La gesta del marrano (45 page)

Read La gesta del marrano Online

Authors: Marcos Aguinis

BOOK: La gesta del marrano
11.2Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esta lucha constante fue interrumpida bruscamente. El autor del milagro no fue uno de los protagonistas locales, sino un holandés. Se llamaba Joris van Spilbergen (nombre que, en español, se simplificaba como Jorge Spilberg). El licenciado Diego Núñez da Silva recibió la orden de evacuar a los enfermos crónicos del hospital portuario y prepararse para recibir heridos. Francisco, Joaquín del Pilar y demás estudiantes, bachilleres, licenciados y doctores de Lima fueron emplazados para dirigirse al Callao y colaborar en la defensa. Joris van Spilbergen era un pirata dispuesto a convertir en cenizas la Ciudad de los Reyes.

Una súbita solidaridad sopló como viento nuevo en el Perú. Españoles, criollos, indios, mestizos, negros, mulatos, zambos, seglares, nobles, artesanos, labradores, mercaderes y eclesiásticos marginaron transitoriamente sus rencillas para unirse en contra del enemigo externo.

Holanda, luego de sostener cuarenta y dos años de lucha para conquistar su independencia, había conseguido un progreso asombroso, La interminable guerra de Flandes (en la que había intervenido el capitán de lanceros Toribio Valdés y a la que su hijo Lorenzo aún soñaba incorporarse) concluyó en un pacto
sui géneris
. Pero el monopolio que España había pretendido imponerle obligó a que los holandeses buscasen con las armas en la mano los productos que necesitaban en los mares de Asia. Por eso las cláusulas del acuerdo sólo se aplicaron en Europa, no en ultramar. La guerra prosiguió en las remotas Molucas y archipiélagos vecinos. Ahora parecía extenderse a las Indias Occidentales. Era novedoso e intolerable para España que los Países Bajos también le disputasen en América.

Los holandeses decidieron explorar una nueva ruta hacia el Asia por el estrecho de Magallanes. Formaron una escuadra con abundante tripulación y la confiaron al inteligente y maduro almirante Van Spilbergen. Los buques atravesaron el Atlántico sin inconvenientes, excepto el conato de sublevación en uno de ellos. Arribaron a las costas del Brasil. Luego prosiguieron hacia el Sur: tenían que cruzar el estrecho antes de que los vientos invernales frustraran su propósito. La aventura era altamente peligrosa y una de las naves, aprovechando el amparo de la noche, desertó. El almirante recordó escuetamente: «tenemos la orden de pasar por el estrecho de Magallanes; y yo no tengo otro camino. Que nuestras naves no se separen». La escuadrilla penetró en el laberinto de hielo pese a los riesgos de naufragio. Los canales eran blancos sepulcros donde los silbidos anunciaban la muerte. Las olas rompían contra los muros de mármol y los aludes de espuma ocultaban el zigzagueante camino. Los barcos podían quebrarse contra los bloques helados o encallar entre las rocas. La ruta era embustera: un día creyeron que estaban nuevamente a la entrada del estrecho. Finalmente se reunieron los cinco buques en la bahía de Cordes, tras esquivar marejadas y corrientes que podían haberlos hundidos. Agradecieron la ayuda de Dios.

Mientras, los espías españoles destacados en Holanda se enteraron de esta misión intrusita e hicieron la denuncia a Madrid. Mientras Spilbergen se aprovisionaba de leña, agua y víveres en el Sur de Chile, navegaban hacia Lima las advertencias sobre su avance y peligrosidad. Pronto se agregarían las noticias de sus últimas acciones.

El marqués de Montesclaros consultó a sus asesores, pero en la soledad de su poder prefirió designar jefe de la flota virreinal a su sobrino Rodrigo de Mendoza. Era un hombre joven y valiente, aunque sin experiencia. El nepotismo del virrey no cedía ni siquiera ante una amenaza de esta envergadura.

Los holandeses navegaron hacia el Norte manteniendo la costa chilena a la vista. Cuando les parecía encontrarse frente a lugares despoblados y fértiles, desembarcaban por una jornada y renovaban sus provisiones.

En tierra aumentaba el miedo a enfrentados. Se trataba de filibusteros protestantes que no hesitarían en vejar a los españoles de la peor manera (aunque negociaban con los indios y no asesinaron a los pobladores de la isla Santa María, donde fueron agasajados por su alebronado corregidor).

Llegaron a Valparaíso y cundió el pánico. La escuadrilla extranjera, con su orgulloso velamen desplegado, siguió hasta la playa de Concón. La esperaba un grupo de 700 hombres, en su mayoría enviados desde Santiago de Chile. El navío
San Agustín
que permanecía anclado en la costa, listo para zarpar con sus mercaderías, fue hundido precipitadamente por los mismos defensores ante el peligro de que los holandeses consiguieran apoderarse de su cargamento. Spilbergen bajó a tierra con 200 hombres y una pieza de artillería. Los españoles incendiaron sus casas mientras los holandeses hacían fuego. Hubo más destrozos y gritos que víctimas. Durante la bruma del anochecer el invasor decidió reembarcarse para embestir cuanto antes las fortificaciones del Callao. Se decía que un hombre menos aguerrido que el pirata Spilbergen se habría dado por contento y hubiese dirigido su escuadrilla hacia las Molucas, que era su destino final. Pero sabía que Lima era el centro económico y político del Virreinato, la aprovisionadora del oro y la plata que los galeones derramaban en Sevilla.

El sobrino del virrey Montesclaros escogió interferir a los raqueros protestantes en alta mar. Tenía motivos para no confiar en la defensa terrestre porque las tropas estaban mejor preparadas para un desfile que para una batalla en serio.

La vigilia se cargó de tensión. Más de 2000 hombres fueron apostados con arcabuces, espadas y cuchillos para repeler el desembarco inminente. A Francisco le entregaron una lanza y una adarga. Se sintió ridículo. La mayoría de los vecinos no sabían usar con destreza las armas que se distribuyeron. Los oficiales encargados de artillería recién se enteraron de cuán deteriorados estaban los cañones: simples monumentos que no se usaban ni para ejercicios; en muchos de ellos no calzaban los proyectiles. La desesperación aumentó la ira y algunas piezas fueron destrozadas a patadas.

Los sirvientes multiplicaron antorchas hasta los puestos lejanos para mostrar a los filibusteros que había mucha gente en guardia insomne. Los clérigos recorrían los grupos y se detenían entre los soldados para echarles la bendición. Los soldados recibieron la consigna de distribuirse también a lo largo de la costa y vigilar a los vecinos para impedir que el miedo fomentara su deserción. Entre ellos, montado, daba órdenes Lorenzo Valdés.

El frío de julio calaba los huesos. Había mucha gente nerviosa y sin saber qué hacer. Se habían encendido fogatas para hervir sopas. A su calorcito se aproximaban los inexpertos defensores. Necesitaban comentar versiones. El sobrino del virrey era un mozalbete irresponsable para unos y un brazo implacable para otros.

—Será comido vivo por el holandés —aseguró un vecino mientras sorbía ruidosamente el caldo de su jarra.

—No es verdad. Capará al holandés y le meterá las bolas en la boca —replicó un joven exaltado.

—Es cierto —apoyó otro hombre mientras tendía su jarra al negro que hundía el cucharón en el caldero—. Los piratas ni se atreverán a pisar tierra. Miren todas las antorchas encendidas: se pierden en la distancia. Saben que somos millares de soldados.

El vecino escéptico largó una carcajada socarrona:

—¿Millares de soldados? Unos pocos, no más. Somos millares de vecinos sin entrenamiento. Eso somos.

—¿No será usted portugués? —se enojó el joven.

—No. ¿A qué se debe la insinuación? ¿Acaso pronuncio mal el castellano?

Francisco se sintió incómodo. Su padre era un médico portugués que hacía guardia abnegadamente en el hospital y atendería a estos hijos de puta en caso necesario.

—Los portugueses se alegran con las provocaciones de Holanda.

—Yo no me alegro, jovencito —reprochó con énfasis—. Ni soy portugués. Además, le ruego que no sea bruto y no confunda.

—No le permito...

—Es usted demasiado pequeño para darme permisos. Le decía que no confunda —lo apuntó con su jarra; los ojos chisporroteaban—: una cosa son los portugueses y otra los judíos portugueses —acentuó la palabra judío.

El correo se silenció ante la repentina autoridad del hombre. Sólo llegaban las voces de otros grupos, relinchos de caballos y el rumor incesante de las olas.

—Los judíos portugueses son quienes se alegran —aclaró al rato—. Los protestantes son sus amigos en el odio a nuestra fe.

Francisco no pudo seguir bebiendo su ración. Quería arrojársela a la cara.

—Todos los portugueses son judíos —afirmó otro hombre.

—No todos.

—Yo no conozco uno solo que no lo sea.

Francisco giró hacia los cascos que se aproximaban. Era Lorenzo. Le hizo señas.

—¡A desconcentrarse! ¡Vamos! —rezongó el apuesto jinete—. ¡Cada uno a su lugar!

Los hombres se hicieron llenar nuevamente las jarras y se dispersaron lentamente por las murallas de sombra.

—¿Cómo estás? —se alegró Lorenzo al verle la lanza y el escudo apenas iluminados por la fogata.

—Mal —sonrió Francisco.

—¿Tienes miedo, acaso?

—Estaría mejor aprontando instrumentos en el hospital, que con estas armas.

—Es verdad que no te sientan —rió.

—Pero órdenes son órdenes.

—Así es —acarició la cerviz de su caballo—. Un médico también debe empuñadas. ¿Acaso tu padre no hacía guardia en Ibatín?

—Yate lo conté. Es cierto.

—Tú haces guardia en el Callao —se acomodó el morrión—. A propósito: ¿cómo está él?

Francisco bajó la cabeza. Lorenzo se arrepintió de la pregunta.

—Discúlpame.

—Nada que disculpar... Está decaído y enfermo. Permanece en el hospital. Es su puesto. Atenderá los heridos.

—Si los hay.

—¿No crees?

—Mira la línea de antorchas. ¿Supones que unos pocos piratas desembarcarán para hacerse carnear por miles de soldados?

—No son todos soldados.

—Ellos no lo saben —tironeó

Francisco.

—Adiós.

Francisco caminó hacia la muralla y se sentó en el paramento. Apoyó las armas contra el muro, aflojó su cinto y se acurrucó bajo su sombrero y su manta. Debería dormir un poco. Revoloteaba una nueva acusación: «portugués». Hasta entonces era necesario demostrar que no se tenía la abyecta sangre de judío, ahora había que agregar que no se tenía la sospechosa nacionalidad de portugués.

Horas más tarde se irguieron tras la línea del horizonte los temidos velámenes. Aprovechaban el viento en popa para acercarse rápidamente al Callao. Spilbergen —asesorado por el diablo, cundía— no sólo vio las antorchas: sabía del cansancio, inexperiencia y miedo de los defensores. Sus cuatrocientos corsarios alcanzaban para romper las barreras, vencer a los soldados y levantarse un botín sin precedentes.

Rodriga de Mendoza saltó a su nave y ordenó atacarlos en el mar. Su pequeña flota se precipitó desordenadamente contra los intrusos. La tierra se encendió de pavura. Los oficiales recorrían al galope los puestos y empujaban a los remisos. Los artilleros transpiraban con la infecunda recuperación de los cañones. Los negros eran corridos hacia la playa para que sus pechos sirviesen de primera oposición al desembarco. Francisco se apostó junto a otros defensores provistos de adargas y puñales.

El choque estalló a la altura de Cerro Azul. El recíproco bombardeo levantó una humareda que ocultó las naves. Por entre los densos globos cenicientos relampagueaba el fuego de los cañonazos. Muchos hombres cayeron al agua. Desde tierra no se podían diferenciar las banderas en medio de las espumas cargadas de tizne. Sin embargo, era evidente que la batalla se iba aproximando al puerto a medida que concluía la terrible jornada. Las explosiones sonaban con intensidad creciente y se podían oler las nubes de pólvora. Rodriga de Mendoza, sucio de hollín y de sangre, creyó adivinar la maniobra de Spilbergen: aprovechaba la penumbra del ocaso para llegar a la costa. Ordenó perseguido resueltamente. Le disparó varios cañonazos. La oscuridad aumentó y fue imposible reconocer a tiempo el trágico error: no estaba atacando a la nave capitana del holandés, sino a una de sus propias galeras, que se hundía en medio de una vocinglería espantosa. Spilbergen, más experimentado, se dedicaba a recoger a sus hombres y apuntaba la proa hacia el refugio que ya había acondicionado en una anfractuosidad de la isla San Lorenzo para curar los heridos y hacer las reparaciones de su escuadrilla.

Las naves piratas volvieron a romper la quietud del horizonte tres días después. Los cinco barcos, en acelerado avance, produjeron una conmoción indescriptible. Varios clérigos, sin las debidas precauciones, alzaron las imágenes de los santos, las cargaron en andas y trasladaron a la orilla del mar: desde allí podrían brindar mejor ayuda contra los enemigos de la fe. Volvieron a distribuirse armas. A Francisco le entregaron esta vez un arcabuz.

—Yo tenía adarga y lanza —dijo.

—¡Coja esto y no proteste, carajo! —el fastidiado oficial lo empujó hacia la muralla mientras tendía otro arcabuz al vecino siguiente.

Los soldados golpeaban con el plano de sus espadas a los negros e indios que se resistían a alinearse en la playa para ofrecer sus pechos. El almirante de la flota no alcanzó siquiera el muelle cuando un bombazo estruendoso desmoronó la esquina de San Francisco. Otro proyectil pasó por encima de la población y desbarató chamizos marginales. El pánico se generalizó. Ya era tarde para detenerlo en el mar. Las rogativas, bendiciones y confesiones se elevaban con más fuerza que las nubes de pólvora.

Spilbergen, empero, no había planificado librar una batalla terrestre: era desproporcionado el número de hombres. Se despedía con una risotada, como buen engendro de Satanás.

El virrey extrajo enseñanzas de este suceso cruel y humillante: dispuso perfeccionar la minúscula armada y corregir su artillería inservible; la guerra no sólo debía librarse contra los naturales y los competidores internos, sino contra los enemigos de España.

El inquisidor Andrés Juan Gaitán fue más lejos aún. Opinaba que la incursión de los holandeses no sólo respondía a la ambición de su comercio y el creciente odio a la Iglesia, sino a los pedidos de los marranos portugueses. En su afán de volver a los inmundos ritos, convencían a los protestantes (holandeses, ingleses, alemanes) para venir a perturbar el orden de estas tierras. Muchos conversos habían logrado huir hacia el mar del Norte y, desde allí, estimulaban expediciones como la de Joris van Spilbergen. ¿Acaso los holandeses no atacaron el Brasil y, tras algunos éxitos, permitieron que los judíos retornasen a sus rituales y abrieran sus infectas sinagogas? Era una conspiración, obviamente. Por lo tanto, no alcanzaba con repeler los ataques esporádicos ni —como pretendía el ineficiente virrey— con mejorar la flota y la artillería: era preciso descubrir, perseguir y exterminar al enemigo interior. Andrés Juan Gaitán lo dijo frontalmente:

Other books

Wild Open by Bec Linder
La edad de la duda by Andrea Camilleri
The Awakening by Amileigh D'Lecoire
Druids by Morgan Llywelyn
Paradise City by C.J. Duggan