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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

La Guerra de los Dioses (7 page)

BOOK: La Guerra de los Dioses
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Despuntó el alba, pero la luz del sol sólo trajo un mayor pesimismo. Desde lo alto de las murallas, los defensores de la torre vieron cómo el mar de oscuridad que había surgido de la noche estaba a punto de abatirse sobre ellos como una gigantesca ola de sangre. Se propagó la noticia de que la fuerza desplegada contra los caballeros era ingente. Se oía a los comandantes ordenar ásperamente a sus hombres que guardaran silencio y mantuvieran sus posiciones. A no tardar, los únicos sonidos que se escuchaban eran las llamadas de los dragones plateados que sobrevolaban la torre, lanzando gritos desafiantes a sus parientes azules.

Los caballeros se prepararon para el ataque, pero éste no se produjo.

Pasó una hora, y luego otra. Desayunaron en sus puestos, con el pan en una mano y la espada en la otra. Los ejércitos agrupados allá abajo no hacían ningún movimiento, salvo incrementar su número.

El sol subió más y más; el calor se hizo insoportable. Se racionó el agua. El arroyo de montaña que antes corría por el acueducto de la Espuela de Caballeros casi se había secado y ahora no era más que un hilo de agua. Algunos de los hombres que estaban en las murallas, las armaduras calentándose bajo el ardiente sol, se desplomaron al perder el conocimiento.

—Creo que podríamos hervir el aceite sin necesitar fuego —comentó sir Thomas a Tanis en uno de los muchos recorridos de inspección que hizo el caballero.

Señaló el enorme caldero lleno con aceite hirviente, listo para ser volcado sobre el enemigo. El calor del fuego obligaba a todos a mantenerse alejados, a excepción de los que tenían la onerosa tarea de alimentar las llamas. Se habían quitado armaduras y ropa, quedándose desnudos hasta la cintura, pero sudaban copiosamente.

Tanis se enjugó el rostro.

—¿Qué crees que trama Ariakan? —preguntó—. ¿A qué espera?

—A que nos pongamos nerviosos y perdamos el valor —contestó Thomas.

—Pues le está dando resultado —dijo Tanis con amargura—. Que Paladine se apiade de nosotros. ¡Jamás había visto un ejército tan grande! Ni siquiera durante la guerra, en los últimos días antes de la caída de Neraka. ¿Cuántas tropas crees que tiene?

—Sólo Gilean lo sabe —repuso Thomas—. Es inútil intentar calcularlo. «Cada hombre contado con miedo es un hombre contado dos veces», como reza el dicho. Tampoco es que importe mucho.

—Tienes razón —se mostró de acuerdo Tanis—. No importa en absoluto. —Iba a preguntar cuánto tiempo pensaba que la torre podría resistir, pero comprendió que eso tampoco importaba mucho.

La llamada de una trompeta hendió el aire.

—Ahí vienen —dijo Thomas, que se marchó rápidamente para situarse en su puesto de mando, en una de las balconadas que se asomaba a los jardines, en el sexto nivel.

Tanis soltó un suspiro de alivio, y vio ese mismo alivio reflejado en los semblantes de los hombres que estaban a su mando. La acción era mucho mejor que la terrible tensión de la espera. Los hombres olvidaron el espantoso calor, olvidaron su miedo, olvidaron su sed, y se situaron en sus puestos con prontitud. Por fin podían relajarse, dejar que las cosas siguieran su curso; su suerte estaba en manos de Paladine.

Un estruendo de trompetas y un clamor de desafío hendió el aire. El ejército de la oscuridad cargó. El sol se reflejaba en las escamas azules de los dragones; las sombras de sus alas se deslizaron sobre las murallas de la torre, y la sombra de su llegada cayó sobre los corazones de los defensores. El miedo al dragón empezó a cobrarse sus primeras víctimas.

Los dragones plateados y sus caballeros jinetes, armados con las famosas Dragonlances, volaron para entrar en batalla. Una falange de azules se enfrentó con los plateados. Los rayos chisporrotearon, cuando los dragones azules atacaron con su aliento mortífero. Los plateados respondieron expulsando nubes de escarcha pulverizada que revistió con una capa de hielo las alas de sus enemigos, haciéndolos caer del cielo dando tumbos.

A Tanis le extrañó el escaso número de dragones azules, y empezaba a sospechar que este ataque inicial era una maniobra de distracción, cuando sonó un grito. Los hombres señalaban hacia el oeste.

Lo que parecía ser un enjambre de dragones azules venía volando desde aquella dirección, su número abrumadoramente superior al de los plateados. Cada uno de estos azules no llevaba un único jinete, sino varios. Los jóvenes caballeros los contemplaron con desconcierto, pero los veteranos, aquellos que habían combatido en la Guerra de la Lanza, sabían lo que se les venía encima. En el momento en que los primeros dragones azules aparecieron sobre la torre, unas sombras oscuras y aladas empezaron a descender del cielo.

—¡Draconianos! —gritó Tanis al tiempo que desenvainaba la espada y se preparaba para hacer frente al ataque—. Recordad: en el mismo momento en que hayáis matado a uno, arrojad su cuerpo por encima de la muralla.

Muertos, los draconianos eran tan peligrosos como vivos. Dependiendo de su especie, los cuerpos o se convertían en piedra, dejando atrapadas las armas dentro, o estallaban, destruyendo a los que habían acabado con ellos, o se derretían, formando charcos de ácido letal al tacto.

Un draconiano bozak, con sus atrofiadas alas extendidas para frenar la caída, aterrizó en lo alto de la muralla, directamente delante de Tanis. Incapacitado para el vuelo, el bozak aterrizó pesadamente, y quedó momentáneamente aturdido por el impacto. Sin embargo se recobraría enseguida, y los bozaks eran magos además de expertos guerreros. Tanis saltó para atacar a la aturdida criatura antes de que se hubiera recuperado del impacto. Descargó un tajo con la espada y la cabeza del draconiano se separó del cuello; la sangre salió como un surtidor. El semielfo envainó la espada y agarró el cuerpo antes de que se desplomara; lo arrastró hacia la muralla y lo empujó por encima del borde.

El bozak muerto se estrelló en medio de un grupo de bárbaros que intentaban escalar la muralla. El cuerpo estalló casi de inmediato, produciendo considerables daños en el grupo de cafres; los que no habían salido heridos recularon, desconcertados.

Tanis no tuvo tiempo de celebrarlo. Unos mamuts arrastraban una enorme máquina de asedio hacia la puerta principal de la torre, y ya estaban apoyando escalas contra las murallas. Tanis ordenó a sus arqueros que entraran en acción, dio instrucciones a los caballeros que se encargaban del caldero de aceite para que lo volcaran sobre las cabezas de los que estaban abajo. Con suerte, puede que incluso prendieran fuego a la máquina de asedio. Los hombres a su mando cumplieron con rapidez las órdenes impartidas. Le tenían un gran respeto, sabiendo que era un caballero en espíritu, aunque no hubiera sido investido como tal.

Un correo llegó corriendo, resbaló en la sangre del draconiano y estuvo a punto de caer. Recuperó el equilibrio e informó a Tanis.

—Un mensaje de sir Thomas, milord. Si la puerta principal cae, tenéis que coger a vuestros hombres y reuniros con las tropas que protegen la entrada.

«Si la puerta principal cae, no quedará mucho que defender», pensó Tanis sombríamente, pero se contuvo y calló lo que era evidente, limitándose a asentir con un cabeceo y cambiar de tema.

—¿A qué se debía el griterío que se oyó hace un momento?

El mensajero consiguió esbozar una sonrisa cansada.

—Una fuerza de minotauros intentó introducirse por el acueducto. Sir Thomas había imaginado que al enemigo se le ocurriría esa idea, debido a la sequía. Nuestros caballeros los estaban esperando. Pasará mucho antes de que vuelvan a intentarlo por ahí.

—Una buena noticia —gruñó Tanis, que apartó al mensajero de un empujón y atacó a un draconiano que estaba a punto de aterrizar encima del joven.

Aquel pequeño dique de esperanza no tardó en ser rebasado. La marea de oscuridad entró a raudales y siguió subiendo a lo largo de la tarde. Los caballeros eran obligados a retroceder y perdían posición tras posición. Se retiraban, se reagrupaban, e intentaban aguantar, pero volvían a ser empujados. Tanis luchó hasta quedarse sin aliento. Los músculos le ardían, la mano con la que sostenía la espada estaba agarrotada y le dolía. Y el enemigo seguía llegando. El semielfo sólo era consciente del choque metálico del acero, de los gritos de los moribundos y del ligero chapoteo de lo que al principio creyó que era lluvia. Resultó ser sangre; sangre de dragón que caía del cielo.

Una y otra vez, incansablemente, llegaba el rítmico estampido del impacto del gran ariete, semejante al latido de un negro corazón que palpitara con una vida pujante, terrible. Se produjo una tregua momentánea en la lucha. El enemigo esperaba algo, y Tanis aprovechó el respiro para apoyarse en la muralla y recobrar el aliento.

De abajo llegó un ensordecedor crujido y un clamor triunfal. Los inmensos portones de la Torre del Sumo Sacerdote habían cedido.

Una fuerza de tropas enemigas, que había esperado en reserva tras la máquina de asedio, corrió en tropel hacia la entrada. Los atacantes iban dirigidos por un caballero vestido con armadura pero que combatía a pie, y entre ellos había hechiceros con túnicas grises.

Tanis reunió a los hombres que estaban a su mando y que todavía aguantaban de pie, y corrió hacia la puerta principal para defenderla.

5

Promesa hecha.

Promesa cumplida

Steel distribuyó sus tropas detrás y a cada lado de la enorme máquina de asedio. Los cafres eran diestros arqueros; sus arcos eran tan largos que superaban la altura de la mayoría de los humanos, y disparaban unas flechas extrañas que hacían un espeluznante ruido silbante durante el vuelo. Steel utilizaba a sus arqueros para mantener las almenas despejadas de defensores, permitiendo que la máquina de asedio hiciera su trabajo sin interrupciones.

La estrategia funcionó casi al ciento por ciento, a excepción de un pequeño grupo de caballeros que se mantuvieron en sus puestos con inflexible determinación, rechazando los ataques de los draconianos desde arriba y desviando las flechas que los cafres les disparaban desde abajo. Resultaron ser una molestia para la máquina de asedio: vertían aceite hirviente sobre ella, y estuvieron a punto de prenderle fuego; arrojaban grandes piedras, una de las cuales aplastó la cabeza de un mamut, convirtiéndola en una masa sanguinolenta; y utilizaban sus propios arqueros con mortífera precisión.

Mucho después de que otros defensores hubieran cedido o hubieran muerto, estos caballeros siguieron resistiendo. A pesar de que el retraso lo irritaba, Steel los saludó a ellos y a su comandante por su coraje y bravura. De no ser por este grupo, el ariete habría echado abajo los portones a media tarde.

Finalmente, como era inevitable, el ariete hizo su trabajo, reventando las pesadas puertas de madera. Steel reunió a sus tropas y se disponía a entrar cuando el jefe de especialistas —tras echar un rápido vistazo al interior— regresó corriendo para informar.

—Hay un maldito rastrillo obstruyendo la entrada. —El técnico se tomaba el inesperado obstáculo como una ofensa personal—. No estaba indicado en el mapa de lord Ariakan.

—¿Un rastrillo? —Steel frunció el entrecejo, intentando recordar. Había entrado en la torre por este mismo sitio cinco años atrás, y tampoco recordaba haber visto un rastrillo. Pero sí le vino a la memoria que por aquel entonces se estaba llevando a cabo algún tipo de construcción—. Al parecer lo han incorporado a las defensas. ¿Puedes echarlo abajo?

—No, señor. No hay hueco suficiente en la muralla para que entre la máquina. Esto sería trabajo para un hechicero, señor.

Steel envió a un mensajero para que informara a lord Ariakan. Ahora no podían hacer nada, salvo esperar.

Recordó el día en que había cruzado estas puertas, cuando bajó a la Cámara de Paladine para presentar sus respetos a la memoria de su padre. El cuerpo de Sturm Brightblade estaba tendido sobre el sepulcro, incorrupto, según algunos, gracias a la magia de la joya elfa que el caballero llevaba colgada al cuello. La espada de los Brightblade estaba firmemente prendida en sus frías manos. Admiración por el coraje y la valentía del hombre muerto, pena de no haberlo conocido, la esperanza de ser como él... Todas estas emociones habían conmovido el alma de Steel, despertando su veneración y su amor. Su padre había correspondido a ese amor dando a su hijo los únicos regalos que podía darle: la joya y la espada; regalos sobrenaturales, benditos y malditos por igual. A pesar de que el sol de media tarde caía a plomo, Steel se estremeció ligeramente.

«Ten cuidado, joven. Una maldición caerá sobre ti si descubres la verdadera identidad de tu padre. ¡Déjalo estar!»

Era la advertencia que lord Ariakan le había hecho cuando Steel era todavía un muchacho. La advertencia se había convertido en realidad. La maldición había caído como un hacha y había partido en dos el alma de Steel. Aun así, también había sido una bendición. Tenía la espada de su padre y un legado de honor y coraje.

Ahí arriba, en aquellas almenas que habían sido defendidas con semejante bravura y tenacidad, la sangre de su padre teñía las piedras. La sangre de su hijo teñiría las piedras del patio. Uno, defensor; el otro, conquistador. Y, sin embargo, parecía eminentemente apropiado.

El mensajero regresó, trayendo con él a tres Caballeros de la Espina. Ninguno de ellos, advirtió Steel con alivio, era la hechicera gris que lo había acusado.

Steel reconoció a su comandante, un Señor de la Espina. El hombre estaba en la madurez, había combatido en la Guerra de la Lanza, y era el mago personal de Ariakan. Estaba acostumbrado a trabajar con soldados, a compaginar la espada con la magia.

Señaló despreocupadamente la entrada de la torre y gritó para hacerse oír sobre el fragor de la batalla:

—Milord nos ha ordenado que removamos las defensas que hay dentro. Necesitaré que tus tropas nos protejan mientras trabajamos.

Steel situó a sus hombres en posición. El hechicero mayor y sus ayudantes ocuparon sus posiciones en la retaguardia. Una nube de polvo que se levantó detrás de ellos indicó que el segundo ejército de asalto se estaba colocando en formación, listo para entrar cuando el camino estuviera despejado.

El Señor de la Espina hizo un gesto con la mano.

Steel levantó su espada en un saludo a su reina. Con un resonante grito de guerra, condujo a sus hombres, seguidos por los hechiceros grises, al interior de los destrozados portones de la Torre del Sumo Sacerdote.

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