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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (96 page)

BOOK: La costurera
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—Un arma rápida. Eso fue todo lo que dijo. Dijo que era «la mejor Costurera».

—¿Por qué? —quiso saber Luzia.

—Porque iba a disparar mejor que usted. Eso fue lo que mi capitán dijo. Solamente algunos de nosotros podrían disparar con ella. Habría pocas armas. No necesitaríamos muchas. Hace quinientos disparos sin recargar.

—Eso es mentira —dijo Baiano.

El soldado negó con la cabeza, todavía entre las manos de Inteligente.

—Lo juro… Se lo aseguro. Eso fue lo que nos dijo.

—Quinientos disparos —susurró Ponta.

Luzia se tocó algo dentro del bolsillo del pantalón. La cinta de medir estaba enrollada en una confusa bola. Después de recibirla, había extendido la cinta tantas veces que había dejado de tomarse el trabajo de enrollarla cuidadosamente. Luzia pasó un dedo por su extremo deshilachado.

—¿Cuándo llegará —preguntó Luzia— esa Costurera mejor que yo?

—Ya… Ya está aquí —respondió el soldado—. Quiero decir allí…, cerca del Chico Viejo. Mi capitán dijo que las armas estarían listas cuando llegáramos al río.

Luzia asintió con la cabeza.

—¿Y ahora qué, madre? —quiso saber Ponta. Luzia miró al soldado atado. Si le permitía vivir como recompensa a su honestidad, podría convertirse en un borracho inútil que alardeara contando su encuentro con los cangaceiros. O podría sentirse culpable por haber traicionado a su escuadrón. Podría tratar de encontrarlos, mandarles un mensaje contando lo que le había dicho a la Costurera. Si ocurría esto, sería culpa de Luzia. Los cangaceiros dirían que había sido demasiado blanda y que había puesto en peligro a su grupo. Dirían que no era más que una mujer como cualquier otra por sentir esa compasión inútil.

—Hazlo rápido —dijo mirando al soldado.

Ponta Fina asintió con la cabeza.

Se apartó del grupo para internarse en la maleza, frotando la cinta de medir entre sus dedos. El doctor Eronildes no la había desenrollado antes de entregársela. Podía darse cuenta de ello por lo ajustada que estaba la cinta… La tía Sofía les había enseñado a ella y a Emília a enrollar sus cintas de esa manera. Su tía también les había enseñado que nunca confiaran en cintas que no fueran las suyas. La gente no era cuidadosa, hacían sus cintas sin prestar atención y escribían los números incorrectamente. Algunas costureras lo hacían a propósito para obtener más ganancias. Vendían cintas métricas mal hechas para que sus compradoras hicieran cortes inexactos, desperdiciando tela, y finalmente tuvieran que llamar a la costurera para corregir sus errores. La tía Sofía misma les había enseñado esta lección a Luzia y Emília. Cuando estaban aprendiendo a coser, les había dado una cinta mala. Habían confiado en su tía y, sin revisar los números de la cinta, Luzia y Emília cortaron la tela usando las medidas alteradas. Las ropas que salieron fueron desproporcionadas y horribles.

—¡Confiad en vuestros propios ojos! —las había regañado la tía Sofía—. No os fiéis de una cinta ajena ni de su portador.

2

Antes de que Luzia capturara al soldado, el doctor Eronildes le había entregado la cinta métrica de Emília como prueba de que acudiría a la reunión. Luzia la había recibido en campo abierto, no en el rancho del médico. Después del incendio del teatro ella no entraba en la casa de nadie, ni siquiera en la del médico. Eronildes llegó solo y a pie, pues temía que las espinas de la maleza dejaran ciego a su único caballo. El doctor estaba pálido, el pelo empapado por el sudor. Las puntas de sus viejas botas estaban salpicadas con trozos de una sustancia amarilla.

—¿Ha estado vomitando? —preguntó Luzia al encontrarse con él. Estaba sola, pues había ordenado a los demás cangaceiros que la esperaran unos metros atrás.

Eronildes se limpió la boca.

—No estoy acostumbrado a hacer semejantes esfuerzos. Con este calor.

Luzia le ofreció agua. Eronildes la rechazó. Le dio la cinta.

—La prueba de Emília —dijo.

Las palmas de las manos de Luzia sudaban. Desenrolló una pequeña parte de la cinta. Era una cinta vieja y fuerte, del mismo tipo que la que les había dado la tía Sofía para hacer sus cintas de medir. Los primeros números estaban espaciados de manera uniforme, escritos con cuidado. La letra de la cinta era la de Emília. Antes de que pudiera desenrollarla por completo, Eronildes dijo:

—Tendré que enviar una carta urgente a Recife para confirmar la fecha. Ella insiste en reunirse el 12 de enero.

—¿Tan pronto? —preguntó Luzia.

—Cuanto antes mejor.

—Su marido acaba de morir —objetó Luzia—. Todavía estará de luto riguroso.

Las cejas de Eronildes se alzaron y no pudo reprimir una expresión de sorpresa.

—He leído la esquela —explicó Luzia—. Encontré un
Diario
reciente.

—No va a respetar el año de luto —respondió Eronildes.

—¿Cómo lo conseguirá? No la dejarán viajar.

—Las dos tenéis una cualidad en común: sois ingeniosas —dijo Eronildes—. Por lo que sé, nadie ignora que doña Emília no tenía una buena relación con su marido, ni con su familia. Ella sufre en esa casa. Escapar de allí la hará sentirse feliz, sin duda.

—¿Sufre? —preguntó Luzia, observando la cinta en sus manos. Recordó todas las fotos de los periódicos que había coleccionado. Emília con ropa fina, propietaria de su propia empresa y relacionada con la alta sociedad de Recife. Lo que sabía de la vida de su hermana lo había adivinado a través de las fotografías, y siempre había dado por supuesta la felicidad de Emília. Pero la capitana sabía mejor que nadie que las imágenes podían mentir, que las fotos solamente capturan un momento y nunca revelan la verdad completa. Sintió una punzada de compasión por su hermana. ¿Qué le había ocurrido a Emília en Recife? También sintió la necesidad de menospreciar los posibles problemas de su hermana. Emília tenía a Expedito, tenía un taller de costura y un hogar. ¿Qué sabía ella realmente de lo que era el sufrimiento? Como si esperara descubrir la respuesta, Luzia le dio la espalda al doctor y desenrolló completamente la cinta.

—Entonces, ¿el 12 de enero? —dijo Eronildes—. Tengo que regresar. Me espera una larga caminata.

Las medidas de la cinta eran incorrectas. Emília había escrito números equivocados encima de las marcas correctamente marcadas en la cinta. Había cambiado los números y los había corregido mal, sin duda a propósito. Los nuevos números puestos por Emília en la cinta estaban escritos de manera apresurada, la tinta se había corrido, las líneas era imprecisas, como si hubiera tenido miedo o prisa cuando modificaba las medidas. Luzia sintió que se le aceleraba el pulso. «¡Confía en tus propios ojos! No confíes en la cinta y no confíes en el portador».

—¿Cómo está él? —preguntó.

—¿Quién?

—Mi hijo.

—Muy bien. Está sano.

—¿A salvo?

—Sí, a salvo.

Eronildes se movió inquieto. Luzia vio un brazalete negro alrededor de la manga de su chaqueta.

—¿Quién ha muerto? —le preguntó.

—Mi madre.

—Lo siento. La muerte es difícil de encajar.

Eronildes resopló.

—¿Lo es?

—Sí. Incluso para mí.

—Me resulta difícil creerte, Luzia.

—Lo del teatro fue un error.

Eronildes sacudió la cabeza.

—La gente pagó caro tu error.

—Yo también —replicó Luzia—. He perdido a muchos amigos por ello.

Eronildes se tocó el estómago. Volvió la cabeza y escupió.

—¿Va a vomitar otra vez? —preguntó Luzia.

—No.

Luzia observó las marcas irregulares de la cinta, sus números incorrectos.

—Hace un tiempo usted habló de volver a dislocarme el brazo para operarlo. De curarme. ¿Todavía lo haría?

—¿Por qué lo preguntas?

—¿Lo haría?

—No serviría de nada. Te reconocerían igual.

—Usted solía animarme a dejar esta vida.

—Eso fue hace mucho tiempo. Ahora ya es demasiado tarde.

La mano de Luzia se apretó alrededor de la cinta.

—Vivo por la ley de las armas, de modo que moriré por las armas, ¿es correcto?

Eronildes se secó la frente.

—Tú tomaste una decisión, Luzia. Debes vivir afrontando las consecuencias de lo que has elegido. Todos debemos hacerlo.

Ella asintió con la cabeza.

—¿El 12 de enero, entonces?

Eronildes pareció aliviado.

—Sí.

—No entraré en su casa.

—No tendrás que hacerlo —contestó Eronildes y lentamente inició el regreso a su rancho.

En los días posteriores a este encuentro, Luzia estudió la cinta de medir. Recordó a Antonio cuando insertaba su cuchara de plata en un sospechoso plato de comida y observaba que la cuchara se manchaba y se ponía negra. No podían confiar en esa comida ni en la persona que la había servido. La cinta de Emília, al igual que la cuchara de Antonio, revelaba a los traidores.

Por la noche, mientras los otros cangaceiros dormían, el corazón de Luzia latía veloz. Tenía las manos inusualmente frías. ¿Cuántos otros coiteiros estaban dispuestos a entregarla, a engañarla? Luzia se sentía otra vez como en el patio de la escuela del padre Otto, rodeada por niños que en otro tiempo habían sido sus amigos pero que de pronto comenzaban a empujar su brazo lisiado y a llamarla «Gramola». El padre Otto había presenciado aquello. Cuando era niña, Luzia había visto al sacerdote enfrentarse a la multitud de pequeños traidores y había creído que iba a ser el único que la salvaría. «Niños —gritó el padre Otto—, dejad tranquila a Gramola». Al pensar ahora en el doctor Eronildes, Luzia sentía la misma decepción y la misma cólera que había sentido por el insulto del sacerdote. Y en ese momento, en su campamento en las tierras áridas al igual que en el patio de la escuela, sólo confiaba en Emília.

Luzia jugueteó con la cinta de medir entre los dedos. Su hermana se preocupaba tanto por ella como para advertirla.

3

Enterraron al soldado entero. Luzia le dejó la cabeza en su sitio por respeto a su honestidad, pero también porque no quería que su muerte fuera atribuida a su grupo. No quería que nadie sospechara que la Costurera había capturado a un soldado y que éste le había dado información. Luzia quemó los pantalones verdes del soldado, su sombrero de cuero y el morral de lona. Esperó hasta que todas esas cosas se desintegraron completamente, para que ni los agricultores ni los vaqueiros pudieran rebuscar en las cenizas y encontrar algún resto. Luzia se puso en cuclillas delante de la gran fogata, que despedía mucho calor. Abrió su morral y sacó el montón de fotografías del periódico que estaba en el fondo. La capitana sintió una punzada en el pecho, cerca de su corazón, como si una espina se hubiera clavado allí. Había tomado una decisión dolorosa. Rápidamente, antes de caer en la tentación de mirar las fotos, la capitana las arrojó al fuego. Las imágenes de Emília y Expedito se ennegrecieron y se retorcieron rápidamente. Si la mataban, los soldados se apoderarían de sus morrales. Luzia no podía permitir que encontraran esas imágenes y relacionaran a la Costurera con la viuda de Coelho.

La joven bandolera sólo conservó la cinta de medir, la prueba de la lealtad de Emília. Pensó en la advertencia de su hermana. Recordó las botas cubiertas de vómito y arena del doctor Eronildes. Y recordó fragmentos de la confesión del soldado muerto: quinientos disparos, «la mejor Costurera», un rancho cerca del Chico Viejo. Por separado, estos recuerdos parecían inconexos y anecdóticos, pero cuando se consideraban todos juntos se relacionaban para formar una unidad reconocible. Se solucionaba el rompecabezas.

—La reunión es una trampa —dijo Luzia a sus hombres—. Eronildes quiere que vaya a verle a un lugar donde habrá militares esperando, junto al Chico Viejo. Nos estarán esperando.

Ponta Fina y Baiano se habían reunido con ella al lado del fuego. Fijaron sus ojos sobre Luzia.

—La nueva arma la tiene él —explicó—. Eronildes tiene a «la mejor Costurera».

Baiano sacudió la cabeza. Ponta Fina escupió.

—¡Maldito sea! —exclamó Ponta—. Es peor que los demás.

—El 12 de enero —continuó Luzia—. Si nos damos prisa, podemos llegar a tiempo.

—¿Cómo? —espetó Baiano.

Luzia recordó su primera lección de tiro con Antonio, allá en el rancho del coronel Clovis, lo pesado que era el revólver y cómo su simple peso le había hecho daño en la muñeca. Recordó la discusión que había tenido después con Antonio.

—Los sorprenderemos —dijo—. Quiero que ellos vean que lo sé. Que lo he sabido todo el tiempo.

—Si no aparecemos también lo verán —replicó Ponta Fina—. El doctor quedará como un tonto.

Luzia sacudió la cabeza.

—No voy a salir corriendo.

—Eso no es salir corriendo —respondió Ponta—. Podemos volver después, cuando el doctor no nos espere. ¿Para qué meterse en una trampa?

Luzia no separaba su mirada del fuego. Las fotografías habían desaparecido, transformadas en un montón oscuro debajo de las llamas.

—Quiero la nueva arma —dijo.

Los hombres permanecían en silencio. Baiano unió las manos como si estuviera rezando.

—Quinientos disparos… —murmuró—. Si ese soldado no mentía, es mejor que todos nuestros Winchester juntos. Pero es un riesgo ir a ese lugar.

—Si no vamos, el riesgo será mayor —razonó Luzia—. Usarán alguna vez esa arma contra nosotros y no sabremos cuándo ni dónde. Ahora lo sabemos. Ahora tenemos una ventaja.

—Entonces, ¿llegaremos antes? —preguntó Ponta.

Luzia negó con la cabeza.

—Apareceremos cuando se supone que debemos aparecer y entraremos divididos en dos grupos. Uno rodeará por detrás a los soldados. Los demás irán al lugar de la reunión. Yo iré con ese grupo. Gomes me quiere a mí; mientras yo esté ahí, pensarán que no lo sabemos. Yo seré el cebo.

Baiano y Ponta Fina fijaron la mirada en las llamas. Luzia examinó sus rostros. Vio en ellos preocupación y a la vez emoción y se preguntó si su propio rostro revelaría las mismas emociones. Luzia metió la cinta de medir en el bolsillo de su pantalón. No se podía evitar ese enfrentamiento. El embarazo no le había quitado coraje. La sequía no la había matado. Las numerosas brigadas de soldados enviadas por Gomes no la habían atrapado. La cabeza de la Costurera seguía firmemente adherida a su cuello. Luzia no podía permitir que esa nueva arma, «la mejor Costurera», cambiara eso.

4

El 12 de enero, el grupo de Luzia llegó al rancho de Eronildes. Con ella iban quince hombres y mujeres, incluyendo a Ponta Fina, Bebé, Inteligente, Sabia y Canjica. El resto de los cangaceiros —los mejores tiradores y atacantes— iban con Baiano por las colinas, para rodear el valle del río. Encontrarían a los soldados de Gomes y los sorprenderían cuando Luzia les diera la señal, un agudo silbido que se parecía al que lanzaba el Halcón.

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