—El gobierno puede construir pistas de aterrizaje fácilmente —señaló Chevalier—. ¿Acaso no están construyendo una carretera?
—Intentamos construirla. Ha resultado más difícil de lo que habíamos imaginado.
—En Río sería un trabajo sencillo —dijo Chevalier.
—No estamos en Río —respondió el doctor Duarte—. Si usted echa de menos Río, tal vez deba regresar.
Un aplauso repentino llegó desde la parte delantera del comedor. El interventor Higino se puso de pie. Pronunció un breve discurso acerca de los sacrificios de los soldados y los trabajadores de la carretera desaparecidos, y dijo que todos los brasileños debían honrar a sus espíritus valientes. Cuando recordó a las víctimas del incendio del teatro, Emília miró al doctor Eronildes. Él mantuvo la mirada hacia delante, ignorándola. Al final de su discurso se produjo otro aplauso. El interventor Higino levantó las manos pidiendo silencio.
—Me gustaría brindar nuestra atención al criminólogo más respetado de nuestra ciudad, el doctor Duarte Coelho.
El suegro de Emília sacó del bolsillo unas cuantas fichas con anotaciones. Se puso de pie y sonrió; luego fijó su atención en las fichas.
—El criminal —comenzó el doctor Duarte con una voz profunda y teatral—, según el doctor Caesar Lombroso, es un ser atávico, una reliquia de una raza desaparecida. Se trata de una raza que mata y corrompe a nuestros conciudadanos, nuestros seres queridos. Por esta razón, debemos hacer todo lo que podamos para exterminar esa raza. El interventor Higino me ha pedido que use esta sagrada conmemoración para anunciar un plan que hará, eso esperamos, que nuestros soldados, nuestros trabajadores e ingenieros y nuestros ciudadanos inocentes continúen con vida, de modo que para la próxima celebración del Día de Difuntos tengamos menos víctimas que lamentar.
Se oyeron unos pocos aplausos.
—Estamos trabajando con Alemania —anunció el doctor Duarte—. Este proyecto ha sido mantenido lejos de los diarios porque el Halcón los lee. El DIP hizo que los editores prometieran no imprimir nada sobre este asunto. Pero supongo que ahora no hay peligro en dar a conocer nuestro plan. Nadie tiene aquí la lengua floja, espero.
Los invitados se rieron. El doctor Duarte continuó:
—Hemos comprado varias Bergmann. Ametralladoras, como las llaman los alemanes. Hacen quinientos disparos por minuto. Con ellas, diez hombres se convierten en diez mil. Los cangaceiros no tendrán tiempo para pensar, ni para disparar. Habrán desaparecido antes de que lleguen siquiera a tocar sus pistoleras.
El doctor Duarte le hizo un guiño a Emília.
—Enviaremos las Bergmann en secreto —dijo—. No permitiremos que los cangaceiros se apoderen de esas armas. Atraeremos a los bandidos a un lugar determinado y luego los sorprenderemos con nuestra nueva arma. Damas y caballeros, no tengo dudas de que eliminaremos este azote de criminalidad en nuestros campos. Al final, no será la Bergmann la que hará esto, sino nuestra propia decisión. Como decía nuestro gran escritor Euclides da Cunha, el hombre moral no destruye la raza criminal por la sola fuerza de las armas: ¡la aplasta con la civilización!
La sala estalló en aplausos. Emília sintió que una mezcla ácida de leche de coco y mejillones le subía por la garganta, quemándola. Se tapó la boca con su servilleta para reprimir la arcada.
Después de que el doctor Duarte se sentara, los platos sucios fueron retirados. Se sirvió el postre.
—¿Cuándo llegarán? —preguntó Emília—. Me refiero a esas Bergmann.
El doctor Duarte vaciló; luego susurró a los demás comensales:
—Mientras hablamos, ya las están embarcando, como quien dice.
—Podrán usarse en tres meses —precisó Degas. Puso una mano sobre el antebrazo de Emília. Sin saber si aquello quería ser un consuelo o una advertencia, Emília apartó el brazo. Sintió una presión en la cabeza y detrás de sus ojos, como si su cerebro se hubiera hinchado. No podía más.
—Confío en que todos seremos discretos en esto —les dijo el doctor Duarte a sus invitados.
—Sí —respondió el doctor Eronildes. Miró a Emília—. Cuando me convertí en médico, hice un juramento. Lo que vea o escuche durante un tratamiento, e incluso fuera del tratamiento, que esté referido a la vida de los hombres no saldrá de mí.
—¿Y a la de las mujeres? —preguntó Emília—. ¿Y a sus vidas?
—Sí —intervino Lindalva—, nuestro sexo siempre es ignorado.
—Yo hice el mismo juramento —intervino el doctor Duarte, mirando a Eronildes. Su voz tembló—: Los médicos son hombres leales, especialmente entre sí. Eso es parte del juramento también, si recuerdo correctamente: «Considero a aquellos que ejercen la medicina como iguales y como hermanos, y si tienen necesidad de dinero, les daré una parte del mío». —El doctor Duarte se secó los ojos con la servilleta. Miró a su hijo—. Es un gran grupo éste al que uno pertenece. Un hombre vale lo que vale la compañía que tiene.
—Estoy de acuerdo —aceptó Degas mientras su pie se movía nerviosamente debajo de la mesa—. Y estoy seguro de que el doctor Eronildes también está de acuerdo.
Los demás comensales presentes en esa mesa comieron sus postres en silencio. Emília tragó su porción de pastel casi sin saborearla. Quería terminar pronto con la comida, pero al mismo tiempo no deseaba abandonar el comedor. Tan pronto como el banquete terminara, volverían a la casa de los Coelho y tendría que presentar a Expedito al doctor Eronildes. Emília estaba preocupada por la repentina aparición del médico en Recife, sus problemas financieros y la sorprendente afinidad entre su suegro y él. Lo que más la preocupaba eran las Bergmann, las ametralladoras. Las palabras del doctor Duarte se escurrían entre sus pensamientos de manera implacable e irritante, como moscas atrapadas en su cabeza. «Diez hombres se convierten en diez mil. Habrán desaparecido antes de que lleguen siquiera a tocar sus pistoleras».
Después del postre, Chevalier se excusó y se retiró del comedor. Degas también se levantó y anunció que iba a llevar al piloto de regreso a su hotel. El doctor Duarte levantó la mano, ordenándole a su hijo que esperara.
—Ya es mayorcito, Degas. Estoy seguro de que podrá llegar sin tu compañía. Nos llevarás a nosotros de regreso a casa. Y también al doctor Eronildes.
El doctor Duarte sonrió a su invitado. Cuando Degas empezó a protestar, el buen humor de su padre desapareció. La voz del frenólogo se hizo dura y habló en tono bajo, con rabia contenida.
—Degas —dijo—, tú tendrás tiempo para dedicarlo a los depravados y a los cerdos de los medios de comunicación, pero yo ciertamente no lo tengo. No quiero verlo cerca de mí otra vez.
El doctor Duarte se puso de pie y ayudó al doctor Eronildes a levantarse de la mesa. Degas se quedó con la mirada fija en la silla vacía de su padre y luego se apresuró tras él.
En la casa de los Coelho, Emília despertó a Expedito de su siesta y llevó al patio al niño, que tenía ojos somnolientos. La fuente central dejaba oír los ruidos del agua, que corría y saltaba. Las tortugas se habían agrupado en el único sitio sombreado del jardín. Expedito recogió las hojas de lechuga marchitas esparcidas por el suelo de ladrillo y se las dio a comer a las tortugas. Emília se arrodilló junto a él. Pronto las puertas del estudio de su suegro se abrieron y, dentro, el corrupião estalló en un canto sobresaltado. El padre de Degas y el doctor Eronildes se dirigieron hacia ellos.
—¡Aaaah! —exclamó el doctor Duarte, extendiendo sus manos regordetas—. ¡Ahí está el Coronel! Así es como lo llamamos por aquí.
Acarició la cabeza de Expedito. El niño dejó de alimentar a las tortugas y volvió sus ojos oscuros hacia el desconocido. Las manos del doctor Eronildes temblaron. Con una mano se sujetó la otra.
—¿Son tortugas jabotis? —preguntó Eronildes.
Expedito asintió con la cabeza.
—Viven tanto como los seres humanos, ¿lo sabías? —explicó Eronildes—. A veces más. Probablemente nos sobrevivirán a todos nosotros.
Expedito miró las tortugas, como si reflexionara acerca de las palabras del desconocido.
—Salvo a Expedito —corrigió Emília—. Si Dios quiere, vivirá para ver otra generación de tortugas.
—Sí —aceptó Eronildes—. Por supuesto que así será. Gracias a usted.
—Y a usted —agregó Emília—. Los dos somos responsables de su vida.
El doctor Eronildes asintió con la cabeza. Su cara estaba brillante y pálida. Jugueteaba con su chaqueta y movía la pierna nervioso. El doctor Duarte puso una mano en la espalda de su invitado, como para tranquilizarlo.
—El Partido Verde es anticuado: no sirve bebidas en sus reuniones —dijo el doctor Duarte—. Pero me gusta beber un poco de licor de caña de vez en cuando, para matar los parásitos. Tengo una buena cachaza en mi estudio, o White Horse si usted lo prefiere.
Eronildes se humedeció los labios.
—White Horse —dijo—. Con hielo.
El doctor Duarte asintió con la cabeza.
—Le diré a la criada que pique un poco. No tardará mucho. Emília y el Coronel le harán compañía.
Emília observó a su suegro mientras se alejaba. Nunca había visto al doctor Duarte moverse con tanta rapidez ni portarse con tanta deferencia con un invitado. Muy rara vez compartía su pequeña provisión de whisky importado. Junto a Emília, el doctor Eronildes olfateó el aire. Ella también sintió el olor…, un olor a quemado, como de arroz dejado durante demasiado tiempo en el fuego.
—¿Existe aquí la costumbre de encender hogueras el Día de Difuntos? —preguntó Eronildes.
—No —respondió Emília.
Dentro de la casa se oyó al doctor Duarte pedir a gritos el hielo. Eronildes se acercó a ella.
—Debemos advertirla —le dijo.
El olor a quemado se sentía más y ella creyó que Eronildes se refería a eso.
—Doña Dulce no está cocinando nada —respondió Emília.
—No —susurró el—. Hablaba de las Bergmann.
Emília sintió la boca muy seca, la lengua como papel de lija.
—Sí —acabó contestando—. Usted va a regresar a su granja. Avísela usted.
—No me va a creer.
—¿Por qué no?
—Desconfía de cualquiera que venga a Recife, y con toda la razón. Necesitaré su apoyo.
—Lo tiene. Dígale que yo también me he enterado de lo de las Bergmann.
—¿Por qué no se lo dice usted?
—¡No puedo hablar de un arma de fuego en los artículos de la sección de sociedad! —replicó Emília, molesta por la ignorancia de él.
El doctor Eronildes negó con la cabeza.
—No —replicó—. Dígaselo personalmente.
El olor a quemado se hacía cada vez más fuerte, menos natural y más químico. Cerca de los pies de Emília, Expedito los miraba, a ella y al doctor, atentamente, como si comprendiera la conversación.
—¿Cómo? —quiso saber Emília.
Eronildes se acercó más. Su aliento era caliente y ácido, con un toque de licor rancio.
—Puedo organizar un encuentro en mi rancho. Su marido ha dicho que las Bergmann tardarían tres meses en llegar. Tal vez más si hay tormentas en el mar. Además, el barco puede tener cualquier problema, quién sabe. Tal vez tenga que pasar una inspección cuando llegue a puerto.
Emília negó con la cabeza.
—El doctor Duarte conseguirá que descargue rápidamente. Tiene una empresa de exportaciones. Conoce a todos los agentes de aduanas.
—Muy bien —continuó Eronildes—, es decir, que tenemos noventa días como máximo. Si usted toma un tren hacia el sur, a Maceió, necesitará un día. Luego tendría que ir a Propria, cerca del San Francisco, y eso le llevaría al menos dos días, porque no hay ninguna línea de tren que los conecte. No estoy seguro de cuánto tiempo puede llevar un viaje en una embarcación fluvial; eso depende del nivel del agua. Pero aun cuando el viaje requiera dos semanas, si usted parte con suficiente tiempo estará en mi rancho antes de que las Bergmann lleguen a Recife.
—Usted ya lo ha calculado todo.
El doctor Eronildes se humedeció los labios.
—Sí. Lo he estado pensando en el banquete.
Emília se sintió avergonzada por sus pensamientos dormidos por el pánico, tan poco razonables, durante la comida. Quería ser tan lúcida como Eronildes, pero incluso en ese momento, en la relativa seguridad del patio, se sentía aturdida y abrumada.
—No sé —dijo—. Los Coelho no me dejarán viajar sola.
—Invente una excusa.
—¿Cómo sabrá ella que yo voy? —preguntó, temerosa de pronunciar el nombre de su hermana en voz alta.
—Yo se lo diré —aseguró Eronildes.
—Pero usted ha dicho que no le cree.
Eronildes se puso rojo.
—Ella lee los diarios. Usted puede decir algo de su viaje para darle una prueba. Y debería llevar al niño.
Emília observó las puertas del patio, súbitamente preocupada por que el doctor Duarte pudiera regresar. Quería terminar pronto su conversación. Luzia querría que le devolviera a Expedito… ¿Qué madre no iba a querer que le devolvieran a su hijo?
—No —dijo Emília—. Es demasiado peligroso.
Gotas de sudor cubrían el labio superior del doctor Eronildes y su pecho se hinchó como si hubiera respirado hondo, pero en lugar de aspirar se tapó la boca con la mano.
—¿Se siente bien? —preguntó ella, alarmada porque pensaba que estaba a punto de vomitar.
Eronildes asintió con la cabeza.
—Es peligroso —dijo—. Usted tiene razón. Somos humanos. Tenemos que aceptar la muerte como nuestro destino. Algunos son tan ingenuos que creen poder librarse de ella llevando una vida serena. Otros son tan ingenuos que tientan a la muerte; piensan que no los tocará por muy peligrosamente que actúen. En realidad nadie es inmune. Nadie puede salvarse. Perdóneme por pedírselo.
Eronildes había hablado en un tono marcado por la decepción, como si estuviera dirigiéndose a un niño egoísta. Emília quería alejarse, dejar al médico preocupándose en ese patio caluroso; pero si apresuraba su salida de allí, iba a estar actuando precisamente de la manera en que él la había hecho sentirse, como una mujer asustada e infantil.
—Quería decir que es demasiado peligroso para Expedito, no para mí —explicó Emília.
—No, no —replicó Eronildes, agitando la mano—. Una reunión es demasiado peligrosa para todos nosotros. Es mejor no acercarse. A veces queremos actuar con rectitud, pero al final tenemos una naturaleza más débil de lo suponíamos. Ojalá éste no fuera el caso.
—Basta —lo detuvo Emília, molesta por la renuencia repentina del médico—. Lo haré, y usted también lo hará. No tenemos otra opción…