—Tiene una herida asombrosa.
El doctor Eronildes estaba de pie en la entrada. Luzia sacó deprisa la mano de la pierna del Halcón y cogió el trapo. El doctor se acercó aún más. Usaba perfume, pero no era el fuerte aroma del Fleur d'Amour de los cangaceiros. Eronildes olía a jabón y a frescura, como una camisa almidonada.
—¿Sabes qué le pasó? —preguntó el doctor, ajustando sus gafas sobre la nariz.
—Le pegaron un tiro —respondió Luzia—. Ya ha visto la bala.
Su interrupción la puso nerviosa y por descuido le tuteó en vez de llamarle doctor.
—No me refería a su pierna —continuó Eronildes, sin inmutarse—. Me refiero a su cara. La cicatriz. —Eronildes se acercó más. El Halcón se agitó en su sueño febril—. Le llega hasta la oreja. Creo que cortaron parcialmente el nervio facial, pero no por completo. Por eso conserva todavía algún movimiento en la ceja derecha y en la boca. Si lo hubieran cortado totalmente, no podría hablar con normalidad.
Luzia exprimió el trapo. El agua del cuenco estaba muy turbia. Tendría que calentar más, ni siquiera le había lavado la cabeza. El doctor Eronildes dio un paso hacia atrás, alejándose de la cama. Llevaba botas de cuero hasta la rodilla, como un coronel.
—Este Halcón es un hombre famoso. Estoy suscrito a
A Tarde
, el periódico de Bahía, y al
Diario de Pernambuco
. Me los trae la barcaza. Hace poco publicaban una noticia sobre él. Mis peones me han contado que hay una escaramuza en Sao Tomé, en las tierras del coronel Clovis. Parece que hay tropas buscándolo. ¿A ti también te buscan?
Luzia asintió. El doctor Eronildes se entretuvo jugueteando con un hilo suelto sobre el bolsillo del pantalón.
—No te preocupes —añadió el médico—. Están en Bahía ahora. No quiero tropas de Pernambuco en mis tierras. Nuestros gobernadores no están en buenas relaciones, ¿sabes? El nuestro es un partidario de Gomes.
Apartó la mirada de Luzia y puso una mano pálida sobre la garganta del Halcón, y luego sobre la frente.
—Tiene fiebre. Pero tiene suerte: el proyectil no lo atravesó de lado a lado. Estas balas hacen un pequeño agujero de entrada, pero lo destruyen todo cuando salen. Podría haber perdido la pierna. Tendremos que mantenerla limpia. Le diré a mi criada Honorata que le dé infusión de quixabeira una vez cada hora, para limpiar la infección.
Eronildes miró a Luzia. Sus ojos grandes se posaron por un instante sobre el cabello mojado, el vestido nuevo. Carraspeó.
—También le diré a Honorata que ponga otro cubierto para el almuerzo. Rara vez tengo visitas; te agradecería que me acompañaras.
Antes de que Luzia pudiera objetar nada, el doctor salió dando grandes zancadas, y sus botas resonaron sobre el suelo de madera.
Para el almuerzo, la anciana criada cocinó un surubí recién pescado; tenía las aletas afiladas y el cuerpo rayado como el de un gato montés. Luzia jamás había comido pescado fresco, sólo bacalao seco para Pascua. Tampoco estaba acostumbrada a comer en un plato. En la casa de tía Sofía comían los frijoles y la sémola en cuencos. Un plato era demasiado plano, escurridizo. Todo lo que se ponía en él era difícil de sacar. Luzia se había olvidado de traer la cuchara de plata del Halcón y miró con cautela la blanca masa humeante sobre su plato. Hasta la harina de mandioca tostada y los frijoles marrones tenían un aspecto siniestro. El doctor Eronildes la miró, esperando que su invitada diera un bocado antes de comenzar. Luzia cogió el tenedor. Lo clavó en el pescado, pero estaba lleno de mantequilla y resbalaba por el cubierto. Comer con un caballero era exasperante. Jamás se había sentado a la mesa de un caballero y se preguntó por qué la había invitado el doctor Eronildes. Era evidente que ella no era una dama. Debería estar en la cocina con la criada, o sentada al lado del Halcón, esperando a que despertara. Luzia imaginó oír la voz de Emília, templada y altiva: el doctor se estaba esmerando en ser refinado y cortés y Luzia debía valorar su gesto. La cangaceira movió los pies como si estuviera expulsando de una patada a su hermana. Tal vez fuera cortés, pero prefería estar en la cocina llena de humo que atrapada tras la larga mesa bien vestida.
—¿No te gusta el surubí? —preguntó el doctor Eronildes.
—Quiero un cuenco. —Apretó los labios nada más decirlo. Los meses con los cangaceiros habían arruinado sus modales. Se había olvidado de agregar «por favor» o «gracias», y cuando se acordó, era tarde. El doctor Eronildes ya le había pedido a la criada que le cambiara el plato por un cuenco.
—Espero que no tomes a mal que te señale esto —dijo—: tienes unos dientes sorprendentemente sanos para ser una mujer de campo. ¿Cómo evitas que se estropeen?
—Es el juá —respondió Luzia—. Mastico corteza de juá.
El doctor Eronildes agrandó los ojos. Tomó un diminuto lápiz y una pequeña libreta de notas con tapas de cuero del bolsillo de su chaleco y comenzó a escribir.
—¡Juá! ¡Qué increíble! —exclamó—. Debo encontrar el nombre científico de la planta. —Levantó la mirada de sus apuntes—. ¿Sabes una cosa? Estoy intentando evaluar las propiedades medicinales de la flora de la caatinga. Mi madre insiste en que no hay nada que valga la pena aquí, pero donde ella ve desierto yo veo comercio.
Luzia asintió. Los cangaceiros le habían enseñado cosas del juá. Pensó en Ponta Fina, Baiano, Inteligente y Canjica. ¿Les habría pasado algo? ¿Habrían encontrado el punto de encuentro? Y si fuera así, esperarían al Halcón, pero no para siempre.
—¿Cuándo podrá volver a caminar? —preguntó Luzia.
Eronildes parpadeó. Sus ojos parecían más grandes por las lentes, y las pestañas, más oscuras y gruesas.
—¡Oh! —suspiró—. Te refieres a nuestro paciente. Tuvo suerte. El proyectil atravesó el músculo pero no el hueso. Penetró la parte más gruesa del muslo. Aun así, deben pasar varias semanas antes de que pueda levantarse; por lo menos.
—Tendré que avisar a sus hombres —dijo Luzia.
—Tendrás que hacer eso después de que se recupere —dijo Eronildes, al tiempo que enderezaba una vez más sus gafas.
—No lo esperarán tanto tiempo —replicó Luzia—. Vendrán a buscarlo.
—No lo puedo permitir —dijo Eronildes—. Prefiero que no vengan sus bandidos aquí.
—Usted lo salvó; no le harán daño.
—No tengo miedo —dijo Eronildes. Metió el diminuto lápiz en su libreta y la cerró con fuerza—. En los últimos tres años he tenido un coronel vecino que juró castrarme, marcarme, enviarme de regreso a Salvador en un ataúd. No le tengo miedo a un coronel, ¡y mucho menos a un puñado de cangaceiros!
Apretó los dientes y soltó aire sonoramente por la nariz. Tenía el rostro encendido y con manchas, como si le hubiera rozado una ortiga. Se metió en la boca dos bocados grandes de pescado.
—Lo siento —dijo Luzia—. Usted ha sido muy amable. No creo que tenga miedo. Si vinieran, los hombres se comportarían. No harían ruido. Sólo necesitan estar seguros de que se está recuperando. —Luzia hizo una pausa y pensó en sus santos, que apreciaban un don, un favor o un sacrificio a cambio de su amabilidad. Tal vez los hombres fueran iguales—. Ellos pueden ayudarle —dijo— en la disputa que tiene con ese coronel. Pueden hacer que no lo vuelva a molestar.
Eronildes apoyó el tenedor en el plato.
—No quiero ese tipo de ayuda —dijo—. Cuando llegué aquí, me propuse dar ejemplo. Mis peones pensaban que era un imbécil porque no los amenazaba ni castigaba. Aquí, el único lenguaje es la violencia; hay que ser un macho cabrío. Pero no lo toleraré. Fíjate, Luzia, el motivo por el cual tengo problemas con mi vecino coronel es porque, a diferencia de él, yo pago a mis trabajadores de manera justa. Por lo que, después de titubear al principio y burlarse de mí, la gente prefirió trabajar conmigo y no con él. Ahora tengo a algunos de los mejores vaqueiros, tengo sus mejores peones. Se marcharon sigilosamente. Por supuesto que mató a algunos de los que se habían pasado a mi bando. Pero eso no impidió que vinieran otros. Lo que no entienden ni él ni tus cangaceiros es que el comercio será el gran liberador. El comercio les quitará el poder mejor que un rifle. Así que no necesito que vengan tus bandidos a causar problemas.
—No son bandidos —dijo Luzia—. Vendrán aunque no lo quiera.
—¡Entonces que vengan! —gritó Eronildes. Golpeó la mesa del comedor con su pálida mano. Los vasos de agua se tambalearon y casi se derramaron—. ¡Por mí, que se lo lleven a rastras!
Eronildes cogió su vaso y se lo bebió de un solo trago. Luzia permaneció callada. Si Emília hubiera estado allí con ella, le habría dado una buena patada bajo la mesa. El doctor suspiró y se encorvó. Con una mano trémula, se acarició la cabeza.
—Perdona mi arrebato —dijo—. No me gusta perder los estribos. No tengo nada contra tus cangaceiros, podría respetarlos si no fuera porque son unos ladronzuelos mezquinos.
—Roban por necesidad —dijo Luzia, con los puños crispados y el rostro encendido. Sabía que eso era mentira, pero no podía arriesgarse. Existía la posibilidad de que el Halcón se despertara y oyera lo que hablaban desde la pequeña habitación contigua a la cocina. ¿Qué diría si ella no lo defendía?
Eronildes se rió. Tenía los dientes largos y algo sucios, como pálidos granos de maíz.
—¡Necesidad! —Se rió entre dientes—. ¿Esos anillos de oro son una necesidad? ¿Y esos collares? —Sacudió la cabeza—. Qué desperdicio. Qué gran desperdicio. Los hombres rebeldes son ladrones, y el resto se deja llevar, como ganado, por los coroneles. El norteño jamás será un hombre moderno si no los educamos a todos. —Eronildes hizo un gesto hacia la puerta de la cocina—. No me cabe duda de que el hombre que está allí dentro es inteligente. Debe de serlo para sobrevivir en el matorral durante tanto tiempo. Si hubiera sido educado como corresponde, no estaría en esta situación.
—Sabe leer —dijo Luzia.
—Eso no significa que esté educado —respondió Eronildes—. Un hombre debe considerarlo todo detenidamente, no echar mano al cuchillo a las primeras de cambio. Debe pensar en las consecuencias de sus actos. Debe olvidarse de la superstición y las creencias, darse cuenta de que no estamos bajo la tutela de la divinidad, sino que somos ciudadanos de un estado, de una nación.
Luzia parecía concentrada en su plato. Algunas de las palabras de Eronildes le resultaban oscuras. Otras le provocaban ira. Aplastó el pescado en el cuenco. «No seas palurda —le hubiera reprendido Emília si hubiera estado allí—. Asiente con la cabeza, sé educada, acepta lo que dice». Pero Emília no estaba allí y Luzia no pudo morderse la lengua.
—Creo que la gente necesita algo más que tener una educación. Un sacerdote me enseñó a leer, a escribir, a interpretar mapas y a hacer cuentas. Me alegro. Pero con la educación la gente quiere progresar, y aquí no hay nada que hacer salvo ser criada o vaqueiro o cangaceiro. ¿Quién desea ser algo de eso? Con la educación, todos querrán irse a la capital.
—Muchos no —respondió Eronildes—. Salvador está muy lejos, y también Recife. Y son mundos diferentes. No hay cabras ni caatinga. Las capitales están junto a la costa y abarrotadas de gente. La gente optará por lo conocido.
—No será así si reciben educación —dijo—. Querrán saber más, ver más, tener más. Querrán ser doctores, como usted.
Eronildes se rió.
—Admiro tu visión de futuro —dijo—, pero creo que estás llevando mi idea de la educación demasiado lejos.
—¿Por qué?
—Porque la gente no aspirará a tanto. La mayoría querrá leer y votar. Nada más.
—Eso es como darle a un pájaro una jaula más grande, sólo para que despliegue las alas, pero no para que vuele —replicó Luzia.
Eronildes sonrió.
—Eso me gusta. ¿Dónde aprendiste a hacer esa comparación?
—De mi tía Sofía.
—Pues yo aprendí otra de mi padre: Quienes nacieron para pericos jamás serán loros.
Luzia miró de nuevo su comida. Estaba fría y no tenía hambre. Deseaba que Emília estuviera a su lado. Su hermana siempre sabía cómo comportarse. Emília siempre sabía qué decir, y era lo suficientemente juiciosa como para no insistir en discusiones desagradables.
El doctor colocó los cubiertos en diagonal sobre su plato y dejó la servilleta sobre la mesa.
—Eres bastante directa —señaló—. Me gusta eso. Lo seré yo también: si volvemos a romper tu brazo con una operación y lo colocamos de nuevo, podría funcionar correctamente. El codo es una articulación complicada, pero no imposible de arreglar.
Luzia escondió el codo rígido deslizándolo debajo de la mesa.
—Estoy bien —dijo—. Ya me he acostumbrado.
El mes de mayo trajo una serie de chaparrones aislados. Todos los días, la vieja criada del doctor Eronildes rezaba a san Pedro. Los peones hacían apuestas sobre cuándo llovería y cuánto durarían las lluvias. A lo largo del San Francisco, los pescadores plantaron desesperados sus frijoles, sus calabazas y su mandioca. Las lluvias llegaron, pero desaparecieron rápidamente. Los cultivos seguían languideciendo, aunque la gente dio gracias a los santos con fogatas y altares, porque un poco de comida era mejor que nada. Hasta el doctor Eronildes expresó su gratitud por las escasas lluvias, aunque no rezó. El único momento en que guardaba silencio y adoptaba una actitud reverente era por las noches, cuando se sentaba ante el retrato de la pálida niña en el salón delantero. Cuando el Halcón recuperó fuerzas suficientes para moverse, se sentaba al lado de Eronildes y bebía pequeños sorbos del whisky que el doctor mandaba traer de Salvador. Al principio, el médico interrogaba a su paciente acerca de plantas medicinales. El Halcón enumeraba velozmente una serie de remedios y el doctor Eronildes los apuntaba febrilmente, olvidando a su pálida prometida.
Sus conversaciones se apartaron rápidamente de la cuestión de las cortezas y las infusiones. Luzia cosía cerca de allí y se distraía, con lo que se pinchaba frecuentemente el dedo con la aguja de bordar que Eronildes le había dado. Le preocupaba que los hombres discutieran, que el Halcón perdiera los estribos y el doctor Eronildes dejara de ofrecerle sus cuidados. Pero quien más perdía los estribos era el doctor, mientras que el cangaceiro sonreía y bebía su copa. Observaba a Eronildes con divertida admiración, como quien mira a un cachorro o un hermano menor, algo inofensivo y dulce, pero que insiste en salirse con la suya. Eronildes se enfadaba con esta actitud, pero la toleraba porque, a su vez, respetaba al Halcón. Luzia no pudo determinar si la admiración era por el Halcón mismo o simplemente por la rápida recuperación de su cuerpo y su capacidad para soportar las curaciones diarias del doctor. Lo llamaba Antonio, no el Halcón ni capitán. Para sorpresa de Luzia, el Halcón no lo corregía. Eronildes no era un coronel, un hacendado ni un vaqueiro; era una especie completamente diferente, inmune a las reglas de la caatinga.