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Authors: Marcos Aguinis

La gesta del marrano (44 page)

BOOK: La gesta del marrano
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—Sentémonos aquí —propuso aparentando dispersión.

—¿Has escuchado? —reclamó Francisco.

—Que te pareció falso, dijiste... —tendió el sambenito como una alfombra. Sus articulaciones dolían.

—Saulo, el judío que defiende la ley de Moisés —contó exaltado—, se deja ganar como un idiota. Desde la primera página está condenado a perder. Sólo habla para que el joven Pablo le salte encima y lo refute.

—Tendrá más razón Pablo —lo consoló.

—Pablo tampoco me convence. No escucha —Francisco se enardecía—. No es un diálogo. Todo está escrito para demostrar que la Iglesia es gloriosa y la sinagoga un anacronismo.

—La Iglesia valora mucho esta obra. Se ha distribuido por doquier.

—Porque le rinde pleitesía —se llevó la mano a la boca al advertir la temeridad de sus palabras; trató de corregirlas—. No la defiende con las armas de la verdad, papá.

Don Diego intuyó que su hijo se deslizaba hacia una pendiente.

—¿Cuáles son las armas de la verdad? —su respiración también se agitaba.

Francisco miró hacia atrás, hacia el acantilado ocre con salteadas guedejas verdes y hacia el Norte y el Sur de la playa vacía. Nadie lo escuchaba: podía seguir abriendo sus dudas, su fastidio y rebelión.

—¿La verdad? —sus ojos refulgían—. Responder si a partir de Jesucristo vivimos realmente en los tiempos mesiánicos que anunciaron los profetas. La Biblia asegura que los judíos dejarían de sufrir persecución tras la llegada del Mesías y ahora no sólo la sufren, sino que ni tienen derecho a existir.

Diego Núñez da Silva lo miró con susto.

Francisco le apretó su arrugada mano.

—Papá. Dímelo de una vez...

Las olas se desenrollaban sobre la arena con un rumor caudaloso y dibujaban a su término una larga serpiente de espuma.

—No quiero que sufras lo que yo he sufrido —respondió quedamente.

—Ya lo dijiste. Pero el sufrimiento es misterioso, depende como lo sientas —Francisco lo alentaba a sincerarse.

—Yo no creo en la ley de Moisés —afirmó de súbito don Diego.

Francisco abrió grande los ojos, azorado.

—No es verdad...

Su padre se mordía los labios. Masticaba vocablos y pensamientos.

—No lo creo en lo que no existe —añadió.

—¿Dices que no existe la ley de Moisés?

—Es un invento de los cristianos —agregó—. Desde su visión cristocéntrica han armado algo equivalente para los judíos. Pero para los judíos sólo existe la ley de Dios. Moisés la ha transmitido, no es el autor de ella. Por eso los judíos no adoran a Moisés, ni lo consideran infalible, ni absolutamente santo. Lo aman y respetan como gran líder, le dicen
Moshé Rabenu
, «nuestro maestro»; pero él también fue castigado cuando desobedeció. En la Pascua judía, cuando se narra la liberación de Egipto, Moisés no es mencionado nunca. Quien libera es Dios.

—En esa ley crees, entonces —Francisco lo encerró para aclarar sus dudas de una buena vez.

—En la ley de Dios.

—¿Eso es la horrible inmundicia que llaman judaizar? —su insistencia era implacable.

Don Diego lo miró a los ojos.

—Efectivamente, hijo: respetar la ley de Dios escrita en las Sagradas Escrituras.

El fragor de las olas contribuía a la soledad del ambiente. El rodar de las aguas magnificaba la quietud de la arena, del acantilado, de la atmósfera. Francisco estudió la leñosa cara y los dedos sarmentosos que jugaban con un montículo blanquecino. Eran el rostro y las manos de un hombre justo. Sintió arrebato.

—Quiero que me instruyas, papá. Quiero convertir mi espíritu en una fortaleza. Quiero ser el que soy, a imagen y semejanza del Todopoderoso.

El viejo médico sonrió.

—Lee la Biblia.

—Sabes que lo vengo haciendo desde hace años.

—Por eso me entiendes en seguida, Francisco.

Francisco se sentó junto a su padre, también de cara al océano. Sus hombros se tocaban. Sentían un íntimo regocijo por la explicitación de la alianza. Al padre le encendía un inefable orgullo: la calidad de su simiente. Al hijo le embargaba una intensa emoción: la integridad de su ascendencia. Por fin consiguieron transmitirse el tenaz secreto. Por fin se confiaban por entero.

—Siento que no estoy solo, papá —extendió sus manos hacia adelante, hacia el índigo con resplandores de plata; luego hacia arriba, hacia las gaviotas que navegaban sobre ondas invisibles—. Pertenezco a una familia llena de poetas, príncipes y santos. Mi familia es innumerable. Así me enseñaste desde niño.

—Perteneces a la antigua Casa de Israel, a la sufrida Casa de Israel, que es también la Casa de Jesús, de Pablo, de los apóstoles.

—Mi sangre abyecta es igual a la de ellos. Tan digna como la de ellos.

—Eso no lo pueden aceptar. No lo quieren ver. Trazan una frontera alucinada entre los judíos a quienes veneran y los judíos a quienes desprecian y exterminan.

—El
Scrutinio
pretende agrandar esa frontera, precisamente —Francisco no podía quitarse la acidia del libelo—. Saulo y Pablo: los pinta próximos, pero tan distintos. El apóstol San Pablo había sido el rabino Saulo antes de la conversión, como Pablo de Santamaría había sido el judío Salomón Halevi. Halevi se olvidó de su origen; su ambición lo llevó a tanta indignidad, papá.

—Su miedo, hijo... —le corrigió—. El miedo es peor que la muerte. Yo he tenido ese miedo.

Francisco asintió con pena. Era el punto más doloroso.

—Por miedo abjuré, lloré, mentí, confesé —murmuró el padre—. Se desintegró mi persona... Decía lo que me ordenaban.

—Papá, por favor, dime: ¿en algún momento volviste a la fe católica?

Abrió las manos, repentinamente sorprendido. Se mesó la barba.

—Preguntas si volví... Pero ¿alguna vez estuve en ella? Para los católicos, basta recibir el bautismo. Pero eso lo fuerzan. El proselitismo así es fácil. Pero quien es bautizado contra su voluntad no cree con el corazón. Es como si te pidiesen que jures lealtad a alguien pero otro lo hace por ti; luego te llaman traidor por no ser leal a quien jamás juraste lealtad... Un mecanismo que haría sonreír, si no fuese trágico.

—¿El bautismo no derrama la gracia?

—La gracia llega con la fe. Hijo: muchas veces he deseado tener fe en los dogmas de la Iglesia para dejar de ser un perseguido. Me has visto en los servicios y las procesiones: no siempre concurro para simular. Me concentro, escucho, rezo, trato de sentir. Pero sólo veo una ceremonia ajena.

—¿Dejarías de ser judío, papá?

—Como tantos. Como millones. Pero también tendría que dejar de ser quien soy. Olvidar a mis padres, mi historia, la llave de hierro. Pensar de otro modo. Se quiere, pero no se puede.

—No es sólo la religión, entonces.

—Por supuesto. Es algo más profundo.

—¿Qué?

—No lo consigo atrapar. Quizá sea la historia. O el destino común. Los judíos somos el pueblo de la Escritura, del libro. La historia es libro, letra escrita... ¡Qué paradoja!, ¿no? Ningún otro pueblo ha cultivado tanto la historia y, al mismo tiempo, es tan obstinadamente castigado por ella.

Al rato, el padre murmuró:

—No es fácil ser judío como no es fácil el camino de la virtud. Ni siquiera eso: no está permitido ser judío.

—¿ Entonces?

—O te conviertes de corazón...

—El corazón no responde a la voluntad —lo interrumpió Francisco—, lo acabas de reconocer.

—O simulas. Es lo que hago.

—Representación, apariencia. Somos iguales o peores que ellos —meneó la cabeza, apenado—. Qué triste, que indigno, papá.

—Nos obligan a ser falsos.

—Aceptamos ser falsos.

—Efectivamente.

—¿No hay otra posibilidad?

—No hay. Somos reos de una prisión indestructible. No hay alternativa.

Llegaba el momento de marcharse. La grisácea cortina de nubes se inflamaba en el horizonte. Empezó a refrescar. Las olas avanzaban sobre la arena.

—Me cuesta resignarme —musitó Francisco—. Presiento que existe otro camino, muy estrecho, muy difícil. Presiento que romperé los muros de la prisión.

90

Un nuevo adversario del Santo Oficio se yergue cautelosamente —barruntaba en su adusta cámara el inquisidor Andrés Juan Gaitán—. Es más peligroso porque une a su vigor una devastadora habilidad política. Nació para defender la religión verdadera del asalto protestante, pero maniobra para quedarse con todo el poder de la Iglesia: la Compañía de Jesús. Desarrolla una ambivalencia sutil: agresividad y piedad. Los jesuitas, en el corto lapso de su existencia, ya se han colocado a la par de las otras órdenes religiosas. No conformes con tanto éxito, suelen informar descaradamente sobre debilidades e incompetencia de los dominicos, franciscanos, mercedarios y agustinos para, indirectamente, demostrar que son los mejores. Su falta de modestia les ha permitido avanzar en todos los terrenos. Han encandilado a Roma y Madrid. Su próximo objetivo, que abordarán con retorcidas estrategias, es el Santo Oficio. Debo conversar sobre este punto con mis colegas inquisidores. Pero también con ellos (¡hasta qué punto han avanzado en su penetración!) debo hacerlo cuidadosamente. No vayan a suponer que me mueven intereses ajenos a la pura defensa de la fe.

Una muestra cabal del retorcido método que usan los jesuitas para ganar poder es su política con los indios. Insisten en las técnicas piadosas. Aseguran que evangelizan más rápido y mejor. Son unos pícaros: en primer término, carecen de originalidad porque desde fray Bartolomé de Las Casas en adelante, muchos sacerdotes ya han pleitado en favor de los naturales. En segundo término, su objetivo no se reduce a la evangelización, sino aprovecharla en beneficio de su poder. Las reducciones de indios que empiezan a construir lo evidencian: quieren formar verdaderas repúblicas bajo su exclusiva jurisdicción. Con la excusa de que los encomenderos son crueles y voraces han excluido otra presencia que no sea la suya. Son encomenderos con sotana. Y muy ambiciosos.

Otra acción similar se cumple ante nuestras narices. Si tiene éxito, habrá un cierre de pinzas contra Lima: el virrey, el arzobispo y la Inquisición deberemos inclinarnos ante la todopoderosa Compañía de Jesús. Lo digo por lo siguiente: de un lado crecerá la república jesuítica del Paraguay con millares de indios guaraníes a su servicio; del otro, la república jesuítica de Chile con millares de indios araucanos. Ambos bloques nos asfixiarán y someterán. Esto, tan evidente como el sol, no se ve por la intensidad de su misma evidencia. Los jesuitas tienen la gazmoñería de presentar sus éxitos corporativos como victorias de la fe. Y logran ser creídos.

Que pretenden socavar la autoridad del Santo Oficio cae de suyo. Quitan importancia a la vigilancia de los cristianos nuevos, opinan que las prácticas judaizantes no conmoverán a la Iglesia e insisten en la prioridad de la evangelización indígena. El Santo Oficio no se ocupa de evangelizar, sino de impedir que se inoculen venenos a la fe. Pero en las Indias los jesuitas no se interesan por los venenos. Más aún: los descalifican. Indirectamente, entonces, descalifican al incomparable antídoto: la Inquisición.

No me asombra que el marqués de Montesclaros haya establecido una alianza con la Compañía. Este hombre se aliaría con Lucifer para perjudicar al Santo Oficio. Parece no haberse dado cuenta de la inmensa reducción jesuita que se proponen levantar en Chile. Ahí el rostro visible de la Compañía es el padre Luis de Valdivia, un hombre astuto que simula infinita bondad. Ha conseguido poner a su favor a la corte de Madrid y de Lima. Increíble. Ni siquiera habla bien: pone un vocablo en lugar de otro, olvida palabras. Un hombre así no obtendría confianza ni recursos si no estuviese apoyado por eminencias que se mueven en las sombras. Según su opinión, hay que abolir la servidumbre personal y los malos tratos, respetar los territorios indígenas y predicarles el Evangelio en su lengua. Los ejércitos se limitarían a defender el terreno adquirido. Este plan ha sido bautizado
guerra defensiva
(
defensiva
para la Corona,
ofensiva
para la Compañía de Jesús). En efecto, serían jesuitas quienes se internarían en los territorios vedados al ejército y allí edificarán reducciones tan grandes como las del Paraguay.

El padre Luis de Valdivia, apoyado por el Rey, el virrey y el gobernador (no le falta nadie), convocó a un aparatoso parlamento con los caciques. Les prometió la paz y dispuso que tres jesuitas se internaran en los bosques de Arauco para predicarles el Evangelio en el idioma nativo. Algunos opinan que la ingenuidad de Valdivia tocaba lo maravilloso. Yo creo en lo opuesto: su ambición lo aceleraba y enardecía. Anhelaba controlar de inmediato en esas extensiones. No midió los riesgos, ni el rencor, ni la ferocidad de los araucanos. Es el responsable por la suerte de esos frailes, que fueron despedazados salvajemente. El castigo del cielo no podía ser más elocuente. Pero los jesuitas no se dieron por aludidos. En lugar de reconocer su error y disculparse ante los hombres experimentados que enronquecieron machacando advertencias, y anular su plan de indebida y oblicua conquista, se dedicaron a revestir la inútil muerte de sus hermanos con el disfraz del martirio. ¡Nada los frena en su ambición! Leo el juego de la Compañía y no caeré en él. Nuestra estrategia deberá consistir en sabotear sus éxitos. Por lo tanto, convertiremos cada presunto milagro jesuita en un sospechable truco del demonio. De esta forma les meteremos miedo y los tendremos a raya. Nuestras hogueras tienen poder de la convicción.

91

¿Quién no sabía que la sorda guerra entre diversas jurisdicciones del Virreinato —poder civil, Iglesia, Santo Oficio, Compañía de Jesús— se agregaba a la lucha dentro de cada jurisdicción? La consigna indicaba uniformar esa variedad incontrolable bajo la autoridad del Rey y la fe en Cristo los inquisidores maldecían al virrey y éste no los regateaba su venenosa reciprocidad. El arzobispo tenía severas disputas con ambas partes por violaciones a sus respectivos límites. Hasta el Cabildo de Lima, que tenía una labor estrictamente municipal, pretendía meterse en la intimidad de los conventos, cárceles de la Inquisición y negocios del virrey. La Audiencia, encargada de la justicia, se veía interferida, sobornada y burlada y devolvía las atenciones con otras interferencias, sobornos y mofas. Incluso la Universidad de San Marcos, orgullo del Virreinato, era prisionera de todas las jurisdicciones a la vez y contaminada por sus conflictos.

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