. Ahora sólo esperaba consuelo. Tenía ahorrado suficiente dinero como para viajar por el sur después de dejar el rancho del doctor Eronildes. Si Degas revelaba su secreto, Emília y Expedito podían cruzar la frontera del sur hacia Argentina y allí compraría dos pasajes de segunda clase en un barco de vapor con destino a Nueva York, donde Lindalva y la baronesa se habían establecido. Incluso en un país extranjero, una buena costurera podía encontrar siempre trabajo.
Emília empezó a preparar el equipaje semanas antes de su partida. Seleccionó su vestuario cuidadosamente. Si llevaba demasiada ropa, los Coelho podían sospechar algo. Emília tenía que empaquetar vestidos y sombreros a la moda, pero su ropa no podía ser demasiado elegante, pues resultaría extraña en el viaje en barco por el río. Después de salir de Maceió, no habría maleteros ni mayordomos que la atendieran, de modo que su maleta no podía pesar más de lo que ella pudiera cargar. Además, también tenía que pensar en la ropa de Expedito, y escoger la adecuada. Emília pasó tardes enteras en su habitación, doblando y desdoblando prendas de vestir.
Un día, poco antes de la prevista llegada a Recife del doctor Eronildes, Emília escuchó que la puerta de entrada se cerraba ruidosamente. Abajo, el doctor Duarte le gritó algo a un criado. No pudo entender sus palabras. Una criada corrió al segundo piso y llamó a la puerta de Emília.
—El doctor Duarte quiere verla —dijo la muchacha, y bajó la voz—: Algo lo ha puesto nervioso… Está enfadado por algo…
—¿Dónde está Expedito? —interrumpió Emília, cogiendo del codo a la criada.
Sobresaltada, la joven dio un paso hacia atrás. Respondió que el niño estaba en el patio, jugando con Raimunda. Emília la dejó ir. La empleada se frotó el brazo y se escabulló escaleras abajo. Ella se apoyó sobre el marco de la puerta. Si el doctor Duarte había descubierto el propósito de su viaje, todo estaba perdido. Miró la ropa amontonada sobre la cama. Expedito estaba en el patio; si no quedaba más remedio, podía correr y coger al niño. Podía salir corriendo de la casa de los Coelho antes de que pudieran detenerla. Emília respiró hondo y se dirigió al piso de abajo.
La cara del doctor Duarte estaba enrojecida. Tenía los labios apretados. Hizo pasar a Emília al estudio con un gesto brusco y cerró la puerta cuando ella entró. Allí esperaba Degas. El marido de Emília estaba sentado delante del escritorio del doctor Duarte, con el sombrero en las manos. Sus ojos iban y venían entre su padre y su esposa. Degas parecía tan confundido como Emília, haciendo cábalas similares sobre qué podría haber causado la cólera de su padre y cómo podía librarse de ella. En un rincón había un ventilador giratorio con un bloque de hielo ya medio derretido delante de él. Emília sintió una corriente de aire frío en el rostro.