La Guerra de los Dioses (13 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickmnan

Tags: #Fantástico

BOOK: La Guerra de los Dioses
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—Una visita, Brightblade —dijo el carcelero.

Steel, que estaba acostado en el jergón de paja, se sentó al tiempo que se frotaba los ojos para ahuyentar el sueño. Se preguntó si sería de día o de noche, ya que allí no había forma de saberlo. Las mazmorras, situadas en el primer nivel de la torre, no tenían ventanas. El caballero parpadeó bajo el brillo de la antorcha e intentó ver quién entraba.

Oyó el susurro de una túnica, y vislumbró un atisbo de gris.

Se puso de pie lentamente; las cadenas que llevaba en los tobillos tintinearon. Debía mostrar respeto a esta mujer porque era su superior, pero no iba a darse prisa en hacerlo.

—Señora de la Noche —saludó mientras la observaba con desconfianza.

La mujer se acercó más; su mirada lo recorrió rápidamente de la cabeza a los pies, captando hasta el último detalle de su degradación, desde las ropas sucias a su enmarañado cabello y las muñecas encadenadas.

—Déjanos —ordenó la Señora de la Noche, Lillith, volviéndose hacia el carcelero—. Cierra la puerta.

—No lo entretengáis mucho, Señora de la Noche —gruñó el hombre mientras ponía la antorcha en el hachero de la pared—. Tiene trabajo que hacer.

—Sólo estaré un momento. —Lillith aguardó hasta que el carcelero se hubo marchado y entonces se volvió hacia Steel. Sus ojos tenían un brillo espeluznante. Lo miraba con una intensidad que parecía otorgarles una luz interior, funesta.

—¿Por qué habéis venido, Señora de la Noche? —preguntó finalmente Steel, que empezaba a estar harto de aquel silencioso escrutinio—. ¿Para regodearos de mi infortunio?

—Esto no es un placer para mí, Brightblade —replicó Lillith bruscamente—. Lo que hago, lo hago por la gloria de nuestra reina. Vine a decirte por qué es necesario que mueras.

—Entonces habéis perdido el tiempo, Señora de la Noche —dijo Steel, encogiéndose de hombros—. Sé por qué he de morir. Vos misma lo dijisteis. Perdí a un prisionero cuya custodia me había sido confiada.

—Era precisamente lo que tenía que pasar —comentó la mujer tranquilamente—. Te envié a esa absurda misión sabiendo muy bien que lo perderías. Sin embargo, no esperaba que regresaras. Había confiado en que los dos pereceríais en el Robledal de Shoikan —continuó, hablando con indiferencia—. Descartado eso, esperaba que la Reina Oscura os mataría al mago y a ti en el Abismo. Ese plan también falló. Pero, con suerte, a estas horas el mago estará muerto. Y a no tardar tú también lo estarás. —Asintió varias veces con la cabeza, mientras repetía—. Tú también lo estarás.

Steel se sentía desconcertado, sin saber qué decir. Que esta mujer fuera capaz de odiar de un modo tan absoluto, tan malévolo, sin motivo, escapaba a su comprensión. Por fin, viendo que esperaba que él hablara, dijo:

—Sigo sin entender por qué habéis venido, Señora de la Noche. Si es para zaherirme...

—No, no lo hago por eso. Repito que esto no me causa la menor satisfacción. Vine porque quería que comprendieses. No me gustaría que cuando estés ante nuestra soberana me acusaras de haberte hecho ejecutar con falsedad o injustamente. Su majestad puede ser muy... vengativa.

La Señora de la Noche guardó silencio, meditabunda. Steel no estaba dispuesto en absoluto a mostrarse comprensivo.

—Lo que hicisteis, Señora de la Noche, es equivalente a un asesinato, un acto traicionero e insidioso, impropio de un oficial de Ariakan.

Lillith apenas prestó atención a sus palabras.

—Miré el futuro, Steel Brightblade. Y os vi a ti y al mago, el Túnica Blanca, juntos en un campo de batalla. Vi descargarse un rayo sobre la torre. Vi muerte, destrucción, la caída de las órdenes de caballería. —Los ojos extrañamente iluminados se volvieron hacia él—. Tú y el Túnica Blanca debéis morir. Sólo entonces se evitará la perdición, ¿lo comprendes? ¡Sin duda admitirás que esto es necesario!

—Acepto la sentencia de mi señor —contestó Steel, eligiendo las palabras cuidadosamente—. Si mi muerte beneficia a la caballería, entonces que así sea.

A la Señora de la Noche no pareció complacerla en absoluto esta respuesta. Se mordió el labio inferior, y sacudió la bolsa en la que guardaba las piedras vaticinadoras, que repicaron en el interior.

El carcelero abrió la puerta.

—Brightblade, tienes otra visita.

Entró el subcomandante Trevalin, que pareció molesto al encontrar allí a la Señora de la Noche. Tampoco ella parecía muy contenta de verlo. La mujer no habló más con Steel; giró sobre sus talones y salió de la celda rápidamente, la túnica gris arremolinándose en torno a sus piernas. Trevalin retrocedió para quitarse de su camino y evitar que lo tocara.

—¿Qué hacía aquí? —preguntó después.

—Cosas de hechiceros —repuso Steel, profundamente preocupado—. Presagios y ese tipo de cosas. Dijo... —calló, vacilante—. Dijo que mi muerte es necesaria o en caso contrario las órdenes de caballería caerán. Asegura que lo ha visto en el futuro.

—¡Sandeces! —rezongó Trevalin, que bajó la voz—. Sé que nuestro señor atribuye gran importancia a los hechiceros, pero tú y yo somos soldados. Sabemos que el futuro lo hacemos nosotros, con esto. —Puso la mano en la empuñadura de la espada—. Eres un valeroso guerrero, Brightblade, y has servido bien a nuestra reina. Deberías ser recompensado... Supongo que no hay posibilidad de persuadirte para que hable con lord Ariakan, ¿verdad?

Steel vaciló. La idea de abandonar esta asquerosa celda, de volver con su unidad, de entrar de nuevo en batalla, fue casi irresistible y estuvo a punto de hacer que olvidara su resolución. Era un momento glorioso para lord Ariakan, para su reina. Los ejércitos de los Caballeros de Takhisis avanzaban irrefrenables por Ansalon. Nadie podía detenerlos. Palanthas ya había caído, y ahora los caballeros se preparaban para guerrear contra los elfos. Y Steel se lo perdería. Encadenado de pies y manos realizaba trabajos de un esclavo. Dentro de otros quince días, lo sacarían de esta celda por última vez para ser ejecutado.

Sólo tenía que hablar con lord Ariakan, pero ¿qué iba a decirle? ¿La verdad?

—Lo lamento, subcomandante —musitó Steel al tiempo que esbozaba una leve sonrisa al reparar en la evidente decepción plasmada en el semblante de Trevalin—. No tengo nada que decir.

El oficial lo miró en silencio, esperando que cambiara de parecer.

Steel se mantuvo callado, impasible.

—Yo también lo lamento, Brightblade. —Trevalin sacudió la cabeza y posó brevemente su mano en el brazo de Steel—. En fin, he hecho cuanto he podido. Nuestra garra parte hoy. Nos envían a ayudar en la lucha que se sostiene en Ergoth del Norte y me habría venido bien contar contigo. Sospecho que no volveré a verte. Que su Oscura Majestad sea contigo.

—Y con vos, subcomandante. Gracias.

Trevalin giró sobre sus talones, y se marchó en el mismo momento en que el carcelero entraba.

—Es hora de trabajar, Brightblade.

Steel se movió con lentitud, buscando ganar tiempo. No quería que Trevalin viera cómo lo sacaban de la celda encadenado, ignominiosamente, para ponerlo en la fila con los otros prisioneros y ser conducidos hasta las canteras. Cuando estuvo seguro de que ya no se oían las pisadas de Trevalin, Steel abandonó la celda.

Se unió a un grupo de prisioneros, Caballeros de Solamnia que habían sido capturados durante la batalla o que se habían rendido. La mayoría eran jóvenes, más que Steel.

Los solámnicos sabían que era uno de sus enemigos, y lo creían responsable de la muerte de Tanis el Semielfo. Al principio habían creído que era un espía, pero luego se enteraron de la verdad a través de los guardias: que Steel había perdido a un prisionero y había regresado voluntariamente para afrontar su castigo, que era la muerte. Un acto de tal valentía y honor le granjeó el respeto, a regañadientes, de los caballeros jóvenes. Apenas le dirigían la palabra, pero ya no lo rehuían, y hablaban entre ellos libremente cuando Steel estaba con ellos. De vez en cuando, durante los breves períodos de descanso, incluso iniciaban conatos de conversación. Tales intentos eran rechazados fríamente.

Steel estaba sumido en un sombrío desaliento que no admitía consuelo.

Lord Ariakan no era cruel con sus prisioneros, pero tampoco era amable. Se había ocupado de que recibieran las raciones adecuadas de alimento y agua, ya que un hombre débil o enfermo no está capacitado para trabajar, pero los hacía bregar sin clemencia y no se oponía al uso del látigo cuando necesitaba hacerlos trabajar más duro. Ariakan había obtenido una gran victoria, pero todavía no había ganado la guerra.

Conocía bien a los dragones, y sabía que no se podía confiar en ellos. Sospechaba que los reptiles dorados y plateados habían volado a un lugar apartado para reagruparse y llamar a más de los suyos, preparándose para regresar y lanzar un ataque masivo. Mantenía en alerta a sus tropas y hacía trabajar día y noche a los prisioneros, reconstruyendo, reparando, volviendo a fortificar la Torre del Sumo Sacerdote.

Los caballeros prisioneros habían esperado que Steel aprovechara su título y su pertenencia a las filas de los vencedores para tener un trato de favor por parte de los carceleros. De hecho, podría haber sido así, ya que no eran sólo sus enemigos quienes lo admiraban. Cada noche, en torno a las hogueras de los puestos de guardia, se hablaba con elogio de su regreso voluntario para afrontar el castigo, su valentía en la batalla, su subsiguiente aceptación estoica de su encarcelación y ejecución.

Pero Steel despreciaba aceptar ningún trato de favor. No se lo merecía.

En consecuencia, rechazaba la comida de más y el cazo extra de agua que los guardias le daban. Trabajaba codo con coció con los caballeros solámnicos capturados: cortando piedra en las canteras, arrastrando enormes bloques de granito hacia la torre, bregando para encajarlos en su sitio. Todo el trabajo se realizaba bajo la cegadora luz del implacable sol, pero a Steel nunca lo golpeaban, nunca lo azotaban como a los otros prisioneros. Estaba tan absorto en su amargura que ni siquiera se percató de esta diferencia.

Los prisioneros fueron conducidos hacia la cantera, como de costumbre. Su tarea era cargar enormes bloques de granito en grandes narrias de madera, que eran arrastradas por los mamuts hasta la torre. Los bloques se subían a las narrias por una rampa; algunos prisioneros tiraban de gruesas cuerdas desde arriba, en tanto que otros se colocaban detrás de las grandes piedras y empujaban.

Los pensamientos de Steel estaban centrados en Trevalin, en su garra. Imaginaba a sus compañeros volando hacia lo que estaba destinado a ser un reñido combate con los ergothianos, humanos de probado coraje y valor que habían mantenido una firme defensa de su país durante toda la Guerra de la Lanza y que estaban decididos a hacer lo mismo ahora.

El caballero imaginó el enfrentamiento, disputó la batalla en su mente. La cuerda guía que se suponía que Steel debía de sujetar tirante se quedó floja. Gritos de alarma lo sacaron de su ensimismamiento. El inmenso bloque de granito, que estaba a medio cargar en la narria, se había desequilibrado, se inclinó y volcó la narria.

—¡Torpe bastardo! ¡Presta atención a lo que haces! —bramó el capataz al tiempo que descargaba su látigo, pero no azotó a Steel, sino a un joven caballero que estaba junto a él.

El látigo desgarró la piel de la espalda desnuda del solámnico; el trallazo lo hizo caer al suelo. El capataz se plantó a su lado, con el látigo levantado y dispuesto a azotarlo otra vez.

Steel le agarró el brazo.

—Fue culpa mía, él no hizo nada —dijo—. Dejé floja la cuerda.

El capataz miró a Steel de hito en hito, perplejo. Lo mismo hicieron los demás prisioneros, que habían dejado de trabajar y miraban la escena con incredulidad.

—Vi lo que ocurrió, señor caballero —replicó el capataz, recobrándose de la sorpresa—. El solámnico...

—No hizo nada que mereciera un castigo —lo interrumpió Steel mientras apartaba al capataz de un empujón—. No me llames caballero, porque ya no lo soy. Y no vuelvas a hacerme favores. No los quiero. —Se acercó al joven solámnico caído a sus pies.

»
Lamento lo ocurrido, señor. No volverá a pasar. ¿Querrás aceptar mis disculpas?

—Sí —musitó el caballero—. Sí, por supuesto.

Satisfecho, Steel se volvió hacia el capataz.

—Azótame —instó.

—Estás perdiendo el tiempo —gruñó el hombre—. Vuelve al trabajo.

—Azótame —repitió Steel—, como has hecho con él, o daré parte a mi señor de que no has cumplido con tu deber.

Para entonces, el capataz estaba tan furioso con Steel por dejarlo como un estúpido delante de todos que descargó el látigo de buena gana. El trallazo cruzó los hombros desnudos de Steel y le arrancó piel y carne.

El joven soportó el castigo sin pestañear, sin hacer el menor gesto de dolor ni soltar quejido alguno. El capataz lo golpeó otra vez, y luego, con un gruñido, se dio media vuelta.

Viendo que el castigo había terminado, Steel regresó a su trabajo. Tenía la espalda en carne viva, sangrando, y las moscas no tardaron en zumbar alrededor de las heridas abiertas.

El capataz empezó a arengar a los otros prisioneros, instándolos a subir el bloque de granito a la narria. El joven caballero aprovechó la oportunidad para acercarse a Steel y darle la gracias con timidez.

Steel le dio la espalda. No quería que se lo agradeciera; no había hecho esto guiado por una mal entendida compasión. El mordisco del látigo lo había hecho volver a la realidad; ni siquiera tenía derecho a imaginarse a sí mismo como uno de los elegidos de Takhisis. La Reina Oscura conocía su culpa.

Lo que lo atormentaba era la certeza de que podría haber entrado en el laboratorio del archimago. La puerta se había quedado abierta, como esperando que pasara; tendría que haber ido en pos de Palin, pero, aunque sólo fue un instante, vaciló, reacio a meterse en aquella oscuridad susurrante y amedrentadora. Y entonces la puerta se cerró de golpe.

Takhisis había visto lo que había en su corazón, sabía que era un cobarde. Había rehusado concederle una muerte honrosa, y ahora, al parecer, quería mortificarlo más. No pensaba quedarse de brazos cruzados viendo cómo se castigaba a otros en su lugar.

Steel levantó la cuerda guía y reanudó su trabajo. El sudor que resbalaba sobre las heridas escocía y quemaba como fuego. Ahora era igual que los demás prisioneros.

Igual, salvo porque dentro de quince días, en la madrugada en que se celebraba la Víspera del Solsticio de Verano, si Palin Majere no había regresado o era capturado, Steel Brightblade moriría. Y si, como la Señora de la Noche había dicho, con su muerte salvaba la caballería del mismo modo que la muerte de su padre había salvado en aquel tiempo la orden de los Caballeros de Solamnia, entonces, quizá, se sentiría más en paz consigo mismo.

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