Palin ahogó una exclamación. Una fuerte mano se cerró sobre la suya; unos dedos delgados se clavaron dolorosamente en su brazo.
Raistlin no dijo una palabra. No era necesario. Palin cerró la boca, decidido a no hacer ningún otro ruido. Agarró a Tas, que empezaba a escabullirse. Juntos, miraron hacia abajo.
Había un grupo de gente en un círculo. Bajo sus pies había un suelo de mármol. En el centro del suelo había un círculo de negra nada. Irradiando de aquel círculo había bandas de colores alternos: blanco, negro y rojo. Las personas —hombres y mujeres— se encontraban al borde del círculo, cada uno sobre su color. Estaban hablando, discutiendo.
Palin miró a Raistlin, perplejo.
El archimago señaló con un gesto de su cabeza encapuchada hacia la gente allá abajo, y luego se tocó un oído.
Palin escuchó con atención, y cuando comprendió la importancia de la conversación, la enormidad de lo que estaban diciendo, se quedó mudo por la impresión. No habría podido emitir ningún sonido aunque hubiese querido hacerlo. Escuchó y observó con profunda atención al tiempo que su alma se estremecía. Incluso Tas, por fin, había olvidado sus intentos de hablar, impresionado.
Las gentes a las que estaban espiando eran los dioses de Krynn.
—¡Todo esto es culpa de Hiddukel! —Chislev, una diosa vestida con ropajes verdes y con guirnaldas de flores y hojas adornando el cabello castaño, señalaba con un dedo acusador a un robusto dios que estaba sobre una banda negra—. Nos engañó a mí y al enano. ¿No es verdad, Reorx?
El enano, cuyas lujosas ropas no eran precisamente las más adecuadas que podía llevar, sostenía en las manos el sombrero adornado con plumas. Se mostraba sumiso, pero la cólera ardía en sus ojos.
—Lo que dice Chislev es cierto. Yo fui quien forjó la condenada gema... a petición de ella, he de añadir. Aun así, fue Hiddukel quien maquinó todo el asunto.
El dios —un dios corpulento y grueso, de maneras untuosas— sonrió con actitud distante, fingiendo indiferencia. Su mirada, a través de las rendijas de los párpados, se dirigió de soslayo hacia una mujer hermosa, de rostro y ojos fríos, que vestía una brillante armadura negra y que se encontraba a la cabeza del círculo.
—¿Y bien, Hiddukel? —La voz de Takhisis parecía encarnar la oscuridad—. ¿Qué tienes que decir en tu favor?
—Lo que hice era perfectamente legítimo, mi reina —contestó Hiddukel con actitud zalamera—. Todos conocemos la historia de la Gema Gris. No es preciso que la repita. Una pequeña e inocente intriga, cuya intención era la mera expansión de la gloria de su majestad.
—Y sacar algún beneficio para ti, ¿verdad?
—Miro por mis intereses —gimió Hiddukel, que retrocedió, encogido, ante la ira de Takhisis—. ¿Qué hay de malo en ello? Si algunos —su rostro grasiento se volvió hacia Chislev— son tan cándidos que pican, entonces es su problema, ¿no? Y si otros —miró con menosprecio al enano— son tan estúpidos como para intentar capturar a Caos...
—¡Eso fue un accidente! —rugió Reorx—. Mi intención era coger solo una parte de Caos... un pedacito. Debes creerme, señor.
El enano se volvió con actitud humilde hacia un dios alto, de semblante severo, que llevaba armadura plateada y que ocupaba la banda blanca que había junto a la negra de Takhisis.
—No era mi intención capturarlo a Él —añadió en tono sumiso Reorx.
—Eso ya lo sé —repuso Paladine—. Todos los que estamos aquí somos culpables.
—Algunos más que otros. Era necesaria una magia muy poderosa para poder retener a Caos —gruñó Sargonnas, un dios alto, con grandes alas de cóndor, que se encontraba cerca de Takhisis—. A mi modo de entender, la culpa es de nuestros rebeldes hijos.
Los tres dioses de la magia se acercaron más entre sí.
—No fue culpa nuestra —dijo Lunitari.
—No sabíamos nada de ello —añadió Nuitari.
—Nadie nos consultó —protestó Solinari.
—¡Fue Lunitari quien perdió la Gema Gris! —gruñó Reorx.
—¡Tu pequeño gnomo mugriento la robó! —replicó la diosa, rápida como el rayo.
—Si alguien me hubiera consultado —protestó Zivilyn—, habría podido mirar en el futuro y advertiros que...
—¿Cuándo? —preguntó, sarcástico, Morgion—. ¿Dentro de otros seis o siete milenios? Es lo que habrías tardado en decidir si el futuro era así o asá.
Los dioses menores empezaron a discutir acaloradamente, cada uno de ellos culpando a los demás. En cada voz, en cada rostro, la tensión y el miedo eran palpables. La pelea y las acusaciones se prolongaban interminablemente. Entre tanto, Gilean leía pasajes de su libro, intentando o establecer o desviar la culpa, según se lo requería uno u otro dios. Reorx pronunció un discurso apasionado en su propia defensa. Hiddukel soltó una larga perorata en la que habló mucho y dijo muy poco. Sargonnas echó la culpa a las débiles, insignificantes y lloronas razas de humanos, elfos y ogros, afirmando que si hubieran tenido el sentido común de aceptar ser esclavas de los minotauros esta calamidad nunca habría sucedido. Zivilyn respondió mostrando innumerables versiones del futuro y del pasado, lo que acabó por embarullar y embrollar el asunto sin resolver nada.
La discusión continuó durante tanto tiempo y resultó tan pesada y tan infructuosa que Palin dio varias cabezadas. Volvía a despertarse sobresaltado cuando alguna de las voces subía mucho de tono, pero no tardaba en dormitar otra vez. Tenía la marcada —y en cierto modo inquietante— sensación del paso del tiempo, pero ese tiempo era en alguna otra parte, no aquí.
Habría querido preguntárselo a Raistlin, pero cuando intentó hablar el archimago sacudió la cabeza al tiempo que estrechaba los dorados ojos. Parecía estar muy irritado. Tasslehoff estaba profundamente dormido, e incluso roncaba suavemente.
Al cabo, justo cuando Hiddukel manifestaba que estaba dispuesto a citar varios procedimientos legales muy importantes, todos los cuales tenían relación directa con su caso, Paladine y Takhisis, que habían guardado silencio durante la discusión y que seguían callados, intercambiaron una mirada.
Se produjo un repentino destello de luz brillante, tras el cual sólo los tres dioses mayores quedaron de pie en el círculo. Los dioses menores habían sido expulsados.
—Era inútil traerlos aquí —dijo Takhisis con acritud.
—Teníamos que intentarlo. —Fue el hasta entonces callado Gilean el que habló. Sostenía un libro enorme en el que escribía de manera continua—. Podríamos haber descubierto algo que nos ayudara.
—Para mí es evidente que ninguno de ellos sabe cómo ha ocurrido esto —replicó Paladine—. De algún modo, Caos quedó atrapado dentro de la Gema Gris, y, con razón o sin ella, nos culpa a nosotros.
—Eso, si es que dice la verdad —sugirió Takhisis—. También podría tratarse de una estratagema.
—Yo creo que estuvo atrapado dentro —opinó Gilean, pensativo—. He estudiado el asunto concienzudamente, y eso explicaría muchas cosas: los estragos que la Gema Gris causó a su paso por todo Krynn; el hecho de que ninguno de nosotros pudiera controlarla...
—Tus irdas se las arreglaron para controlarla, hermano —lo interrumpió Takhisis mientras dirigía una mirada acusadora a Paladine.
—Querrás decir que ella los controlaba —replicó el dios con severidad—. Caos descubrió por fin unas gentes a las que podía manipular, unas gentes lo bastante poderosas en magia como para liberarlo, pero no lo bastante para detenerlo. Ya han pagado por su locura.
—Y Él está decidido a hacernos pagar a nosotros. La cuestión es, hermanos, si puede, si es lo bastante poderoso para hacerlo. Nuestra fuerza se ha incrementado con el transcurso de los siglos.
—No es ni con mucho la que nos haría falta —dijo Gilean con un suspiro—. Como tú misma nos has informado, hermana, Caos ha hecho que se forme una gran fisura en el Abismo. Ha crecido en poder, mucho más de lo que podríamos haber imaginado jamás. Está convocando a sus ejércitos: demonios y guerreros espectrales, dragones de fuego. Cuando esté preparado, atacará Krynn. Su objetivo es destruir todo lo que nosotros creamos. Cuando lo haya conseguido, la fisura será vasta y profunda. Tan vasta y profunda que se tragará el mundo. No quedará nada de lo que ahora existe.
—¿Y respecto a nosotros? —demandó Takhisis—. ¿Qué nos hará?
—Él nos dio la vida —repuso Paladine amargamente—. Podría quitárnosla.
—La cuestión es qué hacemos ahora —preguntó Gilean mientras su mirada iba de un hermano al otro.
—Está jugando con nosotros —dijo Paladine—. Nos podría destruir a todos con chasquear los dedos. Quiere que padezcamos, que veamos sufrir a nuestra creación.
—Propongo que nos marchemos, hermanos, que nos escabullamos antes de que se dé cuenta de que nos hemos ido. —Takhisis se encogió de hombros—. Siempre podemos crear otro mundo.
—Yo no pienso abandonar a los que confían en mí. —Paladine tenía una expresión severa—. Si es necesario, prefiero sacrificarme por ellos.
—Quizá les hagamos un favor yéndonos —hizo notar Gilean—. Si nos vamos quizá Caos venga tras nosotros.
—Sí,
después
de destruir el mundo —insistió Paladine, ceñudo—. Nuestro «juguete», como él lo llama. No tendrá piedad. Yo me quedaré y lucharé contra él... solo, si es necesario.
Los otros dos dioses guardaron silencio, pensativos.
—Quizá tengas razón, hermano —dijo Takhisis con una dulzura inesperada que desarmaba—. Deberíamos quedarnos y luchar. Pero necesitaremos la ayuda de los mortales, ¿no crees?
—Tendrán que ayudarse a sí mismos, de eso no cabe duda —dijo Paladine, que miró a su hermana con desconfianza.
—Nunca lograríamos destruir a Caos —intervino Gilean—, pero tal vez haya algún modo de obligarlo a marcharse. En esto, los mortales podrían ayudarnos.
—Si estuvieran unidos —dijo Takhisis—. No serviría de nada contar con ejércitos de humanos y elfos enfrentados entre sí cuando deberían estar combatiendo a las legiones de Caos.
—Podrían unirse —sugirió Paladine, ceñudo—. No tendrían otra opción.
—Tal vez. O tal vez no. ¿Corremos ese riesgo, hermanos? ¿Lo hacemos por su bien así como por el nuestro?
—Habla claramente, hermana —demandó Paladine— Veo que tienes un plan en mente.
—Un plan que sin duda redundará en su beneficio —añadió Gilean en un susurro dirigido a su hermano.
Takhisis lo oyó y pareció ofenderla la idea de que pudieran juzgarla tan mal.
—Lo que beneficie a uno nos beneficiará a todos, si logramos librar al mundo de Caos. ¿No es cierto, queridos hermanos?
—¿Cuál es tu plan? —repitió Paladine.
—Sólo esto: entregar el control de Ansalon a mis caballeros, permitirles mantener el dominio. Bajo su mando, la ley y el orden prevalecerán. Estas escaramuzas y enfrentamientos interminables entre mortales acabarán, y la paz reinará en Ansalon. Los mortales se unirán y, en consecuencia, estarán preparados para el ataque de Caos.
—¿Unidad, dices? ¡La unidad de la esclavitud! ¡La paz de la prisión! No puedo creer esto, ni siquiera de ti, hermana —replicó Paladine, enfurecido—. Jamás nos hemos enfrentado a un peligro tan grande, e incluso ahora, cuando nuestra propia existencia pende de un hilo, andas con intrigas y maquinaciones para salirte con la tuya. No lo admitiré.
—Vamos, tranquilízate, hermano —intervino Gilean con actitud pacificadora—. Desde luego nuestra amada hermana hace un doble juego, utiliza dos barajas, es evidente. ¿Qué otra cosa esperabas de ella? Pero el plan que ha propuesto tiene su mérito. Un Ansalon unificado y pacífico, incluso si lo está bajo el mando de la oscuridad, se encontraría mejor preparado para hacer frente a los ejércitos de Caos que un Ansalon fragmentado, dividido, en desorden.
Paladine se había quedado pensativo, preocupado. Su mirada fue de Takhisis a Gilean.
—¿La apoyas en esto?
—Sí, hermano, me temo que tengo que hacerlo —dijo suavemente Gilean—. De otro modo, no veo esperanza.
—Vamos, hermano, no seas egoísta —aconsejó Takhisis con tono burlón—. Antes alardeabas de sacrificarte por tus queridos mortales; pero, cuando llega el momento de la verdad, te resistes. ¿No era más que palabrería o hablabas en serio?
Paladine guardó silencio largo rato. Con el entrecejo fruncido en un gesto pensativo, volvió su mirada entristecida hacia el mundo. Finalmente, sacudió la cabeza.
—No puedo ver el futuro. Las llamas y el humo me lo impiden. No estoy seguro de que tengáis razón, pero, si los dos estáis contra mí, no me queda más remedio que conformarme. Acepto, hermana —dijo con un amargo suspiro—. Ansalon será tuyo.
—Has hecho una sabia elección, hermano —respondió Takhisis, fría y oscura, magnánima en el triunfo.
—Pero sólo lo regirás hasta que las fuerzas de Caos hayan sido destruidas —insistió Paladine.
—O lo hayamos sido nosotros —añadió Gilean sombríamente. Enseñó el libro, en el que seguía escribiendo—. Podría ocurrir, querido hermano y querida hermana, que esté transcribiendo el último capítulo.
—En ese caso —dijo Takhisis—, más vale que procuremos que sea bueno. Adiós, hermanos míos. Tengo que ganar una batalla.
La diosa desapareció, y Paladine se marchó inmediatamente después. Gilean se quedó solo, se sentó y siguió escribiendo en el gran libro.
Decepción.
La victoria es nuestra.
La rendición.
Steel Brightblade estaba vivo.
No quería estarlo. Se suponía que no debería estarlo. Tendría que haber muerto en el asalto a la Torre del Sumo Sacerdote; una muerte noble y valerosa en batalla, y su vida sacrificada por su reina, su honor restablecido.
Y había estado destinado a morir, con la armadura traspasada por la lanza enarbolada por un noble enemigo. Pero Tanis el Semielfo había frustrado lo planeado por el destino al salvar a Steel de aquella lanza. Y Tanis el Semielfo había muerto en su lugar.
Steel estaba en el patio central de la Torre del Sumo Sacerdote con su espada ensangrentada en la mano, que estaba pegajosa de sangre; alguna era suya, pero la mayoría era de otros. No acababa de comprender qué había ocurrido; el ansia de combate todavía ardía abrasadora dentro de él. Su recuerdo más vivido era el de su padre, llevándose el cuerpo de Tanis. Y ahora se estaría preguntando si no se lo había imaginado todo de no ser por el hecho de que la sangre de Tanis manchaba las losas del patio.
Después de aquello, no tenía conciencia de nada salvo del extraño silencio de la batalla; ese silencio que envolvía el choque de las armas, los gemidos de los moribundos, las órdenes impartidas a gritos, el pataleo de muchos pies sobre el suelo. Sin embargo, todos estos sonidos quedaban anulados por el silencio interior, el silencio del guerrero, que debía concentrar todo su ser en su objetivo, que no tenía que dejar que nada lo distrajera, que nada interfiera.