Read La costurera Online

Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (84 page)

BOOK: La costurera
6.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Antes del día de las elecciones hubo desfiles y mítines del Partido Verde. Filas de escolares uniformadas —con prietas trenzas atadas con cintas verdes— desfilaron en ordenadas filas llevando pancartas con el lema «Votantes femeninas del mañana». Las tiendas de Recife anunciaron liquidaciones especiales, con rebajas para las votantes registradas. La administración recuperó edificios abandonados y los convirtió en colegios electorales, que disponían de áreas cerradas con cortinas para que los votantes emitieran su voto secreto.

El día de las elecciones, Emília llevaba una ajustada falda sirena y una blusa cuidadosamente planchada. En la cabeza llevaba el fez que Lindalva le había traído de Europa. El sombrero estaba hecho de tela marrón prensada; doña Dulce sacudió la cabeza cuando lo vio. El doctor Duarte había ordenado al resto de los Coelho que se pusieran «elegantes» el día de las elecciones, porque iba a haber fotógrafos en el principal centro de votación, cerca del teatro Santa Isabel. A pesar de los requisitos de la ley electoral, que exigía a las votantes saber leer y escribir, el presidente Gomes hizo hincapié en la idea del voto popular, de modo que los Coelho no podían llegar al centro de votación en su Chrysler Imperial. Quedaría poco «popular». Ellos, al igual que otras familias del Partido Verde, fueron animados a desplazarse a pie para ir a votar. El doctor Duarte ordenó a Degas que aparcara el coche frente al taller de Emília. Desde allí, los Coelho se dirigirían dando un paseo, codo con codo, al centro de votación.

Cuando bajaron del automóvil, Degas y su padre permanecieron cerca de la puerta del taller. Doña Dulce se cruzó de brazos y golpeó el suelo con el pie. Emília también estaba impaciente por votar y regresar a su casa; no le gustaba dejar solos a Expedito y a su nodriza con las criadas de los Coelho.

El taller estaba cerrado, pues a las costureras se les había dado el día libre. El doctor Duarte recorrió el perímetro del edificio. Degas siguió a su padre mientras señalaba con el dedo el taller hablando en voz baja. Emília no podía distinguir sus palabras. Se alejó del vehículo para escuchar mejor a su marido. Antes de que hubiera avanzado ni un metro, doña Dulce la cogió del brazo.

—Déjalos tranquilos —dijo su suegra—. Tú ya recibes demasiada atención de su padre.

Cuando Degas dijo algo que ella no pudo oír, el doctor Duarte se volvió hacia él. Sus ojos se abrieron, como si su hijo lo hubiera sorprendido. Le dio una palmada a su hijo en la espalda.

—¡Brillante! —proclamó.

Degas se ruborizó. El doctor Duarte cogió a su hijo por los hombros.

—Ya lo ves —dijo con voz fuerte y entusiasmada—. Has ejercitado la disciplina en estos años, Degas, y ha valido la pena. ¡Eso ha reforzado tu mente!

El doctor Duarte se dirigió hacia doña Dulce y Emília.

—¡Vamos! —dijo, empujando a Degas hacia delante—. Después estudiaremos los detalles. No podemos llegar tarde a la votación.

El doctor Duarte cogió de la mano a su esposa. Degas enlazó su brazo con el de Emília.

—¿Qué ha ocurrido? —quiso saber ella.

Degas no la miró a los ojos. Caminaba rápidamente, tratando de alcanzar a sus padres. La calle estaba llena de gente. Los vendedores ambulantes se dirigían a una multitud de votantes bien vestidos. Se vendían abanicos de papel y banderas verdes. Los puestos de bebidas despachaban zumo de caña de azúcar para proporcionar «energía electoral» a los votantes. A lo lejos, los tambores sonaban ferozmente y las trompetas seguían su ritmo acelerado tocando el himno nacional.

—Le he dado una idea —respondió finalmente Degas.

Emília tropezó con un adoquín. Uno de sus zapatos —de tacón alto con punteras abiertas, cual doña Dulce lo consideraba antihigiénico— se torció. Su tobillo se dobló de manera antinatural. Sintió un fuerte dolor. Se tambaleó y Degas la sostuvo. Le puso un brazo alrededor de la cintura y ella se apoyó en él, su pecho contra el de él. Un transeúnte silbó, como si los hubiera sorprendido en un abrazo ilícito. Degas se apartó de inmediato, lo que provocó que ella se apoyara con fuerza en su pie lesionado. Emília hizo una mueca de dolor. Delante de ellos, el doctor Duarte y doña Dulce desaparecieron en la multitud.

—Mi padre te lo vendará —dijo Degas mirándole el tobillo—. Después de votar.

—Sigue sin mí —replicó Emília—. Mi voto no es importante. Es sólo para mantener las apariencias.

—¡Ahora no quieres votar! —dijo Degas riéndose—. Ese niño te ha convertido en una mujer diferente.

—No tiene nada que ver con él.

—Tus prioridades han cambiado —continuó Degas, con el brazo todavía alrededor de la cintura de ella—. Lo comprendo.

Emília miró a su marido a los ojos. Las mejillas de él estaban rojas.

—¿Cuál ha sido tu idea, antes en el taller? —preguntó Emília.

Degas suspiró.

—Se la he contado primero a mi padre —explicó—. Sabía que lo comprenderías.

Emília respiró profundamente. El tobillo le latía.

—Están buscando un medio mejor para enviar ciertos suministros al interior —continuó Degas—. Para que no sean atacados y robados.

—¿Qué clases de suministros? —quiso saber Emília.

—Armas de fuego. Balas. Cosas que no deberían caer en manos de los cangaceiros.

—¿Y qué más?

—La Costurera no asalta tus envíos de caridad —respondió Degas—. Tú apareces en los periódicos, anuncias el destino y los artículos que van en ese tren llegan siempre sanos y salvos.

—Esos trenes llevan provisiones para ayudar a los necesitados —explicó Emília—. Los cangaceiros lo saben. Respetan la caridad.

—Precisamente. Eso es lo que le he dicho a mi padre.

—¿Por qué?

—Los usaremos en nuestro beneficio —informó Degas—. Esconderemos las armas en tus ropas de caridad. Llegarán a los campamentos y serán distribuidas a los soldados. Si los soldados consiguen armas nuevas, los cangaceiros no durarán mucho.

Emília le soltó el brazo. Se mantuvo erguida, sin apoyo. Un dolor punzante le subió desde la pierna. Se le había inflamado el tobillo, la piel estaba hinchada sobre un lado de su zapato.

—No vamos a realizar más envíos —dijo—. Lindalva y yo lo hemos decidido. Ya hemos enviado bastante.

—Si esta idea funciona, Emília, me llevaré todo el mérito. ¿Comprendes? La gente va a creer que tengo capacidad de organización. Olvidarán… todo lo demás.

—Quieres utilizarme. Como siempre.

—No. Quiero tu ayuda.

—¿Y si no lo hago?

Los grupos de votantes empujaron a Emília y Degas, impacientes porque parados en medio les dificultaban el paso. Degas la envolvió con su brazo por la cintura y la levantó bruscamente. Ella cojeó y se apartó de la fila apoyándose en su marido.

—¡Nada es fácil contigo! —susurró Degas, soltando a Emília. Cerró los ojos y se frotó la cara con las manos—. Tú… Todos me convierten en alguien que no quiero ser. Me gusta ese niño. Me dolería contarle a mi padre quién es. No quiero hacer eso.

—Entonces no lo hagas —replicó Emília.

—No soy un malvado, Emília —continuó él—. Ella sí lo es. Es una criminal. Ha matado a muchas personas. No olvides eso.

—No lo olvido nunca —confirmó su mujer—. No castigues a Expedito por eso.

—El estará más seguro cuando la detengan a ella —aseguró Degas—. Cuando él crezca, si su cráneo es deforme, ¿quién lo protegerá? Cuanto más me respete mi padre, más posibilidades tiene ese niño. ¿Crees acaso que mi padre y mi madre enviarán a un niño de la sequía a una escuela decente? Bien sabes que no. Sabes que ellos esperan que sea jardinero o que realice algún tipo de tarea en la casa. Si este plan de los envíos funciona, mi padre me dará parte del negocio. Podremos permitirnos tener nuestra propia casa. Podré tener intimidad. Tú podrás darle a ese muchacho lo que necesite. Podemos dejarle un legado.

En la distancia, la banda dejó de tocar. Emília escuchó gritos de entusiasmo; la votación había comenzado. Experimentó los mismos sentimientos que había tenido unos cuantos años atrás, hacía ya varios carnavales, cuando Degas le puso el pañuelo mojado con éter sobre la nariz y la boca. Se sentía mareada, confundida, no muy segura acerca de las palabras que había escuchado. Lo único que sabía era que tenía que tomar una decisión: condenar a su hermana o condenar a Expedito.

—Su cráneo es normal —dijo ella—. No puedes demostrar nada.

—No —replicó Degas—. No puedo. Pero el doctor Eronildes sí puede. Ese doctor no ha sido detenido porque está trabajando en los campamentos. En cuanto termine la sequía, mi padre lo presionará para que hable. Ya sabes lo persuasivo que es mi padre. Si el doctor Eronildes es frágil, se vendrá abajo y tendremos que defender al niño nosotros solos. Cuanto más persigamos a la Costurera ahora, menos problemas tendremos después.

Degas volvió su mirada hacia la calle.

—Esto no habría ocurrido si hubieras dejado al niño. No tenías ninguna obligación con él. Recogiéndolo abriste la puerta a los problemas.

—¿Y tú? ¿A qué le estás abriendo la puerta? —replicó Emília—. Sé por qué cruzas ese puente todos los días.

Degas la miró con los ojos muy abiertos. Se apoyó sobre la vidriera de la tienda.

—Lo siento, Emília, pero ya no hay posibilidad de vuelta atrás. Mi padre está entusiasmado. Harás otro envío, lo quieras o no. Todos estamos obligados a hacer cosas que no nos gustan.

Caminaron lentamente hacia el colegio electoral. A Emília le dolía el tobillo, en el pie la sangre golpeaba debajo de la piel. Cada vez que se tambaleaba, Degas le ofrecía un apoyo, pero ella rechazaba su ayuda, apartándole las manos. El local de votación estaba lleno de funcionarios públicos, de periodistas y de la mayor parte de las votantes femeninas de Recife.

—¡Primero las damas! —El gobernador Higino era un caballero. La gente allí reunida se rió y lanzó gritos de alegría. Emília cojeó hacia las cabinas de votación cerradas con cortinas. En el centro de la habitación había una urna de acero donde se depositaban las papeletas. En las cabinas de votación había un montón de papeletas y un recipiente con lápices. Emília tocó la punta perfectamente afilada de uno de ellos. Cuando hacía diseños de vestidos le gustaba que sus lapiceros estuvieran así. De este modo se podían dibujar líneas bonitas, cuidadosas. Si cometía un error, siempre podía borrarlo. Las papeletas, pensó, no deberían rellenarse a lápiz; el gobierno debería facilitar sellos o plumas de tinta. Pero en una elección sin competencia no habría nada en las papeletas que valiera la pena borrar. Emília cerró la cortina de su cabina. No había seguido el ejemplo de Lindalva y se había registrado para votar a pesar de los limitados candidatos para esas elecciones. En ese momento lo lamentó. Deseó haberse quedado en la casa de la baronesa, como forma de protesta. Miró atentamente la papeleta y sus candidatos: todos hombres de Gomes. Emília marcó las casillas al azar, consciente de que su elección no importaba.

3

En julio de 1933 la recién elegida Primera Asamblea Nacional nombró a Celestino Gomes para que cumpliera otro mandato como presidente de la república. Durante muchas semanas después del nombramiento, los soldados destinados en el noreste se quejaron de la interminable sequía y de las incursiones del Halcón y la Costurera.

—Los cangaceiros tienen comida y mujeres —le dijo un soldado a un periodista del
Diario
—. ¡Esas muchachas, las cangaceiras, son tan jóvenes, son como pequeños corderos! Cuando encontramos sus campamentos abandonados, juro que pude olfatear a las muchachas que estuvieron allí. Nosotros, los soldados, lo único que tenemos son estómagos vacíos, ropa rota y sueldos atrasados. Somos como animales abandonados por la fortuna.

El doctor Duarte contestó los informes acerca del predominio de los cangaceiros insistiendo en que el gobierno no debía abandonar los territorios interiores; eso solamente dejaría el campo libre a los cangaceiros para ganarse los corazones de los habitantes. Los trabajos para construir la carretera, las estaciones de telégrafos, las nuevas escuelas y los esfuerzos caritativos privados —como los envíos de ropa de Emília— demostraban a la gente del interior que la capital no los había olvidado durante la sequía.

Emília y sus costureras continuaron haciendo ropa para las víctimas de la sequía. Una vez al mes, un equipo de personal de mudanzas cargaba los cajones con ropa y los llevaba a un almacén del gobierno. Emília insistió en acompañar a Degas y al doctor Duarte a ese depósito secreto. Allí observó cómo los trabajadores volvían a envolver sus envíos de caridad. Y además metían armas de fuego y municiones entre las mantas, los pantalones, las faldas y la ropa para bebés. Había nuevos rifles Winchester, una remesa alemana de pistolas Máuser y varias Browning, todo ello para reemplazar los antiguos y destartalados rifles de los soldados.

Dado que el cargamento llevaba el nombre de Emília, no fue atacado. Una semana antes de que el primer envío de armas saliera de Recife en un tren del Ferrocarril Gran Oeste, Emília apareció en la sección de sociedad de los periódicos anunciando el envío del convoy de ayuda a los refugiados. La joven había dejado de buscar la atención de los reporteros, pero en las reuniones sociales era Degas quien arrastraba a los periodistas hacia ella. Con un tono de voz lo menos entusiasta posible, Emília les habló sobre su trabajo de caridad. No sonreía en las fotografías y había dejado de llevar a Expedito a esas reuniones, con la esperanza de que su ausencia produjera alguna sospecha en la mente de la Costurera.

Expedito aprendió a caminar con pasos firmes, plantando sus pies diminutos en el suelo. Trataba de coger a las tortugas. Agarraba los bordes de sus caparazones y alzaba a los animales para tenerlos en sus brazos. Le gustaba deslizarse en la cocina y esconderse en la despensa. Al principio, las criadas de Coelho gritaban asustadas cuando lo encontraban allí, en la oscuridad, con sus grandes ojos brillantes. Poco a poco, se fueron acostumbrando a su presencia. Llegaron a quererlo. Cuando doña Dulce no estaba mirando, las criadas le daban a Expedito trozos de pastel o cucharadas de mermelada. Al principio lo llamaban «el niño de la señorita Emília», pero pronto el doctor Duarte le dio un apodo con el que se quedó.

—¿De dónde ha sacado tanta seriedad? —se reía el doctor Duarte—. Parece un coronel. ¡Siempre espero que se ponga una pipa en la boca y denuncie al gobierno!

Después de eso, todos lo llamaron «Coronel». Todos menos doña Dulce. Ella tenía sus propios nombres para Expedito. Lo llamaba «pequeño bárbaro» y «terror». Dejaba las marcas de sus dedos en las mesas barnizadas y en las vitrinas. Sin que nadie lo viera, sacaba el relleno de los almohadones que ella usaba y lo escondía en el patio.

BOOK: La costurera
6.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Black Butterflies by Sara Alexi
Legends From the End of Time by Michael Moorcock, Tom Canty
The Wild Truth by Carine McCandless
Power Play by Titania Woods
Darkmouth by Shane Hegarty
For the Sub by Sierra Cartwright
Faith Revisited by Ford, Madelyn