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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Ciencia ficción, Fantasía

La espada encantada (4 page)

BOOK: La espada encantada
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—¿Comida de brujas? Las brujas no existen, Reidel.

—Llámalo como quieras, pero esa comida no viene de un grano, ni de una raíz, ni de una fruta, ni de un árbol, señor, ni tampoco es carne de ningún ser vivo. No tocaría un solo grano de eso, y creo que por eso logré volver sin daño. Vi cómo aparecía de la nada.

—Los que tienen los recursos pueden preparar comida a partir de substancias que parecen incomestibles, Reidel, y son alimentos sanos. Un técnico de matrices... ¿cómo puedo explicarte esto? Desarma la materia química que no puede comerse, y cambia su estructura de modo que pueda digerirse y sea nutritiva. No basta para mantener con vida a un hombre durante muchos meses, pero sí sirve para un lapso más breve, en caso de urgencia. Hasta yo mismo puedo hacerlo, y no hay en ello ninguna brujería.

Reidel frunció el ceño.

—Brujería de tu piedra estelar...

—¡Brujería! ¡Un rábano! —exclamó Damon, malhumorado—. Una habilidad.

—Entonces, ¿por qué sólo los Comyn pueden hacerlo?

Damon exhaló un suspiro.

—Yo no puedo tocar el laúd; ni mis dedos ni mis oídos tienen el talento natural ni el entrenamiento necesarios. Pero tú, Reidel, naciste con ese don, y te entrenaste durante la infancia, así que puedes hacer música cuando se te antoja. Lo mismo ocurre con esto. Los Comyn nacen con ese talento, como otros nacen con talento para la música, y en la niñez nos entrenan para cambiar la estructura de la materia con la ayuda de estas piedras matrices. Yo sólo puedo conseguir algunos pequeños logros; otros, bien entrenados, son más poderosos. Tal vez alguien ha estado experimentando con ese tipo de comida falsa en esas tierras, y al no conocer demasiado bien su habilidad, ha fabricado veneno, un veneno que hace que los hombres pierdan el juicio. Pero ése es un asunto para una de las Celadoras. ¿Por qué nadie ha ido a planteárselo?

—Exprésalo como quieras —gruñó el Guardia, pero su rostro obstinado y tenso decía mucho más—. Las tierras oscuras están bajo algún maleficio, y los hombres de buena voluntad deberían evitarlas. Y ahora, si te parece, señor, deberíamos volver a montar si queremos llegar a Armida antes de que caiga la noche, pues a pesar de que nos mantengamos lejos de las tierras oscuras, éste no es un camino fácil para cabalgar de noche.

—Tienes razón —observó Damon, y montó, esperando a que su escolta volviera a reunirse. Tenía mucho en qué pensar. Desde luego, había oído rumores acerca de las tierras que limitaban con el pueblo gato, pero hasta ahora nada como esto. ¿Sería todo una superstición, rumores basados en las habladurías de los ignorantes? No, Reidel no era un hombre fantasioso, ni tampoco lo era su tío, un soldado veterano y endurecido, no era la clase de hombre que puede ser presa de sombras vagas. Algo muy tangible lo había matado, y Damon podía estar seguro de que ese viejo había ofrecido mucha resistencia al asesino.

Habían llegado a la cumbre de la montaña, y Damon miró hacia el valle de abajo, en busca de algún indicio de emboscada, porque la sensación de que le vigilaban o perseguían se había convertido ya en obsesión. Éste sería un buen lugar para sorprenderlos, mientras descendían por la ladera.

Pero el camino y el valle se extendían libres delante de ellos bajo la tenue luz, y él frunció el ceño, tratando de relajar sus tensos músculos a fuerza de voluntad.

Estás llegando a un punto en que te alarman las sombras. No podrás hacer gran cosa por Ellemir si no te tranquilizas.

Dirigió la mano enguantada hasta la cadena que le rodeaba el cuello; allí, envuelta en seda dentro de una bolsita de cuero, sintió la forma dura, la curiosa calidez de su matriz. Entregada a él en cuanto logró dominar el uso, la «piedra estelar» de la que Reidel había hablado estaba sintonizada con su mente de una manera que tan sólo los nacidos en Darkover (y además telépatas del Comyn) podían comprender. Un largo entrenamiento le había enseñado a amplificar las fuerzas magnéticas de su cerebro a través de la curiosa estructura cristalina de la piedra; y ahora el sólo hecho de tocarla calmó su mente. Era la larga disciplina del telépata entrenado.

Razón
, se dijo,
todo en orden.
A medida que disminuía la inquietud, sintió el pulso tranquilo y una lenta euforia, lo que significaba que su cerebro había empezado a funcionar a un ritmo que los Comyn denominaban básico o «de descanso». Desde esta situación de calma, por encima de sí mismo, examinó sus propios temores y los de Reidel. Era algo que debía examinar, sí, pero no para cavilar sobre esos cuentos confusos. Era más bien algo que debía dejarse de lado para pensar, y que luego tenía que investigar con cuidado a partir de hechos y no de temores, de realidades y no de habladurías.

Un terrible grito le desgarró la mente, haciendo pedazos su calma artificial como haría una piedra arrojada contra un cristal. Fue un golpe doloroso e intenso, y también él gritó cuando su mente recibió el impacto del miedo y de la agonía, un segundo antes de escuchar un ronco aullido, un espantoso aullido, ese que sólo brota de labios agonizantes. Su caballo se encabritó; mientras con la mano seguía aferrando el cristal que le pendía del cuello, tiró desesperadamente de las riendas en un intento de controlar al enardecido caballo. El animal se quedó inmóvil, tembloroso y con las patas rígidas, mientras Damon contemplaba atónito cómo Reidel caía lentamente al suelo, inerme e inconfundiblemente muerto, con un gran tajo en la garganta, de donde fluía la sangre como de una fuente carmesí.
¡Y no había nadie cerca de él!
Una espada salida de ninguna parte, una invisible garra de acero que había segado la garganta de un hombre vivo.

—¡Aldones! ¡Que el Señor de la Luz nos proteja! —murmuró Damon para sí, aferrando la empuñadura de su daga y luchando por controlarse. Los otros guardias se rebelaban, y con las espadas describían grandes arcos centelleantes en el aire.

Damon aferró el cristal con fuerza, librando una silenciosa batalla para dominar esa ilusión...
¡por fuerza tenía que ser una ilusión!
Lentamente, como a través de un espeso velo, vio formas, sombras extrañas y apenas humanas. La luz parecía brillar
a través
de ellas, y enfocó los ojos en un esforzado intento de impedir que las formas desaparecieran.

¡Y él estaba desarmado!
En cualquier caso, no era un gran espadachín...

Asió las riendas del caballo, luchando contra el impulso de lanzarse contra los invisibles oponentes. Una roja furia le corría por las venas, pero una fría oleada de razón le hizo observar, remotamente, que estaba desarmado, que sólo lograría morir con sus hombres, y que ahora era más importante cumplir con su deber hacia su pariente. ¿Tal vez la casa de ella estaría sitiada por esos terrores invisibles? ¿Acaso esos terrores acechaban para impedir que alguien llegara en ayuda de Ellemir?

Sus hombres luchaban con furia contra los atacantes invisibles; Damon, aferrando su matriz, espoleó su cabalgadura y los esquivó, alejándose de los agresores al galope. Tenía un nudo en la garganta. Por lo que sabía, en cualquier momento alguna hoja invisible podía salir de la nada y rebanarle la cabeza. A sus espaldas, los roncos alaridos de sus hombres eran como un cuchillo que le atravesaba el corazón, la conciencia. Cabalgó con la cabeza gacha y envuelto en la capa, como si los demonios lo persiguieran, y no aminoró la marcha hasta que se detuvo (con el caballo temblando cubierto de sudor), su propia respiración convertida en un jadeo, en la ladera siguiente, a dos o tres millas de la emboscada, ante las altas puertas de Armida.

Ya desmontado, extrajo el cristal de la bolsa de cuero y del envoltorio de seda.
De haberla descubierto podría habernos salvado a todos
, pensó, observando con desesperación la piedra azul con los extraños y móviles centelleos de fuego en el interior. Con su poder telepático entrenado, enormemente amplificado por las resonancias de los campos magnéticos de la matriz, hubiera podido dominar la ilusión; sus hombres hubieran tenido que luchar, pero libres de ilusiones, contra enemigos que hubieran podido ver y en una lucha abierta. Agachó la cabeza. Una matriz nunca se llevaba descubierta; sus vibraciones y resonancias debían aislarse de cuanto las rodeaba. Y en el tiempo que hubiera tardado en librarla de sus capas protectoras, sus hombres ya habrían muerto de todos modos, y él junto con ellos.

Suspirando, y envolviendo una vez más el cristal en la seda, palmeó el flanco de su caballo exhausto y, sin montar para evitarle un mayor esfuerzo a la temblorosa bestia, lo llevó de la brida, trepando lentamente por la subida que conducía a las puertas. Al parecer, Armida no estaba sitiada. El patio estaba en calma y desnudo bajo el sol agonizante, y la niebla nocturna empezaba a deslizarse de las montañas que lo circundaban. Aparecieron unos criados para hacerse cargo de su caballo, y se mostraron alarmados ante el estado de la bestia.

—¿Te persiguieron, lord Damon? ¿Dónde está tu escolta?

Él sacudió lentamente la cabeza, intentando no responder.

—Más tarde, más tarde. Encárgate de mi caballo, y no dejes que beba hasta que se haya enfriado; ha galopado demasiado. Llama a la dama Ellemir y dile que ya he llegado.

Si esta misión no es de suma importancia
, se dijo sombríamente,
discutiré con ella. Cuatro de mis más fieles hombres han muerto, y de manera horrible. Sin embargo, no está sitiada ni en problemas graves.

Entonces advirtió el sombrío silencio que se cernía sobre el patio. Había manchas de sangre sobre las piedras. Le invadió una extraña inquietud, un insano desasosiego, una sensación mental, percibida como algo que no pertenecía en absoluto a este nivel del mundo.

Alzó la vista para mirar a Ellemir Lanart, de pie ante él.

—Pariente —dijo ella a media voz—. Oí algo... no lo suficiente para estar segura. Creí que también tú... —Se le quebró la voz, y se arrojó en sus brazos—. ¡Damon! ¡Damon! ¡Creí que también tú habías muerto!

Damon Ridenow sostuvo con suavidad a la joven, acariciando los temblorosos hombros. Por un momento, el brillante pelo de ella le cubrió el pecho, luego ella suspiró luchando por recobrar el control, y levantó la cabeza. Era muy alta y esbelta, y el pelo rojo fuego la proclamaba como miembro de la casta telepática de Damon; tenía rasgos delicados y brillantes ojos azules.

—Ellemir, ¿qué ha ocurrido aquí? —Preguntó Damon con creciente angustia—. ¿Estás sufriendo un ataque? ¿Se ha producido una incursión?

Ella bajó la cabeza.

—No lo sé. Sólo sé que Calista ha desaparecido.

—¿Desaparecido? En nombre de Dios, ¿qué quieres decir? ¿La han raptado los bandidos? ¿Ha huido? ¿Se fugó? —Incluso mientras hablaba, él sabía que todo aquello era imposible; la hermana gemela de Ellemir, Calista, era Celadora, una de esas mujeres entrenadas para manejar todo el poder de un círculo de telépatas expertos; hacían votos de virginidad y estaban rodeadas de tanto respeto y veneración que ningún hombre de Darkover se atrevería a poner los ojos en ellas—. ¡Ellemir, dímelo! Pensé que Calista estaba segura en la torre de Arilinn. ¿Dónde? ¿Cómo?

Ellemir luchaba por dominarse.

—No podemos hablar aquí en el patio —dijo, alejándose de él y recobrando el control.

Por un momento Damon lamentó su reacción; la cabeza de ella sobre su hombro parecía haber estado allí siempre. Se dijo con incredulidad que no eran el momento ni el lugar adecuados para estas ideas, y se resistió al impulso de volver a rozar levemente la mano de la joven. La siguió a paso lento hasta el gran vestíbulo, pero la muchacha apenas si había entrado cuando se volvió hacia él.

—Ella estaba aquí de visita —explicó con voz temblorosa—. La dama Leonie quería dejar su puesto como Celadora y regresar a su hogar en Valeron. Calista iba a sustituirla en la torre, pero primero vino a hacerme una visita. Quería persuadirme de que fuera con ella a Arilinn para que la acompañara y no viviera tan sola. En cualquier caso, al menos quería verme una temporada antes de aislarse para constituir el Círculo de la Torre. Todo anduvo bien, aunque ella parecía inquieta. No soy telépata entrenada, Damon, pero Calista y yo somos gemelas, y nuestras mentes se tocan un poco, lo queramos o no. De modo que percibí su inquietud, pero ella por toda explicación me contó que tenía pesadillas con gatas-brujas, jardines marchitos y flores secas. Y entonces un día... —El rostro de Ellemir palideció y, casi sin saber lo que hacía, tomó la mano de Damon, asiéndola desesperadamente como si deseara que él llevara todo aquel peso—. Me desperté al oír su grito, pero nadie más oyó ni un sonido, ni siquiera un susurro. Cuatro de nuestros servidores yacían muertos en el patio, y entre ellos... entre ellos se encontraba nuestra nodriza, Bethiah. Había amamantado a Calista cuando era un bebé, dormía en un jergón a sus pies, y estaba allí con los ojos... los ojos arrancados de las órbitas, todavía con vida. —Ellemir hablaba entre sollozos—. ¡Y Calista había desaparecido! ¡Se había esfumado y yo no podía llegar a ella... ni siquiera con la mente! Mi gemela, y había desaparecido como si Avarra se la hubiera llevado, viva, al otro mundo.

Damon, con un gran esfuerzo, logró que su voz sonara firme.

—¿Crees que está muerta, Ellemir?

Ellemir lo miró con sus grandes ojos azules.

—No. No la sentí morir; y mi gemela no podría dejar la vida sin que yo compartiera su viaje. Cuando nuestro hermano Coryn murió al caer desde un nido, mientras buscaba halcones, tanto Calista como yo sentimos cómo pasaba de la vida a la muerte, y Calista es mi gemela. Está viva. —La voz de Ellemir se quebró y rompió a llorar desconsoladamente—. ¿Pero dónde? ¿Dónde? ¡Ha desaparecido, ha desaparecido como si jamás hubiera existido! Y desde entonces sólo hay sombras, sombras. Damon, Damon, ¿qué voy a hacer?

3

Nunca hubiera creído que bajar por la montaña resultara tan difícil.

Durante todo el día, Andrew Carr se había tambaleado, tropezado y deslizado alrededor de las puntiagudas rocas de la ladera. Había atisbado al fondo del abismo increíblemente profundo donde se habían estrellado los restos de la nave de exploración, y había abandonado cualquier esperanza de rescatar comida, ropas o los discos de identificación de sus compañeros. Ahora, a medida que caía la noche y una leve nevada empezaba a cubrir las laderas, se arropó con el grueso abrigo de piel y engulló los últimos caramelos que le quedaban. Oteó el horizonte en busca de luces o de otras señales de vida. Tenía que haber algo. Éste era un planeta densamente habitado. Pero aquí, en las montañas, podía haber kilómetros o incluso cientos de kilómetros entre las áreas habitadas. Distinguió en el horizonte unos pálidos resplandores, un grupo de luces apiñadas que podía pertenecer a una aldea o una ciudad. De modo que su problema consistía en llegar hasta allí. Pero eso requeriría bastante esfuerzo. No sabía nada —en realidad menos que nada— de técnicas de supervivencia. Por fin, al recordar algo que había leído, se enterró en una pila de hojas muertas, cubriéndose la cabeza con el cuello del abrigo de piel. Tenía frío, y descubrió que sus pensamientos se demoraban amorosamente en la comida, en platos llenos y humeantes, pero por fin se durmió. Descansó de manera superficial, despertándose casi cada hora debido a los escalofríos para enterrarse más profundamente en la pila de hojas, pero durmió. En sus confusos sueños, no le visitó el rostro espectral de la muchacha que identificaba como una visión.

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