Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
—¿Has visto de nuevo a su hija? —Juan se frotó las manos en actitud cómplice.
—A medias...
—Deberías casarte. El matrimonio te hará sonreír con más frecuencia.
—Ya que eres tan chismoso y te sobra información, dime si ella me aceptaría como marido.
—¡Claro que te aceptaría! —se cubrió un eructo con el puño—. Bueno; no sé si ella... Sí, su padre.
—¿Por qué?
—Veamos —arrimó el candelabro—. En primer lugar, Isabel Otañez no es hija de don Cristóbal, sino su ahijada. Esto tiene puntos en favor y en contra. En favor: no hereda su codicia ni su fogosidad. En contra: no hereda su fortuna ni su incondicional protección. Te casarías con una mujer pobre.
—Eso no entra en mi evaluación.
—En segundo lugar, don Cristóbal te aceptaría. ¿Las razones? Son visibles: es tu paciente y valora tu cultura. La presencia de un buen médico en su familia le brindaría beneficios adicionales.
—No se me ocurren.
—Yo, por ejemplo, hubiera sido un yerno ideal —estiró los labios—: le hubiera provisto de todos los chismes de la ciudad, de toda la información soterránea. A través mío, él podría canalizar consejos a mis pacientes sobre qué obsequiarle para conseguir su favor. También yo le serviría para convencer a funcionarios reales y eclesiásticos de que conviene otorgarle el máximo poder.
—Exageras. Eso ya ni es falso: es grotesco.
—Te mezquinará la dote de su ahijada y hará que pongas más de lo que tienes.
—Para eso falta mucho. Primero deberé conseguir su mano.
—Puedes darla por concedida.
Fray Alonso de Almeida toma varios minutos para contemplar al prisionero. Le cuesta reconocer en este hombre sucio y cubierto por una desordenada melena al médico que honraron las autoridades y cuya atención profesional habían solicitado el gobernador y el obispo de Santiago. Se había elogiado incluso su cultura sacra y profana. Pero seguramente el exceso de lecturas profanas (y algunas heréticas) le trastornaron la razón. Es necesario, en consecuencia, arrancarle de sus sofismas y hacerle ver lo evidente.
Este calificador del Santo Oficio tiene experiencia: cuando se enfrenta a un pecador, nada es más efectivo que una amonestación severísima. Se dispone, pues, a descargarle un atronador discurso. Ordena cerrar la puerta de la celda, mira los ojos de Francisco y le lanza el primer reproche.
Después de que le efectué el examen clínico de rutina por dolores en el pecho, don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor me invitó a su despacho para catar el vino que le regaló un encomendero. Nos sentamos en butacones enfrentados; una negra depositó sobre la mesita de nogal dos copas de vidrio grueso y una botija de cerámica.
—Me han traicionado, doctor —dijo intempestivamente.
Lo miré sorprendido.
—¿Me haría el favor de llenar las copas? —agregó—. Este golpe es la causa de mi recaída, lo sé.
Destapé la esbelta botija y se elevó el perfume del vino.
—El virrey, instigado por los jesuitas, ha designado gobernador a un ridículo viejo octagenario.
—Pero de aquí salieron fuertes apoyos para que usted continuara en el cargo.
—Sí —recibió la copa, miró el vino reluciente, inspiró su aroma—. Todos me apoyaron: los cabildos de Santiago, de Concepción, de Chillán, los jefes del ejército, el prior de los franciscanos, mercedarios, dominicos y agustinos, y hasta nuestro colérico obispo. Pero no sirvió de nada.
—No me explico, entonces.
—Fácil, mi amigo: más fuerza que dignas autoridades y que la razón, tienen Luis de Valdivia y su Compañía de Jesús.
Bebimos un sorbo. Era noble producto de excelente vid.
—Me hizo un buen regalo este encomendero —sonrió don Cristóbal—. Es un pícaro: ahora vendrá a pedirme favores en trueque.
Lo miré fijo, Volvió a su tema.
—¿Sabe qué le importa al virrey? —se frotó la nariz—. Que continúe la guerra defensiva. ¿Por qué, si es desastrosa? Porque es barata... Yo he informado la verdad y éste fue mi error. No importa la verdad, sino los intereses. Falló mi percepción política. El virrey no quiere desviar fondos para llevar adelante una ofensiva que controle de una santa vez a los araucanos; a sus arcas fiscales les conviene esta situación fluctuante, de interminables negociaciones. El virrey sabe, además, que el jesuita Luis de Valdivia tiene muchos y ardorosos protectores en Madrid.
—¿Y lo reemplazarán a usted por un octogenario?
—Tal cual. No es otra cosa que un viejo cascarrabias que vive en Lima desde hace medio siglo y a quien el marqués de Montesclaros descalificó a menudo. Pero como está de acuerdo con la guerra defensiva, el nuevo virrey le ha confiado nada menos que la conducción de este empelotado reino: una locura.
—¿Qué será de usted, don Cristóbal?
—Seguiré en mi cargo de oidor; la Audiencia tiene mucho para hacer. Además, quiero reírme del nuevo gobernador. Veremos cuánto le dura el entusiasmo por la guerra defensiva. Le aconsejaré darse una vueltita por el Sur, recorrer los fuertes desvastados y conversar con los vecinos de Concepción, Valdivia, Imperial, Villarrica. Se meará de contento... Nadie, excepto Luis de Valdivia, que es un obcecado, se engaña más. Los araucanos sólo se inclinarán bajo el yugo de una derrota. Los jesuitas, por más que les prediquen en su lengua, no los convencerán de armar reducciones como en el Paraguay.
—El enfoque de los jesuitas, sin embargo, no me parece incorrecto —opiné.
El gobernador interino elevó las cejas.
—Los indígenas han sido objeto de abusos inenarrables, cualquiera sabe que están resentidos y furiosos —añadí—. Una evangelización que no les quite sus tierras ni los reduzca a servidumbre puede cambiar el concepto que ellos tienen de los españoles.
—Me extraña que piense de esa forma.
—¿Por qué?
—Usted es un hombre ilustrado. No sea ingenuo, pues. Los indígenas son salvajes, no nos quieren ni como ángeles. Sencillamente, no nos quieren. Somos intrusos. Prefieren seguir revolcándose en su promiscuidad y su mierda.
—No se sienten promiscuos ni ven su realidad como mierda, don Cristóbal. Ésa es
nuestra
opinión.
—¿También la suya?
—En todo caso, no la de ellos. Son puntos
—Pero hay una sola verdad. ¿O no?
—Tal vez haya más de una... —en el acto me arrepentí de lo dicho y quise arreglar mi peligrosa afirmación—. Ellos no reconocen nuestro punto de vista como verdadero.
—¡Ah! —se rascó la rubicunda papada—. Entonces necesitan aprender.
—Por eso decía que los jesuitas, predicándoles en su idioma, suprimiendo la servidumbre forzada, impidiendo las ofensivas militares, tal vez consigan hacerles cambiar de postura. Si se les demuestra que el rey de España quiere la paz, ellos terminarán aceptándola. También les conviene. Pero hasta ahora los indios sólo han recibido desprecio y explotación.
—Habla usted como el padre Valdivia. Suena convincente, pero es falso. Hace una década que empezó esta infantil estrategia. Hubo parlamentos, devolución de prisioneros, pactos, desmantelamiento de nuestras posiciones de avanzada. ¿Qué pasó? Entraron a saco en nuestras ciudades e incendiaron varios fuertes. ¡Son unos ladinos! Son más astutos que nosotros y aprovechan nuestros desacuerdos estratégicos para quebrarnos el espinazo.
—Pero ¿qué pretenden?, ¿la guerra eterna?
—Expulsarnos de Chile, hacernos desaparecer. Nada más que eso.
(Pensé que lo mismo deseaba la Inquisición de los judíos.)
—¿No hay un punto de encuentro, de armonía?
—Si usted se refiere a un punto equidistante, le digo que no. O triunfamos nosotros o seguiremos padeciendo el conflicto.
—Ellos no pueden vencernos ni hacernos desaparecer —dije.
—Por supuesto. Entonces optan por desangrarnos. Confían que, a la larga, nos harán desaparecer. Para que eso no ocurra hace falta derrotarlos y someterlos como a los animales chúcaros en la doma. De lo contrario no habrá evangelización. Primero aplastarlos, después enseñarles.
—¿No se puede evangelizar sin humillar?
—¿Humillar? Sólo someter —se arrellanó—. Vea, Francisco, los hombres sensibles como usted tienden a confundir. Cuanto antes se los aplaste, mejor será para todos —me arrimó la copa vacía para que le escanciara vino—. Un potro domado recibe menos azotes que uno en proceso de doma. Cuando un araucano aún salvaje es conchavado en servicio, ¿sabe qué hacen algunos encomenderos para evitar que se escape y luego regrese armado, dispuesto a vengarse? Lo sujetan entre muchos, le ponen un cepo al tobillo y de un hachazo le rebanan todos los dedos del pie.
—Es atroz. Ya me he enterado.
—Corno usted sabe —prosiguió—, la hemorragia se detiene con un buen hierro al rojo, lo cual es un golpe de gracia adicional. En un mes este indio pierde las ganas de fugar, olvida su espíritu rebelde y está en óptimas condiciones para recibir los consuelos de la santa religión. Estas prevenciones no serían necesarias si todo el pueblo araucano fuera debidamente vencido;
—La guerra defensiva lleva una década de fracasos, pero el maltrato de los indios lleva una centuria. La estrategia inmisericorde también falla —dije.
—No estoy de acuerdo.
—En el Perú aún escuchan relatos sobre la remota expedición de Almagro
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. Dicen que devastaba los campos y todo indígena que aparecía era forzado a enrolarse en sus huestes. Los amarraban por el cuello, como los negreros a los esclavos. Cargaban los bultos y llevaban sobre sus espaldas angarillas en las que viajaban sentados los conquistadores. Iban casi desnudos, no les daban de comer sino maíz, y cuando uno de ellos caía muerto, no perdían tiempo en desatarle las amarras: le cortaban la cabeza.
Don Cristóbal sonrió con indulgencia.
—Los indios que murieron con Almagro —dijo— son del Norte. Los araucanos son del Sur.
—También han sido objeto de atrocidades.
—¿Los del Sur?, ¡vamos! No hay comparación con su ferocidad; todo lo que se les haga parece una caricia. Pregúntele al capitán Pedro de Valdivia cómo el cacique Lautaro mató a su padre. Pregúntele.
—¿Y la represalia? ¿Cree que los araucanos olvidan cómo mataron a su cacique Caupolicán? —repliqué con indebida vehemencia
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.
—Está bien, doctor —palmeó mi rodilla—. Por suerte usted no es militar ni pretende llegar a gobernador de Chile: sería un desastre. Pero admiro su sensibilidad de médico.
—No sólo de médico —persistía mi énfasis.
—De buen cristiano, entonces —sonrió.
Bajé los párpados.
—Cuando llegue el viejo octogenario —dijo—, podrá congraciarse con él asegurándole que es el único vecino del reino que aún apoya la guerra defensiva. Le caerá muy bien. Pero después de unos meses, le aseguro, ni querrá mencionar esas palabras. Convénzase: los indios deben ser primero derrotados, luego evangelizados. En ese orden.
—En el Perú han sido derrotados militarmente hace tiempo.
—Así es. Por eso hay paz. Y se los puede evangelizar.
—Pero el éxito no es satisfactorio.
—¿Por qué dice eso?
—Muchos retornan a la idolatría.
—¡Bah! Casos aislados. Algunos brujos ignorantes. Eso es por mala catequesis.
Don Cristóbal se paró:
—Gracias por alargar su visita. Nuestra charla distrajo mi pesadumbre... Tendré que ir acostumbrándome a no ser la máxima autoridad. Algo más, doctor —se acarició la puntiaguda barbita—. Tengo la impresión de que en algunas oportunidades ha querido entablar diálogo con mi ahijada Isabel... —sonrió permisivamente, casi alentadoramente.
Me turbó. Su develamiento frontal no dejaba espacio para una respuesta esquiva.
—Sí, Excelencia —tomé distancia—. Es una persona con la que me agradaría conversar.
—Pues bien, quería decirle que cuenta con mi autorización. Al fin de cuentas, usted es mi médico, ¿no?
Francisco lo escucha boquiabierto. El calificador inquisitorial Alonso de Almeida es enfático. Lo castiga como a un niño que ha desobedecido las generosas enseñanzas; le dice que Francisco devuelve escoria por oro, que produce decepción y luto. Dios, la Virgen, los Santos y la Iglesia le derramaron bendiciones y él, tras disfrutarlas, se ha convertido en un traidor miserable. Le exige que reflexione, que se doblegue y se arrepienta; le exige que baje la cabeza, que llore, que tiemble, que se achicharre.
Paseé con Isabel Otañez a plena luz de la tarde, como merecía una ahijada de familia decente. Nos seguían dos sirvientas negras como garantía formal de nuestro recato. Bordeamos —a prudente distancia— una porción del cerro Santa Lucía. Por los caminos que abrían las cabras se podían alcanzar sus alcobas silvestres, de las cuales no se hablaba en las conversaciones honorables porque cobijaban los abrazos adúlteros de la severa Santiago de Chile. El entramado verde de las laderas ocultaba nombres y cuerpos. Los púlpitos denunciaban los pecados que florecían en los laberintos del cerro, pero nadie concretaba su destrucción.
Ella había nacido en Sevilla. Quedó huérfana a los siete años y fue adoptada por don Cristóbal y doña Sebastiana, por los que sentía mucha gratitud. Después se ensombreció. Con pena contó el asalto de los bucaneros en el mar Caribe. El relato la estremecía. Pero hasta su conmoción la hacía fascinante.
Yo le narré mi infancia en Ibatín, mi adolescencia en Córdoba, mi juventud en Lima. Nuestros recorridos parecían torrentes que se buscaban. El suyo nació en España y el mío en las Indias. El mío, a su vez, también había nacido en España (generaciones antes), se encaminó a Portugal y luego a Brasil. Serpentearon por naturalezas encrespadas. Hicimos muchos kilómetros para coincidir.
Las conversaciones a plena luz solían llevarnos hasta los márgenes del río Mapocho cuyas aguas provenían de las nieves que blanquean la cercana cordillera. Los reparos de madera en la época de deshielo no fueron siempre eficaces, de ahí el costoso tajamar que mandó construir don Cristóbal cuando era gobernador. De sus márgenes salían canales que regaban las chacras de los alrededores. A veces alejábamos hasta la apacible vega donde los franciscanos edificaron su amplio convento. Pasábamos junto a huertas pobladas de frutales donde alternaban los cipreses y los limoneros. Por los campos se extendían lirios, azucenas y grandes frutillares. Si no se hacía demasiado tarde. Isabel me invitaba a beber chocolate en el salón de su residencia, acompañada por su madre adoptiva y, a veces también, por don Cristóbal. Mis encuentros con Isabel se tornaron una deliciosa rutina.