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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La espada encantada (2 page)

BOOK: La espada encantada
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Con un último y desesperado esfuerzo, se debatió tratando de liberar el tobillo, que como la pata de un animal en un cepo había quedado atrapado con el metal retorcido. Esta vez sintió que el metal cedía un poco, aunque el terrible dolor aumentó. Arrancándose la piel, tironeó de su pie atrapado en la oscuridad. Ahora podía moverse lo suficiente como para movilizar la pierna con las manos. La ropa y la piel desgarradas estaban resbaladizas debido a la sangre, que ya empezaba a coagularse por el frío. Cuando tocó el metal retorcido, sus manos desnudas ardieron como si hubiera tocado fuego, pero pudo tirar hacia arriba de la pierna herida, evitando así los más afilados dientes del metal. Ahora, con un suspiro en el que se mezclaban el dolor y el alivio, liberó el pie: cubierto de sangre, con la bota y la ropa desgarradas, pero libre, ya no estaba atrapado. Se debatió hasta ponerse en pie, pero sólo para volver a caer de rodillas al abatirlo una ráfaga del helado viento cargado de aguanieve que se abatía sobre la cornisa.

Gateando para presentar menos resistencia al viento, se deslizó hasta el interior de la cabina, que se balanceaba peligrosamente ante los embates del viento, y al momento descartó cualquier idea de refugiarse allí. Si el viento se hacía más intenso, el condenado aparato saldría disparado al menos a trescientos metros de distancia, hacia el invisible valle que yacía abajo. Una parte, pensó, ya había desaparecido con la caída. Pero al hallarse aún con vida, debía asegurarse de que no había ningún otro sobreviviente.

Stanforth, por supuesto, estaba muerto. Sin duda, debía de haber muerto con el primer golpe: nadie podía sobrevivir con ese enorme agujero en la cabeza. Andrew cerró los ojos para protegerse del espantoso espectáculo del cerebro helado que se desparramaba sobre aquel rostro. Los dos cartógrafos —uno se llamaba Mattingly, jamás había sabido el nombre del otro— yacían exánimes y retorcidos sobre el piso y cuando gateó con cautela sobre la cabina, que estaba en peligroso equilibrio, para averiguar si alguno de ellos alentaba una chispa de vida, sólo encontró sus cuerpos ya helados y rígidos. No había ni rastro del piloto. Debía de haber caído con el morro del avión en ese horrible abismo de abajo.

De modo que estaba solo. Con cautela, Andrew retrocedió para salir de la cabina; después, recuperando el buen sentido, volvió a entrar. Había comida en el avión —no mucha, las raciones de un día, almuerzos, los caramelos y dulces de Mattingly, con los que había invitado generosamente a la tripulación y que todos habían rechazado entre risas, las raciones de emergencia en un panel detrás de la puerta—. Lo sacó todo y, temblando de terror, se dispuso a quitar el enorme abrigo de Mattingly de su cadáver ya rígido. Le descompuso el estómago —
¡robar a los muertos!
— pero el abrigo de Mattingly, una pesada y costosa prenda de piel, ya no sería de ninguna utilidad para su dueño, y para el mismo Andrew podía significar la diferencia entre la vida y la muerte en la terrible noche que se avecinaba.

Cuando salió por última vez de la cabina, que se balanceaba horriblemente, estaba tembloroso y mareado, y su pierna herida, de la que había desaparecido la piadosa insensibilidad, empezaba a dolerle de manera lacerante. Con cuidado retrocedió hacia la pared interna de la cornisa, apilando sus provisiones conseguidas con tanto esfuerzo contra la roca.

Se le ocurrió que debería entrar al aeroplano por última vez. Stanforth, Mattingly y el otro hombre llevaban identificación, los discos metálicos del Servicio del Imperio Terrano. Si vivía, si regresaba alguna vez al puerto, esos discos serían una prueba de las muertes y significarían algo para sus parientes. Con cansancio, volvió a arrastrarse hacia el interior.

Y allí estaba ella otra vez, el fantasma, la muchacha, el espectro que lo había atraído hasta aquí, pálida de terror, interponiéndose directamente en su camino. Su boca parecía distorsionada por un grito.

—¡No! ¡No!

Casi sin querer, él retrocedió. Sabía que ella no estaba allí, que sólo había aire, pero retrocedió y su pie herido cedió. Cayó contra el acantilado de roca y justo en aquel momento una ráfaga de viento lo azotó, aullando como un alma condenada. La muchacha había desaparecido, no se la veía por ninguna parte, pero antes de que Andrew consiguiera incorporarse, una ráfaga de viento helado cayó sobre la cornisa y provocó un gran estruendo. Con un crepitante restallido final, la cabina del avión siniestrado finalmente perdió el equilibrio, se balanceó, se deslizó por la roca y se estrelló contra el abismo. Hubo un gran rugido, como el de una avalancha, como el del fin del mundo. Andrew se aferró, jadeante, a la ladera del acantilado, con los congelados dedos aferrados a la roca.

Después, el trueno perdió intensidad, y sólo se oyó el suave rugir de la tormenta y de la nieve al caer. Andrew se arropó con el abrigo de Mattingly, esperando a que su corazón volviera a latir con normalidad.

La muchacha lo había salvado de nuevo. Había impedido que volviera a la cabina por última vez.

Tonterías
, pensó.
De forma inconsciente debo de haber sabido lo que iba a ocurrir.

Reservó la idea para reflexionar sobre ella después. Ahora acababa de escapar de la muerte gracias a una serie de milagros, pero aún estaba muy lejos de estar a salvo.

Si el viento podía despeñar los restos del aeroplano desde la cornisa, también podía empujarlo a él, razonó. Tenía que buscar algún lugar más seguro para descansar, algún refugio.

Con mucho cuidado, aferrándose a la parte interna de la cornisa, se deslizó junto al muro. A tres metros de distancia hacia un lado, el saliente se estrechaba hasta desaparecer en una oscura pendiente de roca, resbaladiza por la nieve. Dolorosamente, con el pie desgarrado, volvió sobre sus pasos. La oscuridad parecía cerrarse, mientras el aguanieve se convertía en nieve blanca y espesa. Dolorido y cansado, Andrew deseaba acostarse, envuelto en el abrigo de piel, para dormir allí. Pero dormir significaba la muerte, sus huesos lo sabían, y se resistió a la tentación, arrastrándose por la cornisa en dirección opuesta. Tuvo que evitar los fragmentos de metal que lo habían atrapado. Se dio un golpe en la pierna buena contra una roca oculta, y gimió de dolor.

Pero por fin consiguió recorrer toda la extensión de la cornisa, y en el extremo descubrió que se ensanchaba, ascendiendo suavemente hasta un espacio plano en el que crecían espesos matorrales, cuyas raíces se hundían en la ladera. Mirando hacia arriba en la espesa oscuridad, Andrew asintió. El follaje apretado y apiñado resistiría el viento, evidentemente había sobrevivido allí durante años. Cualquier cosa capaz de crecer en ese paraje tenía que ser capaz de resistir el viento, la tormenta, la tempestad, la cellisca. Si su pie herido le permitiera izarse hasta allí...

No fue fácil, cargado como iba con el abrigo y las provisiones, con el pie herido y sangrante, pero antes de que la oscuridad cayera por completo, había logrado izarse con los suministros de provisiones, gateando sobre ambas manos y una rodilla hasta llegar debajo de los árboles, donde se tendió, protegido. Al menos aquí el enloquecido viento soplaba con algo menos de violencia, ya que los matorrales lo frenaban. El equipo de emergencia contaba con una pequeña linterna con baterías; a su pálido resplandor encontró comida concentrada, una delgada manta de las del «espacio», que aislaría el calor de su cuerpo, y tabletas de combustible.

Colocó la manta y el abrigo formando una especie de tienda de campaña, usando para ello las ramas más gruesas. Se tendió en el diminuto refugio formado por las raíces y las ramas, donde sólo ocasionalmente le llegaba el rocío de la nieve. Ahora sólo deseaba acostarse y yacer inmóvil, pero antes de perder sus últimas fuerzas, se cortó la helada pernera del pantalón y los remanentes de la bota para observarse la herida del pie. Le dolía más de lo que hubiera podido imaginar. Logró rociarla con el antiséptico del botiquín de emergencia y la vendó apretadamente, aunque aulló como un animal salvaje. Por fin se tendió, absolutamente exhausto, en su refugio, chupando uno de los caramelos de Mattingly. Se obligó a masticarlo, sabiendo que el azúcar proporcionaría calor a su cuerpo aterido, pero en el momento mismo de tragar, cayó en un sueño de agotamiento, muy parecido a la muerte.

Durante largo tiempo, su sueño fue el de un muerto, oscuro y sin sueños, una total anulación de la mente y de la voluntad. Y después, también durante mucho tiempo, fue apenas consciente del dolor y de la fiebre, del rugido de la tormenta en el exterior. Cuando amainó, todavía febril, se despenó acuciado por la sed y se arrastró al exterior, para quebrar los carámbanos que se habían formado sobre el borde de su refugio y chuparlos. Luego se apartó tambaleante a fin de saciar las necesidades de su cuerpo. Después volvió a la tranquilidad de su refugio a comer un poco más de comida, y volvió a caer en un profundo sueño saturado de dolor.

Cuando volvió a despertarse, era de mañana, y tenía la mente clara. Vio la luz y oyó tan sólo el leve murmullo del viento en las alturas. La tormenta había amainado, el pie todavía le dolía, pero podía soportarlo. Cuando se sentó para cambiarse las vendas, vio que la herida estaba limpia y no se había infectado. Por encima de su cabeza, el gran sol color rojo sangre de Cottman IV aparecía bajo en el cielo, y lentamente trepaba a las cumbres. Se arrastró hasta el borde y atisbo hacia abajo, hacia el valle, que se extendía envuelto por la bruma. Era un país salvaje y solitario, que no parecía hollado por pies humanos.

Y sin embargo, era un mundo habitado, un mundo poblado por humanos que eran, según le habían informado, idénticos a los de la Tierra. De alguna manera había sobrevivido al accidente que había acabado con el avión de Cartografía y Exploración; tenía que haber alguna posibilidad de regresar otra vez al espacio-puerto. Tal vez los nativos fueran amistosos y le ayudaran, aunque debía admitir que eso no le parecía demasiado probable.

Sin embargo, mientras quedaba vida, había esperanza... y todavía estaba con vida. Muchos hombres se habían perdido antes, así, en áreas salvajes e inexploradas de mundos extraños, y habían aparecido sanos y salvos, habían vivido para contarlo a la Central del Imperio, en la Tierra. De modo que su primera tarea era lograr que su pierna volviera a estar en condiciones para caminar, y en segundo lugar, salir de estas montañas. Las
Hellers
. Era un buen nombre para ellas.
[1]
Resultaban infernales. Vientos cruzados, ráfagas ascendentes, ráfagas descendentes, tormentas que aparecían de la nada... no se había inventado el avión que pudiera volar allí sin sufrir daño. Se preguntó cómo se las arreglarían los nativos. Muías de carga o algún otro equivalente local, pensó. De todos modos, tenía que haber pasos, caminos, sendas.

A medida que el sol fue subiendo, las brumas se aclararon y pudo divisar los valles que se extendían más abajo. La mayoría de las laderas estaba colmada de árboles, pero más abajo, en el valle, corría un río, atravesado por una franja oscura que sólo podía ser un puente. De modo que, después de todo, no se hallaba en una zona deshabitada por completo. Había zonas que bien podían ser terrenos sembrados, campos cuadrados, jardines, una campiña grata y pacífica, donde el humo se elevaba desde las chimeneas de las casas... pero todo eso quedaba muy lejos; y entre las tierras cultivadas y el acantilado donde se hallaba Andrew se extendían grandes distancias de abismos, montañas y desfiladeros.

De alguna manera, sin embargo, conseguiría llegar hasta allí abajo, y luego al espaciopuerto. Y después, maldita sea, se iría de este planeta horrible y poco hospitalario en donde nunca debió haber aterrizado, o que en el peor de los casos, tenía que haber abandonado en cuarenta y ocho horas. Bien, se iría ahora.

¿Y qué pasaba con la muchacha?

Maldita muchacha. No era real. Era un sueño provocado por la fiebre, un espectro, un símbolo de su propia soledad...

Solitario. Siempre he estado solo, en una docena de mundos.

Probablemente todos los hombres solitarios sueñan con llegar alguna vez a un mundo donde alguien los esté esperando, alguien que les tienda la mano y que apele a una fibra interior, diciendo «Estoy aquí. Estamos juntos...».

Había tenido mujeres, por supuesto. Mujeres en cada puerto — ¿cómo era el viejo dicho, que empezó con los marineros y se aplicó luego a los astronautas, acerca de una mujer en cada puerto?—. Y sabía que había hombres que consideraban envidiable esta situación, él era consciente de ello. Pero ninguna de ellas había sido la mujer ideal, y en el fondo él estaba de acuerdo con todo lo que le habían dicho en la División Psic. Seguramente ellos sabían lo que tenían entre manos. Buscas la perfección en una mujer para protegerte de alguna relación verdadera. Te refugias en fantasías para evitar las duras realidades de la vida. Y cosas por el estilo. Algunos incluso llegaron a decirle que de forma inconsciente era homosexual y que las relaciones sexuales habituales le resultaban insatisfactorias porque en realidad no deseaba en absoluto a las mujeres, pero que su conciencia no podía admitirlo. Lo había escuchado cientos de veces, y no obstante el sueño persistía.

No simplemente una mujer para la cama, sino para su alma y para la hambrienta soledad de su corazón...

Quizá la vieja adivina de la Ciudad Vieja había especulado con eso. Tal vez había tantos hombres que compartían ese sueño que ella se lo entregaba a todos, del mismo modo que los psicólogos charlatanes de la Tierra les predecían a las adolescentes románticas que seguramente se encontrarían alguna vez con el desconocido alto y moreno que esperaban.

Era una muchacha real. La vi y ella... ella me llamó.

Está bien. Piénsalo ahora. Acláralo todo...

Había venido a Cottman IV de camino a un nuevo destino, se trataba de un simple puerto de paso, uno entre una lista de mundos donde se cruzaban las rutas y se cambiaba de dirección dentro de la gran red del Imperio Terrano. El espaciopuerto era grande, al igual que la Ciudad Comercial que lo rodeaba, para abastecer al personal del espaciopuerto. Pero no era un mundo perteneciente al Imperio, con comercio, viajes, rutas establecidas. Sabía que era un mundo habitado, pero los terráqueos no tenían acceso a una gran parte de él. Ni siquiera sabía cómo lo llamaban los nativos. El nombre que aparecía en los mapas del Imperio era suficiente para él, Cottman IV. No había pretendido quedarse más de cuarenta y ocho horas, lo suficiente para arreglar el traslado hasta su destino final.

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