Read La estatua de piedra Online
Authors: Louise Cooper
—Es verdad. El hombre ha llegado hace relativamente poco a estos parajes; antes hubo otros, un pueblo más antiguo; seres cuyas vidas no duraban décadas, sino siglos. Se nos parecían un poco, pero sólo un poco, porque eran criaturas elementales. A su manera eran mortales, pero tenían en sus almas algo de bestias, algo de pájaros y también un poco de otra cosa a la que no podríamos dar un nombre. Cuando el hombre vio a estas criaturas, las denominó duendes, pero se equivocó, del mismo modo que se equivocó al creer que eran malvadas por naturaleza. No eran malvadas, sólo diferentes. —El anciano los contempló durante un instante muy largo—. ¿Mataríais una araña, que no os hace daño, sólo porque tiene ocho piernas y vosotros tenéis dos? ¿O al gato que no deja acercar a los ratones a vuestra puerta —preguntó el anciano, viendo que la chica se sobresaltaba al mencionar a las arañas y suponiendo, con razón, que les tenía miedo—, sólo porque tiene bigotes y cola y vosotros no? No, ya veo que vosotros no haríais algo tan cruel, porque aceptáis a los animales tal como son. Y si vuestros antepasados hubieran aceptado a esa antigua raza de criaturas tal como eran, posiblemente esta leyenda no habría existido. Pero no fue así, y por eso vosotros estáis hoy sentados al sol, cientos de años después, y yo tengo una historia para contar, una historia que, de otra manera, no habría acontecido.
La expresión de la muchacha era, ahora, calmada, casi seria. Escuchaba atentamente. El joven también estaba pensativo; de repente cogió el saco que llevaba al hombro y extrajo primero una bota de cuero y luego un bulto cubierto por un limpio paño.
—Abuelo —dijo—, aquí tenemos provisiones y cerveza. —El joven desenvolvió el bulto y mostró un trozo de queso y una hogaza de pan aún tibia. El aroma hizo que la boca del anciano se le hiciera agua—. ¿Querrá compartir esto con nosotros mientras nos cuenta la historia?
—¿Una ofrenda? Estoy conmovido por tu amabilidad, jovencito, y te doy las gracias. Sí. —El anciano tendió la mano para coger la cerveza y abrió el botijo—. Sí. Comeré y beberé con vosotros de muy buena gana. Dadme un trozo de ese pan tan bueno y una rodaja de queso. Y ahora oiréis la verdadera historia de esta gruta. La historia de Ghysla...
Una tormenta comenzaba a arreciar sobre el mar y devoraba la colorida puesta de sol cuando el eje de la primera carreta se partió en dos. El grupo, constituido por ocho jinetes y dos carros, hizo un caótico alto en el camino. Se oyeron voces irritadas en el puerto de montaña cuando los hombres se reunieron alrededor del vehículo averiado para decidir qué hacían.
En esa época del año la noche caía deprisa, y las oscuras nubes que se amontonaban en el oeste convertían la media luz del atardecer en una penumbra sombría, poco natural. Algunos de los miembros más nerviosos del grupo lanzaban miradas esporádicas a las amenazadoras cumbres gemelas de Kelda's Horns, y hacían la señal de la cruz en el aire o tocaban los talismanes que llevaban colgados del cuello. En esta tierra salvaje abundaban las leyendas sobre cosas a las que era mejor no mentar ni ver, y aunque nadie creía realmente en semejantes cuentos —o eso se decían a sí mismos—, no deseaban arriesgarse a atraer el mal de ojo de algún habitante de las montañas.
Pero las señales que hacían y las plegarias que susurraban sólo eran símbolos, y no magia verdadera. No tenían poder contra Ghryszmyxychtys, que estaba agachada detrás de un macizo de rocas, a unos treinta metros sobre el puerto, y contemplaba la escena con creciente interés.
En la antigua lengua de los de su raza, Ghryszmyxychtys significaba «la pequeña morena», pero ella ya no recordaba cuántos años habían pasado desde que alguien pronunciara su nombre en voz alta. Otra raza que hablaba otra lengua gobernaba ahora esta tierra, y el antiguo lenguaje de los suyos había sido olvidado. Sólo ella lo recordaba, porque era la última de los de su clase, e incluso ella se había sometido al nuevo orden de cosas y había aprendido a traducir su nombre a la sencilla lengua de los seres humanos. Ella ya no era Ghryszmyxychtys. Su nuevo nombre era Ghysla. Un brazo delgado como una rama de endrino se extendió sobre la superficie de la roca, y la mano, con uñas largas como las de un pájaro, se cerró en un gesto de ansiedad, cuando Ghysla escudriñó la creciente oscuridad. Su visión nocturna era tan aguda como la de un gato o un búho; en efecto, sus grandes ojos castaños se habrían podido tomar por los de un búho, si no hubieran estado en un delicado rostro que era casi, aunque no totalmente, humano. El largo y desordenado pelo le caía sobre la espalda en una masa enmarañada, y se enredaba en las alas membranosas que surgían de sus omóplatos. Los pies, también dotados de garras, se aferraban a su percha de piedra. Ghysla estaba tan inmóvil que un observador casual hubiera creído que era parte de la montaña, un trozo de granito erosionado por los elementos hasta adquirir una forma extrañamente familiar y de pesadilla.
Pero Ghysla estaba intensa, dolorosamente viva. Podía sentir su corazón golpeando en su caja de agudas costillas. Su mirada de pupilas rasgadas estaba fija en el carro, especialmente en la muchacha de dorada cabellera que se hallaba sentada en él, rodeada por charlatanas mujeres de más edad.
«De modo que ha venido», pensó en su lengua, que no era la de los seres humanos. Y la sangre en sus venas pareció circular mucho más lentamente mientras la invadía una mezcla de tristeza y furia.
Desde abajo, cuando los hombres vieron lo que Ghysla ya había percibido, se oyeron nuevos gritos y un rosario de maldiciones precipitadamente acalladas. El carro no podía continuar. Arreglar el eje llevaría horas, y con la oscuridad de la noche y la tormenta, que llegaban juntas, no podían darse el lujo de perder ese tiempo. Uno de los jinetes desmontó, y varios hombres se agruparon, hablando con tono apremiante. Ghysla aguzó los oídos, pero no pudo oír nada de la conversación. Salió con cautela de su escondite y se deslizó un poco por la pendiente con la esperanza de encontrar un sitio mejor. Se detuvo sólo cuando vio que encendían antorchas, y sus labios dejaron sus aguzados dientes al descubierto en una mueca de frustración. El fuego era para ella una anatema; lo temía por encima de todas las cosas, pero, aunque no lo hubiera temido, tampoco se habría atrevido a permitir que su luz cayera sobre ella, y la pusiera en evidencia ante los seres humanos que se encontraban abajo. Así pues, permaneció inmóvil, contempló una vez más la escena, y fingió que las ardientes llamas no hacían que su estómago se revolviera de miedo.
Alguien estaba hablando con la joven del pelo dorado y una mano se tendió para ayudarla a descender del carro. La mente de Ghysla se inflamó como las antorchas, con unos celos que casi la dejaron sin aliento, cuando vio por primera vez claramente a la joven y percibió lo encantadora que era. Luego oyó un nombre y un destino, arrastrados por una caprichosa ráfaga de viento que robó las palabras al pasar y las condujo hasta sus ávidos oídos. Entonces Ghysla supo con total certeza quién era la hermosa joven.
En la ciudad de Caris, a unos diez kilómetros de allí, el señor del lugar, cuya familia había dado nombre a la ciudad, vivía en una gran casa que se alzaba solitaria y orgullosa arriba del puerto. Desde hacía meses corría el rumor de que Anyr, el único hijo de la casa de Caris, se casaría pronto. Ghysla lo había oído durante las frecuentes visitas que hacía al puerto, en las horas de media luz entre la caída de la tarde y la noche. Ella amaba la ciudad; su vitalidad y bullicio la atraían como la llama de una vela atrae a las polillas, y como entre sus habilidades se encontraba la de cambiar de forma, podía disimular su apariencia lo bastante bien para pasar por la mujer de un pescador o por una granujilla que vagabundeaba en las dársenas. Escondida entre las sombras de los muelles o al pasar raudamente ante las iluminadas ventanas de las tabernas —con sus humos, sus gritos y sus extraños y fascinantes olores—, Ghysla había oído una parrafada aquí, un susurro allá, y todos decían que la rubia hija de un hacendado del este llegaría del interior para prometerse al hijo del señor de la ciudad, y que traería una dote que aseguraría la prosperidad de la casa de Caris por muchos años. Ghysla se había dicho que, sin duda, esos rumores eran tan infundados como otros que repetían los parroquianos de las tabernas, y cuando nada siguió a las conversaciones —ninguna emocionante reunión, ni visibles preparativos para una celebración—, estuvo casi segura de que se hallaba en lo cierto. Pero no había podido quitarse el sordo y triste dolor de un temor informe que anidaba en lo profundo de su corazón, y en esa mañana tormentosa, cuando miró desde lo alto al sombrío valle, su temor creció hasta convertirse en una terrible y desgarradora certeza. Porque aquellos extranjeros traían consigo el aroma del este, y los cabellos de la joven a la que rodeaban tenían el color de un amanecer de primavera. ¿Y quién podía ser ella sino la hija del hacendado, la prometida, la novia que llegaba para reclamar a Anyr como propio?
La muchacha que se llevaría al hombre que Ghysla amaba con toda su alma.
Ghysla no había querido enamorarse de Anyr. Al principio se había dicho que aquel sentimiento era tonto e inútil, que la brecha entre sus mundos era demasiado grande como para que pudieran salvarla. Él era un ser humano, el hijo de un señor, ella era..., bueno, ella era Ghysla. Ni mujer ni bestia ni ave, pero un poco de todas esas cosas, una quimera, un duendecillo. ¿Cómo podía Anyr llegar a sentir por ella lo que ella sentía por él? A él le bastaría con mirar una sola vez su rostro, su verdadero rostro, y le daría la espalda asqueado. O —lo que sería mucho peor—, se reiría de su atrevimiento, se burlaría de ella y la ahuyentaría. Pero saber todo esto no había bastado para disuadir a Ghysla. En verdad, ni toda la sabiduría del mundo lo habría conseguido, después de aquel día, hacía ya tres años, junto a Uilla Water, cuando lo vio por primera vez. Porque el milagro de Ghysla había empezado aquel día...
Se hallaba tumbada en una roca que se adentraba en el mar, al pie de un acantilado con forma de gran plataforma que los seres humanos llamaban Cann's Steps. El sol acababa de salir, y la larga sombra del acantilado se extendía, protectora, sobre ella. Con sus manos sumergidas en las verdinegras y espumosas aguas, Ghysla intentaba coger los peces que la marea empujaba hacia la orilla. De pronto sus aguzados oídos de animal captaron la débil vibración que producía en las rocas alguien que se aproximaba. Rápida y cauta como los mismos peces, se puso de inmediato en pie y huyó, veloz como una flecha, a refugiarse en una pequeña cueva. Era probable que el intruso fuera un pescador, que se había levantado temprano para coger lo mejor de la marea, y Ghysla maldijo por lo bajo. Sabía que debía encontrar alguna estratagema para pasar inadvertida, o se arriesgaba a tener que pasar todo el día atrapada en la incómoda cueva. Sus poderes para cambiar de forma parecían ser la mejor respuesta a la situación. Ghysla tenía la habilidad de cambiar su aspecto ante los ojos de los mortales, y hacer que éstos la vieran como ella imaginaba ser en ese instante. Los cambios eran difíciles de mantener, y le exigían mucha energía, pero la necesidad era la necesidad. Decidió que tomaría la forma de una foca, animal al que ningún pescador haría daño, y aguantaría como pudiera la desagradable zambullida en las aguas saladas y el trecho que tendría que nadar para llegar a la punta, rodearla y desaparecer. En ese instante, un paso del intruso hizo rodar un puñado de guijarros por la pendiente, y apareció él.
Ghysla nunca había visto un dios, pero por un glorioso momento estuvo convencida de que la figura que tenía ante sí, con el pelo castaño como la dulce tierra en verano, y los ojos del color del mar cuando el sol lo ilumina, debía de haber descendido de las alturas en las alas de un águila. Este convencimiento se disipó, claro está, al comprobar que no estaba vestido con la luz de los soles, las lunas y las estrellas, como seguramente lo habría estado un dios, sino que llevaba unos viejos y raídos pantalones de cuero, con algunos remiendos, y una sencilla camisa abierta en el cuello, hecha de una buena tela, pero gastada por el uso. Sus pies estaban descalzos, y en una de sus morenas manos llevaba una caña y un anzuelo, mientras que de su hombro colgaban una bolsa, un bote con carnada y una botella de agua. Era alto, delgado, con un hermoso rostro de expresión amable. Tendría alrededor de veinte años. Mirándolo desde su escondite, incapaz de apartar sus ojos de él, Ghysla se sintió de inmediato desesperadamente enamorada.
No abandonó la cueva, tal como había planeado hacer. Continuó mirando al hermoso extranjero y decidió que no se iría mientras él permaneciera allí, ya fuera por una hora o por un año. La idea de cambiar de forma y escapar de la bahía desapareció por completo de su mente. Así pues, permaneció agachada, contemplándolo, absorbiendo con avidez todo lo que veía de él, todo lo que podía aprender de él. Lo observó mientras ponía la carnada en el anzuelo y arrojaba éste al agua y se sentaba en la roca a esperar el primer pez. Escuchó las canciones que él cantaba para sí mismo, tratando de memorizar cada palabra de las letras, cada nota de las melodías. Cuando él bebió, ella imitó sus movimientos y lamió imaginarias gotas de su barbilla con su larga lengua. Observó la manera en que el sol, trepando por el cielo, luego en el cénit y después deslizándose otra vez hacia abajo, hacia el horizonte del oeste y el mar, jugaba sobre su rostro, sobre su pelo, sobre sus manos. En silencio y maravillada aplaudió cada uno de los nueve peces capturados por él. Cuando, de repente, el joven comenzó a guardar sus cosas y ella se dio cuenta de que el día casi había terminado, apretó los puños hasta que le dolieron, y la abrumó la desesperación. Se marchaba su joven dios, su hermoso muchacho; regresaba con los de su raza. Estaba a punto de perderlo, y él ni siquiera sabía que ella existía.
Ghysla intentó convencerse de que era tonto y peligroso seguirlo, pero su corazón no atendió a razones, y cuando el joven emprendió el regreso por el rocoso acantilado, ella salió de la cueva para ver qué dirección tomaba cuando llegaba a la cima. El muchacho giró hacia el norte, en dirección al puerto y la ciudad. Tan pronto como estuvo fuera de la vista, Ghysla respiró hondo, cerró los ojos y se concentró con toda la fuerza de su voluntad. Luego se dejó caer sobre sus cuatro extremidades y saltando, revolviéndose y deslizándose, salió tras él.
Si Anyr, cuando regresaba a su casa esa noche, hubiera mirado por encima del hombro hacia atrás, habría visto un ciervo, o un perro, o un pequeño caballito de crines revueltas que lo seguía cautelosamente a unos treinta pasos. Ghysla estaba tan emocionada, tan nerviosa, pensando sólo en Anyr, que no podía mantener constante una imagen por más de unos minutos. A veces trotaba sobre pequeñas pezuñas hendidas que no hacían el mínimo ruido sobre la hierba; en otras ocasiones se desplazaba sobre patas acolchadas, agitando la cola y con la lengua afuera. En una ocasión se miró y descubrió, horrorizada, que tenía las patas escamosas de un dragón y que sus pies se habían convertido en garras. La desagradable sorpresa hizo que recobrara de inmediato su propia forma y se quedara echada boca abajo en la hierba, jadeando como un sabueso y sin atreverse a hacer ningún movimiento hasta que hubo recuperado el control de su capacidad para cambiar de forma.