—Yen...
—Soy una hechicera, Geralt. El poder que poseo sobre la materia es un don. Un don correspondido. Pagué por él... todo lo que poseía. No quedó nada.
Calló. La hechicera se limpió la frente con una temblorosa mano.
—Me equivoqué —repitió—. Pero remediaré mi daño. Emociones y sentimientos...
Tocó la cabeza de la milana negra. El pájaro erizó las plumas, abrió mudo el curvado pico.
—Emociones, caprichos y mentiras, fascinación y juego.
Sentimientos y su falta... dones que no se deben aceptar... Mentira y verdad. ¿Qué es la verdad? ¿La negación de la mentira? ¿O la afirmación de un hecho? Y si el hecho es una mentira, ¿qué es entonces la verdad? ¿Quién está lleno de sentimientos que le arrastran y quién es la cobertura vacía de un frío cráneo? ¿Quién? ¿Qué es la verdad, Geralt? ¿En qué consiste la verdad?
—No lo sé, Yen. Dímelo.
—No —dijo, y bajó los ojos. Por vez primera. Nunca antes había visto que lo hiciera. Nunca—. No —repitió—. No puedo, Geralt. No puedo decírtelo. Te lo dirá ese pájaro, creado del roce de tus manos. ¿Pájaro? ¿Qué es la verdad?
—La verdad —dijo la milana— es una esquirla de hielo.
Aunque le parecía que vagabundeaba sin objetivo ni destino a través de los callejones, de pronto se encontró junto a la muralla del sur, en la excavación, entre una red de zanjas que cortaban las ruinas delante de las murallas de piedra y serpenteaban caóticamente entre los cuadrados dejados al descubierto de unos antiguos cimientos.
Istredd estaba allí. Con la camisa arremangada y las botas altas gritaba algo a los criados, quienes estaban cavando con almocafres la pared de una zanja rayada con capas de diversos colores de tierra, arcilla y carbón. Al lado, sobre unas tablas, yacían huesos ennegrecidos, pedazos de cacerolas y otros objetos, irreconocibles, corroídos, cubiertos de herrumbre.
El hechicero lo advirtió al instante. Dio a los que cavaban unas cuantas sonoras órdenes, saltó de la zanja, caminó hacia él mientras se limpiaba las manos en los pantalones.
—¿Di, qué quieres? —preguntó con brusquedad.
El brujo, de pie delante de él, inmóvil, no contestó. Los criados, haciendo como que trabajaban, los observaban con atención, susurraban entre ellos.
—Hasta te saltan chispas del odio que tienes. —Istredd arrugó el rostro—. ¿Qué quieres, pregunto? ¿Te has decidido ya? ¿Dónde está Yerma? Espero que...
—No esperes demasiado, Istredd.
—Ajá —dijo el hechicero—. ¿Qué es lo que percibo en tu voz? ¿Te estoy entendiendo bien?
—Y ¿qué es lo que entiendes?
Istredd se apoyó los puños en las caderas y miró al brujo como retándolo.
—No nos engañemos el uno al otro —dijo—. Me odias y yo a ti también. Me humillaste al decir que Yennefer... sabes el qué. Yo te respondí de forma parecida. Te estorbo y tú me estorbas. Resolvamos esto como hombres. No veo otra solución. A eso has venido, ¿verdad?
—Sí —dijo Geralt, tocándose la frente—. Tienes razón, Istredd. A eso he venido. Sin duda.
—Perfecto. Esto no puede seguir así. Hoy por fin me he enterado de que, desde hace un par de años, Yenna va y viene entre nosotros como una pelota de trapo. A veces está contigo, a veces conmigo. Huye de mi, para buscarte a ti, y al revés. Otros, con los que está entre medias, no cuentan. Sólo contamos nosotros dos. No podemos seguir así. Somos dos, tiene que quedar uno.
—Sí —dijo Geralt, sin separar sus manos de la frente—. Sí... Tienes razón.
—En nuestra presunción —continuó el hechicero—, creíamos que Yenna elegiría sin vacilar al mejor. En cuanto a quién era el mejor, a ninguno de los dos le cabía duda. Como dos rapazuelos hemos llegado hasta el punto de competir por ella a base de argumentos y casi como inexpertos rapaces, también, hemos comprendido cuáles eran estos argumentos y qué significaban. Pienso que, al igual que yo, has estado dándole vueltas y sabes cuánto nos hemos equivocado los dos. Yenna no tiene la más mínima intención de elegir entre nosotros, incluso si aceptáramos que sabe elegir. Bien, tendremos que arreglar este asunto por ella. Por mi parte no pienso compartir Yenna con nadie y el hecho de que hayas venido aquí demuestra que tú tampoco. La conocemos demasiado bien. Mientras seamos dos, ninguno puede estar seguro de ella. Ha de quedar uno. Lo has entendido, ¿verdad?
—Verdad —dijo el brujo, moviendo con dificultad los labios petrificados—. La verdad es una esquirla de hielo.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo o borracho? ¿O puede que estés atiborrado de esas hierbas de los brujos?
—No me pasa nada. Algo... se me metió en el ojo. Istredd, ha de quedar sólo uno. Sí, por eso he venido. Sin duda.
—Lo sabía —dijo el hechicero—. Sabía que ibas a venir. De hecho, te soy sincero. Te has adelantado a mis intenciones.
—¿Una bola de rayos? —sonrió pálidamente el brujo.
Istredd frunció el ceño.
—Puede ser —dijo—. Puede que una bola de rayos. Pero seguro que no por la espalda. Con honor, cara a cara. Eres un brujo, eso iguala las oportunidades. Venga, decide dónde y cuándo.
Geralt reflexionó un momento. Y se decidió.
—Esa placita... —señaló con la mano—. He pasado por ella.
—Lo sé. Hay un pozo, se llama La Llave Verde.
—Junto al pozo entonces. Sí. Junto al pozo... Mañana, dos horas después de la salida del sol.
—Bien. Seré puntual.
Estuvieron inmóviles unos segundos, sin mirarse mutuamente. Por fin el hechicero murmuró algo en voz baja, extrajo de un puntapié una bola de arcilla y la aplastó con el tacón.
—¿Geralt?
—¿Qué?
—¿No te sientes como un idiota?
—Me siento como un idiota —accedió con reticencia el brujo.
—Me alivia oírlo —murmuró Istredd—. Porque yo me siento como el último cretino. Nunca hubiera imaginado que alguna vez fuera a tener que luchar a vida o muerte con un brujo a causa de una mujer.
—Sé cómo te sientes, Istredd.
—Bah... —El hechicero sonrió forzadamente—. El hecho de que haya llegado a ello, de que me haya decidido a algo tan profundamente contrario a mi naturaleza demuestra que... Que es necesario.
—Lo sé, Istredd.—Por supuesto, sabes también que aquel de nosotros que sobreviva habrá de huir a toda velocidad y esconderse de Yenna en el último confín del mundo.
—Lo sé.
—Por supuesto, también cuentas con que una vez que a ella se le enfríe la rabia, podrás volver a ella.
—Por supuesto.
—Bien, pues listo. —El hechicero hizo un movimiento como si quisiera volverse, tras un momento de vacilación le tendió la mano—. Hasta mañana, Geralt.
—Hasta mañana. —El brujo apretó la mano que se le tendía—. Hasta mañana, Istredd.
—¡Hey, brujo!
Geralt alzó la cabeza de la mesa sobre cuya superficie dibujaba, pensativo, fantásticos diseños con la cerveza que se había derramado.
—No es fácil encontrarte. —El estarosta Herbolth se sentó, desplazó la jarra y el cantarillo—. En la posada han dicho que te habías mudado a las caballerizas, en las caballerizas he encontrado sólo tu caballo y tu hato. Y estabas aquí... Creo que ésta es la taberna más asquerosa de toda la ciudad. Sólo la peor maraña se reúne. ¿Qué haces aquí?
—Bebo.
—Lo veo. Quería charlar contigo. ¿Andas sobrio?
—Como un niño.
—Me alegro.
—¿Qué es lo que queréis, Herbolth? Estoy ocupado, como veis.
Geralt sonrió a la mozuela que le servía otra jarra.
—Corre el rumor —el estarosta frunció el ceño— que tú y nuestro hechicero habéis decidido mataros.
—Es asunto nuestro. Suyo y mío. No os entrometáis.
—No, no es asunto vuestro —negó Herbolth—. Istredd nos es necesario; no nos podemos permitir otro hechicero.
—Entonces id al templo y rezad porque él venza.
—No te burles —bramó el estarosta—. Y no te hagas el listo, vagabundo. Por los dioses, si no supiera que el hechicero no me lo iba a perdonar, te metería en la trena, en el mismo fondo de la mazmorra, mandaría que dos caballos te arrastraran fuera de las murallas o le diría a El Cigarra que te rajara como a un cerdo. Pero, por desgracia, Istredd tiene una obsesión en lo tocante al honor y no me lo perdonaría. Sé que no me lo perdonaría.
—Entonces, estupendo. —El brujo bebió de un trago otra jarra y escupió debajo de la mesa una pajita que había dentro—. Me cayó la breva, nada que objetar. ¿Es todo?
—No —dijo Herbolth, sacando de debajo del abrigo una bolsa—. Aquí tienes cien marcos, brujo; tómalos y lárgate de Aedd Gynvael. Lárgate de aquí, mejor ahora mismo; en cualquier caso antes de la salida del sol. Ya te he dicho que no nos podemos permitir otro hechicero, no dejaré que arriesgue su vida en un duelo con alguien como tú, y por un motivo tan idiota como una...
Se interrumpió, no terminó, aunque el brujo no había ni siquiera temblado.
—Quita de esta mesa tu morro de mierda, Herbolth —dijo Geralt—. Y tus cien marcos te los puedes meter en el culo. Vete, porque me pongo malo sólo de verte, un poco más y acabaré por vomitarte desde la capellina hasta los botines.
El estarosta guardó el saquete, colocó ambas manos sobre la mesa.
—No, es que no —dijo—. Por las buenas quería, pero si no, es que no. Pegaos, haceos picadillo, quemaos, cortaos en migajas por la puta ésa, que se abre de piernas a quien le da la gana. Pienso que Istredd se las puede bandear contigo, tú, asesino a sueldo, no van a quedar de ti más que las botas, y si no, ya te cogeré yo, antes de que su cadáver se enfríe, y todos los huesos te voy a romper en las torturas. No te va a quedar ni una pulgada sana, tú...
No le dio tiempo a retirar los brazos de la mesa, el movimiento del brujo fue demasiado rápido, el brazo que surgió de debajo de la tabla desapareció ante los ojos del estarosta y el estilete se clavó con un golpe entre los dedos de su mano.
—Puede ser —susurró el brujo, apretando el puño sobre la empuñadura de la daga y mirando al rostro del estarosta que había palidecido por completo—. Puede que Istredd me mate. Pero si no... Entonces me iré de aquí y tú, cabrón de mierda, no intentes detenerme si no quieres que las calles de vuestra puta ciudad se llenen de sangre. Largo de aquí.
—¡Señor estarosta! ¿Qué pasa aquí? Eh, tú...
—Tranquilo, Cigarra —dijo Herbolth, retirando lentamente la mano, introduciéndola poco a poco debajo de la mesa, cada vez más lejos del filo del estilete—. Nada ha pasado. Nada.
El Cigarra volvió a meter en la vaina la espada que había sacado hasta la mitad. Geralt no lo miraba. No miraba al estarosta que salía de la taberna, protegido por El Cigarra de los tambaleantes almadieros y arrieros. Miraba a un hombre pequeño de rostro como el de una rata y de negros y penetrantes ojos, que estaba sentado unas cuantas mesas más allá.
Me he puesto nervioso, advirtió con asombro. Me tiemblan las manos. De verdad me tiemblan las manos. Esto es imposible, lo que me pasa. A menos que esto supusiera que...
Sí, pensó, mirando al hombrecillo de cara de rata. Creo que sí.
Es necesario, pensó.
Qué frío...
Se levantó.
Miró al hombrecillo, sonrió. Después se abrió los faldones del abrigo, sacó de una bolsa dos monedas de oro, las arrojó a la mesa. Las monedas tintinearon, una, girando, golpeó la hoja del estilete que todavía estaba clavado en la bruñida madera.
El golpe cayó inesperado, la porra silbó quedamente en la oscuridad, tan rápido que no faltó mucho para que el brujo no hubiera tenido tiempo de proteger la cabeza con un movimiento instintivo del brazo, para que no alcanzara a amortizar la agresión con un elástico plegamiento del cuerpo. Saltó, cayó de rodillas, se tiró por el suelo, se puso de pie, percibió el movimiento del aire que precedía al nuevo golpe de la porra, evitó el golpe con una repentina pirueta, giró entre las dos siluetas que le rodeaban en la oscuridad, echó la mano a su costado derecho. A por la espada.
No tenía espada.
Nada me puede quitar estos reflejos, pensó, saltando ligeramente. ¿Rutina? ¿Memoria de las células? Soy un mutante, reacciono como un mutante, pensó, cayendo de nuevo de rodillas para evitar otro golpe, intentando sacar el estilete de la caña de la bota. No tenía estilete.
Se sonrió torcidamente y la porra le acertó en la cabeza. Los ojos le hicieron chiribitas, el dolor le alcanzó hasta la punta de los dedos. Cayó, sin dejar de sonreír.
Alguien se echó encima de él, le empujó contra el suelo. Otro le arrancó la bolsa que colgaba del cinturón. Sus ojos atraparon el brillo de un cuchillo. El que le estaba tentando el pecho le rajó el jubón por debajo del cuello, echó mano a la cadena, sacó el medallón. E inmediatamente lo dejó caer de sus manos.
—Por Baal-Zebutha —oyó cómo maldecía—. Es un brujo... Este malandrín...
El segundo blasfemó al respirar.
—No tenía espada... Dioses... Lagarto, lagarto... revienta demonio, alerta varón... ¡Vámonos de aquí, Radgast! ¡No lo toques, lagarto, lagarto!
Por un momento la luna atravesó una rala nube. Geralt vio sobre él un rostro delgado, de rata, con ojillos pequeños, negros, brillantes. Escuchó los pasos del otro, que se alejaba, desapareciendo en el callejón, del que le llegaba un olor a gatos y a grasa quemada.
El hombrecillo de cara de rata quitó poco a poco la rodilla de su pecho.
—La próxima vez... —Geralt escuchó claramente su susurro—. La próxima vez, cuando quieras suicidarte, brujo, no metas a otros en ello. Simplemente cuélgate en el establo con tus bridas.
Debía de haber llovido por la noche.
Geralt salió del establo restregándose los ojos, quitándose con los dedos las pajas de los cabellos. El sol naciente relucía en los tejados mojados, brillaba como el oro en los charcos. El brujo escupió, en los labios todavía le quedaba un mal sabor, el chichón de su cabeza pulsaba con un dolor sordo.
En la barrera, al lado del establo, estaba sentado un gato seco y negro, concentrado en lamerse una pata.
—Michi, michi, gatito —dijo el brujo.
El gato se quedó inmóvil mirándole con ojos enfadados, irguió las orejas y siseó, mostrando los dientes.
—Ya sé —afirmó Geralt con la cabeza—. A mí tampoco me gustas tú. Sólo era una broma.
Con movimientos pausados se ajustó los broches y las hebillas de su chaqueta que se habían soltado, ordenó los faldones de la ropa, comprobó que no le impedían en ningún lugar la libertad de movimientos. Echó la espada a la espalda, corrigió la situación de la empuñadura sobre el hombro derecho. Se ató la frente con una banda de cuero que le recogía los cabellos hacia atrás, detrás de las orejas. Sacó unos largos guantes de lucha, erizados de cortos y cónicos anillos de plata.