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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La espada encantada (3 page)

BOOK: La espada encantada
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Y entonces había ido a la Ciudad Vieja con tres compañeros del Servicio Espacial. Las comidas de la nave se tornaban monótonas, siempre sabían a máquina, con un fuerte y acre regusto de especias, para ocultar el persistente olor a agua reciclada e hidrocarburos. La comida de la Ciudad Vieja, al menos, era natural, buena carne asada como no había comido desde su última licencia, frutas frescas y fragantes, y él había disfrutado más que con cualquier otra comida que hubiera probado en meses, con ese vino dorado, dulce y claro. Y después, por curiosidad, él y sus compañeros habían paseado por el mercado, comprando recuerdos, palpando telas extrañas de rústicas texturas y pieles suaves, y después él había llegado hasta el puesto de la adivina, y por pura curiosidad se había detenido a escucharla.

—Alguien te espera. Puedo mostrarte el rostro de tu destino, extranjero. ¿Quieres ver el rostro de la que te espera?

En ningún momento se le ocurrió que fuera algo más que una treta para conseguir unas cuantas monedas. Divertido, riéndose, le había entregado a la anciana el dinero que le pedía y la había seguido hacia el interior de un puesto cubierto por una marquesina de lona. Una vez dentro, ella había observado la bola —era curioso que en todos los mundos que había visitado la bola de cristal fuera siempre el instrumento elegido para la videncia— y entonces, sin una palabra, le hizo mirar el interior. Aún riéndose, pero ya algo disgustado, dispuesto a marcharse, Andrew se había inclinado para ver el rostro bonito, el resplandeciente pelo rojo.
Un anzuelo para una prostituta de postín
, pensó cínicamente, y estaba dispuesto a preguntarle a la vieja cuánto cobraba por la muchacha ese día, y si hacía precio especial para los terráqueos. Entonces la muchacha que estaba en la bola de cristal alzó los ojos y cruzó su mirada con la de Andrew, y...

Y ocurrió. No había palabras para explicarlo. Él se quedó allí, agachado e inmóvil sobre la bola de cristal, durante tanto tiempo que su cuello, al que no prestó ninguna atención, sufrió un doloroso calambre.

Era una chica muy joven, y al parecer estaba muy asustada y dolorida. Creyó oír que le llamaba pidiéndole una ayuda que sólo él le podía ofrecer, y que tocaba, deliberadamente, una fibra secreta que sólo los dos conocían. Pero más tarde no pudo comprender qué había sido, sólo que ella lo llamaba, que lo necesitaba con desesperación...

Y entonces el rostro desapareció, y a él le dolía la cabeza. Se aferró al borde de la mesa, temblando, ansioso por volver a invocarla.

—¿Dónde está? ¿Quién es?

Pero la anciana volvió hacia él un rostro ceñudo, vacuo.

—No, no, ¿cómo puedo saber lo que has visto, hombre de otro mundo? Yo no vi nada ni a nadie, y hay otros esperando. Debes irte ahora.

Él salió a trompicones, pálido de desesperación.

Ella me ha llamado. Me necesita. Está aquí...

Y yo parto dentro de seis horas.

No había resultado fácil romper su contrato y quedarse, pero tampoco había sido demasiado difícil. Había mucha demanda para ir al mundo hacia donde se dirigía, y no pasarían siquiera tres días antes de que encontraran un sustituto. Tuvo que aceptar la pérdida de dos grados en el escalafón de antigüedad, pero eso no le importó. Por otra parte, tal como le dijeron en Personal, no era fácil hallar voluntarios para Cottman IV. El clima era malo, casi no había comercio, y aunque la paga era buena, ningún hombre de carrera quería exiliarse allí, en los confines del Imperio, en un planeta que se negaba obstinadamente a relacionarse con ellos, salvo en la concesión del espaciopuerto. Le dejaron elegir entre un puesto en el centro de informática y un destino en Cartografía y Exploración, que era un trabajo de alto riesgo y muy bien remunerado. Por alguna razón, los nativos de este mundo nunca habían trazado mapas, y el Imperio Terrano creía que si les proporcionaban mapas terminados que su tecnología nativa no pudiera o no quisiera lograr, se conseguirían mejoras en las relaciones entre Cottman IV y el Imperio.

Eligió Cartografía y Exploración. Ya sabía —durante la primera semana había visto a todas las muchachas y mujeres del espaciopuerto— que ella no pertenecía a Personal, ni a Medicina, ni a Envíos. Cartografía y Exploración gozaba de ciertas concesiones que les permitía salir de la zona del Imperio, severamente limitada.
En algún sitio, de alguna manera, ella estaba esperando allá afuera...

Se había convertido en una obsesión y él lo sabía, pero de algún modo no podía romper el embrujo, ni siquiera deseaba hacerlo.

Y entonces, la tercera vez que había salido en el avión de Cartografía, se estrellaron... y aquí estaba, tan lejos como siempre de su muchacha soñada. Si es que había existido alguna vez, cosa que dudaba.

Agotado por el largo esfuerzo de memoria, volvió a su refugio a descansar. Al día siguiente tendría tiempo suficiente para elaborar un plan para salir de la cornisa. Comió una ración de emergencia, chupó un poco de hielo y cayó en un sueño inquieto...

Ella estaba allí otra vez, de pie ante él, como si estuviera y a la vez no estuviera dentro del pequeño refugio oscuro, un espectro, un sueño, una flor oscura, una llama en su corazón...

No sé por qué te contacté a ti, extraño. Buscaba a mis parientes, a aquellos que me aman y que podrían ayudarme...

Damisela en apuros
, pensó Andrew,
apuesto a que sí. ¿Qué quieres de mí?

Sólo una mirada dolorida, y una penosa expresión del rostro.

¿Quién eres? No puedo seguir llamándote muchacha fantasma.

Calista.

Ahora estoy seguro de que se está burlando de mí, de que estoy siendo engañado
, se dijo Andrew,
ése es un nombre terráqueo.

No soy una hechicera de la Tierra, mis poderes son de aire y de fuego...

Eso no tenía sentido.

¿Qué quieres de mí?

Ahora, sólo salvar una vida que sin darme cuenta puse en peligro. Y te digo: evita la tierra oscura.

Sin previo aviso, la muchacha se desvaneció de su vista y de su oído y él se quedó solo, parpadeando.

«Calista», por lo que recuerdo
, pensó,
significa simplemente «bella». Tal vez tan sólo sea un símbolo de belleza en mi mente. ¿Pero qué es la tierra oscura? ¿Y cómo puede esa chica ayudarme a salvarme? Oh, tonterías, otra vez estoy pensando en ella como si fuera real.

Enfréntate a ello. Esa mujer no existe, y si vas a salir de aquí, deberás hacerlo por ti mismo.

Y sin embargo, mientras permanecía tendido descansando y haciendo planes, se encontró una vez más tratando de evocar su rostro...

2

La tormenta aún rugía en las cumbres, pero allí, en el valle, reinaba la claridad y el sol bajaba; sólo las espesas nubes con forma de yunque, hacia el oeste, marcaban el lugar donde los picos de las montañas seguían envueltos por la tormenta.

Damon Ridenow cabalgaba con la cabeza baja, protegiéndose del viento que agitaba su capa de viaje, y se sentía como si volara. Como si huyera ante una tormenta en ciernes. Trató de decirse:
El clima se me está metiendo en los huesos, tal vez ya no soy tan joven.
Pero sabía que se trataba de algo más. Era inquietud, algo que se movía y le perturbaba la mente, algo maligno. Algo podrido.

Advirtió que había tratado de mantener la mirada apartada de las bajas colinas arboladas que se erguían al este y, deliberadamente, para acabar con su extraño desasosiego, se obligó a girar sobre su montura y a observar las laderas de arriba abajo.

Las tierras oscuras.

Tonterías, se dijo furioso. Hubo guerra allí, el año pasado, contra el pueblo gato. Algunos resultaron muertos, y a otros los obligaron a alejarse y a establecerse en la tierra de Alton, alrededor de los lagos. El pueblo gato era feroz y cruel, sí, asesinaba y quemaba, atormentaba y daba por muerto todo aquello que no podía asesinar de forma directa. Tal vez lo que sentía era tan sólo el recuerdo de todos los sufrimientos que se habían producido allí durante la guerra.
Mi mente está abierta a las mentes de los que padecieron...

No era mucho peor. Todos esos rumores acerca de las fechorías que había hecho el pueblo gato.

Miró hacia atrás. Su escolta —cuatro espadachines de la Guardia— empezaba a juntarse y murmurar, y él supo que debía ordenar un alto para que los caballos descansaran. Uno de los guardias se adelantó para ponerse a su lado, y Damon contuvo su cabalgadura para poder mirar al hombre.

—Lord Damon —dijo el hombre con adecuada deferencia, aunque se le veía enojado—, ¿por qué cabalgamos como si los enemigos nos pisaran los talones? No he oído hablar de guerra ni de emboscadas.

Damon Ridenow se obligó a aflojar el paso, pero le costó un esfuerzo. Lo que deseaba era espolear al caballo, llegar rápido a la seguridad de Armida, donde les esperaban...

—Creo que sí nos persiguen, Reidel. —Su voz tenía ecos sombríos.

El Guardia paseó su mirada vigilante por todo el horizonte (le habían entrenado para estar atento), pero con declarado escepticismo.

—Lord Damon, ¿en qué matorral se oculta la emboscada?

—De eso sabes tanto como yo —le respondió Damon, con un suspiro.

El hombre parecía obstinado.

—Bien, eres un señor del Comyn, y ése es asunto tuyo. El mío es llevar a cabo tus órdenes. Pero hay un límite para lo que un hombre y un caballo pueden hacer, señor, y si recibimos un ataque con las monturas cansadas y con llagas por haber cabalgado demasiado, no podremos ofrecer resistencia.

—Supongo que tienes razón —aceptó Damon, suspirando—. Ordena un alto, entonces. Al menos aquí, en terreno abierto, hay menos peligro de que nos ataquen.

Estaba acalambrado y agotado, y contento de desmontar, a pesar de que la angustiosa sensación de urgencia lo seguía acosando. Cuando el guardia Reidel le trajo comida, la tomó sin sonreír, y la agradeció distraídamente. El Guardia se demoró junto a él con el privilegio de largos años de trabajo conjunto.

—¿Todavía hueles el peligro detrás de cada árbol, lord Damon?

—Sí, pero no puedo decir por qué —respondió Damon, y volvió a suspirar.

A pie, era de estatura mediana, un hombre delgado y pálido, con el pelo rojo fuego propio de un señor del Comyn de los Siete Dominios; al igual que la mayoría de los suyos, no llevaba más armas que una daga, y debajo de la capa de viaje lucía la ligera túnica habitual en los hombres que pasan mucho tiempo encerrados, la vestimenta de un erudito. El Guardia lo miraba solícito.

—No estás acostumbrado a cabalgatas tan largas, señor, ni tan apresuradas. ¿Había realmente necesidad de un viaje tan precipitado?

—No lo sé —contestó con suavidad el señor del Comyn—. Pero mi pariente de Armida me envió un mensaje, un mensaje secreto, en el que me pedía que acudiera a toda velocidad, y ella no es de esa clase de mujeres que se asustan de una sombra ni se pasa la noche despierta temiendo que entren bandidos en el patio cuando los hombres de la casa no están. Un llamamiento urgente de la dama Ellemir no es algo que se pueda tomar a la ligera, de modo que vine de inmediato, tal como era mi obligación. Puede tratarse de algún problema de familia, alguna enfermedad en la casa; pero en cualquier caso, es un asunto grave, de no ser así ella misma podría enfrentarlo.

El Guardia asintió lentamente.

—He oído decir que la dama es valerosa y con recursos. Tengo un hermano que pertenece al personal de su casa. ¿Puedo explicar todo esto a mis hombres, señor? Tal vez refunfuñen menos si se enteran de que hay problemas graves y que no se trata de un capricho tuyo.

—Puedes decírselo, no es ningún secreto —aceptó Damon—. Yo mismo lo hubiera hecho, si se me hubiera ocurrido.

Reidel esbozó una sonrisa.

—Ya sé que no eres un gran caudillo de hombres —replicó—. Pero ninguno de nosotros ha oído rumores, y a nadie le gusta cabalgar por esta zona si no hay una gran necesidad.

—¿Sin gran necesidad, Reidel? ¿Qué quieres decir?

Ahora que había formulado una pregunta directa, el hombre se sintió incómodo.

—Peligro —contestó al fin—, y mala suerte. Acecha tras la sombra. Ahora la llaman la tierra oscura, y ningún hombre viajará o cabalgará por ella de grado, y sólo si cuenta con buena protección.

—Tonterías.

—Puedes reírte, señor, los Comyn están bajo la protección de los Grandes Dioses.

Damon suspiró.

—Nunca pensé que fueras tan supersticioso, Reidel. Has sido guardia durante veinte años, estuviste al servicio de mi padre. ¿Todavía crees que los Comyn somos diferentes de los otros hombres?

—Son más afortunados —alegó Reidel, apretando los dientes—, pero ahora, cuando los hombres cabalgan por las tierras oscuras, no vuelven más o vuelven locos. No, señor, no te rías de mí, le ocurrió al hermano de mi madre hace dos lunas. Cabalgó a las tierras oscuras para visitar a una doncella a quien deseaba convertir en su segunda esposa, ya que había pagado por ella cuando sólo tenía nueve años. No regresó en la fecha prevista, y cuando me dijeron que había entrado para siempre en la sombra, yo también me reí y dije que sin duda se había demorado para irse a la cama con la joven y dejarla embarazada. Entonces, señor, una noche, más de diez días después de la fecha en que le esperábamos, llegó a la sala de Guardias de Serré, ya entrada la noche. No soy hombre fantasioso, señor, pero su rostro, su rostro... —Abandonó la lucha para encontrar palabras—. Parecía haber mirado directamente al séptimo infierno de Zandru. Y no decía nada que tuviera sentido, señor. Deliraba hablando de grandes fuegos, y de la muerte en los vientos, y de muchachas que se prendían a su alma como gatas-brujas, y aunque lo enviaron a la hechicera, antes de que ella pudiera sanarle la mente, murió en medio del delirio.

—Alguna enfermedad de las montañas y las colinas —opinó Damon, pero Reidel sacudió la cabeza.

—Como tú mismo me has recordado, señor, he sido guardia en estas montañas durante veinte años, y mi tío durante cuarenta. Conozco las enfermedades que afectan a los hombres, y ésta no era ninguna de ellas. Tampoco conozco ninguna enfermedad que ataque a un hombre en una sola dirección. Yo mismo me adentré un poco en las tierras oscuras, señor, y vi con mis propios ojos los jardines marchitos y los huertos descuidados, y la gente que vive allí ahora. Lo cierto es que se alimentan de comida de brujas, señor.

Damon volvió a interrumpirle.

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