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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (20 page)

BOOK: La gesta del marrano
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Cuando parecía al borde del colapso le quitaron la venda de los ojos. El diestro jinete soltó las orejas —milagrosamente pegadas aún a su cráneo—. La acémila coposa de espuma, dio vueltas, borracha. Finalmente Lorenzo la condujo hasta el capataz para que comprobase si estaba sometida.

—Bien sobada —reconoció haciéndole una caricia sobre la húmeda crin. Era la primera caricia que este animal recibía en su vida.

El jinete hizo un gesto de triunfo y desmontó. Merecía descansar un rato antes de domar otra mula. Caminó hasta la cerca, trepó entre sus ranuras y se sentó junto a Francisco. Estaba agitado y respiraba por la boca como un perro al desprenderse de la hembra. Recogió las rodillas y se abrazó a las piernas. Francisco lo admiraba contradictoriamente: no le tentaba la doma.

—No te animas —rió Lorenzo—. Ya lo harás. Es fácil.

Mientras continuaba la faena. Era un placer viril que no parecía trabajo. Por eso no había indios. Ellos no participaban: eran considerados lentos y torpes. Cuando alguno conseguía una mula chúcara a bajo precio —flaca, de vasos débiles o enferma— la llevaba a su choza y amansaba con un método muy diferente al español. En lugar de domesticarla con una sangrienta paliza, la amarraba a un tronco en la parte más seca de su patio. Y allí la dejaba la durante veinticuatro horas sin darle de comer ni beber. Después le tocaba el lomo para verificar si estaba mansa. En caso de que aún evidenciara brío la dejaba otras veinticuatro horas en las mismas condiciones. Si le preguntaban por qué procedía de esta forma, contestaba:

—Quiere descansar.

A Francisco no le atraían las pasiones de Lorenzo, pero celebraba su arrojo. Hablar con él y verlo actuar le producía un bienestar inexplicable. Aumentó su pasión, en cambio, por algo más criticable que una doma: los libros. Lo desconcertaba que en el convento, donde le ofrecieron techo y comida, se los retacearan. Los representantes locales de la Inquisición no estaban tranquilos sobre la pureza de fe que imperaba en su corazón. Era posible que el hereje enjuiciado en Lima hubiera vertido veneno en el joven. Había que estar alertas.

Tras insistentes ruegos, Francisco pudo obtener permiso para leer el devocionario. Y en lugar de gozarlo morosamente y a razón de unas pocas páginas diarias, lo ingirió en medio mes. El reencuentro con la letra escrita le proporcionó horas de olvidada dicha. Podía abstraerse de su desvalimiento. Algunas frases le hacían sonreír, otras lagrimear. Cuando terminó fue a pedir otra obra, pero se la negaron. Empezó de nuevo el devocionario a partir de la primera página y tuvo tiempo de darle cinco repasos hasta que fray Santiago de la Cruz, algo más confiado por la buena siembra ya cumplida, le entregó una apologética biografía de Santo Domingo, el fundador de la orden a la que pertenecía ese convento. Domingo Guzmán nació en España —«como mis antepasados», enlazó Francisco— y la orden dominicana fue, desde el comienzo, perseguidora de la sucia herejía albigense y por eso la distinguieron como el brazo fuerte de la Inquisición. Domingo Guzmán recorrió muchos países y llegó hasta la lejana Dinamarca: fue un predicador subyugante. Ponía en práctica lo que decía. Desnudos los pies enfundado en una gastada túnica y comiendo mendrugos, abría los corazones con súplicas y cierta humillación. Murió a los cincuenta y un años, consumido por las fatigas de su ministerio.

Francisco transmitió al director espiritual algunos comentarios entusiastas sobre el santo. De la Cruz no se dejó impresionar (la educación también era una doma pero sutil).

—Léelo otra vez.

El muchacho acarició las tapas del volumen y volvió a sumergirse en esa historia ejemplar. Cada uno de los viajes y sermones de Santo Domingo tenían un fin concreto: convertir, santificar. Lo hizo para las gentes de su tiempo, pero también para los que vinieron después. Lo hizo para que él, Francisco Maldonado da Silva, aprendiera y reflexionara y se adhiriese con más fuerza a Nuestro Señor Jesucristo. «Para que yo, Francisco, tampoco me extraviase.» Por eso fundó esta orden que lleva su nombre y que se dedica a perseguir desviaciones.

El director espiritual consideró oportuno ofrecerle otra obra: la vida de San Agustín. Este legendario doctor de la Iglesia nació en África, en el año 430. El cristianismo recién emergía en medio de la multitud infiel. Su madre fue nada menos que Santa Mónica y su padre un pagano. Cabría decir, entonces, que este insigne Padre de la Iglesia fue un cristiano nuevo, pensó Francisco. En su juventud recorrió ávidamente todo el albañal de los pecados. «Yo trataba de satisfacer el ardor que sentía por las más groseras voluptuosidades», reconocía en sus
Confesiones
. Luego, tras muchas lecturas y búsquedas, se convirtió. Era ya un experto en filosofía. Lo designaron obispo de Hipona y al poco andar asombró por su inesperada virtud. Pero más asombró por sus escritos, que se convirtieron en un torrente. Produjo libros de religión, tratados de filosofía, obras de crítica, derecho e historia; escribió a reyes, pontífices y obispos; refutó las herejías con brillo inigualable. Finalmente completó esa joya de las
Confesiones
que Francisco hubiera deseado leer en su totalidad, no sólo en los escasos fragmentos que regalaba la biografía. Sintió ganas de emularlo, de escribir tratados y epístolas.

El director espiritual no le formuló más exigencias: había ganado su confianza, estaba «bien domado». Con cierta picardía le extendió otro libro: era una síntesis de la vida y obra de Santo Tomás de Aquino. Lo ponía en relación con un coloso. Francisco se ruborizó de emoción. Ni siquiera pudo expresar su agradecimiento. Santiago de la Cruz no actuaba con arbitrariedad: regulaba sabiamente su formación. Cuando Francisco le devolvió el volumen sobre Santo Tomás recitándole algunos de sus apotemas, el director espiritual abrió las manos.

—Ya no tengo más que ofrecerte.

—¿Nada más?

—No tengo más libros —se disculpó con un velo de embarazo.

A Francisco se le ocurrió decirle algo, pero no se atrevía aún. Podía interpretarlo mal. Hacía meses que anhelaba conseguirlo. Era un premio que tal vez no merecía. Estaba en la capilla conventual. Pero no, «mejor me callo». Era mucho.

—En la capilla conventual —susurró sin reconocerse la voz.

—¿Qué pasa allí?

—En la capilla… —empezó a transpirar.

—Habla de una vez.

—Hay una Biblia.

—Sí. En efecto. Y, ¿qué?

—Desearía leerla. Desearía…

—Es demasiado para ti —lo miró de soslayo.

—Un ratito por día —imploró Francisco—. Las partes que usted me indique.

—¡Sólo las partes que yo te indique! —exclamó, pero arrepintiéndose en el acto.

—Prometo.

—Nada de espiar en el
Cantar de los Cantares
, ni en
Ruth
, ni en Sodoma y Gomorra.

—Las partes que usted me indique —enfatizó Francisco.

—Bien. Para hacerla fácil, leerás sólo el
Nuevo Testamento
.

—¿Íntegro?

—Sí. Pero ni una página del
Antiguo
.

Horas más tarde se produjo un encuentro de amor. Francisco tomó posesión del enorme volumen que se conservaba en la capilla. Abrió cuidadosamente la robusta tapa y se extasió ante las hojas enjoyadas con viñetas. Ingresaba en un jardín familiar. Leía y contemplaba. Las letras formaban un paisaje con arroyos y collados, Saboreó los cuatro
Evangelios
, los
Hechos de los Apóstoles
, las
Epístolas
y el
Apocalipsis
. Su anhelo de saber se potenciaba con una incontenible necesidad de creer.

En sus plegarias rogaba a Nuestro Señor Jesucristo, a su Inmaculada Madre y a los santos cuyas vidas estudió y admiraba (Domingo, Agustín, Tomás), que le ayudaran a impregnarse de la verdadera fe. Pero, sobre todo, rogaba que le ayudasen a diluir las gotas de veneno que mencionaban algunos familiares de la Inquisición, por si era cierto que su padre se las hubiera vertido secretamente en el alma.

Cuando el director espiritual se habituó a encontrarlo sumergido en los versículos del
Nuevo Testamento
y tuvo suficientes pruebas de su obediencia, disminuyó la vigilancia. El joven lector no violó su compromiso. Aprendió de memoria la genealogía de Jesús según Mateo y según Lucas y muchas de las frases que pronunció Nuestro Señor en sus años de prédica. Era capaz de señalar los datos que figuraban en un Evangelio y no eran mencionados en otro, así como una docena de las imágenes terroríficas que describía el Apocalipsis. De las
Epístolas
escritas por San Pablo le impresionaba, y gustaba especialmente, la dirigida a los Romanos. La leyó varias veces, pero recién unos quince años más tarde podría entender la razón de ese entusiasmo.

No violó su compromiso por temor a la represalia.

Sería intolerable que lo privasen de la porción secreta. A medida que memorizaba el Nuevo Testamento y que su relectura se convertía en verificación de lo recordado, aumentaba su ansia por zambullirse en el voluminoso
Antiguo Testamento
, pero no lo haría sin autorización (que ya merecía). Se lo dijo a Santiago de la Cruz.

—Sólo para reforzar mi fe en el cumplimiento de la promesa divina —suplicó—. Déjeme leerlo.

—El
Antiguo Testamento
contiene la ley muerta de Moisés —le advirtió el director espiritual con mirada penetrante

—Y la promesa del Mesías —remarcó Francisco—. Jesús, hijo de David, es el Mesías ahí anunciado.

—Que no reconocen los infieles.

—Porque seguramente no saben leer.

De la Cruz sonrió.

—Leen con otros ojos.

—Sí, ojos de infieles.

Sonrió nuevamente. Palmeó a Francisco y levantó el índice.

—Acepto, pero con una condición.

—Dígame.

—Cada duda que aparezca, la conversarás conmigo.

—Es un privilegio —Francisco se ruborizó de alegría.

—Es un deber que te impongo.

El joven besó la mano del director espiritual y corrió a la capilla. El recoleto ámbito estaba más hermoso que nunca. Los cirios elevaban sus llamas quietas hacia las imágenes policromadas. Francisco besó el lomo repujado del grueso volumen. Acarició la primera hoja y, fascinado, leyó:

—«En el principio Dios creó el cielo y la tierra. La tierra era soledad y caos...»

35

Santiago de la Cruz comprobó que la lectura del
Antiguo
T
estamento
no perturbaba las creencias de Francisco. Las dudas que planteaba ponían de manifiesto su inteligencia aguda, pero no quebrantos de la fe: la destemplanza de Moisés, por ejemplo, o el erotismo de Sansón, la locura de Saúl, los pecados de David, las transgresiones de Salomón, la poca eficacia de los sermones proféticos eran anuncios de los errores que cometerían los judíos en contra de Jesucristo. Asimilaba rápidamente los capítulos más áridos (incluso las aburridas genealogías y las interminables prescripciones del
Levítico
y el
Deuteronomio
) pero no señalaba versículo s que contradijeran los dogmas. Por el contrario, se alegraba al reconocer prefiguraciones de Cristo o profecías concretas sobre la llegada de su reino. El talento inusual de este joven lo animó a da un paso también inusual: presentarlo al obispo, que estaba pasando una temporada en Córdoba.

El obispo Fernando Trejo y Sanabria era un franciscano no obsesionado por el desarrollo de la enseñanza en esta ilimitada Gobernación. Pretendía crear un Colegio de Estudios Mayores cuya docencia estuviera a cargo de presbíteros jesuitas. Quería otorgar títulos de magisterio, bachillerato, licenciatura y hasta doctorado. Era un hombre tan perseverante como su turbulento antecesor, Francisco de Vitoria, pero de austeridad incorruptible. Uno y otro dejaron huellas indelebles, uno y otro lucharon contra resistencias seculares y eclesiásticas, uno y otro fueron calumniados y respetados al mismo tiempo. Pero Francisco de Vitoria había nacido en Europa y Fernando Trejo en América (primer obispo criollo). Vitoria procedía de judíos conversos (su hermano huyó a Roma y allí volvió abiertamente al judaísmo) y Fernando Trejo descendía de cristianos viejos. Vitoria fue pendenciero y Trejo apacible. Vitoria perteneció a la severa orden dominica y Trejo a la dulce de los franciscanos. Vitoria revolucionó su diócesis con iniciativas de genio y Trejo la organizó con tenacidad de pastor. Ambos protegieron a los indios y evangelizaron a conciencia. Vitoria creó la primer escuela y Trejo soñaba con el despropósito de erigir Universidad
[16]
.

—¿Sabes qué es una Universidad? —preguntó el obispo al joven lector, tras probado en latín e historia sagrada.

Francisco contempló arrobado a Su Ilustrísima. Había tenido la ilusión de encontrarse con un ser gigantesco, de atronadora voz y gestos amenazadores. Quizá imaginaba así al legendario Francisco de Vitoria por las descripciones exaltadas de Isidro. En cambio lo recibía un prelado de estatura mediana, cara seca y curtida por la intemperie, manos pequeñas y el raído hábito gris de su orden.

—He pasado mi infancia a orillas del río Paraguay —recordaba el obispo—. Mi madre enviudó y volvió a casarse. Su nuevo matrimonio me regaló un medio hermano que al principio rechacé: Hernando Arias de Saavedra, quien ha desarrollado un gran poder y al que las gentes apodan Hernandarias. Apenas pude, me fui de casa. Tenía una pecaminosa aversión por mi padrastro y busqué en el Padre del universo a mi padre ausente. Crucé las Indias del Este al Oeste y conseguí incorporarme al Colegio Franciscano de Lima. Amaba a los indios. Me consagré a su evangelización. Informes muy generosos determinaron que Felipe II me propusiera ante la Santa Sede para el vacante obispado del Tucumán en 1592.

—Yo nací en ese año —acotó Francisco.

—También en ese año, coincidentemente, moría en un convento de Madrid mi predecesor, Francisco de Vitoria —añadió Trejo.

Se cumplía el primer siglo del Descubrimiento de América, sin pomposa celebración.

»Recién dos años más tarde acepté el cargo —solía recordar el obispo—. Y aún pasaron otros tres hasta que me senté en la silla diocesana: las cédulas reales y las bulas del Papa iban y venían en lentos bajeles y se extraviaban en los territorios infinitos. Mi viaje de Lima a Santiago del Estero fue azoroso. Querían detenerme los abismos, la puna, el frío, las lluvias, el calor tórrido, las fieras. Comprobé la desconexión que existía entre los centros poblados, la orfandad de las parroquias, la burla a la ley y el olvido de la caridad. Yo era una insignificante piltrafa que rezaba a los gritos en medio del desierto.

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