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Authors: Frances de Pontes Peebles

Tags: #GusiX, Histórico

La costurera (97 page)

BOOK: La costurera
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Acamparon en una hondonada seca, no lejos de la casa del doctor. El sol se puso lentamente detrás de una colina, dejando la maleza envuelta en sombras. Luzia miró hacia las lomas cercanas. Allí se escondían los soldados, observándola a ella y a los cangaceiros. Baiano, a su vez, observaba a los soldados. No iban a atacar hasta las primeras luces; Luzia estaba segura de esto. Los soldados no podían arriesgarse a que los cangaceiros escaparan bajo el amparo de la noche. Y sobre todo iban a querer ver con toda claridad los efectos de su nueva arma. Los soldados querrían ser testigos de la muerte de la Costurera. Apenas saliera el sol, los soldados podrían ver perfectamente. Hasta entonces, Luzia interpretaría con esmero su papel.

Tres de los peones del rancho de Eronildes sirvieron cestas llenas de harina de mandioca, frijoles, calabazas, un codillo entero de vaca y varias botellas de vino. En una de las cestas había una nota de Eronildes:

El encuentro será por la mañana. Yo los acompañaré.

Luzia se metió la nota en el bolsillo, junto a la cinta de medir. Miró en dirección a la casa de Eronildes. El doctor había subestimado los instintos de una madre. El hijo de Luzia no estaba en esa casa. Tampoco Emília estaba allí. Si hubieran estado, Luzia habría sentido su presencia, tal como sentía la presencia del río San Francisco a unos cientos de metros al sur: podía oler el río y escuchar el murmullo de sus aguas. La casa de Eronildes estaba más cerca que el Viejo Chico, sin embargo Luzia no olía el humo de la cocina ni escuchaba los ruidos de las ollas ni movimiento familiar alguno. La casa estaba vacía.

Ponta Fina insistió en probar la comida que Eronildes había enviado. Olfateó la carne y la calabaza. Metió la cuchara de plata de Antonio en la comida y el vino. Cuando vio que no se ennegrecía, el grupo miró hacia las colinas y prorrumpió en vítores. Luzia les ordenó que prepararan un asador y encendieran un gran fuego debajo de él. La grasa de la carne goteó sobre las llamas, haciéndolas silbar y crepitar.

—¡El vino! —gritó Luzia. Luego, en un susurro, dijo—: Que nadie beba. Tenemos que mantenernos sobrios.

Los cangaceiros obedecieron, y fingieron tomar largos tragos de las botellas, pero cerrando los labios antes de que el vino pudiera entrar en sus bocas. Encima de ellos estaba la luna nueva. Cuando la última brasa del fuego se apagó, la hondonada se oscureció en un instante, como si le hubieran echado una mortaja encima. Los cangaceiros fingieron dormir. Las parejas susurraban nerviosamente. Los pocos hombres que dormían solos daban vueltas entre sus mantas. Luzia se quedó levantada. A lo lejos, en las colinas más allá de la hondonada, vio círculos de luz anaranjada. Brillaban y se movían como insectos.

Luzia recordó el incendio del teatro. Junto a las oscuras cenizas producidas por el fuego, también había brasas. Los pequeños puntos de luz habían ascendido rápidamente, escapando del calor opresivo del fuego como almas que huyen de los confines de sus cuerpos terrenales. Luzia recordó el peso inmenso de la barra de la puerta del teatro y cómo le temblaron los brazos cuando la dejó caer en su sitio. Después de eso las bisagras chirriaron y gimieron, pero no cedieron. El fuego del interior se volvía más violento, los gritos más fuertes. Allí, en aquella hondonada oscura, Luzia creyó que las brasas del fuego del teatro nunca se habían extinguido. La habían seguido por los campos, entre la maleza, listas para consumirla.

La capitana sintió frío el cuello, como si la hubiera agarrado una mano helada. Retrocedió. La arena se movió debajo de sus pies. La tierra le parecía tan sensible que respondía a sus más mínimos movimientos. Eran movimientos pequeños, pero importantes, como ajustar la mira antes de apuntar. Como usar tijeras con tela costosa y decidir cortar por fuera de las marcas dibujadas. El instinto le decía a la arena en qué dirección moverse, tal como le decía al tirador adonde apuntar y a la costurera dónde cortar. El instinto le decía a Luzia hacia dónde se iba a mover un hombre antes de dispararle. Le decía cómo percibir los cambios en el aire antes de una gran tormenta. Le decía cómo olfatear la presencia de agua en el interior de la maleza. En ese momento, el instinto le dijo a Luzia lo que la esperaba en esas colinas oscuras. Le dijo que huyera.

Luzia se dio la vuelta. Formas oscuras cubrían el suelo. Algunos cangaceiros todavía fingían dormir, pero la mayoría de los hombres y las mujeres la miraban. Sus ojos brillaban. Tenían las miradas fijas sobre Luzia, como ella miraba a los santos en el armario de su niñez. Ponta Fina y Bebé estaban acurrucados juntos sobre su manta, con las caras vueltas hacia ella. La capitana pensó en arrodillarse al lado de Ponta y susurrarle algo, pero ¿qué podría decirle? No podía explicar con precisión la frialdad repentina que sentía en el cuello y en el estómago, ni por qué sus manos habían empezado a temblar. Parecían síntomas de miedo o arrepentimiento, sentimientos que Luzia nunca admitiría.

—¡Hijos de puta! —susurró uno de los cangaceiros—. Después de matar a esos cerdos, les voy a robar sus cigarrillos.

Se oyó una risa contenida.

¿Cigarrillos? Luzia volvió a mirar hacia las colinas. Los círculos anaranjados de luz eran minúsculos. Algunos desaparecían mientras otros permanecían encendidos, brillando entre los arbustos oscuros de la maleza. No se elevaban ni incendiaban los árboles alrededor de ellos, como harían las brasas. Luzia se sintió a la vez aliviada y enfadada. ¡Aquellos soldados eran tan estúpidos que fumaban! Estaban tan seguros en su escondite que creían que los cangaceiros no se darían cuenta. A Luzia le ardió el pecho. Quería asustar a esos soldados, demostrarles que estaban equivocados. Con una mano sobre su pistolera, se acercó al borde de la hondonada.

Un fuerte repiqueteo surgió en la colina. Fue calculado y seco, como el tictac de un reloj frenético. Hubo gritos distantes y los puntos anaranjados de luz desaparecieron. Luzia sintió que una fuerza invisible la empujaba hacia atrás. Notó un dolor punzante en su brazo sano, como si se hubiera incendiado desde dentro.

—¡Madre! —gritó Ponta Fina. El ruido de ráfagas se hizo más fuerte. La arrastró al suelo.

La manga de la chaqueta de Luzia estaba mojada y pesaba. Cuando trató de mover el brazo sano, sintió una sacudida que le produjo náuseas. La capitana levantó como pudo el brazo lisiado, se llevó los dedos a la boca y silbó fuerte. Aunque no pudiera oír su señal, el grupo de Baiano seguramente habría escuchado los disparos y atacaría. Junto a ella, Ponta Fina apuntó con el rifle y disparó a la oscuridad de las colinas. Con su brazo lisiado, Luzia buscó la Parabellum. El ruido de las ametralladoras continuaba. En los árboles, la pólvora de los disparos producía un brillo pálido. Luzia disparó al azar hacia los puntos de luz. Ella se dio cuenta de que los soldados conocían muy bien su posición por la altura de sus disparos. Las balas llegaban tan bajas, tan cerca, que podía sentir su calor en la espalda. Luzia quería meterse bajo tierra.

Alrededor de ella los cangaceiros maldecían y chillaban. Algunos se arrastraban para buscar refugio. Otros se pusieron de pie y dispararon a las colinas. Luzia oía los ruidos sordos de sus cuerpos al chocar con la tierra. Giró para ponerse boca arriba y buscó una manera de huir, pero las paredes de la seca hondonada en la que habían acampado encerraban a los cangaceiros por todos lados, como una tumba. La lluvia de balas hacía tintinear las ollas y sartenes de metal de Canjica. Las ramas de los árboles se rompían y sus astillas salían volando. La arena también volaba hacia todas partes, irritando los ojos de Luzia. Parpadeó para eliminar las molestias y vio a Inteligente echado en tierra, con su enorme cuerpo enredado en la manta sobre la que había fingido dormir. Sabia se había desplomado contra un árbol, con la pistola todavía agarrada en sus manos. Otros cuerpos, ya muertos, temblaban bajo las interminables oleadas de proyectiles. Bebé, la esposa de Ponta Fina, avanzaba lentamente, aplastada contra el suelo, arrastrándose hacia él. El tiroteo se hacía más fuerte. Bebé rodó por tierra, como si fuera arrastrada por una gran ráfaga de viento.

Al ver esto, Ponta Fina se puso de pie. Luzia trató de agarrarlo para que volviera a agacharse, pero su brazo sano colgaba, blando e inútil, a su lado. Ponta apuntó y disparó, luego se detuvo. Por un instante, su rostro de amplias mejillas, casi infantil, parecía fascinado por el distante «ra-ta-ta-ta». Luego, su cuerpo dio tumbos y se balanceó, como si se estuviera moviendo en una espantosa danza.

Luzia apuntó a las colinas y apretó el gatillo de su arma. La Parabellum emitió un débil chasquido. Su cargador estaba vacío y Luzia no podía recargarlo sólo con el brazo lisiado. Escuchó gritos en las colinas y luego pasos que se acercaban a la hondonada. Luzia se aplastó contra la tierra. Aquellos soldados la iban a deshonrar. La iban a medir. Su brazo tembló. Su corazón latía tan rápidamente como el interminable repicar del arma desconocida. Era rápido, muy rápido. Se sintió mareada. Si no respiraba hondo, su miedo se iba a convertir en pánico.

Palpó en busca de la cinta de medir en su bolsillo. Estaba enredada y sucia, pero sus números no se habían desteñido. Luzia cerró los ojos. Hacía ya mucho tiempo, Emília le había hecho otra advertencia: «No trepes a ese viejo árbol de mangos, no te apoyes demasiado sobre el extremo de sus ramas». Todos habían creído que la caída había sido un accidente, que Luzia se había asustado por la aparición de aquel vecino enfadado. Ella nunca lo había desmentido. Pero Luzia sabía —siempre lo había sabido— que ella había elegido. Había soltado la rama que estaba por encima de ella no por locura, sino por curiosidad. Había querido ver si podía mantener el equilibrio, si podía resistir. Había querido ponerse a prueba. Acercarse al límite la asustaba, pero también la fascinaba: en el momento en que estuviera allí, en el borde, ya no habría que hacer ninguna elección, no más ramas para agarrarse. Sólo quedaba la caída.

Luzia se puso de pie. La cinta de medir cayó de su mano. Sacó el puñal de Antonio del cinturón. El cuchillo era pesado, su mango estaba frío. Luzia avanzó, trepando hacia el borde de la hondonada, levantando mucho las piernas para que sus pies no se hundieran en la arena. Junto a su oreja sintió una tibia ráfaga de aire. Producía un sonido suave y agudo, como un susurro. Hizo un esfuerzo para escucharlo. Una gran fuerza la golpeó en el hombro, otra le dio en el muslo. Escuchó otro susurro, luego otro. Cada bala era una voz. La de la tía Sofía, que corregía su costura; la de la curandera, que le vendaba el brazo y le decía que iba a recuperarse; la de Emília, compartiendo un secreto en la cama; el murmullo del agua cubriendo la cabeza de Luzia cuando había tratado de escapar de los cangaceiros; la voz de Antonio en el momento de sus primeras lecciones de tiro, su aliento cálido en la oreja. Escuchó a la anciana criada de Eronildes, que le decía que empujara. Escuchó los primeros sollozos entrecortados de su hijo. Escuchó a los coroneles y sus susurradas negociaciones. Escuchó a soldados, informantes y mujeres del Partido Azul. Escuchó voces que no reconoció, voces que nunca había conocido. Voces que ella había hecho callar.

El brazo torcido de Luzia flameó hacia atrás. Con cada susurro se oía un ruido sordo, como un latido adicional, y luego un dolor punzante. Su cuerpo entero parecía estar quemándose desde dentro. Trató de avanzar, pero cada sonido apagado la echaba hacia atrás, cada vez más atrás, hasta que sintió que estaba cayendo desde una gran altura.

Luzia recordó esa sensación que ya había tenido en su infancia. Cuando era niña se había sentido pesada, con su cuerpo que la arrastraba hacia el suelo debajo del árbol de mangos. En ese momento se sintió liviana. Sintió que su brazo lisiado se soltaba. Todas las cargas que llevaba —pistola, cartuchera, cuchillos, cadenas de oro, prismáticos— cayeron. El cielo era oscuro y sin límites. Se sentía pequeña, muy pequeña ante él, y con miedo. Pero recordó aquellas aves que había liberado hacía tanto tiempo y cómo, cuando les abría la puerta, dudaban en el borde de sus jaulas. Luego volaban.

Epílogo

Emília

Barco de pasajeros Siqueira Campos

Océano Atlántico

23 de junio de 1935

En una de sus muchas cartas, Lindalva decía que el inglés no tenía ni masculino ni femenino. Los pronombres eran iguales para hombres y para mujeres. Los objetos también eran neutrales. «Esa es la belleza del inglés —escribía Lindalva—: su igualitarismo». Después de leer esta carta, Emília prestó atención a cómo se decían esas cosas en su propia lengua. Puertas, camas, cocinas y casas eran todas femeninas. Automóviles, teléfonos, periódicos y barcos eran masculinos. El océano —o el mar— era también masculino, pero cuanto más lo observaba desde la cubierta del barco más segura estaba Emília de que había sido etiquetado con el género equivocado. Después de dos semanas a bordo del vapor
Siqueira Campos
, Emília había visto con cuánta rapidez cambiaba el mar. Algunos días era azul profundo y tan tranquilo que el casco de la nave parecía deslizarse sobre una infinita superficie de cristal; otros días el océano era gris y agitado, con olas que golpeaban contra la embarcación, sacudiéndola de un lado a otro. Cuando esto ocurría, Emília y Expedito permanecían en su pequeño camarote de muebles atornillados al suelo, y vomitaban en pequeños cubos con carteles que decían: «Recipientes para vómitos».

—Mamá —susurró Expedito, con su cuerpo pesado y caliente en los brazos de Emília—, el océano hoy es malo.

Emília asintió y le secó la frente. Los cubos eran recogidos por alegres asistentes jóvenes que los vaciaban en el mar.

—¡Alimento para los peces! —le gustaba gritar a un pasajero cada vez que aquellos baldes eran vaciados.

Algunos pasajeros no tenían tiempo de llegar a sus camarotes y vomitaban por la borda de la nave, a la vista de todos. Muchos de estos viajeros, con rostros pálidos y trajes y vestidos manchados con sus propios vómitos, maldecían el mar. Emília, aunque se mareaba como ellos, no. Cuando se apoyaba sobre el pasamanos de la embarcación y observaba el agua, se sentía a la vez asustada y fascinada. Un pasajero dijo que la luna controlaba las mareas, que ella era la responsable del ir y venir de las olas. Emília decidió no creer tal cosa. Prefería pensar que el mal humor del océano era causado por algún sufrimiento secreto de sus profundidades, por una pérdida que los seres humanos jamás podrían comprender.

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