Read La gesta del marrano Online
Authors: Marcos Aguinis
Un rumor circuló en la sala.
—Soy hombre de leyes —añadió— y estoy contento con la estructura del vasto código en que se ha convertido la ordenanza. Pero, como hombre de leyes, reconozco que existe un abismo entre esa abundante letra y los hechos. Por lo tanto, ni es un jubileo para los indígenas ni se acatará. Es otro papel que engrosará el archivo de las buenas intenciones fracasadas.
—¿Por qué no se lo va a obedecer?
—Porque en las Indias —exclamó— nos pasamos las leyes por el culo... con perdón de las señoras.
—Su Excelencia tiene escepticismo —el teólogo intentó amortiguar el exabrupto y citó (mal) un apotegma en contra de la filosofía escéptica y de Zenón, su descarriado fundador.
—La ordenanza recoge las ideas del jesuita Luis de Valdivia y otros defensores de indios —explicó don Cristóbal—. La servidumbre suena a esclavitud. Pero si los indios no son esclavos ni siervos, ¿qué son? Algo tienen que dar, naturalmente. ¿Qué pueden dar? Un tributo. Que los indios paguen tributo. Suena a locura. Pero la historia muestra que así se ha hecho desde la remota antigüedad con los pueblos que no convenía o no se podía esclavizar. Para que sea justa la tributación, la ordenanza ha dividido a los naturales de Chile en tres jerarquías para pagar ese tributo, según la abundancia de recursos que tienen donde viven. En la región más grande y próspera, que se extiende desde el Perú hasta el Bío—Bío (actual frontera de la
guerra defensiva
), deberán pagar cada año ocho pesos y medio, de los cuales seis serán para el encomendero, uno y medio para la Iglesia, medio para el corregidor del distrito y otro medio para el protector de indígenas. Se intenta satisfacer a todo el mundo... Los indios de la región de Cuyo pagarán algo menos, lógicamente, y los miserables habitantes de Chiloé y demás islas, sólo oblarán siete pesos. La ordenanza también ha reglamentado el trabajo pagado (escuchen, por favor: pagado) que será permitido exigir a los indios cuando no cumplan con su obligación.
—La ordenanza es perfecta —opinó el matemático.
—Los encomenderos dicen otra cosa, ¡irreproducible! —exclamó el gobernador con fatiga—. Ya han venido a presentarme sus quejas.
—¡Cuánto ambicionan, caramba! —criticó el teólogo.
—Se llevan tres cuartos del tributo —calculó el matemático—. Son los más favorecidos.
La servidumbre les resulta muchísimo más rentable que su dudosa contribución pecuniaria.
—«¿Dudosa?» —se asombró el capitán.
—Los indígenas apenas pueden ser evangelizados y apenas obedecen al látigo: ¿qué nos hace suponer que ahorrarán metódicamente el impuesto y lo harán efectivo cada año? Creo que... —se interrumpió.
Permanecimos en silencio. Don Cristóbal de la Cerda fruncía el ceño y movía nerviosamente las manos en las esferas de su butaca. El notario tosió en su puño, elegantemente, e introdujo una frase destrabadora.
—Es preciso esclarecer entre los vecinos las ventajas de esta sabia y muy previsora ordenanza.
El gobernador lo miró con ojos neutros.
—He oído —añadió el notario con su inevitable ascenso de nariz— que algunos encomenderos suponen que la abolición del servicio personal de los indígenas los exime de prestar su colaboración en los trabajos de guerra.
—Así es —se animó don Cristóbal—. Iba a decir, y lo digo ahora, que esta ordenanza es un adefesio. No servirá para ninguna de las partes.
—Es coherente con la estrategia general de la guerra defensiva —puntualizó el capitán Pedro de Valdivia.
—Y tan ingenua como ella —remató don Cristóbal.
—Su Excelencia la consideraba promisoria en un comienzo —deslizó tímidamente el teólogo.
—Es comienzo, sí, hasta que viajé al Sur y conocí de cerca la verdadera situación. Los araucanos son indomables. Son guerreros de alma. No se rendirán hasta caer destruidos. Negociar es perder el tiempo. Usan nuestros titubeos para reagruparse y atacar más fuerte. Sólo respetarán a un vencedor, no a un predicador. Esto se lo dice alguien que no es un soldado, sino un doctor en leyes.
En el penumbroso ángulo pude finalmente distinguir a la hermosa Isabel Otañez. Sostenía un costurero en las manos y su mirada también fluía hacia mí. Cuando nos levantamos el silencioso mercader se acercó y me comunicó su nombre. Miré su rostro joven y severo. Habían transcurrido casi veinte años. Me recorrió un estremecimiento.
—Soy Marcos Brizuela —dijo simplemente.
Está por dormirse con los grilletes pesando en las muñecas y tobillos, cuando lo sobresalta el repentino choque de hierros. Gira una llave, se alza la tranca exterior, cruje la puerta y se sienta en la cama revuelta. Aparece una figura encapuchada. Ingresa el conocido calificador Alonso de Almeida iluminándose con un blandón de tres hachas. Francisco conoce a este hombre. Es un fraile agustino que nació en San Lucas de Barrameda. Debe tener unos cuarenta años, es inteligente y enérgico: un robusto soldado del Santo Oficio.
Por fin se activará el combate.
Salimos a la espaciosa plaza. Enfrente se elevaba la catedral de tres naves. El cerro Santa Lucía tocaba las nubes de carbunclo. Un par de monjas cruzaron a la carrera: descendía el ocaso y debían encerrarse en su monasterio. Marcos Brizuela estaba hosco; casi nada restaba del niño tierno y expresivo que conocí en Córdoba. Hicimos una breve referencia a nuestro antiguo encuentro y preguntó sin interés, casi por decir algo, sobre el escondite que me había legado en el fondo de la casa. Evoqué su entrada invisible, su abrigada penumbra y las muchas horas de consuelo y fantasía que me deparó. Dije que nunca se lo agradecería bastante. No hizo más comentarios. La mayoría de los recuerdos dolían y rezumaban ponzoña. Él estaba manifiestamente resentido y me puso incómodo.
—Raro que no nos hayamos encontrado antes —lamenté—. Santiago es una ciudad pequeña.
—Yo sabía de tu llegada —replicó sorpresivamente—. Soy regidor del Cabildo.
—¿Te designaron regidor?
Levantó el ala de su sombrero: me miró con frialdad.
—Compré el cargo.
—¿Es mejor que una elección de los vecinos?
—Ni mejor ni peor. Si lo compras, tienes dinero. Si tienes dinero, eres respetable.
—¿Qué comercias, Marcos?
—Todo.
—¿…?
—Todo, sí: alimentos, muebles, animales, esclavos, arreos.
—¿Te va bien?
—No me quejo.
Seguimos a lo largo de otra cuadra. No hablamos. Por un trecho coincidieron nuestras direcciones. Cuando niños habíamos congeniado en seguida; ahora nos separaban sospechas. No recordaba haberle infligido un perjuicio, sin embargo él se comportaba como si yo fuese culpable de algo. En la esquina le dije que debía hacer la última visita de la jornada a mis pacientes.
—Voté para que mejorasen la dotación de tu hospital —dijo. ¿Me pasaba una factura?
—Gracias. Hay muchas carencias. Es difícil trabajar sin los recursos mínimos.
—También hice sancionar al procurador general por causa de tu sueldo —agregó en el mismo tono, mitad informativo y mitad reproche.
—No sé qué quieres decir.
—El Cabildo le encargó que negocie con los vecinos sus aportes para tu sueldo. El pícaro hizo dos cuentas: una prolija para mostrar y otra paralela para ocultar. Lo sospeché porque amenazaba mucho. Pretendía quedarse con dos tercios de tu remuneración.
—¿Qué dijo cuando lo desenmascaraste?
—¿Qué dijo?... Me ofreció la mitad.
—¡Ladrón!
—Funcionario, simplemente.
Llegamos al punto en que debíamos separarnos. A pocos metros estaba la rústica puerta del hospital; ya habían encendido la lámpara al costado de la jamba. Nuestros rostros se ocultaban tras la carbonilla del ángelus
—Desearía verte de nuevo —dije—. Tenemos que hablar sobre varias cosas.
Comprimió las mandíbulas.
—Yo recién me entero de que vives en Santiago —agregué.
—Confieso que preferiría evitarte.
Mi garganta iba a preguntarle la razón, aunque ya la sospechaba. Era horrible. Tragué saliva. Torcí hacia la izquierda y pasé de largo la puerta del hospital; necesitaba reacomodarme tras la sacudida que me produjo Marcos. Crucé la iglesia de Santo Domingo, luego La Merced y el colegio jesuita. El crepúsculo reconstruía el maravilloso escondite de Córdoba que me regaló Marcos apenas nos conocimos. Era una fortaleza donde había pasado momentos de calma en los días terribles. ¿Lo habitaría alguien, ahora? Juan José Brizuela, su padre y amigo de mi padre, nos vendió la casa porque se mudaba a Chile con toda su familia. Mi padre le pagaría el inmueble con el dinero que le iba a reportar la venta de su casa en Ibatín, pero la liquidación de ambas viviendas se perdió rápidamente en las arcas del Santo Oficio. ¿Se encontraron ellos en las cárceles secretas de Lima?, ¿compartieron las torturas?, ¿oyeron sus gritos y confesiones?, ¿participaron del mismo Auto de Fe? Papá no me había hablado de eso, sino de su peregrinaje, muchos años antes de nuestro nacimiento. Allí habían confraternizado Juan José Brizuela, Antonio Trelles, Gaspar Chávez, José Ignacio Sevilla.
Regresé al hospital media hora más tarde. Una languideciente llama alumbraba la puerta. Con Juan Flamenco Rodríguez controlamos a los veinticinco enfermos que ya llenaban la sala única, doce acostados en camas y el resto sobre esteras, en el piso enladrillado. Cuando terminamos me invitó a cenar.
Nos sentamos a la mesa. Su mujer hacía dormir a su segundo hijo de dos años. Una criada nos sirvió quesos, pan, rabanitos, aceitunas, vino y pasas de uva.
—¿Así que te incorporó el gobernador a una tertulia? —Juan Flamenco Rodríguez probó con la uña el filo de su cuchillo—. Es un paciente agradecido —añadió—, pero ándate con cuidado.
—¿Por qué?
—Es muy ambicioso y sagaz. No dudará en usar cualquier recurso que lo empuje para arriba.
—Ya está arriba.
—Sólo es el gobernador interino. Quiere ser gobernador a secas. Y después algo más, virrey, por ejemplo.
—Es un hombre culto. Le gusta reunirse con gente ilustrada. Y no ha sido parco —corté una feta de queso—. Diría que en todo caso lo redime de tu descalificación cierto exceso de franqueza.
—¿Franqueza? ¿En qué? —vertió vino en las jarras.
—Habló sobre la ordenanza que suprime el servicio personal de los indígenas. Pronostica su fracaso, aunque tuvo que hacerla pregonar solemnemente. Me pareció sincero.
—No ha dicho algo diferente a lo sabido. Te aseguro que no se le escaparía, en cambio, una palabra sobre los asuntos que le reditúan beneficios.
—¿Tan codicioso es?
—¡Oh! Ni te imaginas. Sólo es pródigo con los bienes públicos: hace construir un enorme tajamar y edificios de los cuales saca tajadas. Pero de su bolsillo no sale un peso. El obispo no consigue arrancarle la limosna que estima correcta. Incluso ha insinuado su amenaza desde el púlpito contra «los pecadores que nos gobiernan». Lo dijo en forma ambigua, pero lo dijo.
—¿Cómo reaccionó don Cristóbal?
—Como era de esperar: ni se dio por aludido. Pero empezó a llegar tarde a los oficios; siempre existen excusas para un gobernador, especialmente cuando se propone irritar. Al obispo, sin embargo, creo que no le molesta tanto la tacañería de don Cristóbal como su habilidad para conseguir regalos que, para colmo, nunca deriva la Iglesia.
—Esto me sorprende.
—Todo un arte. Desde que se desempeñaba como oidor de la Audiencia empezó a tejer una metodología según la cual, a cambio de su favor, desliza obsequioo a su faltriquera en forma disimulada.
—Pero si hizo pregonar durísimas sanciones contra quienes intenten sobornar a parientes o criados de las autoridades.
—Justamente. Es un genio. Pregona lo contrario de lo que hace. Oponiéndose a todo favor, ha conseguido que los vecinos empiecen a comprarle el favor.
—Hay que atreverse.
—La desesperación incendia la imaginación, mi amigo. Quien solloza a sus pies rogándole piedad, recibe una onda sutil que lo ilumina. Entonces deja de sollozar y empuja con gran disimulo hacia la distraída faltriquera de don Cristóbal petacas de filigrana, joyas o pesos —llenó su boca con pasas de uva—. Como soy chismoso, escucho y registro.
—¿Qué más escuchaste?
—Que nunca don Cristóbal «se entera» del soborno: no lo ve, no lo huele, no lo escucha. Es algo que ocurre entre el peticionante lloroso y su faltriquera honda. Ni una palabra, ni un gesto que lo comprometa. ¿El obsequio fue generoso y operativo? El donante lo sabrá por el curso de su trámite.
—¡Qué lástima! —exclamé.
—¿Te decepciona? —volvió a escanciar el vino.
—Por supuesto.
—No exageres, Francisco. ¿Acaso en Lima no es peor?
—Quizá. Pero allí no tuve acceso al poder.
—Es el poder centralizador el que desemboca siempre en la corrupción. Aquí sobresale la figura del gobernador, allí la del virrey. Su rendición de cuentas es tan indirecta y tardía que se pueden permitir lo que quieran. Y el que no aprovecha estas ventajas no se considera honesto, sino imbécil. ¿Cómo no robar si te ofrecen la tentación en bandeja de oro y con garantías de impunidad prolongada?
—Pero las sanciones morales no esperan tanto.
—Francisco: en las Indias preocupan más las condenas de la sociedad que el peso de la conciencia.
Esas palabras me sacudieron. Ataba muchos cabos flotantes. Era un punto que me sacaba de quicio. Relacionaba mi vida, mi familia, las autoridades, la Inquisición, el aprendizaje, la conducta, mis reflejos. «El fallo de la conciencia...» El gran ausente. Juan tenía razón: no sólo en las Indias: posiblemente en todo el imperio español y más allá aún. Por eso el espectáculo y la hipocresía de los que hablé con Joaquín del Pilar y con mi padre.
Aparentar
, porque así se logra la única calificación que importa: la exterior, la social.
Representar
la justicia, la ética, la piedad. Los méritos son externos y ruidosos, para ganar fama (también externa) que incluso dure más allá de la muerte. De ahí tanto discurso floripóndico, títulos falsos y hazañas ficticias. Una costumbre consolidada perversa, perversa. Se critica el apego al dinero, pero se lo busca violentamente. Quien critica es un santo, pero quien lo gana es un héroe. Los santos no destrozan a los héroes ni éstos a los santos: formalizan una secreta alianza mediante la cual cada uno deja crecer al otro; ni el santo malogra la codicia (pese a sus sermones) ni el codicioso descalifica al santo (pese a sus actos). Don Cristóbal de la Cerda puede ser reprochado por el obispo, pero este mismo prelado lo apoya para que sea gobernador efectivo. Y lo deben apoyar muchos que dicen escandalizarse por sus transgresiones, porque las transgresiones del gobernador son las ventajas de los vecinos. Cuando esta mecánica funciona, se prefiere a un corrupto que se guarda las coimas y regala beneficios que al hombre honesto. En una sociedad viciada el hombre honesto no es conocido como el guardián de la virtud, sino como el asqueroso perro del hortelano que no come ni deja comer.