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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (47 page)

BOOK: La gesta del marrano
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Se moría. Apretó mi mano: le desesperaba la asfixia. Quería decirme algo. Aproximé mi oreja a sus labios índigos. Mencionó a Diego, Felipa, Isabel; yo le prometí que me ocuparía de buscados. Mis hermanas seguían en el monasterio de Córdoba, seguramente estaban bien.

Fui a renovar las hierbas medicinales que hervían en el caldero. En realidad fui a secarme las lágrimas para que no viese mi quebranto.

Con el poco aire que le restaba, alcanzó a sonreír. Sonrisa extraña y profunda. Inspiró para cada palabra, que desgranó solemnemente:

—¿Recuerdas ?...
Shemá Israel, Adonai... Elohenu… Adonai Ejad.

Se rindió tras el esfuerzo. Cerró los ojos. Le mojé los labios y la lengua. Lo apantallé. Su agonía era un suplicio.

Tanteó el borde de su lecho hasta encontrar mi mano y la acarició.

—Cuídate... hijo mío.

Fueron sus últimas palabras. Su cabeza estaba azul y sus párpados hinchados. La respiración acelerada cesó. La mirada quedó fija: parecía asombrada por el objeto que colgaba junto a la puerta: el infamante sambenito.

Cerré sus ojos y quité algunas almohadas. Su piel empezó a clarear; parecía dormir. Yo solté mi llanto. En absoluta intimidad, sin freno alguno, pude sacudirme, hipar, emitir quejidos y bañarme en lágrimas. Después, cuando el desahogo me alivió, susurré:

—Ahora te puedes distender, papá. Ya no te perseguirán espías ni verdugos. Dios sabe que fuiste bueno. Dios sabe que Diego Núñez da Silva ha sido un justo de Israel.

Me lavé la cara y di unas vueltas por la habitación. Papá había muerto como judío, pero debía simular lo contrario. Era preciso efectuar un velatorio y enterrado como exige el disfraz. Sería gravemente sospechoso que no se hubiera confesado antes de morir ni recibido el óleo de la extremaunción. Él había fallecido, pero no la farsa a que estaba condenado. Dejé su cabeza descubierta y arreglé las cobijas como si estuviese durmiendo. Salí en busca del sacerdote. Mi dolor no requería afeites: las lágrimas que se derraman por un padre muerto no se diferencian de las que fluyen por un padre agónico. El cura se impresionó por mi cara. Dije que él sufría un intenso dolor cardíaco y le imploré que se apurase. Lo hice correr por las calles. El sacerdote, agitado, me gritaba palabras de consuelo.

Cuando enfrentó el cadáver me miró desconcertado. Volví a llorar.

El resto de las ceremonias se cumplió en regla. La «apariencia» funcionó bien. Mi padre murió en la fe que animaba su espíritu y fue enterrado en la fe que exigía la sociedad. De lo primero sólo yo fui testigo. De lo segundo un par de barberos y el boticario del hospital, además el sacerdote, los sepultureros y escondidos espías.

El ayudante de sargento Jerónimo Espinosa tiene presente la orden que le impartieron en Concepción cuando le confiaron el prisionero: deberá introducirse en Santiago de Chile durante la noche cerrada para que la presencia del reo —hombre muy conocido en la ciudad— no genere tumulto.

Aguarda, pues, la densificación de las tinieblas. Entonces ordena reanudar la marcha. En una hora se habrá liberado de esta complicada misión.

Francisco Maldonado da Silva cabalga a su lado.
Es un inusual prisionero. Su increíble apostura le produce malestar.

95

Mi padre apareció en mis sueños con su denigrante sambenito, marchando a los tumbos, arrastrando los pies de torturado. A menudo reaparecían las escenas de Ibatín y de Córdoba y otra vez el brutal arresto, la rapiña inquisitorial, fray Bartolomé escoltado por su felino y un notario, el castigo horrendo al negro Luis por preservar los instrumentos quirúrgicos.

El único ante quien podía confiarme en esos días de luto era Joaquín del Pilar. Me escuchaba con paciencia; unas semanas después propuso aliviar mi duelo visitando a gente que sufría en grado superlativo.

—Un buen médico debe mirados de cerca, tocarlos.

Relató entonces que su familia también había contado con una pareja de negros. Joaquín los quiso mucho porque se ocuparon de atenderlo, jugar con él y brindarle amparo cuando se murió precozmente su padre. Un día la negra se hizo un profundo corte en el dedo mientras cocinaba y no sintió dolor. Ese privilegio fue su condena: diagnosticaron que era leprosa. El Protomedicato mandó investigar y se descubrió que su marido ya había contraído la enfermedad, aunque había guardado secreto. Ambos fueron exiliados en seguida. No se los consideró portadores de una peste, sino que eran la peste, y fueron empujados a punta de las lanzas hacia el barrio infame. Los leprosos debían quedar aislados en un miserable sector de Lima hasta morir porque su enfermedad era incurable y contagiosa. Ni sus cadáveres saldrían de allí.

Me propuso ayudado con las amputaciones y las curaciones con hierbas medicinales, alcohol y nitrato de plata.

—Ahí vive Hipócrates —afirmó—. No en las aburridas lecturas.

Mi pesadumbre era tan agobiadora que no tenía ánimo para aceptar ni rechazar. Me dejé llevar.

Cruzamos el puente de piedra con sus orgullosos torreones. En lugar de encaminarnos hacia la fragante Alameda, torcimos hacia el reducto de leprosos establecido en el barrio de San Lázaro. Todos eran negros. Padecían la más antigua y espantosa de las enfermedades. Eran la muestra rotunda de la cólera divina.

—¿Sabes por qué son ellos los castigados? —preguntó Joaquín.

—El obispo Trejo y Sanabria —dije— me explicó hace mucho que Noé condenó a los descendientes de su atrevido hijo Cam.

—El negro Cam... —musitó Joaquín—. «Que su simiente sirva a la de Sem y Jafet.» De ahí la esclavitud. Eso también lo escuché en varios sermones.

—Es la explicación que deja tranquilos a los traficantes y dueños de esclavos.

—¿No la consideras válida, acaso?

—La Biblia está llena de maldiciones y bendiciones —titubeé—. A veces se contradicen.

—A veces se las acomoda a lo que conviene. Pero ¿no era suficiente plaga la esclavitud para, encima, descargarles la lepra? Te pregunto sin segundas intenciones. No tengo la respuesta.

—Yo tampoco, Joaquín. No sé. Dios es todopoderoso y omnisciente. Nuestro pequeño cerebro apenas puede registrar las experiencias de una corta vida.

—¿Sientes el olor? —inspiró sonoramente.

—¿Ahí es el barrio?

—Sí. Un pedazo del infierno. ¿Te animas a seguir?

—Me animo —dije con indiferencia—. Podríamos contagiarnos, además.

—Hace medio siglo que aparecieron los leprosos y se los amontona en esa cuadra. Hasta ahora ningún blanco contrajo la enfermedad.

—Alguna vez podría ocurrir.

—No ha ocurrido. En Lima es enfermedad de los negros. Es el único honor que se les ha concedido en exclusividad, generosamente.

El amontonamiento de chamizos apenas dejaba lugar para estrechas callejuelas por donde corrían acequias hediondas. Unos niños negros aparentemente sanos se precipitaron hacia nosotros. Éramos una visita infrecuente. De los huecos se asomaron hombres y mujeres envueltos en túnicas que alguna vez fueron blancas. Con ellas denunciaban, como exigía la ley, su condición de leprosos. Una negra corrió tras el niño que pretendía agarrar mi jubón, sacó su mano de la túnica y le atrapó el cuello: le faltaban dos dedos y tenía manchas calcáreas. Percibió mi mirada de asombro y desapareció en seguida. Después se nos cruzó un hombre sin nariz. De las paredes nacían figuras espectrales. Algunas columnas de humo delataban calderos y hornos de pan. Esa basura vivía como el resto de los humanos.

Seguimos avanzando hacia la capilla. Mi abatimiento empezó a ser perforado por la creciente consternación. Aparecían miembros reducidos a muñón, heridas infectadas con piojos, carne podrida que deja al aire los huesos. Empujé a Joaquín para evitar que lo golpease un enano sin piernas que se desplazaba velozmente sobre una tabla provista de rodillos. De un lado y otro veía asomarse entre tules seres en continuo proceso de pérdida: dedos, orejas, nariz, ojos, mentón, antebrazos eran objeto de amputaciones espontáneas implacables que hacían mofa a la presunta unidad del cuerpo.

Estos muñecos desarmables formaban familias y tenían hijos sanos (por un tiempo). Sus almas necesitaban alimento, como los demás. Los sacerdotes, empero, no encontraban forma de brindarles la debida dedicación. De tanto en tanto, protegidos con cruces y rosarios, se aventuraban hasta la capilla mientras unos monaguillos se encargaban de empujar con un largo bastón a los irresponsables que pretendían tocarles el hábito.

—También ha venido el hermano Martín de Porres —comentó Joaquín.

—Sé que lo han reprendido todas las veces. Le han dicho que puede llevar el contagio al hospital.

—Ha seguido viniendo de todos modos. Donde hay sufrimiento, aparece.

—Es un alma excepcional —dije.

Joaquín encontró al esclavo que alegró su niñez. Estaba sentado sobre una piedra junto a su chabola. Parecía anclado a la podredumbre. No tenía manos ni pies. Su cara exhibía un horrible agujero en el sitio de la nariz. Levantó los ojos al oír su nombre y se iluminó con una sonrisa desdentada. Tendió los muñones hacia Joaquín. Mi condiscípulo asió el izquierdo, que tenía una llaga verdosa.

—Se te ha vuelto a infectar —lamentó.

Alrededor de la llaga se extendía su piel dura y agrietada como madera forrada de ceniza. Abrió la petaca para empezar la curación. La gritería se acercaba. De súbito un torrente de leprosos, agitando sus túnicas mugrientas, se abalanzó por la callejuela: los perseguían oficiales montados. Rengos y ciegos se precipitaban como árboles desgajados. La polvareda apenas disimulaba los brazos de los oficiales que golpeaban sin escrúpulos mientras sus cabalgaduras empujaban y pisoteaban para abrirse paso.

Nos aplastamos contra la ondulada pared de la chabola los negros sin túnica saltaban por sobre los leprosos despavoridos. Era evidente que la policía trataba de alcanzarlos. Los ágiles fugitivos nos vieron e intercambiaron una mirada. Al instante sentí el aliento de uno de ellos sobre mi mejilla y un puñal en la garganta. Nos convirtieron en rehenes. Los jinetes se detuvieron a pocos metros, irritadísimos. Todos gritaban. Se mezclaban las órdenes insultantes de los oficiales con las amenazas de nuestros captores.

—Suelten las dagas, asesinos —exigió un soldado.

—¡Váyanse, váyanse! —replicaron jadeantes los negros.

Uno de los oficiales era Lorenzo Valdés. Supe más tarde que venían persiguiéndolos desde el puente, donde acuchillaron a un gentilhombre. Pretendieron desaparecer entre los leprosos. Ambos eran fuertes. En su nerviosismo mi captor no advertía que la punta de su daga me cortaba la piel. Todo ocurría vertiginosamente, un silbido hirió mi oído y al instante sentí un golpe seco. El brazo del negro se aflojó. Me di vuelta y choqué con la lanza que lo perforó el cráneo. Se derrumbó lentamente. De su cabellera crespa fluía sangre con materia cerebral. El captor de Joaquín quedó paralizado de terror y le quitaron fácilmente el arma.

Lorenzo se apeó.

—¿Estás bien? —pasó un dedo por mi cuello lastimado.

—Sí. Gracias.

El uniforme aumentaba su imponencia. Hasta la mancha vinosa de su cara parecía haber disminuido.

—¿Qué hacías aquí?

—Ya soy médico, no te olvides —expliqué con una mueca.

Me palmeó con afecto.

—Estos asesinos pretendieron esconderse entre los leprosos —hizo una seña a los soldados para que apartaran el cadáver.

—No era mala idea.

—Creían que no nos atreveríamos a meternos...

—No te conocían.

Volvió a palmearme.

—Francisco —se arrimó a mi oreja—. Sé que partes a Santiago de Chile.

—No te faltan espías, ¿eh?

—Gracias a Dios... y a mis escrúpulos.

—¿Te parece un buen sitio para mí?

Sonrió.

—Mientras no te arriesgues entre los indios araucanos. Los calchaquíes que asustaban a Ibatín son ángeles en comparación.

—Me refiero a la ciudad de Santiago.

—Dicen que es hermosa. Y que sus mujeres son hermosas.

—Gracias por el dato.

—Ahora en serio, Francisco —me puso la mano en el hombro—. Haces bien en partir. El nuevo virrey, que es un príncipe, se entiende a las maravillas con el Santo Oficio. Esto es novedoso aquí, en Lima. Así comentan en el cuartel. Y esa buena relación se traducirá en... bueno, ya sabes.

Montó. Su esbelto caballo caracoleó en la sucia callejuela y casi derrumbó la pared de una chabola.

—¡Ten cuidado! —exclamó alejándose al trote.

Lo llevan directamente al convento de San Agustín. Ya le han reservado una celda provista de grilletes. Francisco no ofrece resistencia. Da la impresión de tener cierto apuro. Dice al monje que le instala los anillos de hierro en pies y manos que está listo para hablar, ante las autoridades.

Jerónimo Espinosa es recibido en la sala por fray Alonso Almeida, calificador
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del Santo Oficio, en presencia de un notario que arrancaron del lecho y no cesa de bostezar. El calificador ordena al ayudante de sargento entregar los bienes confiscados. El notario rasga su pluma sobre los largos pliegos: el inventario no suscita objeción alguna. Ahí están 200 pesos, dos camisas, dos calzones, la almohada, el colchón, dos sábanas, el acerico, una frazada, un almofrez y el vestido frailesco sin ojales ni botones que el prisionero usará en las audiencias con el Tribunal.

Jerónimo Espinosa obtiene un recibo con sello y firma. Puede regresar a Concepción. Se siente aliviado. No ha contado, por supuesto, que estuvo a punto de perder al cautivo. En el viaje de retorno prohíbe que se hable de él.

96

Al día siguiente de mi arribo a Santiago de Chile fui a visitar el único hospital. Tenía doce camas, algunas sábanas y tan sólo cinco bacinas que los enfermos compartían para orinar y defecar. Su instrumental se reducía a tres jeringas. Hablé con el barbero cirujano Juan Flamenco Rodríguez, quien me estimuló a presentarme para el cargo vacante de cirujano mayor. Dijo que había mucho trabajo y hacía falta un profesional con títulos. Juan Flamenco Rodríguez me guió por los recovecos del edificio y protestó ante la botica vacía: «Ni siquiera tenemos un herbolario. »

Entrevisté a las autoridades, exhibí mis diplomas de la Universidad de San Marcos, informé sobre experiencias en los hospitales del Callao y Lima e incluso ofrecí utilizar mi caja de instrumentos hasta que el hospital consiguiera su propia dotación. Me recibieron con alegría, con alivio. No se cansaban de repetir cuán providencial había sido mi llegada. Desde que el gobernador fundó un hospital en esta ciudad y otro en la sureña Concepción, la prioridad que nunca pudo ser satisfecha fue la de un profesional universitario. Yo sería el primer médico legítimo del país. Esta afectuosa recepción me dio fuerzas para soportar los desalientos del trámite, que son moneda corriente en todo el Virreinato.

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